Página principal. Ciclo de Shaedra, Tomo 2: El Relámpago de la Rabia

23 Trampas

Los días siguientes, estuve mordiéndome las uñas por la ansiedad, esperando con fe algún mensaje de Amrit Daverg Mauhilver que nos avisaría de que Lénisu había llegado a Dathrun. Pero no recibimos nada. Como eran vacaciones, la academia estaba bastante vacía y los pasillos se habían liberado bastante de todas las bolamofetas y atrapadoras. Las salas de lectura de la biblioteca parecían concentrar a todos los estudiantes que quedaban en la academia y solía pasar poco tiempo ahí. A la mañana, releía los apuntes que me había dejado Steyra sobre la endarsía, la transformación y la invocación, pero su letra era tan mala que necesitaba tiempo para descifrarlo todo. Hacia las once, me reunía con mis hermanos y, por primera vez desde que estaba en Dathrun, pasamos realmente tiempo juntos. Les enseñé los pasadizos que Syu y yo recorríamos de vez en cuando por curiosidad y creo que el mono subió en la estima de Murri cuando le dije que había sido él quien me había enseñado la entrada secreta de la enfermería Azul.

Por las tardes, Murri y Laygra iban a la biblioteca para estudiar mientras yo iba a visitar a Syu y al doctor Bazundir. Hice bastantes progresos en lo que se refería a la energía bréjica, pero aún topaba con un muro infranqueable cuando pretendía entender el kershí. Aunque conseguí notar su existencia al cabo de unos días, fui incapaz de hacer lo que el doctor Bazundir proponía, sentado tranquilamente en su butaca y ayudado de un libro que guardaba amorosamente en uno de sus cofres. El doctor Bazundir pretendía que no todos tenían la misma predisposición al kershí y que el hecho de que yo lo utilizara sin saberlo podía significar que realmente tenía un kershí poderoso. Yo aún no había llegado a la misma conclusión, pero acabaron por gustarme esas visitas cotidianas, y creo que a Syu también. Notaba que el doctor estaba ansioso por aprender más sobre el kershí. A decir verdad, su anhelo de saber y de aprender me inquietaba un poco, pero, en general, el anciano me caía más que bien: cuanto más lo conocía, más lo consideraba como una especie de abuelo.

Hacia las cuatro, Murri y Laygra y yo solíamos ir a dar un paseo por Dathrun. Los días eran largos, calurosos y radiantes. Me llevaron al Puerto, a la Colina, y al Barrio de los Pinos y entretanto no parábamos de hablar y nos lo pasábamos bien. Un día, cuando salimos, atravesando el puente Frío, oí un ruido familiar detrás de nosotros.

—¿Qué ha sido eso? —preguntó Murri, inquieto.

Antes siquiera de mirar atrás, solté:

—¡Syu!

El mono gawalt apareció en el borde del puente y en un abrir y cerrar de ojos estuvo cómodamente sentado sobre mi hombro.

“¿Por qué siempre andas por este camino entre mares?”, preguntó con curiosidad.

“Porque voy a la ciudad”, contesté. “El puente conecta la isla de la academia con Dathrun, una enorme ciudad con gente por todas partes. Seguro que no te apetece venir.”

“Seguro que sí”, replicó, desafiante. “¿Te crees que me puedes dejar enjaulado en la casa del Viejo? Ni hablar.”

Durante toda esta conversación, me había olvidado de utilizar energía bréjica y me sermoneé rudamente por eso. Si hubiese llegado a estar Rathrin o cualquier estudiante brejista, habría visto a una ternian aparentemente comunicando con un mono sin utilizar energía bréjica. El doctor Bazundir me había advertido más de una vez sobre ese peligro.

—Syu nos acompañará —dije.

Murri asintió sin que le pareciese mala idea, pero Laygra, que a veces no era muy abierta, se opuso en rotundo.

—No, Shaedra. Syu no es ningún animal de compañía. Es un mono gawalt. Nunca se ha visto a un mono gawalt congeniar con ningún saijit. Todo el mundo sabe que odian a los saijits. No te hagas ilusiones. Syu volverá a su bosque y a su hogar, yo me encargaré de ello.

La contemplé durante un momento, pillada por sorpresa, y al cabo suspiré, vencida.

—De acuerdo. Tienes razón, hermana. Syu no es un animal de compañía. Pero puede ser un compañero. Tampoco pretendo que seamos amigos. Pero Laygra, si tiene que volver a su hogar, déjale que lo decida él, ¿vale? Si tanto te importa su felicidad.

Laygra me observó un momento, como evaluando los pros y los contras, y luego asintió.

—Yo no soy una tirana. Pero Dathrun no es un sitio para un mono gawalt.

Syu bufó, dio un salto y salió corriendo por el puente, en dirección a Dathrun. Murri soltó una carcajada.

—Me temo que no nos deja mucha elección.

Syu no se había quitado el pañuelo verde de la cabeza desde que se lo había puesto y al correr sobre el puente tenía un aspecto cómico. Aquel día, fuimos hasta el mercado, del que Syu se enamoró enseguida. Primero, robó una manzana y recé por que ni el vendedor ni Laygra se diesen cuenta. Luego, pese al sermón que le eché, siguió haciendo gamberradas, hasta que, pasando por una barra donde pendían cinturones que se vendían, empezó a saltar de cinturón en cinturón gritando alegremente.

“¡Syu! Bájate ya de ahí, que vas a tener problemas. Vamos a tener problemas”, rectifiqué, viendo que el vendedor empezaba a girarse hacia nosotros. Con rapidez, cogí a Syu y, sin pensarlo mucho, solté un sortilegio armónico de mimetismo y me fui corriendo, dejando los cinturones oscilando y el vendedor admirado, creyendo que había visto alguna especie de visión.

—¡Shaedra! —me gritaron mis hermanos, cuando por fin, me divisaron entre la multitud.

—Ah, estáis aquí. Creí que os había perdido.

Sentada sobre un barril vacío, al final de la calle del mercado, había esperado a que apareciesen Laygra y Murri y había aprovechado el momento para explicarle a Syu con suma paciencia que en un mercado, la gente vendía y compraba y que no podía uno juguetear con las posesiones ajenas. Suspiré.

—Estaba intentando explicarle a Syu el concepto de lo que llamamos dinero, mercado y esas cosas.

Murri miró el mono y se echó a reír.

—Creo que lo has dejado frito. Acaba de bostezar.

“Tu hermano me cae mejor que tú”, dijo el mono, bostezando otra vez y mostrando su boca rosa y sus dientes afilados.

Le comuniqué la reflexión a mi hermano y éste sacudió la cabeza.

—Eso es para darte celos. Es muy listo este mono.

—Tal vez lo sea —dije—. Pero por el momento sólo ha demostrado ser un alborotador. —Syu me enseñó los dientes—. Y además no me escucha.

“¿Cómo quieres que te escuche si no paras de decirme lo que debo hacer? Los saijits tienen mal genio y demasiadas ideas extrañas que sólo les complican la vida. Leyes, muros, dinero, esas cosas no me gustan.”

“Tampoco a mí”, admití. “Tienes toda la razón. Pero, escucha, si uno no respeta los modos de vida de los demás, puede complicarse la vida mucho más.”

Dejándole meditar sobre estas palabras, me levanté de un bote y nos encaminamos hacia la academia a paso lento. Al de un rato de silencio, dijo Laygra:

—Shaedra…

—¿Sí?

—He pensado en lo que nos habías dicho y creo que tienes razón. No debemos tener prejuicios acerca de Lénisu antes de conocerlo realmente, como tú lo conoces —hizo una pausa y luego carraspeó—. ¿Crees que estará bien?

La miré de hito en hito.

—¿Y cómo quieres que lo sepa? —repliqué, con la voz algo temblorosa.

Murri nos cogió a ambas entre sus brazos reconfortantes y avanzamos hacia el poniente, sumidos en nuestros pensamientos, y mientras tanto un mono fisgaba por todos los sitios que podía, con una curiosidad peligrosa.

* * *

Los días siguientes, no paré de darle vueltas a lo que nos había dicho el señor Mauhilver. A la mañana, seguía descifrando la escritura anárquica de Steyra y un día hasta empecé el trabajo para la clase de endarsía, con suma lentitud sin embargo: los apuntes de endarsía me parecían muy complejos y, sobre todo, no me interesaban mucho. Algunas veces, comía sólo con Rathrin, porque Murri y Laygra se retrasaban con sus revisiones, pero las más veces ambos íbamos con mis hermanos a la Sala Erizal a comer con Rowsin, Azmeth, Iharath, Sothrus y Yerbik.

Quedaban tres días para que se acabasen las vacaciones cuando, al salir de la enfermería Azul, me topé con Jirio Melbiriar.

Estaba andando lentamente, con un libro en la mano, la mirada fija en la cubierta. Me acerqué prudentemente a él, pensando frenéticamente en lo que podía decirle, cuando pasó un grupo de estudiantes por el pasillo e ignoro por qué pero me aparté y empecé a andar por el lado opuesto. Me estaba tratando de la peor cobarde del mundo cuando de pronto oí que alguien corría detrás de mí y me giré justo cuando Jirio llegaba a mi altura.

—Shaedra —soltó, con la cara pasmada—. Quería volver a verte. Quería decirte… —Se interrumpió y sacó varias monedas de su bolsillo—. Esto es lo que le debo a Murri por la entrada al Termondillo.

Lo miré, alucinada, y entendí que si yo era la peor de los cobardes, él no andaba muy lejos. Sacudí la cabeza.

—Puedes dárselas tú mismo. Está en la Sala Erizal, puedes acompañarme.

Jirio negó con la cabeza con energía.

—No. Quiero decir… claro. Se lo daré yo mismo —vaciló y el silencio se prolongó—. ¿Has dicho en la Sala Erizal?

—Sí. ¿Vienes entonces?

Durante el camino, por fin me atreví a decir lo que quería.

—Jirio. Siento lo que te dije la última vez. Fui un poco brusca. Quizá tuvieses razón. El jaipú no es una energía celmista.

—Oh, no, tú… no fuiste brusca. Dijiste lo que pensabas y pretendiste ayudarme.

Calló, sin saber qué decir, y llegamos a la Sala Erizal en medio de un silencio incómodo. Murri se rió de Jirio por ser tan ordenado con las cuentas financieras y él se marchó rápidamente diciendo que tenía que leer un libro. Sin duda se trataba del libro que tenía en sus manos y del que no se separó ni un momento.

—¿Qué le ocurre? —preguntó Murri cuando hubo desaparecido.

Me encogí de hombros.

—Oh. Es nervioso por naturaleza.

Aquella noche, cuando me metí en la cama, me puse a meditar. No dejaba de intrigarme el señor Mauhilver y quería saber quién era realmente. Sin duda, no podía ser un rentista común, de lo contrario jamás habría tenido trato con un contrabandista como Lénisu, ¿verdad? Algo escondía aquel hombre.

Pasaron quizá dos horas, y seguía sin dormirme. Como todas las noches durante todas las vacaciones, me había puesto a inspeccionar las puertas mentales detrás de las cuales se encontraban los recuerdos de Jaixel. Intenté una vez más abrirlas voluntariamente, pero todos mis intentos eran vanos. Era como si esos recuerdos me estuviesen vedados, en una mente aparte, dentro de mi propia mente. Hasta ahora no había sido consciente de ello, porque en el fondo, antes de venir a Dathrun, seguía pensando que era el Amuleto de la Muerte la filacteria que Jaixel buscaba. Y resultó que me equivocaba. Lénisu ya me lo había dicho.

Descubrir las puertas mentales donde estaba encerrada la filacteria me había ayudado a entender que en realidad todos los sueños extraños y tan reales que había tenido serían probablemente recuerdos o influencias de la filacteria. Durante mis meditaciones, había llegado a la conclusión de que había cosas que no parecían tener nada que ver conmigo y que sin embargo, sorprendentemente, me llegaban en mente, dormida o despierta. Por ejemplo, había un personaje bufón que solía ver, y también solía recorrer una ciudad subterránea. ¿Pero qué tenía que ver eso con Jaixel o Ribok?

Rendida, dejé de darle vueltas a la filacteria y me alejé de ella con precaución, temiendo, ahora que tenía consciencia de ella, que pudiese hacerme algo. Después de todo, tener en la mente una mente ajena, aunque tan sólo fuesen recuerdos, era una situación desagradable y para nada reconfortante.

Pasó quizá una hora más antes de que me levantase y me vistiese silenciosamente, ignorando intencionadamente las botas. Salí como una sombra del cuarto, pasé bajo las narices del señor Nyuvel, atravesé la sala faunista, la sala Derretida y los pasillos fríos de la academia, hasta llegar a la entrada. Estaba cerrada. Por supuesto, ¿cómo no se me había ocurrido? Los guardias sólo la abrían para dejar entrar a los estudiantes, y no dejaban salir a los que no tuviesen más de dieciséis años. Di media vuelta y me puse a correr hasta un rincón en el que había localizado una entrada hacia los pasadizos. Entré reptando y luego me levanté a medias en la oscuridad total y me concentré para crear luz armónica.

La luz armónica era mucho menos potente que una invocación, pero en este caso era suficiente. Además, tenía bastante práctica con las armonías y en cambio era demasiado poco paciente para ser una buena invocadora.

Llegué al pasadizo que desembocaba debajo del puente Frío y salí con extrema cautela. Se oía el suave oleaje del mar contra las rocas y en el cielo brillaba una media Luna blanca, ligeramente azulada. Extendí mi jaipú con precaución. Arriba, había un hombre que guardaba la entrada.

“¿Adónde vas?”, dijo de pronto una voz. “El sol aún no ha salido.”

“¡Syu!”, exclamé mentalmente, sobresaltada.

“De hecho”, continuó éste tranquilamente, “quedan como cinco horas antes de que venga el sol. ¿Qué haces despierta?”

“¿Y tú?”, le repliqué.

“Yo no soy tan perezoso como los saijits”, gruñó el mono, saltando hasta uno de los barrotes de hierro del puente. “Los saijits dormís durante toda la noche, parecéis osos lebrines. Aunque los osos lebrines son más listos porque no se matan entre ellos. La mayoría de los saijits se moriría en el bosque que conocí yo en mi vida anterior.”

Observaba la posición del guardia y cuando Syu acabó su diatriba, me giré hacia él, algo contrariada.

“Syu, tú no puedes acompañarme. Tengo que hacer una cosa…”

“Me lo había supuesto. Pero te acompañaré de todas formas”, sonrió el mono con sorna. “Yo voy adonde quiero. Los gawalts valoramos la libertad. Tú vas adonde quieres, yo voy adonde quiero.”

Lo fulminé con la mirada a través de la oscuridad.

“Por favor, no compliques las cosas. Tan sólo voy a comprobar una cosa. Y necesito ante todo discreción.”

El mono levantó la cabeza y me enseñó los dientes.

“Yo soy más discreto que tú. Tú eres una saijit. Reconozco que eres menos ruidosa que el Viejo, pero sigues siendo una saijit. Cualquier gawalt te oiría a un kilómetro.”

“Venga ya”, le dije, cogiéndome a un barrote de hierro con sigilo y presteza. “Tengo que irme, Syu, nos vemos luego.”

“Luego”, repitió Syu, con una risa maliciosa.

Cogí el barrote siguiente y seguí avanzando, el mar a mis espaldas. Al de un rato, eché un vistazo hacia la costa que dejaba para cerciorarme de que Syu se había marchado. Pensé que aquel mono me atraería más problemas de los que auguré al conocerlo. Cuando estuve a la mitad del puente, empecé a darme cuenta de lo que estaba haciendo. ¿Y si me caía y me llevaba alguna corriente? ¿Y si lo que pretendía hacer no se justificaba?

“Quedarse a pensar colgada de tan ridícula manera es quizá un pasatiempo de los saijits que no conozco”, oí comentar a Syu, meditativo.

Apreté con más fuerza los barrotes y miré a mi alrededor, exasperada.

“¿Por qué me sigues?”, solté. “Estarías más tranquilo en la enfermería Azul.”

“Por supuesto. Y tú estarías más tranquila en tu árbol de piedra, ése que llamáis torre.”

Suspiré y había decidido continuar y no replicar cuando me di de pronto cuenta de algo.

“Torre, ¿cómo sabes que vivo en una torre?”

Syu apareció de pronto sobre el barrote en el que tenía puestas las manos y vi sus dientes blancos relucir en la oscuridad.

“Yo conozco muchos caminos y tengo tiempo para explorar el territorio”, contestó. “Y si dejas que te acompañe, te ayudaré a encontrar tu camino, pero si no…” Ladeó la cabeza, saltó al barrote siguiente y soltó un gruñido ruidoso y luego un grito que debió de oírse por toda la ciudad según me pareció. Me quedé tan paralizada que, por un momento, pensé que si mis manos se hubiesen deslizado por el barrote, me habría caído al agua sin poder volver a agarrarme a nada.

—¡Syu, por todos los dioses! ¿Qué haces? —pregunté, furiosa. Suspiré, vencida—. Muy bien, si tanto te apetece, acompáñame, pero con una condición. —Hice una pausa para asegurarme de que el mono escuchaba atentamente—. Me imitarás en todo lo que haga, es decir: no harás ruido, no robarás nada y no dirás nada de esto a nadie, sobre todo a Laygra porque ya sabes cómo se pone con estas cosas.

“Si es tan importante la discreción, ¿por qué estás hablando ahora en voz alta?”, replicó Syu, con un tono mordaz.

Inspiré hondo. “Syu, ¿me has escuchado?”

“Pues claro que te he escuchado, y te doy mi palabra, seré como tu sombra. Adelante. ¿A menos que tu intención se resumiese a quedarte en este sitio húmedo durante toda la noche?”

Gruñí por lo bajo y con sumo esfuerzo, me dirigí hacia el borde del puente para subir en él y caminar con más tranquilidad. A partir de ahí, utilicé las armonías para ocultarme cuando me aproximaba a una linterna. Syu corría ante mí, como mostrándome el camino. Poco después, llegamos a Dathrun.

* * *

Al llegar a un cruce, el mono se giró hacia mí con aire interrogante.

“¿Y ahora qué?”

Observé la calle de la Reina y luego alcé la mirada hacia la Mansión de Pilendrgow, sumida en la oscuridad. Era demasiado tarde para que la gente normal estuviese andando todavía por las calles, y demasiado pronto como para que empezasen los más madrugadores a trabajar, de modo que las calles estaban desiertas y tan sólo tuve que evitar algún que otro borracho, un sereno, una tropa de estudiantes rezagados poco lúcidos, y un vagabundo. Pasé desapercibida ante todos menos ante este último pues me vio antes de que yo misma lo viese, y sentí incómodamente su mirada posada sobre mí durante largo tiempo. Pero al fin había llegado adonde quería llegar.

Sin contestar al mono, me adentré en la rúa Sin Paso con la mayor cautela. Desaparecí justo a tiempo, porque un hombre acababa de doblar la esquina. Me acuclillé detrás de un mueble viejo y carcomido y el mono trepó hasta mi hombro, y afortunadamente guardó el silencio.

Escuché los ruidos de botas contra el adoquín. Se acercaban. Era una noche cálida pero según Sothrus, el amigo de Murri, se acercaba una tormenta de verano, y esperé que no me pillase un turbión para la vuelta.

Giré la cabeza hacia la puerta número cinco, al fondo de la calle, y registré lo que me rodeaba, intentando ver algo en la oscuridad. Observé que las otras dos puertas del mismo lado estaban atrancadas por fuera con montañas de trastos. En cambio, del otro lado, una de las puertas parecía servir de puerta de servicio como la puerta de Pilendrgow, y la otra ya no existía, sustituida por una pared de piedra. Pero todo eso, tan sólo lo adivinaba porque la oscuridad era densa en la callejuela.

Los pasos se hacían cada vez más cercanos y empecé a preguntarme qué haría si aquel hombre era en realidad el señor Mauhilver… ¡a menos que fuese Lénisu! Apreté los dientes y sacudí la cabeza, gruñendo silenciosamente. No era precisamente el mejor momento para pensar en ello. Tenía que averiguar si el señor Mauhilver nos había dicho todo y tenía que permanecer alerta.

De pronto, contuve la respiración y me estremecí de miedo, dándome cuenta de que el ruido de los pasos se había detenido. Esperé unos minutos en silencio y me disponía a asomarme con prudencia cuando de pronto Syu soltó:

“¡Cuidado! Ya sale.”

Me costó un momento entender que se refería a la puerta de servicio número cinco de la calle. La puerta se había abierto en silencio y apenas tuve tiempo para divisar una silueta envuelta en una capa antes de que se impulsase contra el muro del callejón y subiese sobre el muro. La vi desaparecer del otro lado, sigilosamente. El callejón volvió a sumirse en la tranquilidad.

“¿Por qué te interesa tanto saber adónde ha ido ese hombre?”

La pregunta de Syu me devolvió a la realidad y sacudí la cabeza, dándome cuenta de que me había puesto a meditar demasiado profundamente.

“¿Has dicho que era un hombre?”, pregunté súbitamente. “Pues claro”, pronuncié, pensativa, sin dejarle contestar.

Sin olvidarme del hombre de la calle de la Reina, me enderecé y procurando ser discreta, salí de mi escondite asomando la cabeza. La calle de la Reina estaba desierta. No, espera, había una persona al final de la calle, con una linterna en la mano: me convencí de que era una sereno. ¿Sería el mismo que había oído antes? Era imposible saberlo, pero tenía el oscuro presentimiento de que no.

Entonces, me di la vuelta y fijé la mirada sobre el muro. Cogí una inspiración y di un paso hacia delante.

“¿No estarás pensando pasar sobre ese muro de manera tan poco elegante?”, preguntó de pronto Syu.

Giré mis ojos hacia él, sentado sobre el mueble y agitando la cola con aparente tranquilidad.

“¿Y por qué no?”, repliqué con una ceja enarcada.

“No te conviene. Vas a empotrarte contra el muro y despertarás hasta al mediano dormilón”, explicó con pragmatismo.

“¿Al mediano dormilón?”, repetí, sin entender.

“Es una expresión. Mi madre solía utilizarla cuando nos enseñaba a pasar desapercibidos de los depredadores.”

Agité la cabeza, y me apresté a coger carrerilla. Examiné el muro difuminado entre las tinieblas. Sólo la parte superior recibía una vaga luz lunar como una aparición fantasmagórica. El muro era alto, por no mencionar que ignoraba si era liso o si encontraría sitios a que agarrarme. Con un suspiro, me crucé de brazos.

“¿Por qué no sería elegante?”, pregunté con resignación.

“Bah. Los saijits tienen tendencia a atacar las cosas de frente. Decía mi madre que son animales bárbaros y estúpidos. Nosotros, los gawalts, utilizamos el genio.”

Hasta en la oscuridad pude ver la ancha sonrisa que el mono gawalt me dirigía. Puse los ojos en blanco.

“Vaya. Veo que tienes una idea bastante subjetiva de los saijits. Pero ya que tienes tanto genio, ¿por qué no me ayudas a pasar sobre ese muro?”

El mono, sin contestar, saltó sobre una silla rota, metiendo un ruido sordo, y se encaramó a una viga de la casa de enfrente, ayudándose luego de sus manos y de sus pies para acercarse al muro.

“Ya veo”, dije con cierta aprensión. “Me has tomado por un mono gawalt, Syu.”

Me sorprendí al oír de pronto una risa mental sonora. Syu no se había reído nunca tan fuerte y por un momento lamenté que le hubiese dejado acompañarme: se estaba burlando de mí abiertamente.

“Aún no eres gawalt, no”, contestó él, divertido, dejándose caer sobre el muro, bajo la luz de la Luna. “Pero puedes aprender a serlo”, añadió, y lo miré, admirada. ¿Es que realmente pensaba lo que estaba diciendo?

Suspiré y aparté toda reflexión que no tuviese que ver con el momento presente y con el señor Mauhilver. Alguien había salido de la casa de Amrit Daverg Mauhilver y, no sabía por qué, pero sentía la necesidad de saber quién era y adónde iba y, sin duda, si seguía rezagándome perdería su rastro. Así que subí sobre la silla rota, que apoyé contra la pared de la casa, saqué las garras e intenté llegar hasta las vigas de la casa. Me costó más de lo que había previsto y cuando llegué sobre el muro había perdido toda esperanza de encontrar nada del otro lado del muro.

“Creo que necesitas practicar más”, me dijo simplemente Syu, magnánimo.

Hice una mueca y me encogí de hombros.

“Estas casas son extrañas y no estoy habituada a que tengan tan pocos sitios donde agarrarse. Además, prefiero los árboles.”

“Eso es hablar como un mono gawalt”, comentó Syu, orgulloso.

Mientras tanto, yo echaba un vistazo al otro lado del muro. Era otro callejón sin salida. ¿Por dónde habría ido?, me pregunté, inquieta. Entonces, miré los tejados y fruncí el ceño. No, los tejados eran demasiado empinados. Contemplé un momento la Luna con expresión de derrota. Toda esta expedición había sido vana. ¿Qué pensaba? Quizá hubiese planeado entrar discretamente en la casa, para encontrar alguna carta de Lénisu, o para despertar al señor Mauhilver en plena noche y exigirle que me dijera la verdad… pero me daba cuenta ahora de mi estupidez. Para mí, Amrit Mauhilver era un desconocido. Y estaba convencida de que nos ocultaba cosas que deberíamos saber. De hecho, había demostrado que sabía más cosas de las que quizá yo misma sabía sobre los liches, y eso era una idea inquietante.

De pronto, vi que en los adoquines de la calle de la Reina se reflejaba la luz de la linterna del sereno y me di cuenta de que tenía que bajar del muro de inmediato. ¿Pero por qué lado? La tensión empezó a hacerme latir el corazón demasiado deprisa y, sin quererlo, las puertas mentales de la filacteria se abrieron de par en par, de modo que me dejé llevar por los recuerdos de un joven labrador sin oír el grito espantado de Syu que me miraba mientras me deslizaba por el muro, cayendo irremediablemente. Apenas me quedó suficiente conciencia como para amortiguar el golpe con mis garras. Sentía que Syu intentaba hablarme, pero no le oía: mi mente estaba en ebullición, y me di cuenta de que jamás tenía que haber abierto tantas veces esas puertas mentales. Con mis ejercicios y mis investigaciones, parecían haberse abierto con más facilidad que antes, y ahora no conseguía cerrarlas.

Fue como si hubiese nacido otra vez, viviendo una vida, totalmente distinta. Conocía todos los nombres de los instrumentos de labranza y conocía cantos populares de amor y leyendas con aventuras a pesar de que una mente, muy lejana, trataba de convencerse de que esos cantos eran muy viejos y que, de hecho, hacía siglos que habían dejado de cantarse y los que aún perduraban habían dejado de ser tan largos. Pero esa idea era totalmente absurda, puesto que en ese mismo momento estaba andando hacia las tierras, con mi pala y mi sombrero, cantando con mis hermanos Esta noche se va, se va. ¡Qué vida más sosegada! Trabajaba todos los días en el campo, y a la noche jugaba a cartas en la taberna y luego volvía a casa y dormía plácidamente hasta que el cielo empezase a azularse. Entonces, despertaba a mis hermanos el primero antes de que lo hiciera mi padre, nos vestíamos y salíamos al campo otra vez, despidiéndonos de nuestra madre y de nuestras hermanas. La vida era dura pero feliz. Pero entonces, ¿por qué sentía de pronto un dolor súbito que me atravesaba todo el cuerpo?