Página principal. Ciclo de Shaedra, Tomo 9: Oscuridades

24 Bolas de fuego

—¡Ew Skalpaï! —rugió de nuevo el capitán Aseth, mientras veíamos desaparecer al humano por la entrada.

Sólo cuando vi al capitán precipitarse hacia la puerta entendí realmente lo que significaba tener coraje. El filo de su espada encantada brillaba de una luz intensa. Soltó unas órdenes que no entendí antes de internarse en la torre, seguido por Narsia, Makatos y Wujiri. Un fuego interior, mezcla de miedo, horror y sinrazón, embargaba mis sentidos. Y, sin pensarlo dos veces, los seguí.

“¡Shaedra!”, se alarmó Syu, aterrado.

“Honor, Vida y Coraje, Syu”, solté con determinación.

“Shaedra…” Syu vaciló. “¿Te has dado cuenta de que no somos raendays?”

No repliqué y entré con paso decidido.

La luz tan sólo alcanzaba a iluminar los primeros metros de la sala llenos de piedras y desperdicios. Ahí se habían detenido mis compañeros, blandiendo la espada hacia la penumbra más completa. En el resto de la sala, flotaban de hecho unas sombras espesas que la luz del día no conseguía disipar. Y entre esas sombras, me pareció distinguir una forma con ojos grandes y blancos como la leche antes de que desapareciese. Palidecí. Esa cosa, fuera lo que fuera, me llevaba varias cabezas. Se oían sus pasos, como si estuviese dudando sobre qué víctima abalanzarse primero. A mi derecha la silueta enhiesta del cazavampiros se difuminaba entre el velo oscuro. Lo vi retroceder y me alegré de que fuese lo suficientemente prudente como para no embestir contra un monstruo a ciegas.

—¡Ew Skalpaï! —bramó el capitán—. ¿Qué diablos es esa cosa?

El grito de Laya me impidió oír la respuesta del cazavampiros. Una enorme zarpa había salido a descubierto y di un salto hacia atrás mientras el capitán esquivaba el ataque y contraatacaba con su espada iluminada. La criatura soltó un quejido agudo y retiró su brazo, hundiéndolo de nuevo en la penumbra.

—¡No se ve nada! —protestó Narsia.

—¡Abrid el otro batiente! —nos ordenó el capitán Aseth.

Antes de obedecerle, creé la luz armónica más intensa que había fabricado en mi vida y la lancé a la criatura, pero tan sólo consiguió iluminar unos centímetros a su alrededor antes de desaparecer, engullida por las sombras. Vi aparecer de pronto unos ojos blancos como dos Lunas que atravesaron las sombras y se clavaron en mí. Oh, no…

“Ya está: Honor, Vida y Coraje, ¿eh?”, gruñó el mono, temblando de pies a cabeza.

Levanté la mano, blandiendo la espada, y retrocedí unos pasos. En el momento en que las enormes garras del monstruo iban a hacerme papilla, una silueta rubia se interpuso en su camino. Solté un alarido de horror.

—¡Galgarrios! ¡No!

El caito fue absorbido por las sombras. Oí un crujido ruidoso seguido de un grito de dolor.

El terror me invadió, pero lejos de hacerme retroceder, me dio alas. Me abalancé contra la criatura y pronto me encontré a oscuras. Tropecé, creo, con uno de sus pies e iba a hincar la espada con todas mis fuerzas cuando una mano enorme y musculosa me agarró por la túnica. Por un instante, vi de cerca sus ojos enormes y… ¿acaso eso podía ser su boca?, se preguntó una vocecita en mi interior mientras mi conciencia estaba a punto de desmayarse de terror. El rugido que emitió la criatura retumbó por toda mi cabeza y sentí la espada deslizarse de entre mis manos. Me zarandeó y me arrojó hacia el fondo de la sala. Aterricé brutalmente contra el suelo.

Tardé tal vez un minuto en recobrarme antes de alzar los ojos. No veía nada. Ya llevábamos dentro un rato pero aquel ser se mantenía siempre fuera de alcance, ocultado como estaba en las sombras. Además, dadas las exclamaciones de pánico de mis compañeros, mi ataque frustrado había desencadenado su furia.

—¡No podemos luchar contra él a ciegas! —rugía la voz de Narsia.

—¡Atrás, hacia la salida! —gritó el capitán en algún sitio.

Agrandé los ojos, incrédula. ¿Cómo que atrás? ¿No se estarían retirando? Con los músculos doloridos, me levanté y saqué a Frundis.

“¡Vamos, Shaedra!”, me animó el bastón con una traca de cohetes efusivos. “¡Podemos vencerlo!”

Lo empuñé con fuerza… y entonces oí una tos cercana y lo olvidé todo: la criatura, el combate y el dolor de mi brutal caída. Me arrodillé y tanteé con mi mano libre. Al topar con el pelo de Galgarrios, solté un lamento por lo bajo.

—Galgarrios… Galgarrios, ¿estás bien?

Noté el gesto de asentimiento, a menos que estuviese simplemente moviendo la cabeza y no me hubiese oído siquiera… Un grito estridente surcó las tinieblas. Unos instantes después, algo me rozó la espalda y cayó en el suelo, inerte. El pánico me invadió. No podía ser que Kyisse hubiese pasado por aquí. Era imposible. Ew Skalpaï había tenido que equivocarse. Teníamos que salir de ahí cuanto antes.

Tanteé el cuerpo que acababa de caer junto a mí y muy débilmente aclaré su rostro rozándolo con la mano. Era Wujiri. Estaba inconsciente. Genial, me dije, desesperada. ¿Y ahora qué?

La lucha seguía su curso. Se oían gritos entre mis compañeros.

—¡Cuidado! —tonó la voz de Ew Skalpaï. Se percibió un ruido de espada y entre la oscuridad creí divisar la forma de la criatura que retrocedía, prudente.

“¡Vamos a morir!”, chilló Syu, aterrado.

“¡Syu! Cálmate, ¿quieres? Cálmate”, repetí, más para mí misma que para él. “No quiero morir.”

Y con ese pensamiento en mente, me levanté de un bote y me dirigí hacia donde suponía que se encontraba el monstruo. En un momento tropecé contra una piedra y luego me detuve en seco al oír el grito agudo de Laya.

¿Cómo demonios quería acabar con ese monstruo si ni siquiera conseguía verlo? Casi se me escapó Frundis de las manos pero lo agarré con más fuerza.

“Un gawalt nunca desespera”, solté.

Tomé impulso, con la firme intención de no rendirme. Syu, que se había quedado junto a Galgarrios, soltó un gemido mental.

“Un gawalt nunca se mete en la boca del lobo”, se lamentó.

Segundos después, me empotré contra la pierna del monstruo y sentí como si me chocase contra un árbol gelatinoso cubierto de seda. La piel era increíblemente resbaladiza y parecía moldearse a su antojo… Agrandé los ojos, viendo al fin la evidencia. Ese monstruo era un sainal. ¡Un sainal!, me repetí, sin poder creerlo.

“Pues no te lo creas, ¡pero haz algo!”, imploró Syu.

“¡Eso!”, aprobó Frundis, ansioso por enseñar sus dotes de luchador.

Le asesté un golpe a la criatura en el momento en que esta se volvía hacia mí y me daba una patada bestial. Traté de dar un salto para recuperar el equilibrio pero tropecé con un enorme bloque de piedra y me golpeé la cabeza contra algo. Milagrosamente no perdí el conocimiento, pero creí que toda mi cabeza iba a estallar. Cuando sentí el bastón deslizarse hasta mis manos solté un suspiro aliviado. Al menos seguía teniendo a Frundis.

“Shaedra, ¡levántate!”, me suplicó él. “No puedes morir aquí.”

Pestañeé, a punto de desfallecer.

“¿No puedo?”

Mi pregunta pareció dejarlo pasmado.

“Pues ¡no! ¡Claro que no! Tú eres Shaedra Úcrinalm Háreldin, la que luchó valientemente contra las mílfidas aladas y salvó a la Flor del Norte… ¿recuerdas?”

Asentí y volví a levantarme, o al menos lo intenté. Mis piernas flaquearon y volví a caer al suelo sintiendo que la cabeza me zumbaba como un enjambre de abejas. Se oyeron gritos y alcé la mirada, alarmada, mientras me masajeaba la cabeza. Una luz semejante al sol pareció desgarrar las sombras como un rayo. Era una enorme bola de fuego. Aturdida, la vi cruzar la penumbra a la velocidad del rayo y golpear brutalmente contra algo. El sainal soltó un alarido.

Todo fue entonces caos y locura. La criatura rugió con toda la fuerza de sus pulmones, tal vez herida. La oscuridad, que temporalmente había menguado ligeramente, volvió a invadir cada esquina de la sala. Instantes después, entreví una nueva bola de fuego, aunque esta vez el sainal consiguió esquivarla.

Jamás había visto bolas de fuego tan potentes. Es más, según lo que había aprendido en la Pagoda Azul, era imposible crear un sortilegio tan complicado y lograr controlarlo. Sólo cabía una posibilidad: utilizar una mágara que amplificase los efectos. Como por ejemplo las Trillizas. ¿Podía ser que Drakvian hubiese conseguido encontrarlas y nos hubiese seguido hasta la torre? Vistos los gritos, parecía que todos mis compañeros estaban ya en la sala intentando dar con el monstruo.

—Oh… mi cabeza —gemí.

Me arrastré sobre la piedra, alejándome del combate. Tenía la sensación de que todo mi cuerpo me quemaba. Cuando llegué de nuevo junto a Galgarrios y Wujiri, me percaté de que las sombras parecían menos densas ahora. Escudriñé la oscuridad, alarmada por el súbito silencio. ¿Dónde estaba el sainal? ¿Acaso Drakvian había conseguido matarlo?

Unos gritos me despertaron de mi confusión. Poco a poco, la oscuridad de la sala disminuía y se iban infiltrando rayos de luz por las aspilleras. Vi al capitán levantarse con dificultad del lugar donde había caído. Invoqué una esfera de luz y esta al fin pareció tener efecto. Paseé la mirada a mi alrededor. ¿Qué había sido del sainal?

—¿Está muerto? —preguntó una voz.

—¿Dónde está el cadáver? —dijo otro guardia.

—¿Quién demonios ha soltado esas bolas de fuego? —añadió Narsia.

—¡Capitán! —exclamé. Un súbito mareo me hizo apoyarme en Frundis—. Por Ruyalé. Estamos vivos. —Solté una risita—. ¡Estamos vivos!

El capitán Aseth se precipitó hacia nosotros y se arrodilló junto a Wujiri. El alivio se reflejó en su rostro cuando comprobó que seguía respirando. Con la luz, pude ver al fin a Galgarrios. Apretaba con firmeza su puño contra su pecho.

—¡Galgarrios! ¿Estás bien? —pregunté, dejándome caer pesadamente junto a él. Su rostro se tambaleaba ante mis ojos.

El caito me miró pero no contestó. Su rostro parecía haberse petrificado de espanto. ¿Qué…?

Sentí de pronto movimiento a mi alrededor y me giré. Entre las sombras que se disipaban ante las luces invocadas, Narsia y el capitán Aseth me contemplaban, atónitos. Sólo entonces, en medio de mi confusión, sentí el leve fluir de mi Sreda. ¿Podía ser…? ¿Podía ser…? ¿Pero cuándo…? Las sombras no se habían desvanecido tanto como creía: mis ojos de demonio veían a través de ellas.

Pensé en controlar la Sreda, pero por alguna razón no lo conseguí. Tal vez estaba demasiado débil y aterrorizada. O bien la energía que flotaba en ese lugar alteraba mis facultades. Me levanté precipitadamente.

—Yo…

Apenas había empezado a hablar cuando oí un ruido de espada desenvainarse. A mi derecha, Ew Skalpaï me miraba con ojos locos de asesino.

—¡Un demonio! —rugió.

Retrocedí precipitadamente bajo las miradas estupefactas de Galgarrios y Laya.

—No… ¡no lo entendéis! —exclamé. Las palabras salían de mi boca atropelladamente—. Yo no soy ningún monstruo. Es… sólo una apariencia. Yo no soy un demonio… Os lo juro. Soy Shaedra.

Traté de enseñarles una sonrisa. Mis palabras, junto con mis dientes afilados, más que convencerlos, los despertaron del aturdimiento. Narsia y el capitán sacaron a su vez la espada. Y Sarpi, que llegaba a toda prisa, tardó tan sólo unos segundos en imitarlos.

“¡Syu!”, gemí, mientras este se escondía detrás de mi pelo, perplejo ante la escena.

—¿Es una nueva artimaña de ese sainal? —preguntó Sarpi.

No oí la respuesta porque en ese momento Ew Skalpaï se abalanzaba sobre mí. No sé por qué, me daba la impresión de que no era la primera vez que ese humano veía a un demonio.

“Frundis, ¡prepárate!”

Mi primer objetivo era sobrevivir. El segundo consistía en salir de esa torre maldita.

Paré el ataque de Ew Skalpaï y di un salto hacia atrás. No podía creerlo. ¿Estaba luchando contra un maestro de har-kar? Por lo menos tenía mejor vista que él, me dije, optimista. Sin pensar en las consecuencias de todo lo que estaba sucediendo, fui retrocediendo hacia el muro del fondo ante cada ataque. Me fundí en las sombras armónicas. Ew Skalpaï parecía estar luchando a ciegas, observé.

“¡No llegarás nunca a la entrada alejándote de ella!”, deploró el mono.

“¡Por el momento intento sobrevivir!”, repliqué.

Aunque temía que tan sólo me quedaban ya unos segundos de vida. ¡Malditos saijits! ¿No podían razonar ni un minuto? ¿No podían hacer el esfuerzo de recordar que yo, Shaedra, había sido siempre simpática con todo el mundo y nunca me había comido a ningún niño? ¿Acaso unas simples marcas negras podían trastornarlos tanto?

Antes de que viniese el golpe final de Ew Skalpaï, mis fuerzas me abandonaron. Dejé escapar a Frundis y caí de rodillas. No conseguía ni llorar. ¡Era todo tan absurdo!

Mi súbito movimiento de rendición los sorprendió a todos, pero eso no impidió que Ew Skalpaï colocase prestamente el filo de su espada bajo mi barbilla. Sus ojos eran tan fríos como el metal de su arma.

—¡Espere! —gritó Galgarrios con una urgencia nunca jamás vista en él—. Y si… ¿y si dijera la verdad y no es un demonio? ¿Y si es Shaedra?

Con sumo esfuerzo, se había arrastrado unos metros hacia nosotros. Su expresión reflejaba incomprensión y horror.

—Ninguna palabra que pueda decir este demonio te devolverá a tu amiga —siseó Ew Skalpaï.

—Eso es estúpido —alcancé a decir—. Soy Shaedra, lo sé y lo sabéis. Puedo contarle exactamente la conversación que tuvimos hace unos días en el bosque, maestro Ew… Puedo…

—Ew Skalpaï —pronunció el capitán, interrumpiéndome—. Dime, ¿estás seguro?

El cazavampiros escupió.

—Segurísimo. Ya he matado a dos demonios en mi maldita vida. Debe de haberla poseído durante la batalla… O antes. Tal vez fuese un demonio desde el principio. Pero lo que está claro es que un ser maligno habita su cuerpo.

—No —gimió Laya, más lejos—. No puede ser…

Sentí el filo de la espada moverse para acabar con la sucia tarea…

—No la mates —tonó de pronto el capitán—. Átala. La llevaremos a Ató.

—Un demonio no se mata con la espada. Si no, el demonio irá a poseer otro cuerpo. Tenemos que quemarlo —afirmó Ew Skalpaï.

Reprimí un gruñido incrédulo. ¿De dónde sacaba esas ideas tan disparatadas?

—Lo quemaremos… Pero aquí no —insistió el capitán.

Por fin había alguien con un atisbo de razón, suspiré. De pronto, resonó una voz estentórea.

—¡Que nadie se mueva!

Se sobresaltaron todos, menos Ew y yo, y di gracias a los dioses por que Ew Skalpaï supiese guardar tan bien su inmovilidad y no me hubiese cortado la garganta sin querer.

—¡Vosotros! —soltó el capitán, como reconociendo a los recién llegados—. ¿Quiénes sois?

—Los que os enviarán a los infiernos si no tiráis vuestras armas y dejáis en libertad a esa pobre muchacha —tonó una voz discordante.

Era Drakvian. Un rayo de esperanza aceleró los latidos de mi corazón. ¿Así que ahora yo era una pobre muchacha, eh?

Una luz se encendió en la sala, iluminando todas las paredes con unos reflejos azulados y violetas. Cuando Sarpi se apartó ligeramente vi junto a la puerta abierta de par en par a un Iharath encapuchado y embozado fabricando una enorme bola de energía. El pánico los invadió a todos, incluso a mí: si realmente llegaba a soltar ese sortilegio, tenía la impresión de que iba a salir tan mal parada como mis “compañeros”. Desde luego, las Trillizas estaban demostrando su utilidad.

—Es increíble —resopló el capitán.

Sin embargo, ninguno soltó las armas.

—Sois también demonios, ¿verdad? —preguntó Ew Skalpaï con un tono monocorde, sin quitarme la vista de encima.

Drakvian, a unos pasos de Iharath, soltó una carcajada y apuntó:

—Vosotros sois los demonios.

Hubo unos segundos de silencio. La bola de energía crecía y pronto Iharath no podría contenerla. Era imposible que pudiese controlar un conjuro de esa amplitud…

—Soltad las armas y apartaos de ella u os matamos a todos —insistió la vampira. No noté en su voz ni el más mínimo temblor.

Por un momento, creí que el cazavampiros me mataría. Y probablemente lo hubiera hecho si en aquel instante el sainal no hubiese vuelto a aparecer, saliendo de las sombras de una esquina. Con un repentino zarpazo, mandó a Navon Ew Skalpaï a tomar vientos por nuevas riberas y quedé liberada.

Enseguida me chocó la actitud del sainal. ¿Acaso realmente había querido salvarme? Tomé a Frundis y me alejé hasta chocar contra el muro.

—¡Retirada! —rugió el capitán.

Su exclamación murió ahogada por un grito de dolor. El sainal, quien se había impulsado hacia la puerta, acababa de empujar violentamente a Iharath. La bola de energía que este mantenía se liberó y salió disparada en un total descontrol. Se disgregaba velozmente, pero llegó a golpear de refilón al capitán Aseth antes de desaparecer en un chisporroteo energético. Las sombras volvían a envolverlo todo. Pero antes de que se tapase del todo la luz de la entrada, vi cómo Narsia y Sarpi ayudaban al capitán y salían a todo correr con los demás Guardias de Ató. Ew Skalpaï los seguía, renqueante. Sin duda habrían pensado que valía la pena meditar un poco más antes de enfrentarse contra un sainal, un demonio y dos magos tan potentes. El sainal, sin embargo, no parecía querer matarlos, me di cuenta. Sólo estaba defendiendo su territorio. No era ningún Ugabira… o al menos no parecía estar ansioso de recoger los corazones de sus víctimas. Aunque, desde luego, ese sainal era duro de roer. Drakvian e Iharath se habían quedado tan aturdidos como yo, sin saber qué hacer, convencidos sin duda de que la muerte los esperaba tanto afuera como adentro.

Boquiabierta, vi cómo el sainal se precipitaba para cerrar las puertas, sumiendo la sala en la oscuridad. Sin embargo, ignoraba por qué, transformada como estaba alcanzaba a ver a través de esas sombras invocadas. Por eso me di cuenta de que Wujiri y Galgarrios seguían tendidos en el suelo. Un ruido estruendoso me hizo levantar la cabeza de nuevo hacia el sainal: este hacía rodar una piedra hasta colocarla contra los batientes de la puerta.

Sólo entonces Drakvian pareció recobrar su movilidad. Soltó una exclamación y agarró el brazo de Iharath, caído de bruces contra el suelo.

—¡Dame las Trillizas!

—Pero si no te quedan fuerzas…

—¡Dámelas!

El sainal soltó unos ruidos guturales y ambos callaron, espantados. Yo me quedé aún más anonadada, si cabe. Arrimada contra el muro, solté un resoplido de estupefacción. ¡El sainal acababa de hablar en tajal!

Sus palabras las conocía de sobra: significaban “Buenos días”. Me recuperé del pasmo y me esforcé por responder en voz alta:

Taú kras.

Los ojos blancos del sainal brillaron y, entre las sombras, percibí su boca y su lengua azul. ¡Me sonreía! Temblando, me despegué del muro y llevé mi mano al hombro, realizando el saludo de los demonios para darle las gracias. El sainal pareció aceptarlas pues inclinó levemente la cabeza y las sombras se hicieron menos densas.

—Si eres tan amable, ¿puedes decirle a los compañeros que han intentado salvarte que se tranquilicen? Mi intención no es hacerles daño, aunque hayan entrado en mi morada sin pedir permiso y me hayan freído a bolas de fuego. No soy alguien rencoroso.

Soltó una carcajada profunda y lo miré con fijeza.

“Syu, Frundis, ¿estoy delirando o estoy hablando con un sainal?”, les pregunté, atónita.

“Admito que es la primera vez que veo una de esas criaturas”, confesó el bastón, curiosamente silencioso.

Se lo veía impresionado. Meneé discretamente la cabeza. Se suponía que los sainals eran criaturas de los infiernos. Todos los temían y aunque se decía que eran inteligentes muchos pensaban que sus mentes eran tan sólo el reflejo del Mal en persona.

Paciente, el sainal repitió sus palabras.

—¿Me entiendes, verdad?

Asentí precipitadamente.

—Por supuesto. Enseguida les digo.

Avancé como una anciana, apoyándome en Frundis. La vampira y el semi-elfo nos contemplaban alternadamente, incrédulos. En la caída, se les habían caído los embozos y ahora se veían claramente los colmillos blancos de Drakvian en su boca semi abierta por el asombro. Cuando pasé delante de Galgarrios, lo vi tan lívido como un espectro.

—Er… Drakvian… Iharath —pronuncié, al alcanzarlos—. Tranquilos. El sainal nos ha salvado la vida. Bueno… me ha salvado la vida —rectifiqué.

La vampira meneó la cabeza, alucinada.

—¿Qué es esa lengua extraña?

—Es tajal, la lengua de los demonios —expliqué con tranquilidad.

Iharath soltó un jadeo y se acercó. Cuando alcanzó a ver mi rostro se puso a temblar.

—Así que es cierto… Eres un demonio —murmuró con una vocecita.

Entorné los ojos.

—Tú que fuiste una sombra durante tantos años, creía que serías más tolerante. Márevor lo fue.

El semi-elfo permaneció con los ojos desorbitados durante unos segundos, detallándome de cerca antes de inspirar hondo. Asintió varias veces, aturdido.

—Sí. Sí. —Sus ojos brillaron de curiosidad—. Pero entonces… ¿qué es exactamente un demonio?

Drakvian soltó un gruñido.

—Iharath, por favor, no empieces con tus aires de investigador. Tenemos a un sainal delante de nuestras narices. Por cierto, Shaedra… ¿te ha dicho por qué ha cerrado las puertas con esa enorme piedra?

Iharath tuvo una risita nerviosa.

—Para evitar las corrientes, tal vez.

—No os azoréis —les dije—. Voy a intentar hablar con él. A lo mejor sabe algo sobre Kyisse.

—¡Ah! —soltó de pronto el sainal, acercándose casi con timidez. Drakvian e Iharath se arredraron instintivamente. El comportamiento del sainal era de lo más extraño, pensé. Primero zarandeaba a todo el mundo y se conducía como el peor de los monstruos y luego hablaba con un tono tranquilo y educado. Sonrió, enseñando su lengua azul—. ¿Buscáis a la Flor Blanca que pasó por aquí?

Agrandé los ojos.

—¿Has visto pasar a la niña?

—Por supuesto —contestó.

Oí unos ruidos apagados afuera y, antes de que tuviese tiempo para preguntarle hacia dónde había ido Kyisse, el sainal añadió:

—Seguidme. Este no es un buen lugar para hablar. Esos saijits podrían querer volver.

Se alejó hacia el fondo de la sala y volvió a girarse hacia mí.

—¿Vienes?

Asentí y eché una mirada hacia la puerta, de la que se infiltraban tímidos rayos de luz. Por lo visto, los Guardias de Ató habían decidido esperar un poco antes de volver a la carga. A menos que hubiesen dado por perdidos a Galgarrios y Wujiri y estuviesen ya corriendo hacia Ató para informar a todo el mundo de que un demonio me había poseído… Cerré brevemente los ojos. Era mejor no pensar en ello. Les hice un signo a Drakvian e Iharath para que me siguiesen. Al pasar junto al caito y el elfo oscuro vacilé pero decidí no decir nada. A lo mejor el sainal realmente los había olvidado.

—¿Son buenos? —preguntó entonces el sainal.

Lo miré, aturdida.

—¿Cómo?

La criatura de sombras tendió una mano negra hacia Galgarrios y Wujiri.

—¿Son buenos?

Di un respingo, espantada.

—¡No! Eso no. No puedes comértelos. Son amigos míos.

El sainal enarcó una ceja.

—¡Ah! Son amigos —repitió—. A eso me refería. No te preocupes, yo no como carne.

Su aserción me dejó a cuadros.

—¿Que no comes carne? ¡Pero si eres un sainal!

El engendro infernal sonrió anchamente, enseñando su enorme boca.

—No todos los sainals somos iguales. Por aquí —dijo entonces.

Se inclinó y con sus largos brazos abrió el suelo… Ahogué una exclamación de sorpresa. Una trampilla, entendí, impresionada, entornando los ojos hacia el agujero negro que acababa abrirse. Desde luego, estaba bien camuflada. Aún había esperanza, me dije. Esa escapatoria era nuestra salvación… siempre y cuando no llevase a algo peor…

—Seguid todo recto. —El sainal redujo sus ojos a dos rendijas blancas sonrientes—. Enseguida os alcanzo.

Me quedé un momento observándolo con extrañeza.

—¿Por qué me has ayudado? —pregunté al fin.

—¡Ah! —el sainal parecía medio divertido medio sorprendido por la pregunta—. Pues… supongo que porque no quería verte morir. ¿No crees que hubiera sido infame dejar que te matasen esos saijits?

Enarqué una ceja.

—Er… sí. Terriblemente infame —aprobé.

No veía otra solución que confiar en ese sainal, aunque me costó convencer a Drakvian y a Iharath de que bajasen por la escala de la trampilla. La vampira estaba tensa como una cuerda de arco.

—¿Cómo puedes confiar en un sainal? —me susurró.

—Drakvian —suspiré con paciencia—. Si sales de esta torre, los guardias te matarán. Ves que por el momento el mejor camino es este —concluí, señalando la escala.

Iharath tomó del brazo a la vampira.

—Adelante.

Los vi bajar y me giré hacia el sainal. Este acababa de coger en brazos a Wujiri.

—Si quieres ayudarme —me dijo—, puedes tratar de espabilar al rubio. Está consciente.

Me precipité hacia Galgarrios y me detuve a medio camino. Me concentré y até mi Sreda. En un minuto ya estaba de nuevo con mi aspecto de ternian de siempre.

—Galgarrios —murmuré, al arrodillarme junto a él—. ¿Estás bien? —Como el caito no contestaba, me giré hacia el sainal—. ¿Qué piensas hacer con ellos? ¿Por qué… por qué no los dejas libres y punto?

El sainal se encogió de hombros.

—No voy a dejarlos en mi torre. Y no voy a volver a abrir esa puerta. El rubio ha visto ya demasiado —añadió, enseñando la trampilla con un gesto vago—. Vienen con nosotros. Y no te preocupes por ellos. Simplemente están sufriendo los efectos de unas toxinas. Se repondrán. No les pasará nada —insistió.

Sus palabras me hicieron silbar entre dientes.

—¿Supongo que no se puede negociar? —Un deje de irritación transparentaba en mi voz.

—No —contestó con sinceridad—. Pero me encantaría seguir hablando contigo. Sin embargo, no podemos quedarnos aquí. Tengo curiosidad por saber qué hace un demonio buscando a la Flor Blanca y por qué se pasea con un vampiro, un mono y un bastón ruidoso.

Un sonido de cuchufleta ultrajada atravesó mi mente.

“¿Bastón ruidoso?”, exclamó Frundis. Sofocaba casi al verse así calumniado. “¡Santos clarines! ¡Deshonra para todos los sainals! Soy un bastón compositor. ¡Díselo, Shaedra! Esto no puede ser…”

Reprimí una carcajada.

—Es un bastón compositor, sainal. Tiene conciencia, y mucha.

Las dos lunas en su rostro negro se agrandaron ligeramente.

—Oh. Mis más sinceras disculpas, bastón. Mi nombre es Ga —retomó, mientras llegaba junto a la trampilla.

—Yo soy Shaedra —contesté.

Meneé la cabeza, asombrada. Estaba hablando con un sainal en tajal, me repetí. ¿Era acaso posible? Las preguntas se me arremolinaban en la mente, tan numerosas que me impedían pensar correctamente. Temblando por la falta de fuerzas, traté de ayudar a Galgarrios a levantarse. Este me miró con ojos vidriosos. Un tenue brillo en su iris atestiguaba sin embargo que estaba consciente.

—Te juro que no permitiré que nadie te haga daño —afirmé.

Le sonreí con ternura. Galgarrios parpadeó y asintió.

—¿Eres… Shaedra? —preguntó. Sentí que su cuerpo se apoyaba menos sobre mí, como recobrando fuerzas.

—Claro. Soy yo.

—Shaedra.

—Shaedra —confirmé, preocupada por su estado de ánimo—. Galgarrios… dime. —Me mordí el labio—. Seguimos siendo amigos, ¿verdad?

Galgarrios sonrió débilmente.

—Amigos como siempre.