Página principal. Ciclo de Shaedra, Tomo 9: Oscuridades

20 Una vida en el espejo

A la mañana siguiente, cuando bajé a la taberna, me encontré con Kirlens sentado a una mesa jugando a las cartas con sus amigos alrededor de unas jarras de cerveza. Las ventanas estaban abiertas de par en par y una brisa tonificante flotaba en el aire.

—Hola, Shaedra —me dijo el posadero—. Cómo se nota que es día de fiesta, ¿eh? A estas horas sólo los viejos no andan roncando. ¿Qué haces de pie tan pronto?

—Gema Azul —soltó Bawkis, echando su carta.

Con un buñuelo en una mano y un bol de leche caliente en la otra, me senté a la mesa de los jugadores.

—Ayer me escaqueé de la fiesta —expliqué.

—¡Ah! Debí imaginármelo —sonrió Kirlens—. En cambio, Wigy y Laygra estuvieron bailando toda la noche. Las oí volver muy tarde. Es increíble lo bien que se han llevado las dos desde el principio —comentó, antes de echar una carta.

Estuve observándolos jugar un rato, hasta que vi a Miyuki salir de los dormitorios de los huéspedes. La saludé y me levanté para acompañarla en el desayuno.

—¿Qué tal te parece Ató? —pregunté, sabiendo que la primera vez que había pasado por ahí apenas había podido quedarse un día.

—Un pueblo acogedor —afirmó Miyuki.

Con cierta extrañeza, observé cómo untaba una galleta en su bol de zumo de manzana. ¿Desde cuándo se untaban las galletas en el zumo de manzana? Estos subterranienses…

—Pero lo cierto es que estoy pensando en volver a Dumblor —prosiguió la elfa oscura y antes de que yo dijese nada, añadió—: Con lo que me debía Lénisu voy a tener para vivir unos meses.

Asentí.

—Lástima que quieras marcharte —dije con sinceridad. Había llegado a apreciar a aquella extraña guerrera. Hice una pausa—. ¿Y Dash? —pregunté.

El enano había preferido hospedarse en el Tríada, tal vez para evitar las miradas asesinas de Murri y Laygra, a los que había llevado a Ató casi a rastras, y ahí se había quedado.

—Él quiere hacer fortuna —contestó Miyuki, burlona—. Después de pasarse tantos años escarmentando a los esclavistas, quiere tomar sangre nueva, según sus propias palabras.

Hice una mueca incómoda. El Martillo de la Muerte siempre tenía comentarios bastante macabros. A saber cómo Lénisu había podido trabar amistad con él… y eso que, en general, era una persona agradable y fiable, pensé. Además, parecía actuar siempre con buenos principios.

—Así que te vas —suspiré, y le dediqué una sonrisilla—: ¿Al menos te quedarás para las fiestas, verdad?

Miyuki me devolvió la sonrisa y asintió.

—Claro. Se lo prometí a Lénisu. Pero ya sabes lo que dicen en los Subterráneos: ese fuego del cielo hace hervir las ideas y no quiero quedarme aletargada en este sitio.

Aprobé, tratando de entenderla. Así como yo, en los Subterráneos, había estado soñando con volver a ver el cielo, Miyuki soñaba con volver a enterrarse en túneles apenas iluminados por piedras de luna… Definitivamente, no lo entendía, pero poco importaba mientras ella lo entendiese.

Aquel día, hizo un calor bochornoso que obligó a los pagodistas a llevar todas las mesas hasta la Neria, bajo la sombra de los árboles. Los sortilegios de enfriamiento en los barriles del maestro Dai se deshilacharon y este, al enterarse, se alejó con una expresión obstinada y se encerró en su laboratorio para seguir con sus experimentos.

Durante las festividades, pasé más tiempo en el Ciervo alado que fuera. Laygra pasaba el día en los establos cuidando a los burros y a los caballos, Murri y Lénisu se habían apropiado como quien dice de la cocina y Kirlens decía, riendo, que ya ni se atrevía a preguntarle a mi tío si necesitaba su ayuda. En cuanto a Wigy y a mí, conseguíamos atender a todos los clientes y apaciguar su impaciencia cuando no llegaba el plato a tiempo. Cada vez que alguien la molestaba, Wigy reaccionaba de inmediato con comentarios mordaces que animaban toda la taberna.

—Eso sí que es saber controlar el jaipú —bromeó Kirlens el último día de las fiestas, tras una cena particularmente movida—. Sois unas taberneras natas.

Una tabernera ambulante, en mi caso, pensé, divertida. Era muy tarde pero Lénisu y Murri seguían en la cocina limpiando platos.

—No te preocupes —me dijo mi tío cuando me propuse para ayudarlos—. Te has movido más que si te hubiese atacado un dragón. Por cierto, ¿ya has ido a ver el potro?

Enarqué una ceja. Aquel día, la yegua de uno de nuestros huéspedes había dado a luz y mi hermana había estado encantada de ocuparse de todo.

—¿Laygra sigue en los establos? —pregunté, extrañada.

Murri hizo una mueca mientras secaba los platos.

—Me da que se ha quedado a criar al potro.

Puse los ojos en blanco y salí al patio de soredrips bajo el cielo estrellado. Brillaba una tenue luz de linterna en los establos y la puerta estaba abierta. Entré y pasé por delante de los compartimentos. Mis ojos, borrosos por el cansancio, percibieron entonces un bulto tumbado entre la paja. Laygra estaba profundamente dormida.

—Shaedra —murmuró una voz infantil.

Y me giré para ver a Kyisse sentada junto a la yegua y al potro recién nacido. Acariciaba el hocico de la madre con una mano muy blanca. Sonreí y me senté junto a ella con precaución. La yegua estaba exhausta, con la cabeza posada sobre el suelo, y sus grandes párpados se abrían y cerraban cada vez más lentamente.

—Shaedra —repitió Kyisse—, me gusta Ató. Y me gusta el sol.

—Ya somos dos —sonreí.

La Flor del Norte entonces frunció el ceño.

—Pero no estoy en casa. Klanezjará —explicó en tisekwa.

Me ensombrecí y asentí, entendiendo. A pesar de ser tan joven, Kyisse tenía una idea fija que ni Kirlens ni yo ni nadie podría quitarle de la cabeza. Pero, ahora que necesitaba cumplir una misión heroica para saldar los Años de Deuda… Sacudí la cabeza, divertida.

—Te llevaré a casa, Kyisse —le prometí—. Pero ¿sabes? Para llegar al castillo de Klanez, hacen falta semanas de viaje. Te lo juro —afirmé, al ver que ella me miraba con cara incrédula—. Y para viajar, uno debe tener energías de modo que… —Le cogí de la mano y la levanté—. Arriba y a dormir.

Kyisse, con una mueca pensativa, señaló a Laygra con el dedo.

—¿Y ella?

Le eché un vistazo a mi hermana. Tenía toda la pinta de estar soñando con algo agradable porque sonreía levemente. Me pasé la mano por el cuello, burlona.

—Bueno, ella ya está durmiendo en su hogar —solté, con una risita.

Y salí con Kyisse mientras Laygra seguía durmiendo como un oso lebrín. Le di las buenas noches a la pequeña después de haberla metido en la cama y me dirigí a mi cuarto a pasos lentos y dormidos. Cuando entré, me quedé en el umbral, estupefacta, durante unos segundos.

“Lleva aquí como una hora”, me dijo Syu, sentado en el borde de la ventana.

Espabilé y cerré la puerta detrás de mí haciendo correr el cerrojo con precipitación.

—Mártida —pronuncié.

La Hullinrot se había levantado de mi silla y me sonreía.

—No era mi intención asustarte —dijo—, pero prefiero que Lénisu no se entere de mi llegada. Francamente, no pensaba quedarme tanto tiempo en la Superficie.

Hice una mueca. Estaba claro que me reprochaba haber desaparecido de Ató sin avisar. La observé con detenimiento.

—¿Por qué no quieres que Lénisu se entere de que has venido? —pregunté, recelosa.

Mártida resopló.

—Pues, obviamente, porque tu tío no sabe mantenerse fuera de un problema. Y no quiero que me desconcentre durante mi trabajo.

La miré, sintiendo el corazón acelerárseme.

—¿Vas a intentar examinar mi mente… ahora?

La elfocana sonrió ante mi aprensión.

—Pues claro. Para eso he venido. No vine a recuperar espadas —comentó—. Ayudé a tu tío, ahora te toca cumplir tu parte del trato.

La hora había llegado, me dije, tragando saliva con dificultad. De pronto, todas las preguntas que había acallado hasta ahora me asaltaron en una feroz oleada. ¿Y si la elfocana no sabía lo que hacía? ¿Y si el asunto se torcía? Un temor indecible me invadió. Mártida me tomó del brazo y me invitó a sentarme en la cama.

—Anda, no empieces a acobardarte ahora —insistió.

Por un momento, se me ocurrió abalanzarme hacia Frundis y echar a la Hullinrot a bastonazos… pero no podía hacer eso e incumplir mi promesa, me recriminé. Y además, no era una buena idea enemistarse con los Hullinrots. Si había sido capaz de darle mi palabra, no había vuelta atrás.

“A ver si algún día aprendo de mis errores”, le dije a Syu con tono quejumbroso.

El mono puso los ojos en blanco, pero no se mostró menos inquieto por lo que pasaría a continuación.

—Túmbate —me pidió Mártida, arrodillándose junto a la cama—. Ponte cómoda y relájate.

—Ni se te ocurra hacer otra cosa que examinar la filacteria —gruñí, siguiendo a regañadientes sus consignas.

—Relájate —repitió Mártida, levantando los ojos al cielo—. Soy una gran brejista, ¿vale? Todo saldrá bien.

“Todo saldrá bien”, mascullé, sin sentirme remotamente convencida.

Sus ojos verdes me miraron con fijeza.

—Si no te relajas, no podré meterme en tu mente.

Agrandé los ojos.

—¿Vas a meterte en mi mente? —me espanté.

—Sólo en el lugar donde tienes la filacteria —me aseguró ella con paciencia—. Te aseguro que todos tus secretos, sean cuales sean, seguirán siendo secretos. Lleva mucho tiempo entender tan siquiera un pensamiento. Tranquila, tú confía en mí.

¡Que confiase en ella! Noté unos dedos largos y finos posarse sobre mi frente: di un respingo al notarlos tan llenos de energía.

—Shaedra —protestó Mártida—. Ayúdame. No voy a poder hacer nada si te pones así.

Me mordí el labio y cerré los ojos, procurando relajarme. Me imaginé que era un pajarito volando en una cálida mañana de primavera. Trinaba alegremente sobre una rama cuando esta empezó a moverse y multiplicarse en otras ramas que me encerraron y enjaularon y empezaron a apretarme y estrujarme… Estaba a punto de soltar un grito cuando una oleada calurosa y tranquilizante que provenía quién sabe de dónde calmó mi pánico. Pero seguía sintiendo como un apagado dolor en mi mente.

—¡Ribok! —gritaba una voz.

Me giré y solté la azada con una exclamación de alegría.

—¡Leeresia!

Corrimos a encontrarnos y nos abrazamos con deleite.

—¡Oh, Leeresia!

La profunda emoción que sentí me dejó desconcertada un momento, pero luego toda mi conciencia se zambulló: ya no era otro que Ribok, el campesino alegre que trabajaba de sol a sol todos los días y que amaba a sus prójimos por encima de todo.

La observé con amor. Tenía los ojos verdes. Y el cabello negro como el carbón. La joven ternian acababa de cumplir los dieciséis años, como yo. Por un momento, una parte de mi mente se preguntó: ¿acaso me estaba mirando en un espejo? Pero no: Leeresia no era otra que Leeresia la bella. No era nadie más.

Una suave energía recorría mis recuerdos, tanteante. Una mano rozó dulcemente mi mejilla.

—Voy a ir a la ciudad —decía Leeresia—. Mi madre quiere que vaya a trabajar con ella en su herboristería.

Una profunda tristeza me invadió. Pero lo entendía: Leeresia tenía otro destino.

—No te olvides de mí —murmuré.

—Volveré —me prometió, antes de apartarse de mí.

Pero no volvió.

—¡Deja ya de esperarla! —me repetía Sarkmenos, exasperado—. Al diablo con Leeresia. Ella se ha marchado para siempre. Olvídala, hermano.

No me dio tiempo a olvidarla. Vino el terremoto y luego vinieron los nadros rojos y los esqueletos. Todos murieron. Y el esqueleto ciego… ese esqueleto ciego. Jiléhy. Sus ojos eran tan negros como la noche. Sus dedos esqueléticos tantearon mis heridas, anestesiando mi dolor. A sus espaldas, vi aparecer una figura vestida toda de negro. Su rostro esquelético y los globos azules que brillaban en sus ojos me espantaron. Sin embargo, mi sufrimiento me impedía hacer ningún movimiento. El nakrús me sonrió.

—Hola, mortal.

¡No!, me dije, horrorizado. ¿Por qué, después de matar a mi familia, esas abominaciones me salvaban la vida? Toda la habitación se hizo borrosa y caí inconsciente. Sentí un revoloteo de recuerdos. Recuerdos oscuros de una ciudad sin sol. Viví largas horas y meses y años atormentado, viendo levantarse esqueletos y odiándolos y ensañándome con mi pasado. El maestro Helith se maravillaba de lo rápido que aprendía a manejar las artes nigrománticas, pero se preocupaba de la amargura y el odio enraizados en mi corazón. Él, un nakrús, me guiaba como un padre en la senda del Bien. Aún recordaba su grito aterrado cuando por primera vez me vio convertido en un lich…

Sentí como un rayo en mi mente y oí un lamento lejano de mono. ¡Syu!, pensé, invadida por el pánico. No veía nada. Mi mente estaba en ebullición. ¿Acaso Mártida habría encontrado lo que quería?, me pregunté. Ojalá toda aquella locura acabase. Ojalá… Poco a poco, fui retomando conciencia de mí misma. Sin embargo, seguían, como relámpagos, apareciendo en mi mente imágenes confundidas y se mezclaban los recuerdos: Ribok trabajaba la tierra y luego escuchaba cómo Márevor Helith le hablaba suavemente mientras jugaban al Erlun en lo alto de una torre subterránea. De pronto, volvía a ver unos esqueletos masacrando el pueblo de Ribok y enseguida pasaba a ver cómo dos ternians combatían desesperadamente contra un monstruo enorme… ¿tal vez una hidra? Pero ¿qué lógica tenía aquello?

Cuando desperté de mi abotagamiento, vi que la luz del sol ya iluminaba toda la habitación. Syu estaba junto a mí, dormido profundamente. A mi izquierda, estaba sentado Lénisu sobre la silla, sumido en sus pensamientos. En su mano, sostenía un trozo de papel.

—¡Shaedra! —exclamó, aliviado, al verme con los ojos abiertos. Syu se despertó con un sobresalto mientras mi tío me contemplaba con atención, inclinándose hacia delante—. ¿Estás bien?

Me enderecé y me pasé una mano por la cabeza, aturdida.

—Creo —asentí. Paseé la mirada por la habitación—. ¿Dónde está Mártida?

Un brillo peligroso nació en los ojos de mi tío.

—Se ha marchado. Me dejó una nota.

Al advertir la ojeada insistente que le echaba al papel, Lénisu me lo tendió. Al leerlo me embargó una enorme decepción: tan sólo decía que había cumplido su misión y que se volvía a Neermat.

—¿Y cómo saber si ha averiguado algo interesante? —pregunté.

Lénisu se encogió de hombros y se levantó.

—Ni idea. Pero al menos ya se ha marchado, y ojalá no vuelva. Y ahora creo que mientras no venga el mismísimo Jaixel a reclamar sus recuerdos, no volveremos a tener problemas. Gracias a los dioses, parece que Mártida no te ha desquiciado con sus malditos sortilegios.

Sacudí la cabeza, dubitativa. Estaba agotada, como si me hubiese pasado toda la noche transportando barriles. Recordaba vagamente lo que había pasado, aunque no tenía ni idea de qué había visto Mártida. Tal vez hubiese visto más que yo, o tal vez menos. Pero lo que estaba claro era que mi filacteria no sólo contenía recuerdos de la infancia de Ribok. Ahí, más profundos, habían sido desterrados recuerdos deshilachados posteriores… Inspiré hondo y declaré:

—Lénisu, creo que he visto a mis padres.

Él se me quedó mirando, atónito.

—Shaedra, ¿de qué estás hablando?

—Tranquilo, no estoy desvariando —le aseguré—. Simplemente, mientras Mártida martillaba mi mente con bréjica, la filacteria se despertó y vi los recuerdos de Ribok, pero también algunos de Jaixel. Bueno, eso creo. Estaban luchando contra una hidra.

Lénisu se había quedado boquiabierto pero en ese momento repitió, incrédulo:

—¿Una hidra? Me estás diciendo… ¿que has visto a Ayerel y Zueryn luchando contra una hidra?

Puse los ojos en blanco, divertida.

—Eso mismo te estoy diciendo —afirmé con tranquilidad—. ¿Crees que era un recuerdo real? Porque, quién sabe, a lo mejor con el tiempo la filacteria se ha ido estropeando. Pero te aseguro que eran mis padres.

Lénisu se recuperó de la impresión y soltó una carcajada sarcástica.

—¿Y cómo vas a estar tan segura si nunca los has visto?

Abrí la boca y la volví a cerrar.

—Cierto —concedí.

Lénisu meneó la cabeza y tendió una mano para darme unas palmaditas en el hombro.

—Pero creo —añadí, ruborizándome— que me vi a mí misma.

Su movimiento se detuvo.

—¿A ti misma? —pronunció Lénisu, recostándose contra la silla—. No lo entiendo. ¿Recuerdas el momento en que Jaixel te inyectó la filacteria? Es imposible.

—Yo no recuerdo nada —repliqué con paciencia—. Es Jaixel. Recuerdo… —Carraspeé y callé.

Lénisu entornó los ojos, intrigado.

—¿Qué recuerdas?

Resoplé, percatándome de un detalle. Las imágenes eran borrosas… pero los pensamientos eran inequívocos.

—Recuerdo que Jaixel sentía… como una reverencia hacia mí —dejé escapar sin pensarlo—. Cuando me cogió en brazos pensaba en sus propios hijos asesinados.

Lénisu se levantó y fue a sentarse junto a mí, cogiéndome de los hombros para calmarme. Sólo entonces me di cuenta de que estaba temblando. Sin embargo, no era culpa mía: los sentimientos de Jaixel fluían en mi mente, descontrolados y más intensos que cualquiera que había podido sentir yo. Era una mezcla de odio y locura que iba más allá del amor a los seres queridos, más allá de cualquier razón. Al advertir la mirada inquieta de Lénisu, me esforcé por sonreír. Pero seguía oyendo los pensamientos de Jaixel, como susurros olvidados. Jaixel había sentido por mí algo que se parecía a compasión y amor. ¿Pero acaso realmente me quería a mí? Era poco probable, ya que se suponía que había sido él quien había acabado con la vida de mis padres. O más bien la hidra. Suspiré.

—Será mejor que no trate de entender esos recuerdos. Como digo, seguramente están deformados. Antes que entender algo torcido y pensar algo erróneo, prefiero mantenerlos a raya y no hacerles caso —determiné.

Lénisu hizo una mueca que se asemejaba a una sonrisa.

—Formidable —aprobó y se levantó—. Si notas algo raro en tu cabeza, me dices.

Le dediqué una ancha sonrisa.

—Por el momento, mi cabeza va estupendamente, tío.

Lénisu puso los ojos en blanco y abrió la puerta, añadiendo:

—Descansa. Supongo que tener la mente llena de bréjica durante horas debe de ser bastante cansino.

Carraspeé mientras él cerraba la puerta y me dejaba a solas.

—Bastante —murmuré, y dejé caer de nuevo mi cabeza sobre la almohada.

Syu trepó sobre mí para mirarme con atención.

“No me vuelvas a hacer eso nunca más”, soltó de pronto.

Su tono enojado me sorprendió.

“¿El qué?”

Los bigotes de Syu se estremecían, tensos.

“Cortarte así tan repentinamente y darme la sensación de que eres otra persona. Es muy desagradable.”

Sonreí y tendí una mano hacia Frundis. Este silbaba una suave canción de cuna.

“Te prometo que no volveré a hacerlo”, le dije al fin.

Syu me miró, suspicaz.

“¿Esa es una promesa gawalt?”

Afirmé y vacilé antes de soltar:

“Voy a matizar: te prometo que intentaré no volver a hacerlo. ¿Te parece mejor?”

Syu suspiró pero asintió.

“Es más prudente”, admitió.

De hecho, lo era, pensé, intranquila. A pesar de mis esfuerzos por mantenerme despierta, mi mente, aturdida por la bréjica, se dejaba atraer de nuevo hacia recuerdos que mezclaban imágenes de nigromantes y esqueletos ciegos con una brisa cálida que revoloteaba en un campo de trigo. En ese momento me volvió en mente una leyenda que un día me había cantado Frundis. Era la historia de Alamandra, una desdichada reina silvestre que, hechizada por una dragona malévola, lo olvidaba todo, inclusive su propia identidad. Lo mismo había estado a punto de pasarme en el barco hacia Mirleria. Sin abrir los ojos, dejé escapar los últimos versos de la balada:

Yerra por la Tierra Baya
sin camino y sin hogar
tal vez buscando respuestas
en el aire o en el mar.

Sonreí al ver que Frundis enseguida se animaba y se elevó en mi mente una melodía de flautas mezclada con la dramática voz de un bardo. Sin darme cuenta caí dormida, junto a los recuerdos de Jaixel.