Página principal. Ciclo de Shaedra, Tomo 6: Como el viento

30 El Acantilado Tenebroso

—Pasé por ahí y no tuve ningún problema —rezongué, repitiendo las palabras de Lénisu con una mezcla de desesperación y sarcasmo.

El mono gawalt saltaba de árbol en árbol con alegría y Frundis tocaba el piano con un ritmo rápido y alentador. Parecían estar encantados de estar subiendo una cuesta de los mil demonios. En cuanto a Drakvian había desaparecido delante de nosotros. Lénisu abría la marcha y Spaw, Aryes y yo andábamos a la zaga, resoplando y maldiciendo a mi tío por sus ideas insensatas.

—Bueno, si el problema es sólo la cuesta, pase —jadeó Aryes—. Pero si nos atacan…

Se había quedado sin aliento así que acabé la frase por él.

—¿Trasgos, nadros, osos, dragones?

—Por ejemplo —asintió.

Lénisu, al oírnos, se paró y nos esperó antes de soltar:

—Dejad de quejaros. Mejor no preocuparse por lo que podríamos encontrar. En el camino, habríamos topado con cosas cien veces peores: las patrullas.

Puse los ojos en blanco.

—Venga ya —resoplé.

Mi tío nos observó y se encogió de hombros.

—Está bien, haremos una pausa.

—Te la llevamos pidiendo desde hace dos horas —comentó Aryes como si tal cosa.

—Luego será todo bajada —nos prometió.

—Eso es peor —aseguró Spaw—. Yo, cuando pasé por aquí…

—¿Qué? —exclamé, atónita—. ¿Ya has pasado por aquí alguna vez?

El joven humano se rascó la cabeza, molesto.

—Er… sí. Decía, que cuando pasé por aquí, hace unos cuatro años, me despeñé en un pedregal y bajé rodando y mi maestro me encontró abajo. No sé cómo, salí vivo.

Sus palabras me recordaron a mi caída por una bajada al noreste del macizo, después de que Frundis me hubiese desestabilizado… El silbido inocente del bastón me arrancó una sonrisa.

Nos instalamos a la sombra de unos arbolillos a descansar y mientras sacaba Aryes unas galletas de frutos secos, sumida en mis pensamientos, solté una risita que me atrajo las miradas de todos.

—Estaba pensando en Srakhi —expliqué, sin dejar de sonreír—. ¿Creéis que realmente se ha metido en los Subterráneos?

Los demás se sonrieron, muy a su pesar. La situación del gnomo era de lo más ridícula.

—Apostaría a que sí —contestó Lénisu—. Pero ya no me pidáis que vaya a salvarle la vida, dicen que si salvas la vida a un say-guetrán tres veces, no le queda más remedio que matarte o suicidarse. Al menos, eso dicen.

Enarqué una ceja, atónita.

—¿En serio? Menudas costumbres.

—Pero de ahí a pensar que Srakhi sería capaz de matarme o suicidarse… —dudó Lénisu—. Pobre hombre.

—Me pregunto por qué se metió en la cofradía de los say-guetranes —dije, meditabunda.

—Prefiero no preguntárselo —afirmó Lénisu—. Yo tampoco sé por qué empecé a trabajar con los Sombríos. Lo mío fue una cuestión de supervivencia. Lo suyo una cuestión de influencias, supongo.

—Espero que no le ocurra nada malo —comentó Aryes.

—Confío en que sobrevivirá —intervino Spaw—. Aunque él no confiase en mí —añadió, divertido.

Percibí de pronto las reservas de Lénisu y adiviné que acababa de recordar nuestra conversación de la víspera sobre los demonios. Había que dejarle tiempo para que se diera cuenta de que ser un demonio no cambiaba mucho la manera de ser.

Retomamos la marcha y anduvimos horas enteras. Cuando nos paramos al fin, habíamos llegado a la otra vertiente del monte y teníamos una vista impresionante de las Cárcavas del Sueño y de las Montañas de Acero. Casi casi se podían ver ya las praderas del norte.

—No estamos muy lejos del Laberinto —observó Aryes, contemplando el ancho valle rocoso de tierra rojiza.

—No vamos a acercarnos —aseguró Lénisu—. Mañana seguiremos por la cresta y… —Se detuvo en seco, contemplando algo a nuestra derecha. Señaló una especie de acantilado de varios metros de altura que recorría toda la ladera, alzándose como una muralla—. ¿Qué es eso? —preguntó, desconcertado.

Sin necesidad de meditarlo mucho, lo entendí antes de que Aryes explicase:

—Debió de ser el terremoto que hubo hace dos años. Según he leído, esta zona energética es muy inestable.

El rostro de Lénisu se había ensombrecido. Por lo visto, no había contado con ese contratiempo.

—Ignoro cómo vamos a pasar por ahí. A lo mejor os he guiado por mal camino.

No comentamos nada y nos instalamos en una explanada relativamente llana. La larga bajada hacia el Laberinto era una zona empinada y rocosa de piedras blancas donde crecían escasos arbustos.

—¿Ahí fue donde te caíste? —le preguntó Drakvian a Spaw con sumo interés.

Este asintió y Drakvian agrandó los ojos.

—Entonces, ¿te dirigías al Laberinto?

—Pasé por ahí —carraspeó él, evasivo.

—Entonces no lo entiendo. ¿Has pasado por el Laberinto, y tienes miedo de una vampira?

Spaw suspiró, exasperado.

—Se trata de una creencia de demonios. Mi antiguo maestro me machacó la cabeza con sus creencias, perdona que me queden cicatrices indelebles.

—¿Y qué creen los demonios de los vampiros? —preguntó Drakvian, intrigada—. Porque los vampiros también tenemos mala opinión de los demonios.

—Como los saijits —observé con una media sonrisa.

Entonces vi a Lénisu sentado en una roca un poco más lejos y me acerqué a él, sacando de mi mochila naranja la carta de Wanli. Se la tendí, diciendo:

—Se me había olvidado dártela. Es de Wanli. Srakhi se llevó la de Keyshiem.

—Keyshiem —repitió Lénisu, sorprendido. Y entonces miró fijamente la carta y la cogió, murmurando—: Wanli. Vaya, gracias, Shaedra.

—Y ya que estamos, para que no se me olvide —empecé a decir, con una mueca inocente—, el Nohistrá de Kaendra me dio un mensaje para ti. Me dijo: “Las hojas rojas nacen en otoño”. Supongo que sabrás descifrarlo.

Lénisu enarcó una ceja.

—A ese buen hombre le encantan las imágenes —observó simplemente, y volvió a interesarse por la carta de Wanli.

Entendí que quería estar solo y lo dejé para marcharme con Aryes, Spaw y Drakvian a por leña. Al volver, como aún quedaban unas dos horas de sol, les propuse echar una carrera y, naturalmente, la ganó Drakvian. Pero cuando trató de imitarme haciendo piruetas, dio con su cuerpo en tierra y Syu y yo nos reímos un buen rato de su expresión frustrada.

El atardecer fue uno de los más hermosos que pude contemplar. El cielo rojizo y dorado se mezclaba con la oscuridad de las nubes lejanas y un viento de montaña soplaba en un silencio apacible. Cenamos y charlábamos tranquilamente cuando Drakvian se levantó de pronto de un bote.

—Huelo sangre —declaró con gravedad.

Palidecimos e intercambiamos miradas alarmadas.

—¿Quieres decir que hay criaturas cerca? —preguntó Lénisu, incorporándose a su vez.

Drakvian asintió con la cabeza. Estaba medio levantándome cuando oí de pronto un gruñido aterrador seguido de otros gruñidos. Nos quedamos helados.

—Eso ha sonado a trasgo —dijo Lénisu, precipitándose hacia la cresta.

—Que los dioses nos amparen —jadeó Aryes, lívido—. Tenemos que movernos de aquí.

Sentí que el pánico me invadía mientras recogíamos nuestras pertenencias a toda prisa.

—Nos han olido —siseó mi tío, corriendo hacia nosotros.

—Y nos han visto —articulé, señalando con el índice una zona más baja de la cresta.

Unas criaturas delgadas y bípedas se abalanzaban hacia nosotros, armadas con bastones y arcos. Estaban todavía lejos, pero, dada la expresión de Lénisu, otros trasgos se escondían detrás de la cresta y no tardarían en aparecer.

—Han visto que no éramos peligrosos —declaró mi tío. Me impresionó la serenidad con la que hablaba—. Escuchad. Tenemos dos opciones. —Sus ojos violetas brillaron con intensidad—: O bajamos hacia el Laberinto. O nos dejamos comer vivos. —Agarró su saco con firmeza y agregó—: Corred.

Sus palabras bastaron para que empezáramos a bajar precipitadamente el pedregal, cargados con nuestros sacos. La primera flecha pasó entre Aryes y yo silbando como una serpiente.

—Demonios —pronuncié, temblorosa, pegando un bote y acelerando si es que era posible.

La mayoría de las flechas se quedaban muy lejos de su objetivo pero aun así estaba muerta de miedo.

—¡Transfórmate, la piel te protegerá si caes! —me gritó Spaw.

Vi que efectivamente él se había transformado en demonio. Sus marcas negras relucían en el atardecer y el iris de sus ojos se reducía a una rendija. Entendí su táctica: la piel de los demonios era más resistente y, si Spaw caía, sus heridas serían menos graves.

—¡Odio los trasgos! —bufó Lénisu, detrás de nosotros, haciendo rodar las piedras al bajar precipitadamente.

Desaté mi Sreda mientras corría. No sé cómo lo conseguí con lo atemorizada que estaba. A mi lado, Aryes se tropezó y no cayó de milagro. Me sonrió al ver que le tendía una mano para ayudarlo a retomar el equilibrio.

—¿Te he dicho ya que tus ojos de demonio son escalofriantes?

Una flecha pasó silbando junto a nosotros.

—¡Ojalá pensasen lo mismo esos monstruos! —solté, jadeando, y seguí corriendo.

Avanzábamos a toda velocidad. Drakvian y Spaw estaban delante y Lénisu nos seguía de cerca. Algunos trasgos atrevidos bajaban el pedregal. En ese momento, uno perdió el equilibrio y se desplomó en la empinada cuesta soltando un gemido.

Percibí un sonido ahogado que provenía de Frundis, colocado a mi espalda.

“Tengo miedo”, confesó el mono gawalt, metido debajo de mi capa. Era poco común verlo admitir algo así, pero no era el mejor momento para intentar tranquilizarlo.

Corría y corría con el corazón latiéndome a toda prisa. Me daba tumbos la cabeza y me parecía que el mundo se había vuelto loco. Oía un estruendo de piedras que se desprendían, silbidos gruñones de trasgos y… de pronto, delante de mí, oí un gruñido que se transformó en grito. Era Spaw. Perdí el equilibrio, caí de bruces y me puse a rodar sin poder detenerme. Sólo entonces vi el abismo que se abría ante mí.

—¡No! —aullé. Me dirigía irremediablemente hacia un precipicio. Sentí un súbito mareo por la tensión y el terror. Con las garras sacadas, fui arañando todas las piedras, que rodaban, cayendo conmigo… Cerré unos ojos llenos de lágrimas.

Todo me pareció ir muy rápido. Justo antes de alcanzar el precipicio, choqué contra una piedra que me frenó un poco y unas manos me agarraron la cintura.

Abrí los ojos y me quedé en suspenso. Me crucé con unos ojos azules… Aryes me sonrió. Sólo entonces me percaté de que estábamos levitando encima del vacío.

—Estamos volando —murmuré, incrédula.

—Levitando. No te pongas nerviosa, podría perder la concentración —me avisó Aryes.

“Ayayay”, gimió Syu. Prudente, el mono había saltado cuando me había caído. Me alivió verlo cuando éste pasó del hombro de Aryes para aferrarse a mí. Todo su cuerpo estaba temblando de miedo.

Poco a poco, descendimos entre las rocas puntiagudas, hasta abajo del precipicio. Me posé en la tierra con cierto alivio pero entonces sentí un terrible mareo y busqué una roca para apoyarme e intenté atar otra vez mi Sreda, que se arremolinaba, más enérgica que nunca.

—Tengo la impresión de que sigo dando vueltas —dije con un hilo de voz.

—Siéntate un rato —me aconsejó Aryes—. Voy a por los demás. Espero que no haya bichos por aquí también.

Meneé la cabeza para aclararme las ideas y desaté a Frundis de mi espalda. Enseguida me invadió la ligera melodía de flautas que había estado oyendo como un lejano rumor durante la bajada.

“Curiosa melodía para un momento como éste”, observé.

“Bueno, es para equilibrar. He estado atento por si oía un ruido peculiar que pudiera inspirarme”, añadió el bastón con aire inocente.

“¿Y?”, inquirí, curiosa.

“Nada. Nada que pudiera crear una obra maestra”, suspiró.

Puse los ojos en blanco y levanté la mirada hacia Aryes. Pero resultó que éste ya estaba subiendo el precipicio con un sortilegio de levitación.

“¿Qué ha querido decir con que va a por los demás?”, solté de pronto. “¿Va a bajarlos a todos?”

El mono gawalt, que estaba masajeándose las sienes, alzó la cabeza hacia el kadaelfo y se encogió de hombros.

“Supongo que los demás se habrán quedado arriba.”

Paseé la mirada por el angosto corredor natural… Me quedé paralizada de pavor al ver dos esqueletos de saijits.

—El Laberinto —susurré, aterrada.

En ese momento, surgió una mano blanca de entre unas rocas.

—Shaedra…

—¡Drakvian! —exclamé, precipitándome hacia ella.

La encontré, tendida en el suelo, con las manos llenas de arañazos de color ceniza.

—Creo que me voy a desmayar —masculló, con los ojos dilatados.

Cualquier saijit, en una caída así, habría muerto en el impacto. Pero Drakvian seguía viva… ¿Pero por cuánto tiempo?, me pregunté. Se me aceleró el corazón por el pánico. Le cogí la mano y la apreté con fuerza.

—No te desmayes —le dije—. Sé fuerte. Voy a salvarte.

Una leve presión de su mano me hizo entender que me había oído.

—Necesito… sangre.

Su voz sonaba débil. Demasiado débil.

“Hay que ir a cazar”, determinó Syu.

Sí, pero en el Laberinto, quienes cazaban eran las criaturas que ahí vivían, no los saijits perdidos que entraban aventureramente en él.

Cuando Spaw y Aryes tocaron el suelo, se precipitaron hacia mí, lívidos al entender lo que ocurría.

—Drakvian, no te mueras —alcancé a pronunciar, con los ojos anegados por las lágrimas.

—No —dijo Aryes—. No puede ser.

Sin embargo, el kadaelfo intentó sobreponerse: no podía desconcentrarse si quería conseguir otra vez el sortilegio. Estaba gastando muchísima energía, me di cuenta, viéndolo otra vez subir a por Lénisu.

Spaw se arrodilló junto a mí. Parecía también muy afectado.

—Y decir que empezaba a caerme bien la vampira —murmuró.

Me invadió de pronto una serie de recuerdos que me dejaron el corazón hecho pedazos. El viaje en los Extradios, las bromas de Drakvian, sus sonrisas, sus delirios… No podía morir, me repetí, acongojada. Entonces, con un esfuerzo del que no me creía capaz, me levanté y dije:

—Voy a por sangre.

Mis ojos, llenos de lágrimas, brillaban de un destello rojizo.