Página principal. Ciclo de Shaedra, Tomo 3: La Música del Fuego

16 Tornados

Al día siguiente, desperté en un compartimento libre de la caballeriza. Al principio, me costó recordar por qué estaba ahí y luego, cuando rememoré, me levanté de un bote, aterrada. Por la luz de las ventanas, sabía que era ya de día, ¿pero desde cuándo había amanecido?

En la caballeriza, olía a boñigo, a caballo y a paja, pero la noche anterior apenas me había fijado en ello y había caído dormida como un tronco después de recuperar mi aspecto normal y quedarme exhausta. Ni siquiera me había pasado por la cabeza la idea de que hubiera sido mucho más inteligente volver al cuarto de la pensión.

Con un suspiro, asomé la cabeza y vi que un mozo de cuadra estaba cuidando de un enorme caballo negro, a cuatro compartimentos de donde estaba. Aliviada al saber recuperadas mis capacidades celmistas, utilicé las armonías y me deslicé silenciosamente hacia la salida de la caballeriza, fijándome de paso en que Trikos estaba aprovechando aquellos días de ociosidad para recuperar el peso perdido.

Al salir de la cuadra, miré hacia el cielo y evalué la hora que era. Había amanecido hacía varias horas. ¿Cómo había podido dormir tanto tiempo? Seguro que los demás estarían buscándome, reflexioné entonces.

Cuando entré en la pensión las miradas que se giraron hacia mí me hicieron reparar en el aspecto que debía de tener y me llevé la mano a la cabeza. Una brizna de paja cayó al suelo y la siguieron otras cuando me puse a sacudir las trenzas delanteras que me había hecho Syu.

La encargada, la señora Yen, frunció el ceño al verme pero afortunadamente me reconoció y no me interpeló cuando empecé a correr escaleras arriba. Primero, llamé a la puerta de Dolgy Vranc, y nadie me contestó. Luego fui a mi cuarto, y al llamar a la puerta, ésta se abrió casi de inmediato, apareciendo los rostros preocupados de Aryes y Deria. Sus expresiones enseguida reflejaron alivio.

—¡Shaedra! —gritó Deria—. ¡Creíamos que te habían raptado los Istrags!

No lo decía con tono horrorizado, sino más bien con emoción y espíritu aventurero.

—¿Estás bien? —preguntó lentamente Aryes, mientras yo entraba, avergonzada por haberlos tenido preocupados.

—Sí. Me he despertado en la caballeriza —dije simplemente—. He dormido hasta muy tarde.

—No te encontrábamos ni a ti ni a Syu, y Lénisu se ha puesto lívido como la muerte cuando le hemos dicho que habías desaparecido —contó Deria, aceleradamente.

Me quedé mirándola con aire estúpido.

—¿Lénisu?

—¡Ha vuelto! —anunció alegremente Deria—. Esta mañana, muy pronto. Ha cabalgado desde ayer, sin parar.

—¿Lénisu ha vuelto? —pronuncié, sin poder creerlo—. ¿Dónde está?

—Ha ido a buscarte —me explicó Aryes—. Dol, tus hermanos y él se han separado para ir en tu busca. Y… nos han dicho que nos quedáramos aquí por si volvías.

Los observé, atónita.

—¿Así que pensabais que me habían capturado? —Me reí de buena gana—. No tendría lógica.

—Desde luego que no —me apoyó Aryes—. ¿Quién sería lo bastante loco para querer capturarte?

Lo observé con los ojos entrecerrados durante un segundo y luego junté las manos con aire decidido.

—Hay que ir a buscarlos y decirles que estoy bien…

—Será mejor que no nos movamos —me replicó él—. De lo contrario, nos podemos pasar varios días dando vueltas en Ombay sin toparnos con ellos.

—Tienes razón —concedí.

Me miró con el ceño fruncido, como esperándose a verme desfallecer o algo por el estilo, y luego dijo:

—¿Así que estabas en la caballeriza? ¿Qué hacías ahí?

Me encogí de hombros y Deria abrió la boca como una «o».

—¿No serás sonámbula?

Hice una mueca, reprimiendo una sonrisa, volví a encogerme de hombros.

—Tal vez sea eso…

Y me traté de cobarde por mentir de ese modo tan descarado, pero no me sentía preparada para decirles la verdad. Porque si la decía, cobraría realidad para mí también y eso era aceptar demasiado en un tiempo demasiado breve.

Una hora más tarde, volvieron mis hermanos, y me echaron la bronca, enojados por haber pasado por un susto como aquél. Luego llegó Dol, el cual fue el único que no se sorprendió al verme sana y salva. Lénisu apareció poco después. Cuando mi tío entró en el cuarto y me vio, soltó un suspiro difícil de interpretar.

—Al fin estamos otra vez todos reunidos —se contentó con decir.

—¿Dónde está Syu? —pregunté.

Pero apenas hube hecho la pregunta, salió disparada una bola de pelos y me embistió con todas sus fuerzas. Me caí en la cama, riendo.

“¿Dónde te habías metido?”, le pregunté.

Syu puso cara de misterio pero Lénisu contestó a mi pregunta.

—Lo encontré en el mercado del barrio, robando golosinas. Más que un mono gawalt parece un niño hiperactivo, aunque claro, no hay mucha diferencia entre lo uno y lo otro. —Syu le enseñó los dientes pero Lénisu lo ignoró y me contempló con aire interrogante—. ¿Y bien? ¿Estabas cazando moscas para la comida? ¿A menos que hayas decidido simplemente hacernos pasar un mal rato esta mañana?

Carraspeé.

—Yo también me alegro de verte, tío —le repliqué—. ¿Qué te ha ocurrido en el brazo?

Lénisu frunció el ceño.

—¿El brazo? —repitió—. ¡Oh! El brazo, sí. Un rasguño de nada.

—Lo tienes como rígido —solté.

Me dirigió una mirada asesina.

—Sé muy bien hacia dónde intentas llegar, sobrina. Y te aviso que no voy a decirte nada, lo que tenía que hacer en Dathrun eran asuntos personales.

—Muy bien —dije, imitando su tono seco—. Entonces yo tampoco diré nada.

“¡Así se habla!”, me felicitó Syu, emitiendo un gruñido contra Lénisu.

Mi tío se encogió de hombros.

—Como quieras. Por cierto, ya te lo he dicho antes, pero eres tan tozuda como tu madre. Y ahora, si todo el mundo está de acuerdo, comemos, compramos provisiones y salimos de Ombay esta tarde.

Oí un carraspeo y me giré hacia Murri, sorprendida por su expresión grave.

—Precisamente, Lénisu, no todo el mundo está de acuerdo… Sinceramente, ha sido maravilloso poder conoceros a todos y por un momento creí que podría ir con vosotros pero… quiero volver a Dathrun. Hace un año, os habría seguido a cualquier parte, pero las cosas han cambiado. Y yo… tengo una vida ahí.

Hubo un profundo silencio en el que nadie dijo nada. Por mi parte, sabía que un día tenía que ocurrir, y en cierto modo me alegraba de que Murri fuese tan sincero con nosotros: nos quería, reconocía que era de nuestra familia, pero su vida y sus amigos estaban en Dathrun…

—Yo también —dijo Laygra con una vocecita, evitando nuestras miradas—. No puedo dejarlo todo atrás. Si no nos inscribimos este mes, nos retrasaremos en las clases y yo… quiero aprovechar la ocasión que nos ha dado el maestro Helith. Quiero ser veterinaria y sé que no habrá otra oportunidad como esta.

Su voz sonaba vacilante, como si no creyese que sus argumentos fueran del todo válidos. Lénisu asintió con la cabeza, con tranquilidad.

—Por supuesto. Lo entiendo. —Le dio una palmada en el hombro a Murri, con afectuosidad—. El tiempo puede acabar con cualquier sueño. Hace cuatro años, podría haberos dado a todos un hogar, y habríais vivido juntos… pero las cosas no siempre son como queremos. Yo estaba convencido de que había perdido a toda mi familia y en los Subterráneos las cosas las ves todavía más oscuras… Ahora, las cosas son diferentes. Así que… os deseo toda la suerte posible.

Murri y Laygra aceptaron sus palabras con una leve inclinación de cabeza. Laygra, por primera vez, me miró a los ojos, se avanzó hacia mí y me cogió las manos con dulzura.

—Siempre seguirás siendo mi hermana.

Sonreí, conmovida.

—Tú también.

—Vendrás a visitarnos, ¿eh? Ató debe de ser aburrido en invierno, dicen que ahí hace un frío horrible con nieve y todo. ¿Vendrás, verdad?

Asentí, emocionada, y le apreté las manos con fuerza.

—Claro que sí. Y cuando Syu tenga una carie por comer tanta golosina, lo curarás tú.

Ella me contestó con una ancha sonrisa y luego levantó un dedo amenazante hacia Syu.

—Más vale que dejes de comer tan mal. Vas a acabar gordo y desdentado.

Hablaba imitando la voz del profesor Erkaloth y me eché a reír al tiempo que el mono gawalt ponía cara de culpabilidad, aunque agitaba la cola, burlón.

Comimos en la pensión, y ahí fue donde me crucé con la mirada del joven de la víspera. Pareció turbarse al verme, pero no me reconoció, estaba casi segura de ello. Aun así, sentí un escalofrío recorrerme el cuerpo al notar su mirada sobre mí cuando salimos del comedor. Si realmente estaba borracho, cabía esperar que no se acordara de nada, me repetí.

Después de unos cuantos preparativos, llegó la hora de despedirse. Dejamos a Laygra y Murri con una caravana de pasajeros que se dirigía a Dathrun y nos despedimos de ellos con fuertes abrazos y parcas palabras. Únicamente se me quedó lo que le dijo Murri a Lénisu:

—Siento haberte juzgado mal desde el principio. Ahora veo que uno no puede creerse todo lo que le cuentan.

—Si pudiera contarte la verdadera historia sobre tus padres, te la contaría —le murmuró Lénisu, como sumido en sus recuerdos—. Pero no sería una buena idea.

Murri no protestó, asintió con la cabeza en silencio y nos separamos.

A decir verdad, para mí fue más duro de lo que quise reconocer entonces. Tantas veces había soñado que volvía a estar reunida con mis hermanos, que era casi irónico ahora despedirse de ellos por la simple razón de que teníamos objetivos distintos. Murri tenía a Kéysazrin y no podía dejarla, aunque tal vez varios meses después se diera cuenta, como se lo decía Iharath, de que su amor no tenía futuro. Esperaba que no fuera así, sin embargo. En cuanto a Laygra, le deseaba mucha suerte con sus estudios. No podía hacer otra cosa que desearles suerte desde lejos.

Atravesamos los extensos cultivos que rodeaban la ciudad sin cruzar más que unas pocas palabras. Pero cuando llegamos a las fronteras de las llanuras de Drenau, volví a recobrar el buen humor. Deria se puso a tocar la armónica, y Aryes, Dol y yo nos pusimos a discutir sobre si los cuentos de hadas encerraban verdades o no. Lénisu conducía el carromato y Trikos avanzaba inexorablemente.

Como hacia el final de la tarde paró de llover y salió el sol, decidimos aligerar un poco la carga y nos pusimos a andar junto al carromato, hartos ya de estar sentados.

—¿Qué le ocurre a Lénisu? —preguntó Deria, en voz baja, mientras caminábamos en el camino, procurando no llenarnos de barro—. Está como pensativo.

—Curioso —admití con tono meditativo—. No suele pensar.

Deria me dio un codazo entre las costillas, riendo.

—¡Lo decía en serio!

Le devolví una sonrisa pero no contesté. No sabía lo que le preocupaba a Lénisu, ni sabía si realmente algo le preocupaba, así que era mejor no pensar en ello.

—No me gusta este sitio —dije, para cambiar de tema—. Todo es demasiado llano.

—Pronto veremos las montañas —replicó Aryes—. Hasta quizá se podrían ver si hubiese más visibilidad.

Quizá tuviera razón, pero no pudimos comprobarlo porque una hora después empezó a llover otra vez. El cielo estaba tan oscuro como la noche.

De vuelta en el carruaje, reanudamos las clases con Deria, y más tarde Aryes intentó explicarme qué era lo que sentía cuando utilizaba la energía órica. Para mí, era una energía que apenas conocía y aún me sorprendía saber que Aryes había aprendido por su cuenta, fascinado como estaba por el mecanismo órico. Así que, durante los días lluviosos que siguieron, me interesé por esa extraña energía y aprendí ciertas cosas curiosas que me recordaron cuán distintas eran las energías entre sí.

Llevábamos tres días avanzando en las llanuras, cuando por fin paró de llover y salieron unos tímidos rayos entre las nubes. Y cuando divisé las montañas, en la lejanía, solté una exclamación de alegría.

—Llegaremos dentro de digamos unos dos días —evaluó Lénisu, mordiéndose el labio—. Si sale el sol y el camino se seca, quizá un día, pero me temo que el sol sólo viene a ver si seguimos todos vivos. Se largará dentro de poco.

—Eso es optimismo —comenté con un profundo suspiro.

Deria asintió.

—Realmente hay cada vez menos diferencia entre vivir en Tauruith-jur y vivir al aire libre. Aunque en el primer caso no te mojas y en el segundo…

—Ya, ya sabemos —le cortó Dolgy Vranc con una mueca de disgusto—. No hablemos más de la lluvia, por favor…

—Lénisu, mira —soltó de pronto Aryes, sentado junto a mi tío en el banco delantero—. Ahí. ¿Ves eso?

Todos, al oírlo, nos precipitamos hacia ellos, para ver lo que señalaba Aryes. A unos quinientos metros de donde estábamos, había un edificio, seguramente una posada, pero no era eso lo que había llamado la atención de Aryes, sino una columna grisácea que venía del suroeste y que se alzaba de la tierra hasta el cielo.

—Trikos —soltó Lénisu con un tono tenso—. ¡Rápido!

Arreó el caballo y el candiano aceleró ligeramente, cansado de andar sobre el camino embarrado.

—¿Qué es eso? —pregunté con aprensión.

—¿Puede ser un… tornado? —dijo Aryes, boquiabierto.

—Tiene toda la pinta de serlo —reflexionó Dolgy Vranc—. Aunque yo jamás he visto uno.

—Todo está muy oscuro por ahí —dijo Deria con una vocecita, la mirada fija en el tornado.

—Está empezando a soplar el viento —añadió Aryes.

Con los ojos desorbitados, observé cómo nos acercábamos cada vez más al tornado. La tela del carromato se agitaba violentamente y las maderas crujían ruidosamente.

Lénisu estaba concentrado en conducirnos hasta la posada lo más rápido posible, pero yo, recordando todas las historias sobre pueblos enteros destruidos por los tornados, albergaba dudas de si era una buena elección.

De todas formas, no había otra salida. El viento era constante y se encrudecía cuando llegamos a la posada. Ya no llovía. Todo pasó muy rápido. Lénisu nos gritó que bajáramos del carruaje y que nos diéramos la mano para que el viento no nos llevara.

—Detrás de la posada hay una trampilla —nos decía, intentando cubrir el estruendo del viento—. ¡Corred y escondeos ahí!

Syu se agarró a mi cuello, mudo de miedo.

“Syu, ¿estás bien?”, le pregunté, preocupada por su estado de ánimo.

“No hay árboles”, articuló simplemente, con los ojos entrecerrados. “Y todo es plano.”

Se agarró más a mí y otros pensamientos confusos me llegaron deshilachados y tumultuosos. Le acaricié la cabeza para tranquilizarlo.

“Tranquilo. No vamos a volar. Y recuerda que si volamos, yo tengo sangre de dragón…” Carraspeé, intentando tranquilizarme a mí misma, en vano.

Aryes y Deria me cogieron de la mano y aunque me hubiera gustado quedarme junto a Lénisu, me dejé arrastrar por ellos hasta detrás de la posada. Ahí encontramos unas tablas de madera gruesa que debían pesar bastante pero el semi-orco las levantó sin aparente dificultad.

—¡Adentro! —gritó Lénisu, alcanzándonos. Bajo el brazo, llevaba su caja de madera de tránmur y un saco de provisiones.

Varias tejas se levantaron, llevándoselas el viento. Bajamos las escaleras precipitadamente. Dolgy Vranc cerró la trampilla y nos quedamos a oscuras, con una lucecita que brillaba en algún lugar, abajo.

—¿Quién anda ahí? —preguntó en abrianés una voz ronca de hombre.

—Hola, somos viajeros. ¿Es usted el propietario de la posada? —preguntó Lénisu.

—Sí, yo soy el dueño —contestó—. ¿Cuántos sois? Apenas os veo.

—Cinco. Dígame, ¿cómo así utilizáis tejas para construir posadas en las llanuras de Drenau? Es como hacer carreteras de cristal en una montaña nevada.

—Mmpf. Construí esta posada hace tres años. No tenía ni idea de que hubiera tornados por aquí. Es la primera vez que veo uno.

—Ahá… Entiendo —replicó Lénisu, sentándose frente a la silueta del dueño—. La última vez que pasé por aquí, recuerdo que esta posada era de piedra dura, y sin tejado. ¿Qué le pasó al antiguo dueño?

—Oh. Por lo que sé, murió de una gripe.

—¿Las fiebres frías?

—¿Qué? No, ya no hay fiebres frías por aquí, gracias a los dioses —contestó el hombre.

—Entonces sois afortunados —soltó simplemente Lénisu. Tan sólo alguien que lo conocía podía adivinar que se estaba burlando. Lénisu debía de pensar que las fiebres frías eran más típicas de lo que parecía.

—¿Cuánto cree que va a durar el tornado? —preguntó Dolgy Vranc, tras un silencio molesto.

—Yo diría… que una o dos horas.

—Pero… ¿usted no dijo que nunca había visto un tornado? —dije tímidamente.

—¿Quién ha hablado…? Jem. Bueno, de hecho, nunca he visto un tornado… Pero sé de lo que hablo.

—Me alegra oír eso —dijo de pronto una voz que provenía de la oscuridad.

Oí diversos murmullos de asentimiento. Era difícil evaluar cuánta gente había en ese agujero. Quizá tres personas, además del dueño, o quizá seis… en fin, no tenía ni idea.

Afuera, se oían cosas que se rompían y que caían al suelo. Pero llegó un momento en que el viento pareció cubrir todo ruido. La gente murmuraba y pude adivinar la presencia de una voz femenina, una voz de niño y una voz masculina suave que parecía estar cantando por lo bajo una canción.

“No me gusta la oscuridad”, dijo Syu.

El mono gawalt parecía haber recobrado un poco su compostura y ahora se había puesto a trenzarme para tranquilizarse.

“¿Cómo haces para hacer trenzas sin ver nada?”, le pregunté, curiosa.

“La luz de la vela me deja ver lo suficiente”, contestó. “Pero sigue habiendo demasiada oscuridad.”

“Ya. No te preocupes, enseguida saldremos.”

“Tampoco me gusta el viento”, gruñó.

“Es energía órica en estado puro”, le dije, científicamente.

Me acerqué a Lénisu a cuatro patas y me senté junto a él.

—¿Estás bien, sobrina? —me preguntó en voz baja.

—Estupendamente. ¿Cuánto crees que va a durar este tornado?

—Pasará rápido, a menos que se quede por aquí estancado, pero yo apuesto a que en menos de una hora podremos dormir tranquilamente en un albergue sin tejado.

Solté un suspiro quejumbroso.

—¿Qué has hecho con Trikos? —le pregunté.

—Er… bueno. Lo he metido en los establos —me murmuró él—. Al menos los establos son de piedra maciza. Pero me temo que nuestro carruaje va a sufrir. He atado las ruedas a un poste, con la cuerda que compró Dolgy Vranc.

Sonreí, gratamente sorprendida.

—Dol tenía razón, siempre se necesitan unos metros de cuerda para viajar.

—¿Eso dijo? Bueno… quizá tenga razón.

Al de un rato, el dueño volvió a dirigirnos la palabra.

—¿Vienen ustedes del este o del oeste? Pregunto porque he oído que ha habido follones en Ombay estos días.

—Venimos de Ombay —contestó Lénisu—. Pero apenas hemos podido apreciar las revueltas porque estos últimos días no ha parado de llover y la gente, al parecer, prefiere quedarse en casa.

—Maldito tiempo —gruñó el dueño.

—Usted lo ha dicho —asintió Dolgy Vranc.

El propietario del albergue se giró hacia la silueta difuminada del semi-orco, como tratando de ver con la oscuridad.

—Este tiempo quita el buen humor a todo el mundo —dijo el hombre que antes canturreaba—. ¿Qué tal si os canto una canción? Lo haré gratis, por supuesto.

—¡Adelante! —contestó con voz grave una silueta que estaba sentada en una de las esquinas del escondrijo.

El hombre sacó su instrumento, parecido a la vihuela, y empezó a tocar un aire dulce, pero enseguida cambió y empezó a tocar Tanto te amé, mi amor, una canción folclórica ajensoldrense de ritmo rápido que yo había oído muchísimas veces en la taberna.

Al principio, Deria no se atrevió a sacar su armónica, así que tuve que intervenir yo para que se animara, y pronto empezamos a formar un concierto bajo tierra, abstrayéndonos del viento que agitaba constantemente la superficie.

Poco a poco, nos acercamos todos a la vela que aún brillaba, y pude ver los rostros de los que nos rodeaban. Había un niño de apenas dos años sentado sobre el regazo de su madre, una elfa de la tierra que sonreía al escuchar la música. El dueño era un elfo algo rechoncho, lo que no solía ocurrir en los elfos. En un momento, cuando se inclinó hacia delante, vi que tenía ojos azules muy claros y una nariz muy gorda.

El hombre con voz grave era mayor y tenía una larga barba blanca; me pregunté si vivía en el albergue o solamente estaba de paso. En cuanto al músico, era faingal y llevaba en su camisa la marca de su pertenencia al gremio de los músicos de Ató. Lo advertí increíblemente tarde, y cuando me percaté de ello solté una exclamación de asombro.

—¡Yrasiuth! ¿Eres tú?

El faingal se sobresaltó y dejó de tocar.

—¿Quién eres tú? —preguntó, vacilante.

Sonreí anchamente, contentísima.

—Soy Shaedra, del Ciervo alado, ¿te acuerdas de mí? ¡Siempre venías a la taberna a tocar! Siempre llevabas un instrumento nuevo cada vez que te veía. ¿Qué haces fuera de Ató?

—¡Shaedra! ¡Por supuesto que me acuerdo de ti! La pequeña ternian, sí. Kirlens siempre decía que algún día debería oíros cantar a ti y a Wigy. Bueno, yo voy a Sarrath, para visitar a algunos parientes.

—¿Sarrath? Pero entonces estás dando un rodeo, ¿no?

—No si consideras que el único camino algo seguro es éste. Por el norte, se han formado varios asentamientos de salvajes. Por no hablar de los trasgos. Se reproducen como conejos y ahora pululan por las montañas. Pero, dime, Shaedra, ¿no estabas estudiando en la Pagoda Azul?

—Er… bueno, tengo la intención de volver ahí. Pero atravesé un monolito y aparecí muy lejos de aquí.

—¡Ah! Ya. Había oído que algo había pasado, lástima que me perdiera el acontecimiento, podría haber sacado una canción magnífica. En fin, no sabía que tú estuvieras entre los que desaparecieron. Pero lo cierto es que últimamente he estado muy ocupado fuera de Ató y apenas he ido a visitar a Kirlens. ¿Qué tal está?

—Bueno… hace unos cuantos meses que no lo veo.

Yrasiuth se movió en la oscuridad.

—Vaya, pues claro —dijo—. Entonces estará contento de verte.

Jamás había pensado en ello desde el punto de vista de Kirlens. Más bien pensaba en la alegría que me produciría verlo a él, pero claro, ¿cómo debía sentirse Kirlens abandonado en su taberna con una maniática y un hijo psicópata?

—¡Pero bueno! —dijo el faingal—. Veamos si realmente sabes cantar, ¿qué tal La burlada burló al malo?

—Oh, em, pues… —vacilé.

Pero Yrasiuth empezó a tocar el principio de la canción y no me quedó otro remedio que hacer de la burlada y él del malo. Me sabía la canción de memoria, así como tantas otras que había oído tantas veces que era imposible que me olvidara de ellas. Así pasó tan rápido el tiempo que no vimos venir el final del tornado, y cuando paramos de cantar, ya había pasado lo peor.

—Esperad —dijo el dueño con tono autoritario, cuando Lénisu y Dol se levantaron para abrir la trampilla.

—¿Y a qué esperamos si se puede saber? —replicó Lénisu.

El elfo carraspeó e hizo un signo de cabeza.

—Adelante, abrid la trampilla. Creo que lo peor ha pasado.

—Es lo que llevo diciendo desde hace varios minutos —masculló Lénisu en voz baja.

Salimos. El cielo estaba aún nublado por el noreste y había una brisilla, pero no llovía y hacia el sur el cielo estaba azul y luminoso.

—No era un tornado cualquiera —reflexionó Lénisu—. Se parecía a los tornados que hay en las Repúblicas del Fuego, pero sin arena ardiente que te queme la piel. De esas que pasan, destruyen todo y se deshilachan al avanzar demasiado por las tierras.

El dueño del albergue no le escuchaba, demasiado destrozado ante el espectáculo de su albergue destruido, corriendo de aquí para allá, lamentándose de su suerte. Su mujer, con el hijo en brazos, miraba las ruinas con los ojos fijos. El abuelo, apoyado sobre su cachava, giraba sobre sí mismo para tener una vista panorámica de la zona. El faingal, Yrasiuth, se ataba con precaución el instrumento al hombro, únicamente preocupado por sus pertenencias.

—Bueno —dijo Dolgy Vranc con tono meditativo, mirando el destrozo—. Creo que será mejor echarle una mano a este pobre hombre.

Los establos, los adornos del tejado aparte, estaban intactos y Trikos y el poni del músico estaban bien aunque algo atemorizados. Nuestro carruaje, en cambio, era harina de otro costal. Nos acercamos a él lentamente, y contemplé el resultado con los ojos agrandados.

—Había atado las ruedas —dijo Lénisu, haciendo un ademán con la mano como para excusarse.

—¡Sí! —concedió Aryes—. Las ruedas están prácticamente intactas.

—No falta ni una —asentí, carraspeando.

—Sólo nos falta el resto —dijo Dolgy Vranc, con las manos sobre las caderas, parpadeando hacia el cielo que se iba azulando.

—Mi idea no era tan mala —se defendió Lénisu—. ¿A qué podría haberla atado si no?

—Una cuerda de diez metros da de sí para muchas cosas —reflexionó Dol diplomáticamente— pero reconozco que no tenías mucho tiempo para actuar así que… podemos considerarnos afortunados de tener todavía la cuerda.

—Y las cuatro ruedas —añadí.

—¡Ya está bien! —replicó Lénisu—. Manos a la obra, jovencitos. Id a ayudar al elfo.

Al girarme hacia el dueño del albergue, lo vi tan desesperado que sentí la necesidad de echarle una mano, aunque no le fuera de mucha ayuda con todo ese estropicio. Aunque, de hecho, le fui de más ayuda que Yrasiuth, el cual, a la mañana siguiente, se marchó deseándonos buena suerte y alegando que no tenía que retrasarse. Me pidió que le llevara una carta a un amigo suyo de Ató y no supe cómo negarme, guardándola con precaución en un bolsillo interno de mi capa.