Página principal. Ciclo de Shaedra, Tomo 9: Oscuridades

21 Guardias de Ató

Aquella misma tarde, mis amigos pagodistas fueron nombrados cekals e, increíblemente, nos incluyeron a Aleria, a Akín y a mí, aunque a título excepcional según explicó el Dáilerrin. Mientras este nos soltaba un discurso que me recordó al de mi primer día de snorí, me pregunté si, finalmente, no necesitarían urgentemente a gente para rellenar las vacantes de los puestos de celmistas y guardias. Aleria fue asignada a la enfermería, Akín fue nombrado ayudante del maestro Dai y a mí me pusieron junto a los demás har-karistas en las patrullas. Así que en cuanto salimos de la Pagoda, Ozwil, Revis, Galgarrios, Laya y yo nos dirigimos directamente al cuartel. Ozwil se había comprado unas nuevas botas saltadoras particularmente resistentes y aseguraba que le durarían veinte años. Revis caminaba con aires de conquistador, orgulloso de ser cekal, y Galgarrios no parecía ya tan sombrío por la idea de tener que alejarse de Ató. La única que ponía cara inquieta era Laya y, cuando tratamos de animarla, se encogió de hombros.

—Esto de ser cekal es muy bonito —dijo—, pero ¿os imagináis lo que pasará luego? Nos encontraremos con nadros rojos, con monstruos terribles, y tendremos que…

Se mordió el labio y Ozwil sugirió:

—¿Matarlos?

Laya asintió y lo fulminó con la mirada, anticipando cualquier tipo de burla.

—No soy una cobarde —gruñó—. Sin embargo, piensa un poco, tú que eres tan bueno en cálculos. Esos bicharracos son más altos que nosotros y están llenos de escamas. Y nosotros seremos cekals, pero no dejamos de ser unos principiantes. La única aquí en haber luchado un mínimo es Shaedra, ¿me equivoco?

Hice una mueca.

—Ni aun así —le aseguré—. Mis combates fueron… cómo decir… bastante desastrosos.

Sólo tenía que pensar en el dragón de Tauruith-jur para demostrarlo, me dije, ruborizándome.

—Ni aun así —retomó Laya, mirando a Ozwil con cara persuasiva—. Por eso no puedo sentirme del todo tranquila, Ozwil.

Curiosamente, este no consiguió replicar nada, y cuando llegamos al cuartel el guardia de la puerta nos contempló con cara divertida.

—Parece que os habéis tragado una pócima de hígado. ¿A qué vienen esas caras de entierro? Venga, entrad —nos invitó.

Nos dejó en manos de un viejo guardia que nos condujo al arsenal.

—Tenéis ropa en el armario —dijo, señalándonos unas estanterías que cubrían toda la pared.

A Revis se le iluminaron los ojos.

—¿Vamos a poder llevar la túnica con el dragón de Ató?

El viejo guardia esbozó una sonrisa.

—Pues claro. —Levantó el dedo índice—: Pero la túnica no os protegerá de las garras de los nadros rojos.

Mientras el guardia se dirigía hacia una mesa llena de armaduras ligeras, Laya nos miró a Galgarrios y a mí con una cara elocuente.

—No confíes jamás en tu armadura, pero piensa que en un combate puede salvarte la vida —nos citó, con solemnidad.

Sonreí al oírla repetir las palabras del maestro Dinyú y asentí con la cabeza. Definitivamente, Lénisu tenía razón. La expedición de Klanez podía ser arriesgada, pero si lograba cumplir algo «heroico», me ahorraría diez Años de Deuda matando nadros por bosques y caminos. Sabía que era una tarea necesaria e incluso tal vez más heroica que la de entrar en un castillo legendario, pero ese no era mi sueño. Mi sueño era… ¿vivir tranquila y feliz para el resto de mis días sin tener sobresaltos cada dos por tres? Fruncí el entrecejo y dejé mis pensamientos a un lado con brusquedad: más valía no pensar en algo que tal vez nunca ocurriría.

Tiempo más tarde, salía del cuartel con una espada corta al cinto así como una coraza de cuero y una hermosa túnica amarilla en los brazos. Al pasar por el mercado, Deria me interpeló. Su rostro negro sonreía de oreja a oreja.

—¿Así que finalmente te vas a convertir en una Guardia de Ató? —inquirió, sinceramente impresionada.

Me encogí de hombros.

—Al menos por ahora —repliqué—. Quién sabe si dentro de un par de horas no tengo que salir corriendo de Ató para salvar a algún príncipe en apuros.

La drayta soltó una carcajada y volvió rápidamente a su puesto de venta para atender a una clienta. Me declaró antes de alejarse:

—Aunque me digas siempre lo contrario, tú eres una aventurera, Shaedra. ¡Ya te lo dije en Tauruith-jur!

Puse los ojos en blanco y seguí mi camino hasta la taberna. El sol aún estaba alto en el cielo y golpeaba con dureza. ¿Acaso habríamos entrado en un Ciclo de la Cabra?, me pregunté, distraída.

Entré por el patio de los soredrips y llegué hasta mi cuarto sin cruzarme con nadie. Sobre la cama, dejé toda mi carga y me quedé contemplándola, sumida en mis pensamientos. Tanto la túnica como la coraza de cuero llevaban el símbolo de un dragón de un rojo intenso, con cuello alargado y cubierto de pinchos. Desde mis ocho años, no había pasado ni un día en Ató sin que viese a los Guardias recorrer el pueblo, partir en patrulla o beber tranquilamente en el Ciervo alado llevando esas mismas vestiduras. Tal vez, en mi infancia, había sentido algún día admiración por ellos, pero no tanta como la sentía ahora que me daba cuenta de lo que significaba realmente ser un Guardia. Es decir, me lo imaginaba con mucha más precisión ahora que estaba a punto de convertirme en uno, pensé.

Oí unos suaves toques en la puerta y me giré.

—¿Sí?

Sonreí al ver aparecer a Kyisse en el marco.

—¿Puedo entrar? —preguntó, muy educada.

Asentí con la cabeza y la niña avanzó unos pasos hasta la cama. Le revolví el cabello.

—¿Qué tal el día?

Ella pasó una mano curiosa sobre la túnica amarilla antes de contestar:

—Bien. Esta noche he tenido un sueño. —Se mordió el labio—. Un día Wigy me dijo: los sueños nunca son reales. Pero ese sí lo era —afirmó.

Aparté la túnica y la coraza de la cama y la dejé sentarse, intrigada.

—¿Qué pasaba en ese sueño? —inquirí dulcemente.

La pequeña agitó sus pequeñas piernas en el aire, pensativa. Se puso a hablar en tisekwa:

—Estaba en un pozo profundo, muy profundo. Y no había luz. Entonces yo encendía el lugar así —dijo. Hizo un gesto y unos rayos blancos fulgentes partieron de sus manos. Resoplé, admirada—. Y vi ojos rojos por todas partes —contó con un pequeño tono dramático que me hizo sonreír—. Eran criaturas enormes y con colmillos terribles. Y corrían hacia mí.

Enarqué una ceja.

—Eso no es un sueño, Kyisse, es una pesadilla —solté, contestándole en su idioma.

Ella negó con la cabeza.

—No, porque cuanto más se acercaban, menos terribles eran. Cuando llegaron a mí, eran sólo unos pájaros azules. Creo que me guiaron a un lugar donde alguien cantaba una canción.

Alzó de nuevo el brazo y unas ondas de sonido nacieron de la nada, formando una melodía suave y conmovedora. No entendí ni una sola palabra, pero la voz era tan dulce como la del Hada Huérfana del Mar. La escuché, absorta, hasta que muriese en una triste nota. Kyisse me miró a los ojos. No necesité que me explicara que esa canción pertenecía a uno de sus recuerdos más lejanos.

—¿Tu sueño acababa así? —pregunté.

Kyisse asintió.

—Es la primera vez que recuerdo algo más que el castillo. Pero eso era más que un recuerdo —afirmó con una vocecita.

Meneé la cabeza, suspirando. Sabía que había gente convencida de que los sueños del Ciclo del Ruido tenían siempre un significado escondido: hasta Kirlens parecía darle cierta credibilidad. Sin embargo, los maestros de la Pagoda Azul habían hecho grandes esfuerzos para extirpar esas supersticiones milenarias y desengañar a sus alumnos. Hubiera sido cruel tratar de darle falsas esperanzas a Kyisse: aquella canción de cuna cantada por su madre no era más que un recuerdo. Nada más.

Le cogí el mentón con suavidad y le dije con gravedad:

—Los sueños, incluso los más realistas, no dejan de ser sueños.

Percibí la desilusión en sus grandes ojos dorados. Permanecimos en silencio un rato, hasta que me levanté de un bote.

—¿Qué te parece si vamos a dar una vuelta por el bosque? —Ladeé la cabeza y pregunté en abrianés—: ¿Ya conoces Roca Grande?

Kyisse pareció olvidar su sueño y negó con la cabeza.

—¿Roca Grande? ¿Qué es?

Sonreí anchamente.

—El lugar más hermoso para jugar.

El rostro de Kyisse se iluminó. Minutos más tarde salíamos de la taberna y de Ató bajo un cielo totalmente azul. Roca Grande estaba igual que siempre: de las ramas aún colgaban las cuerdas que un día había atado yo. Y en medio del agua tranquila estancada en ese meandro, se alzaba la roca en la que tantas veces había jugado junto a mis compañeros. Oí de pronto un grito y vi a un joven nerú tirarse al agua en un estruendo que generó risas entre los árboles. Vi aparecer a varios niños de la misma edad que Kyisse o poco más.

Enarqué una ceja.

—¿Kyisse?

La niña parecía haberse quedado muda y me desconcertó su expresión hasta que entendí al fin el problema: jamás en su vida había jugado con unos niños de su edad. Levanté los ojos al cielo y le di un suave empujón hacia delante. Kyisse avanzó unos pasos tímidos, pero no se volvió para verme: estaba demasiado concentrada en observar a los nerús.

Me senté sobre una piedra y observé, divertida, cómo los demás le daban la bienvenida y la rodeaban, curiosos, proponiéndole que jugase con ellos. Ante la cálida acogida, Kyisse dio un brinco de alegría y toda la timidez pareció esfumarse. Minutos después, saltaba de una cuerda y se zambullía en el agua junto a una nerú. Al principio, temí que Kyisse tuviese problemas para nadar: al fin y al cabo, la única vez que había nadado un poco había sido en la fuente de dragones, en Dumblor. Sin embargo, con toda naturalidad, la Flor del Norte flotaba y nadaba con energía haciendo incansables vaivenes entre la orilla y la gran roca.

“Tengo una noticia que te va a gustar”, dijo de pronto Syu en algún lugar.

Alcé una mirada y lo vi encaramado en una alta rama. Su tono me intrigó.

“¿De qué se trata?”

El mono bajó del árbol a la carrera y aterrizó a unos metros de mí con la elegancia de un gawalt.

“He visto a Drakvian.”

Sus palabras me dejaron inmóvil durante varios segundos y entonces la alegría me invadió. ¡Drakvian!, me dije. En un rincón de mi mente, siempre me había preguntado si había conseguido sobrevivir y salir de los Subterráneos. Me enderecé bruscamente. ¡Hacía tanto tiempo que no la veía!

“¿Dónde está?”, inquirí, agitada.

“Más para allá”, contestó el mono, señalando el oeste. “Estaba con otra persona.”

Sus palabras me dejaron pensativa. ¿Otra persona? ¿Podía acaso ser Márevor Helith? A menos que fuese algún vampiro. Quién sabe. Suspiré y eché una mirada hacia Kyisse. No quería dejarla sola. Sabía que no corría ningún peligro si no se alejaba demasiado de la orilla, sin embargo…

“Esta misma noche voy a buscarla”, determiné.

Syu sonrió.

“Ella me ha dicho lo mismo: que esta noche iba a entrar en Ató.”

Esbocé una sonrisa, pensando en las veces en que me había encontrado con la ventana cerrada con un sortilegio por culpa de Drakvian… Un súbito pensamiento me hizo sacudir enérgicamente la cabeza.

—No —solté en voz alta.

Y le eché a Syu una mirada inquieta.

“Syu, Drakvian no debe entrar en Ató. Navon Ew Skalpaï es un cazavampiros. Es un experto. El más mínimo indicio podría…” Traté de no pensar en lo que podría hacer ese cazavampiros si llegase a sospechar que había un vampiro cerca. “Por favor, Syu, si es posible, ¿puedes decirle que saldré yo de Ató?”

El mono gawalt se pasó una mano pensativa por los bigotes.

“¿Y cómo se lo digo? Esa vampira nunca me entiende cuando le hablo. Es peor que un saijit.”

Me mordí el labio y cavilé unos instantes antes de decidir:

“En cuanto volvamos a la taberna, te daré un trozo de papel.”

Una risa más sonora que las demás me hizo girarme hacia Roca Grande. Kyisse estaba sentada en la gran roca y ella y su nueva amiga reían a carcajada limpia por alguna gracia. Una sonrisa se dibujó en mi rostro para desaparecer casi enseguida. ¡Kyisse era tan joven! Tenía la misma edad que yo el día fatídico aquel en que mi pueblo había sido arrasado por nadros rojos y esqueletos… No. Esqueletos, no, me corregí, sobresaltándome. Si empezaba a mezclar la vida de Ribok con la mía sí que iba a acabar como esa reina silvestre, me dije.

Kyisse soltó un grito cuando un nerú le estiró de la pierna y volvió a zambullirla en el agua. Era tan sólo una niña. ¿Qué derecho tenía yo a alejarla de su vida tranquila? ¿Qué derecho tenía yo a decidir mandarla al castillo de Klanez para desvalijar lo que había dentro? “Tan sólo intento salvaguardar el castillo de Klanez de los curiosos”. Las palabras del prior subterraniense del templo de Igara me volvieron en mente. Y recordé de pronto la contestación que Lénisu le había dado en aquel momento: “no se preocupe, mientras Kyisse esté conmigo, no iremos al castillo”. Meneé la cabeza, alucinada. Lénisu, él que tanto parecía darle importancia a las promesas verdaderas, ¿podía acaso haberse olvidado de la palabra que le había dado a Fahr Landew?

Solté un gruñido por lo bajo. ¿Por qué demonios pensaba en estas cosas ahora, y no antes de haber hablado con el Dáilerrin? Definitivamente, me había precipitado aceptando sus condiciones.

“Voy a decirle que renuncio”, declaré, levantándome. Y entonces recordé a Kyisse y volví a sentarme sobre la piedra, apesadumbrada.

Syu, que se balanceaba ahora sobre una cuerda, me miró con atención.

“¿Que renuncias a qué?”, preguntó.

“No lo sé”, confesé, confusa. “Siento que estoy metida en una telaraña y que al intentar salir de ella tan sólo consigo enmarañarme más.”

Mi suspiro pareció inquietar a Syu pues este se dejó caer hasta el suelo y se subió a una de mis rodillas.

“Lo sé”, solté, antes de que comentase nada. “Vas a decirme que un gawalt actúa bien y rápido y que no debería preocuparme más de la cuenta. Pero el caso es que siento que esta vez justamente he actuado rápido, pero mal.”

Syu asintió, pensativo.

“A veces pasa”, me reveló para consolarme. “Y entonces hay que intentar reparar ese error, como me dijiste tú en Mirleria.”

Clavé la mirada en el lugar de Roca Grande, donde los nerús se tiraban al agua sin la más mínima preocupación. Francamente, ¿qué cara pondría el Dáilerrin si le decía, de pronto, que había cambiado de idea? Inspiré hondo. ¿Y si resultaba que los padres de Kyisse seguían viviendo en el castillo y al llegar ahí la pequeña volvía a encontrarlos? Esbocé una sonrisa. Hubiera sido un final digno de las aventuras de Shakel Borris. Sin embargo, pensé, más sombría, lo más probable era que los padres de Kyisse estuviesen ya rondando como espíritus por la Tierra Baya.

De pronto, Syu pegó un respingo.

“¡Ahora me acuerdo!”, exclamó. “Esa persona que acompaña a Drakvian también estaba en Dathrun.”

Lo miré de hito en hito, intrigada.

“¿Quién? ¿Márevor Helith?”, pregunté, con un tono apremiante.

El gawalt dio una vuelta lenta sobre sí mismo, como tratando de recordar el nombre. Al cabo se encogió de hombros.

“Era un semi-elfo pelirrojo. Amigo de Murri.”

¡Un semi-elfo! Agrandé ligeramente los ojos al caer en la cuenta. Tenía que ser Iharath, no cabía la menor duda. Pero ¿qué hacía Iharath en Ató? ¿Y por qué se escondía junto a Drakvian en los bosques?

“¿Y por qué no dejas de pensar tanto?”, sugirió Syu, socarrón.

Puse los ojos en blanco.

“Por costumbre saijit, supongo.”

Cuando el sol empezó a proyectar más sombras que luz, llamé a Kyisse y, en un solo movimiento, los nerús, percatándose de la hora, se apresuraron a seguirnos. Las mejillas rosáceas de Kyisse brillaban de alegría en su rostro pálido.