Página principal. Ciclo de Shaedra, Tomo 6: Como el viento

22 Las Cárcavas del Sueño

—¿Es una amiga tuya, verdad? —soltó Srakhi, respirando hondo para recobrar su serenidad.

—Sí —afirmé—. Aunque me sorprende que me haya reconocido. Nos conocimos en las Hordas. Es una dragona huérfana.

—Una lástima —dijo Srakhi distraídamente, más concentrado en observar a la dragona que, ahora, estaba tendida al sol a unos metros de nosotros, mirándonos lánguidamente.

Aun así, su fascinación no le impidió que reaccionara rápidamente y continuamos andando, despidiéndonos de Naura. Sin embargo, noté que ésta nos seguía, como si estuviese sola y se aburriese mortalmente. ¿Acaso significaba eso que Kwayat no estaba con ella?

Cuando nos paramos, el cielo ya se estaba oscureciendo y habíamos empezado a subir una montaña que señalaba el final de la meseta. No nos habíamos encontrado con ningún pueblo ni ningún saijit. Después de todo, para ir a Kaendra, se solía rodear las Montañas de Acero por el sur, junto a las Llanuras del Fuego. Era infinitamente más práctico que cruzarlas. Pensativa, evalué que a la noche siguiente estaríamos ya en las Cárcavas del Sueño. En poco más de tres días llegaríamos a Kaendra, me dije.

—No es por nada —dijo Spaw, al ver que el gnomo sacaba sus frutos secos y ponía arroz en una cazuela—, pero un conejo vendría de maravilla con el arroz.

—Lo sé, pero no tenemos conejo —replicó Srakhi, tajante—. Además, si no te parece bastante, yo había previsto comida para dos, no para tres.

—Por aquí hay muchos conejos. He visto a más de uno corretear mientras andábamos. Si me prometes que no vas a comerte todo el arroz, voy enseguida a cazar uno.

Finalmente, Srakhi nos mandó a Spaw y a mí a cazar y él se marchó a recoger leña mientras la dragona nos espiaba en algún lugar no muy lejano.

—Spaw —dije, mientras andábamos en el bosque—, quería hablarte de algo serio.

—Dime. ¿Tiene que ver con la dragona?

—En parte —asentí—. Esa dragona nos la encontramos Kwayat y yo en las Hordas. Y desde entonces Kwayat se ocupa de ella. O eso creía yo. Pero parece que Naura no tiene lugar adonde volver.

—¿No me dirás que estás pensando en adoptarla? —se alarmó Spaw—. No tengo nada contra los dragones, que conste, pero si pretendes que vayamos a Kaendra con ella…

—No he dicho que fuese a adoptarla. Es más, creo que en esta meseta está mejor que en ningún sitio. Hay animales a montones y no parece haber mucho saijit.

—Oh, entiendo. Te preocupa Kwayat —adivinó Spaw, girando hacia mí sus ojos negros como el azabache—. Te preguntas dónde puede estar si no se está ocupando de la dragonzuela ni de ti, ¿verdad? Pues te voy a dar un consejo, Shaedra: no te atormentes pensando en Kwayat. —Lo miré, sorprendida y él meneó la cabeza—. Tiene su propia vida, Shaedra, y, si tiene otros asuntos más interesantes, te aseguro que no va a volver. Zaix respeta sus conocimientos, por eso le encargó que te instruyese, pero dice que es como Sahiru, trágico y distante. Aunque también dice que le hace gracia —sonrió, irónico.

Medité sus palabras durante un rato.

—De acuerdo —dije al fin—. Ya me he fijado en cómo Sahiru y Kwayat se miraban. Parecen conocerse desde hace mucho.

Spaw asintió.

—De eso no cabe duda. Ya que lo dices, me parece que se criaron juntos —soltó con desenfado.

—¿Qué? —exclamé, con asombro—. ¿Sahiru, el jefe de los Comunitarios, se crió con Kwayat?

—El jefe de los Comunitarios —repitió Spaw, muy divertido—. Ese título suena un poco rimbombante. Pero, de hecho, Sahiru no es una persona cualquiera. Ni Kwayat tampoco. Antes, eran como uña y carne, según me contaron. Y un día, zas, dejaron de hablarse. Ni venganza, ni disputa, ni nada. Simplemente, dejaron de hablarse —contó, con aire misterioso—. En fin, prácticamente. Y se supone que nadie más que ellos sabe por qué.

—Curioso —comenté, y entonces levanté la mirada al percibir un movimiento y exclamé—: ¡Ahí!

Un conejo corría a toda prisa entre los árboles y los arbustos. Nos costó más de media hora pillar alguno, y eso que nos topamos con más de diez. La Meseta de Acero era un verdadero hervidero de vida.

Cuando volvimos, Srakhi ya había aunado un buen montón de leña y había encendido el fuego. A unos veinte metros de donde estaba, se encontraba Naura, pasando su enorme lengua rasposa por su cuerpo brillante de escamas rojas.

Spaw llevaba el conejo muerto por las orejas y, al llegar, me lo tendió, diciendo:

—Antes he visto un arbusto con frambuesas. Voy a ir a buscar alguna.

Y mientras desaparecía Spaw en la penumbra, Srakhi me soltó:

—Despelléjalo y lo pondremos en trozos en el arroz, así dará sabor.

Me extrañé de la ligereza del conejo. Girando la cabeza hacia el animal, me quedé mirándolo y, al verlo inmóvil y tan indefenso y tan exento de vida, se me rompió el corazón y sentí las lágrimas que empezaban a deslizarse por mis mejillas.

—No puedo —declaré, sollozando, con la mirada clavada en el conejo de pelaje gris.

Srakhi levantó hacia mí unos ojos llenos de sorpresa.

—¿Cómo que no puedes?

Me arrodillé junto a él, intentando secar mis lágrimas.

—No puedo —repetí—. Hazlo tú.

Srakhi soltó un inmenso suspiro.

—Pues tendremos que esperar a que venga Spaw, porque yo tampoco puedo. Es una cuestión de principios say-guetranes —explicó, como lo miraba, sorprendida, a través de mis lágrimas.

—Vaya —solté. Y dejé al conejo sobre mi capa, tendido en el suelo—. ¿Así que hay reglas entre los say-guetranes?

—No son exactamente reglas, sino principios morales.

—Pero… comer carne es natural en los saijits —dije, ya más serena al no tener el conejo muerto entre las manos.

—Natural, sí. Pero la naturaleza a veces es cruel. Y los say-guetranes procuramos evitar todo acto de crueldad.

Me mordí el labio, meditativa.

—Tengo curiosidad. ¿Existe algún centro de la cofradía de say-guetranes, o vais por libre?

—Los say-guetranes no somos ninguna cofradía. Somos personas que comparten un mismo objetivo en la vida.

—¿Un objetivo? —me sorprendí—. ¿Y qué objetivo?

EL say-guetrán hizo un gesto grave con la cabeza y declaró:

—Difundir la bondad en el mundo.

Oímos de pronto un crujido de huesos rotos y nos giramos para ver a Naura mascando y saboreando el conejo gris que acabábamos de cazar.

—¡Nuestra comida! —exclamé, levantándome de un bote. La indignación me invadía—. Naura, eso está muy mal. Podrías haber cazado tu propio conejo, el conejo gris era para nosotros…

—Shaedra, cálmate, por favor —me pidió Srakhi—. No sé cuánto conoces a esa dragona, pero he leído alguna vez que los dragones son muy listos, sobre todo los dragones rojos, y si se ofende por tus palabras no quiero ni imaginarme lo que pasará.

Agrandé los ojos, dándome cuenta de que en realidad tampoco conocía a Naura la Manzanona lo suficiente como para poder prever sus cambios de humor.

—Está bien, cómetelo —solté con resignación—. Saboréalo, venga, no te cortes. Como si a ella le costase tanto como a nosotros encontrar comida —refunfuñé.

—Er… —Oí una voz detrás de la dragona y vi aparecer a Spaw con su camisa levantada llena de frambuesas.

“Ojalá no le gusten tanto las bayas a la Manzanona como las manzanas y los conejos”, suspiré. Syu aprobó, sin perderse un sólo movimiento de la dragona.

Spaw se acercó a nosotros, rodeando prudentemente a Naura.

—Se ha comido el conejo —lo informé, apesadumbrada.

El demonio puso cara de decepción pero se encogió de hombros, mirando cómo Naura acababa de roer y escupir los huesos del conejo.

—Nos contentaremos con el arroz y las frambuesas —declaró.

Finalmente, como la dragona no paraba de mirarle a Spaw y a sus frambuesas y lo ponía extremadamente nervioso, decidimos echarlas en la cazuela, con el arroz.

—Lénisu pensará que es una aberración culinaria —suspiré—. Pero así no creo que Naura meta los morros encima del fuego.

Afortunadamente, la Manzanona nos dejó comer tranquilamente nuestro arroz aframbuesado mientras echaba una cabezada después de su cena. Srakhi decidió montar el primer turno de guardia aquella noche a pesar de que yo le asegurase que Naura sería incapaz de hacernos daño.

De modo que, al día siguiente, encontré a Srakhi durmiendo. Era la primera vez que veía a alguien dormir sentado. Lo despabilé y nos pusimos en marcha. Salimos definitivamente de la meseta y nos despedimos varias veces de Naura, pidiéndole que se fuese. Al cabo, cuando ya pensé que no conseguiríamos hacerle entender que estaba mucho mejor en las Montañas de Acero, nos encontramos frente a un acantilado con una estrecha senda natural que subía. Ahí, la Manzanona fue incapaz de seguirnos y nos miró alejarnos con ojos agrandados y tristes.

A partir de ahí, nuestro viaje hacia Kaendra fue más monótono. Llegamos a la cresta de una montaña sin árboles y contemplamos los enormes socavones de piedra clara que poblaban las Cárcavas del Sueño. Y, más allá, se veían las altas montañas de los Extradios. Tardamos varias horas en bajar de la montaña y llegar al valle. Cruzamos barrancos sembrados de rocas negras con formas extrañas y Syu, Frundis y yo nos divertimos adivinando formas y poniendo nombres a cada roca peculiar. Spaw nos contó, durante la cena, una historia truculenta sobre aquella región y le avisé que, si tenía pesadillas, la culpa la tendría él.

Sin embargo, llegamos al pie de los Extradios sin pesadillas ni problema alguno. Escaseaba el agua, en cambio. Y me pregunté cómo las energías naturales podían cambiar tanto de un lugar a otro para que en Ató hubiesen previsto un Ciclo del Pantano y aquí, en las Cárcavas, no hubiese ni un arroyuelo que surcase ese terreno rocoso y desierto.

Una vez llegados a los Extradios, nos dirigimos hacia el sur para unirnos al Camino del Oribe que unía Kaendra con las demás ciudades de Ajensoldra. Todo fue haciéndose verde y, el día en que llegamos al camino, empezó a soplar un viento del sur que no solamente abrasó el ambiente sino que además nos fue cubriendo de polvo y arena caliente de las Llanuras del Fuego.

“Simpática región”, dijo Frundis. “Si mal no recuerdo, la última vez que pasé por aquí fue en invierno. Eso sí que fue una aventura. La gente iba resbalando por los precipicios. Alguien, no recuerdo quién, decía que Kaendra era la ciudad más acogedora de todo Ajensoldra. Si uno sobrevive al frío, te tiran piedras, te pasan enfermedades y luego te dan un saco de barro teñido de oro.”

Enarqué una ceja, sorprendida.

“Desde luego, ese alguien no era muy optimista”, comenté. Si bien recordaba, Ar-Yun, el har-karista kaéndrano contra el que había luchado, me había parecido bueno y honesto. Pero quién sabía con qué nos podíamos encontrar, suspiré. A lo mejor ni encontrábamos a Lénisu, me dije, irónica. No creía que Lénisu fuese capaz de esperarnos pacientemente en una ciudad durante más de un día. Sobre todo en una ciudad donde había estado exiliado.