Página principal. Ciclo de Shaedra, Tomo 3: La Música del Fuego

20 Acaraus

Después de varias semanas andando por las marismas de Acaraus, llegamos a la capital, una ciudad que olía a agua estancada y a suciedad. Ahí, Lénisu se enteró, los diablos sabían cómo, de que efectivamente habían pasado por ahí un legendario renegado y dos elfos oscuros y que los acompañaba un joven humano rubio. Nos costó dos días enteros acordarnos de que este último debía de ser sin lugar a dudas Yilid, el hijo del marqués de Vilona.

Dimos vueltas por la ciudad durante una semana entera, vendimos a Trikos —cosa que no nos gustó a ninguno, y menos a Lénisu— y compramos víveres, luego nos dirigimos hacia el norte, y de camino nos atacaron unos forajidos muertos de hambre, pero conseguimos deshacernos de ellos sin grandes dificultades: una de las cosas buenas de Acaraus era que sus habitantes temían a los celmistas. Eran muy supersticiosos y pensaban que todas las historias sobre celmistas que se transformaban en gigantes o cerberos eran ciertas, de modo que nos bastó con soltar unas chispas, unas decenas de ilusiones a las que contribuyó amablemente Frundis, y nuestros asaltantes salieron corriendo despavoridos.

Aparte de ese incidente, lo más problemático fue el clima, la flora y la fauna. Lénisu nos enseñó a reconocer las serpientes mortales de las que no lo eran, nos enseñó qué era comestible y qué no lo era, mató una rana que soltaba ácido mortal cuando la tocabas y Dolgy Vranc obligó a una rata de agua a tragar una gota del líquido negro del bote que siempre guardaba en su bolsillo, sin obtener ningún resultado visible. Aparte de eso, pudimos apreciar en persona lo peligrosas que eran las lluvias y las nieblas ácidas y por primera vez estuve en presencia directa con la energía flávica, cosa que no me agradó especialmente.

Con el tiempo, Frundis, Syu y yo empezamos a comprendernos mejor. Frundis y Syu solían querellarse por nada, pero siempre se callaban cuando empezaban a exasperarme a mí. El bastón era muy polifacético, a veces se las daba de caballero y soltaba fórmulas extrañas y enrevesadas que posiblemente estuviesen de moda en su tiempo, y otras veces era horriblemente pícaro y se lo pasaba en grande engañándonos a Syu y a mí construyendo ilusiones. Rápidamente aprendí a distinguir sus ilusiones de la realidad pero, pese a mis esfuerzos, nunca conseguí deshacerlas ni modificarlas, y aun así sólo las reconocía cuando me concentraba realmente, de modo que un día me choqué contra un árbol creyendo que andaba sobre hierba verde, y Syu subió hasta lo alto de una rama convencido de que había visto un plátano. Me llevó varios minutos explicarle que el árbol al que se había subido no daba plátanos y que, de hecho, la planta que daba plátanos no era un árbol, y mientras tanto Frundis se reía a carcajadas acompañando su alegría con su música sempiterna.

Durante el viaje, me transformé sólo tres veces, pero fueron suficientes como para que Aryes empezara a decirme insistentemente que no podía guardar un secreto así. La tercera vez que me transformé, fue en pleno día, cuando me había alejado para ir en busca de más leña. Siempre me ocurría cuando estaba sola, y no acababa de entender por qué. Zaix no había querido ni decirme qué tipo de transformación era aquélla, aunque al parecer, mi transformación tenía un sentido y llevaba un nombre, de modo que no me estaba transformando simplemente en un monstruo deforme. En cierto modo, era tranquilizador…

Llegamos al antiguo pueblo de los guaratos en el mes de Vidanio. El ambiente se había refrescado y las marismas habían dejado paso a bosques y montes cada vez más empinados. El Aprendiz era sin embargo más tranquilo que el Trueno en aquella época del año y vimos que en aquellos bosques pululaban el venado, los zorros, los lobos y… los osos.

Dormimos en las ruinas del pueblo durante una semana entera, explorando la zona. Al segundo día, nos encontramos con una pequeña criatura bípeda bastante repugnante. Lénisu la asustó con su espada y, mientras veíamos cómo huía, bajando la ladera, mi tío nos explicó que se trataba de una ardoxina. Todos, entonces, se giraron hacia mí, y entendí que pensaban en el shuamir que aún no me había puesto al cuello, temiendo sus consecuencias. Las ardoxinas eran normalmente criaturas de los Subterráneos y no era habitual que saliesen a la Superficie. Tras una larga discusión, decidimos que me pondría el collar si volvíamos a ver criaturas extrañas, no fuera que los Hullinrots tuviesen algo que ver en todo eso. Hacía tantos días que no pensaba en el lich y en los nigromantes, que me sorprendió hacerlo en aquel instante en el que estaba segura de tropezarme con Aleria y Akín.

Pero seguimos nuestra búsqueda, y no encontramos nada, hasta el último día. Estábamos todos sentados sobre las ruinas del pueblo guarato, cerca del fuego, y acabábamos de desayunar cuando apareció, entre el follaje, una gran cabeza peluda cuyo jaipú brillaba intensamente. Lénisu y yo nos sobresaltamos al mismo tiempo y nos pusimos en pie.

—¡Un oso sanfuriento! —mascullé.

Aryes entornó los ojos, seguramente recordando la broma que le había gastado meses atrás sobre un oso sanfuriento inventado, pero enseguida se puso en pie y cogió su bastón como arma.

Yo misma me armé de Frundis y miré a Lénisu con cara interrogante mientras el oso salía a descubierto, mostrando sus dientes afilados y sus ojos amarillos. Tenía un pelaje muy oscuro y medía unos dos metros.

Lénisu gruñó y el oso rugió.

—¿Qué es esto? —soltó el semi-orco, tratando de guardar la calma—. ¿Un concurso de gruñidos?

—Estoy pensando en una manera para que no nos mate a todos —explicó Lénisu.

—Esa frase… suena fatal, tío Lénisu —observé, el corazón helado.

—Lo sé —confesó—, pero no se me ocurre otra cosa.

El oso sanfuriento soltó un rugido ensordecedor. Lénisu se puso delante de nosotros, con aires de protector, y entornó los ojos, desafiante.

—¿Y ahora… qué haces exactamente? —pregunté, vacilante.

—Sigo pensando —replicó.

En ese instante, el semi-orco se situó a su lado, con decisión, armado de un bastón grandote de tejo que había encontrado en el bosque de Frenengar y se puso en posición defensiva. Hubiera podido parecer realmente intimidador si yo no hubiera sabido que el semi-orco no tenía ni idea de tácticas de lucha. Aryes y yo, en cambio, sabíamos utilizar un bastón y conocíamos más de una táctica de ataque. Pero nunca habíamos peleado contra un oso sanfuriento y éramos dolorosamente conscientes de que no éramos capaces de luchar contra un animal así. En resumen, estábamos perdidos.

El oso avanzaba lentamente, como temiendo alguna trampa, y gruñía a cada paso.

—Vamos a morir —sollozó Deria.

—No, te prometo que no morirás, Deria, te doy mi palabra —le aseguró Dolgy Vranc con determinación.

Advertí que Lénisu miraba al semi-orco con una expresión interrogante, como preguntándole si había prometido eso por puro impulso emocional o si tenía una idea.

Entonces, se me ocurrió una idea.

“¡Frundis!, ¡Frundis!”

“Ya te oigo, no estoy sordo”, replicó. “¿Qué te pasa?”

“¿Has visto el oso sanfuriento, verdad? ¿Puedes soltar un rugido tremendo para que tenga miedo y se vaya?”, pregunté con tono apremiante.

“¡Yo no rujo! Qué ideas.”

Me impacienté.

“¡Frundis! ¿No querrás perder a tu portadora tan rápidamente, verdad?”

“No”, dijo, suspirando. “Está bien, lo intentaré.”

“Un rugido muy muy fuerte”, insistí, con la mirada posada sobre el oso.

Sentí, por el silencio del bastón, que Frundis se preparaba y al de unos cinco segundos soltó un rugido mental muy conseguido que me hizo perder el equilibrio… Pero el oso no lo oyó, naturalmente.

“Vaya”, se quejó Frundis. “Aún no consigo bien las ondas sonoras externas. Es molesto.”

“Es más que molesto, Frundis”, dije, trastabillando.

Syu se había refugiado debajo de mi capa y temblaba como una hoja.

—¡Tengo una idea! —exclamó Deria, cuando ya el oso sanfuriento iba a cruzar la primera línea de ruinas del pueblo—. Utilicemos mi barrita de metal. Si conseguimos dormirlo…

—¡Deria! —dijo Aryes, con una inmensa sonrisa, abrazándola—. ¡Eres genial! ¿Dónde tienes la barra?

—En el bolsillo. Cada vez que lo toco, me duermo.

—¿Y cómo vamos a llegar hasta el oso para dormirlo? —pregunté.

Nos quedamos inmóviles unos instantes, pensando, y entonces Lénisu se giró hacia mí.

—El mono.

Enseguida entendí lo que pretendía, aunque que lo hubiese pensado me sublevó absolutamente y lo fulminé con la mirada, indignada.

—No le pediré a Syu que haga esto.

—Si rodea el sitio, lo puede tomar por sorpresa e hincárselo en la parte trasera. No se me ocurre otra cosa.

Negué con la cabeza otra vez y noté que Syu se aferraba más a mí. Me dirigí hacia Deria, me bajé la manga hasta que me cubriese la mano y dije:

—Dame la barra. Lo haremos Syu, Frundis y yo.

Se me quedaron mirando como si me hubiera vuelto loca, pero poco me importó. Metí la mano en el bolsillo de Deria y saqué la barra, procurando no tocarla directamente. Entonces, sin pensarlo dos veces, me adelanté, hice un movimiento para esquivar las manos de Lénisu pero éste consiguió cogerme del brazo.

—No, Shaedra, el miedo te está trastornando las ideas. Mira bien delante, no podrás hacerlo.

—Podré —repliqué con fuerza.

Lénisu me miró a los ojos y me sorprendió cuando asintió con la cabeza.

—Entonces, ve hacia la derecha. Yo le serviré de diversión.

Agrandé los ojos, horrorizada.

—Lénisu…

—Venga, no tenemos mucho tiempo.

Lénisu se fue para la izquierda y, unos segundos después, me fui yo para la derecha, envolviéndome con las armonías. Sabía que los osos sanfurientos se guiaban mucho por el olfato, de modo que por una vez perfeccioné más que ninguno mi sortilegio armónico, absorbiendo todo el olor de ternian.

“¡Bien hecho!”, me felicitó Frundis, mientras corríamos. Me fijé entonces en que el bastón también había participado en mis sortilegios, mejorándolos y hasta dándoles un toque artístico que sólo un armónico podía entender.

El oso, al advertir que lo rodeaban, se puso furioso y nervioso a la vez, y dio varias vueltas sobre sí. Sin embargo, poco a poco fue olvidándome, al no notar mi presencia, y se giró hacia Lénisu al ver que desenvainaba la espada.

Cuando estuve a diez metros del oso, empecé a temblar de miedo, dándome cuenta de lo que iba a hacer.

“Hazlo como un mono gawalt”, dijo Syu. “Corre, salta y desaparece.”

“Es fácil decirlo”, repliqué, cogiendo la barra con más fuerza a través de la manga.

Vi que, por su parte, Lénisu se había acercado mucho más al oso y que intentaba espantarlo, con la esperanza de que quizá se cansase y se fuese, dejándonos tranquilos. Pero un oso sanfuriento era un animal poco aprensivo y poco pacífico.

La segunda vez que atacó a Lénisu, se levantó sobre sus dos patas y supe que si no actuaba, Lénisu moriría. De modo que eché a correr, acompañada por la música animada de Frundis y de los consejos de Syu. Tomé impulso, le di al oso en pleno omoplato y aterricé del otro lado, envolviéndome otra vez con las armonías y cambiando rápidamente de sitio para que me perdiera de vista. Cuando me hube alejado unos metros, observé el efecto de mi ataque: el oso parecía aturdido, pero no parecía estar a punto de caer dormido.

“Debí imaginarlo”, solté. “Un oso sanfuriento no es tan sensible a los efectos de esta barra de metal. Habrá que atacar varias veces.”

Al menos Lénisu estaba a salvo por esta vez, pensé mientras me preparaba para un segundo ataque. Con el rabillo del ojo, divisé movimiento a mi izquierda y retrocedí un metro, girándome hacia ahí, pero sólo era Aryes, buscándome con la mirada.

—¡Shaedra! ¿Estás bien?

Puse los ojos en blanco y asentí.

—¡Estoy bien! —contesté.

Cuando el oso se giró bruscamente hacia mí me di cuenta de que había metido la pata al contestar. El oso, pese a los ademanes agitados de Lénisu, centró su atención en mí y me atacó.

Dejando caer el bastón y la barra de metal, me alejé pegando un bote rápido hacia atrás, evitando justo a tiempo la zarpa del animal. El oso quiso perseguirme, pero entonces recibió una estocada de parte de Lénisu y se giró hacia él rugiendo con su enorme boca abierta.

“¡Oh, no!”, dije, viendo en el suelo a Frundis y la barra de metal.

De pronto, Aryes apareció al lado de Lénisu, hincándole su bastón en la pata del oso. Dolgy Vranc le dio en la espalda y observé justo a tiempo que Deria pretendía recuperar su barra de metal.

—¡No, Deria! —exclamé.

La drayta levantó los ojos hacia mí. Estaba muerta de miedo. Retrocedió unos pasos, sin protestar, y suspiré de alivio al ver que me obedecía. Unos segundos después, oí un grito de dolor y, por un instante, me quedé paralizada, oyendo claramente los latidos ralentizados de mi corazón.

Unas imágenes turbias pasaron por delante de mis ojos y sentí ira y un ansia terrible de vengarme de cualquiera que pudiera hacer daño a la gente que quería.

Con la cordura totalmente confundida, me moví a toda prisa, pegué un salto, recogí a Frundis e iba recoger la barra de metal cuando me di cuenta de que había desaparecido.

“¡La tengo yo!”, me dijo de pronto Syu.

Por un segundo, volví a mi estado aturdido y vi que el mono gawalt, con la barra en la mano vendada con su pañuelo verde, se había subido al oso sin que se enterara y trataba de encontrar el mejor sitio para aumentar los efectos soporíficos.

Temí por él, pero esta vez, en vez de quedarme quieta, salí disparada y le golpeé al oso con todas mis fuerzas. El oso sanfuriento se agitó furiosamente y Syu se agarró como pudo a los pelos del oso para no caer.

“¡Esto no funcionará si cada vez que intento dormirlo vosotros lo despertáis!”, se quejó el mono.

Empecé a entender el problema y retrocedí precipitadamente.

—¡No le ataquéis! —grité—. Lo estamos despertando cada vez que la barra se descarga sobre él.

Creo que me oyeron porque se alejaron todos casi de inmediato, aunque no demasiado, para que el oso se interesara más por nosotros que por un peso diminuto colgado sobre su espalda.

“Ten mucho cuidado, Syu”, murmuré, angustiada.

Mirando hacia los demás, vi que Lénisu se tambaleaba, y cerraba los ojos, como si se hubiese vaciado de todas sus energías para mantenerse en pie más tiempo. Me abalancé hacia él, horrorizada.

—¡Tío Lénisu!

Vi la expresión de terror de Aryes y sentí el ataque inminente del oso, pero era ya demasiado tarde. Recibí un golpe muy fuerte que me tiró al suelo y traté de apartarme lo más rápido posible. Cuando me di la vuelta, vi una silueta con una capa oscura desafiando, en una postura de ataque, al oso sanfuriento. De sus manos extendidas, salieron rayos de fuego y el oso, que parecía más tranquilo —sin duda gracias a Syu—, se enfureció otra vez.

Rodé hasta situarme junto a Lénisu, que se había desplomado al suelo. Estaba cubierto de sangre. A partir de ahí, apenas me fijé en el combate. Drakvian —pues era ella la que me había empujado, salvándome del zarpazo— se ocupó de hacer huir al oso con fuego invocado. Supe después que la vampira salvó a Syu antes de que éste acabase pisoteado por las gruesas patas del oso que huía. También aprendí que una de las cosas que más teme el oso sanfuriento es el fuego. Drakvian había tenido una oportunidad única para demostrarlo eficazmente.

Pero en aquellos momentos, toda mi atención estaba fijada en Lénisu. Me convencí de que seguía vivo y le toqué la yugular, buscando el pulso. Al encontrarlo, suspiré de alivio. Busqué entonces la herida por donde había salido tanta sangre y vi que tenía una llaga en el brazo. Se veían con claridad tres surcos oscuros a través de su camisa rasgada.

Con las lágrimas saliendo a borbotones de mis ojos, me puse a pedir ayuda a gritos, aunque supiese que de todos, ahí, los que más sabían de endarsía y de curación éramos Aryes y yo. La sangre fluía, oscura y espesa.

No sé cuánto tiempo estuve así, sacudida por espasmos, antes de que notara que el combate había terminado y Aryes intentaba aplacar mi desasosiego.

—Lo curaremos, Shaedra, no está tan mal —me aseguró.

“Un verdadero mono gawalt actúa bien y rápido y no se atormenta con lo que no puede hacer”, me recordó Syu. “¿Recuerdas? Pues ahora, te aseguro que puedes salvarlo, así que actúa bien y rápido.”

Asentí, algo reconfortada por sus palabras, y cogí la mano inerte de Lénisu apretándola fuerte.

—No puedes morir —le dije—. Te lo prohíbo.

Durante las horas siguientes, Aryes y yo hicimos todo lo que pudimos por limpiar la herida y vendarla, pero Lénisu tan sólo recobró la consciencia cuando el sol empezó a descender, poco después de que Frundis me asegurara que si lo ponía en contacto con mi tío, quizá podría cantarle alguna música tonificante.

No sé qué música utilizó Frundis para reponerlo, pero cuando Lénisu se despertó, parecía tener la mente bastante despejada. Se apartó de Frundis, con una media sonrisa, que se transformó en mueca de dolor al mover el brazo.

—Vaya. ¿Estoy vivo?

Me reí.

—Sí. Y creo que por el momento seguirás viviendo.

Lénisu agitó la cabeza.

—¿Cómo acabó el combate?

—Drakvian apareció —contó Aryes, señalando a la vampira con un gesto de barbilla—. Ahuyentó al oso con sortilegios de fuego. Al parecer, es lo más eficaz contra ese tipo de bestia.

—¿Drakvian? La… ¿vampira? —soltó Lénisu, extendiendo el cuello para ver a la joven de pelo verde sentada sobre un muro en ruina, agitando los pies tranquilamente mientras trenzaba unos juncos con unos dedos muy finos y pálidos.

—Así es —contesté—. Lleva… siguiéndonos desde Dathrun, me da a mí.

—Eso no es cierto —terció la vampira, sin dejar de trenzar la cuerda—. Dejé de acompañaros cuando bajasteis por los acantilados de Acaraus. Me fui en busca de información. Y aquí estoy de vuelta, al parecer, he llegado justo a tiempo para impedir que el portador de Hilo se desmorone en cachitos.

Soltó una risa estridente, enseñando sus dientes blancos. Enarqué una ceja.

—¿El portador de hilo? —repetí, interrogante.

Drakvian miró fijamente a Lénisu, sin pestañear, y éste, al cabo de un rato, carraspeó.

—Soy yo. Y Hilo es mi espada. Por lo visto hasta los sirvientes de un descerebrado saben quién soy.

—¡Lénisu! —murmuré, ofendida—. Drakvian acaba de ayudarnos, ¿por qué le hablas en ese tono?

La vampira se deslizó hasta el suelo ágilmente y se acercó a nosotros con un paso firme.

—Yo no sé quién eres —dijo, sentándose junto a él—. Y puede que el maestro Helith tampoco sepa quién eres, y no porque sea un descerebrado, el hecho de ser nakrús no significa que lo tienes más fácil o más difícil para conocer a la gente. Incluso tú puede que no sepas quién eres. Pero sé perfectamente qué es Hilo.

—Me alegro —replicó Lénisu, tras un silencio molesto.

A la luz del día, un halo fantástico rodeaba a Drakvian. Tenía una piel muy lisa y muy blanca, casi traslúcida, y sus labios apenas tenían diferente color. Sus ojos eran azules, aunque según en qué ángulo se situaba en relación a la luz, podían tener reflejos verdes. Llevaba un cinturón de cuero lleno de bolsitas abultadas y una capa fina y negra que le daba un aire de aventurera y de malhechora.

—¿Qué tiene tu espada de especial? —preguntó Deria, acercándose, en compañía de Dolgy Vranc, el cual se tapaba la frente para ocultar el chichón que le había salido al caerse.

Lénisu y Drakvian se miraron el uno al otro fijamente y entonces algo que se parecía a vacilación pasó por los ojos de mi tío, quien se giró hacia la drayta e hizo una mueca.

—Hilo es una espada reliquia, como las llaman. Quiero decir con eso que nadie, en la Tierra Baya, sería capaz de reproducir un arma como esa.

—¡Al fin! —exclamó el semi-orco, acercándose e instalándose sobre una piedra, muy atento—. Sabía que no era una simple espada encantada. ¡Lénisu! ¿Cómo no has podido confiar en mí para decirme que tenías a Hilo?

Los miré alternadamente, asombrada. Lénisu parecía haber recobrado toda su vitalidad.

—Mira, Dol, no tenía intención de decírselo a nadie.

—¿Y por qué, si se puede saber? Soy un identificador, Lénisu, quitarme el derecho a examinar esas maravillas es inadmisible.

Lénisu puso los ojos en blanco.

—Ya. Bueno, creo que ya hemos hablado suficiente de Hilo.

—¿Qué hace esa espada? —preguntó Aryes, adelantándose a mí.

—Invoca protectores —replicó Lénisu—. Y ahora dejad al herido en paz, ¿queréis? Me gustaría hablar con Drakvian.

La vampira negó con la cabeza y se dio unos golpecitos sobre la tripa con un gesto indolente.

—Estoy demasiado llena para hablar. Necesito descansar después de una comida tan exquisita.

Agrandé los ojos y miré en la dirección donde había desaparecido el oso. Oí la risa burlona de la vampira.

—¡Era una broma! Llevo una semana sin beber. ¡Estoy sedienta! —añadió, observándonos con ojos que de pronto tenían reflejos rojizos—, ¡tanto que podría beberme la sangre de un pueblo entero!

Al ver nuestros rostros aterrados, soltó una carcajada ruidosa y Syu le siseó algo y la miró con una cara de pocos amigos a pesar de que unas horas antes la vampira hubiera arriesgado su vida por apartarlo de las patas del oso.

Cuando Drakvian se inclinó hacia Lénisu, éste se arredró un poco, pese a estar tumbado con su brazo herido. Pero ella sólo le tendió la cuerda que acababa de fabricar.

—Para que no muevas tu brazo, al andar. Supongo que, cuando os diga que Aleria y Akín han vuelto a Ató hace ya más de un mes, querréis llegar cuanto antes.

Como nos exclamábamos todos al mismo tiempo, asombrados por la noticia, la vampira sonrió.

—Caramba, creo que acabo de decirlo.