Página principal. Ciclo de Shaedra, Tomo 2: El Relámpago de la Rabia

22 Cinco, rúa Sin Paso

Hacia las tres, me reuní con Murri y Laygra delante de la Sala Erizal. Había comido con rapidez en la Sala Derretida, me había vestido con lo que me había comprado Laygra a la mañana y llegué ante la Sala Erizal mascullando en voz baja insultos contra mis zapatos.

—¡Una auténtica señorita! —soltó Murri con aire burlón. Él llevaba un traje de hombre y sombrero de ala ancha, y Laygra una falda blanca y una camisa verde elegante. Ambos parecían estudiantes de la academia, listos para salir a andar por Dathrun.

—Vosotros sí que tenéis pinta de auténticos ciudadanos de Dathrun —les dije.

Laygra me observó con aire crítico e intentó ponerme el pañuelo azul correctamente.

—¿Vamos? —gruñí, al ver que seguían mirándome.

—Espera. ¿Por qué siempre tienes esa cinta azul en la cabeza? —me dijo Laygra.

Fruncí el ceño y me toqué la frente. Ah.

—Esto es el último regalo que me hizo Wigy —dije con una vocecita. ¿Quién hubiera dicho que algún día echaría de menos a Wigy?, me pregunté por milésima vez. Inspiré hondo, me metí la cinta azul por debajo del pañuelo y repetí—: ¿Vamos?

Sólo nos encontramos con algunos obstáculos por el camino, como una atrapadora y alguna que otra mala broma que los estudiantes poco serios iban dejando para los despistados. Mis hermanos parecían haber adquirido una gran capacidad para evitar este tipo de trampas y tuvieron que estirarme de la manga una vez para que no me estrellara contra un muro de gelatina. En un momento, cerca ya de la entrada, nos encontramos con una ilusión que mentía unas escaleras imaginarias. Esta vez no me costó percibir la ilusión armónica, y tuve que asegurarles a Murri y a Laygra que el suelo era liso y que no bajaba.

—Confieso que en esta academia, lo más útil que he aprendido se lo debo a Iharath —dijo Murri mientras andábamos prudentemente sobre el suelo que se abría ante nosotros en el vacío.

—¿Y qué te ha enseñado? —pregunté, curiosa.

—Me ha enseñado a sobrevivir en esta academia. Lo cual no es fácil.

—No te vuelvas sentimental —le avisó Laygra.

Eché un vistazo hacia atrás, hacia la ilusión, y me di cuenta de que no se veía nada engañoso desde donde estaba ahora, pero la energía armónica seguía latiendo.

—No durará más de una hora —comenté—. Seguramente lo han hecho hace poco.

—Los peores son el grupo de Alay Palverde —dijo Laygra con una mueca.

—Del Departamento Mágaro —me explicó Murri—. Alay es humano. Un tipo de la edad de Laygra. No para de reírse pero sus bromas son muy malas y sólo sus amigos consiguen reírse con él. Da algo de miedo, pero parece que es muy buen magarista. Lo malo es que van dejando por ahí sus objetos y más de una vez ha provocado alborotos en los pasillos.

—No siente ningún respeto por nadie —terció Laygra con desdén—. Eso es lo peor. Rowsin y Azmeth me contaron que un día, pasando por el pasillo que está junto al aula 125A, se toparon con Alay y su banda. Les tiraron bolas de aturdimiento y los pobres se pasaron dos horas dando vueltas por el pasillo hasta que el profesor Erkaloth llegó por fin a ayudarlos. Y el estúpido Palverde y su tropa tan sólo recibieron un castigo leve.

—¿Qué tuvieron que hacer? —pregunté, impresionada, mientras salíamos de la academia. El viento había amainado y las nubes se habían deshecho, de modo que hacía un tarde preciosa y cálida.

Laygra resopló para mostrar su indignación.

—Al parecer tuvieron que recoger la leña del Parque de la academia. Fue una vergüenza de castigo. A Rowsin y Azmeth les podría haber pasado cualquier cosa mientras estaban solos.

Asentí en silencio.

—¿Qué tal te fue con el doctor Bazundir esta mañana, Shaedra? —preguntó Murri mientras caminábamos en el puente Frío—. ¿Ya te ha enseñado a leer las mentes y a descubrir los secretos de la gente?

Resoplé.

—Aún no y no pienso aprender eso jamás.

Les había dicho que el doctor Bazundir era un entusiasta de la energía bréjica y que había querido enseñarme porque pensaba que yo tenía cierta predisposición. No les había contado nada sobre los yedrays, quizá por cobardía aunque no me apetecía preocuparlos más. Ya les había traído bastantes complicaciones.

—Sobre todo me ha estado enseñando las bases de la energía bréjica —añadí—. Syu también asiste a las clases.

Murri se echó a reír.

—¿Syu asiste a clases de bréjica? ¿Es un mono gawalt celmista, o qué?

—Syu no es estúpido —gruñó Laygra—. Los gawalts, en particular, son muy inteligentes. Aunque no sé si es una buena idea enseñarle a controlar energías. Podría ser peligroso para él.

—Bah, no te preocupes —le dije con desenfado—. El doctor Bazundir ya sabe dónde están nuestros límites. Por cierto, Murri, ¿qué tal te va con Kéysazrin?

Murri se ruborizó enseguida y me fulminó con la mirada.

—Eso es asunto mío, hermanita, pero… creo que va bien. Creo que sabe.

—¿Que sabe qué? —pregunté de inmediato.

Murri me dio un leve empujón, gruñendo.

—¡Vaya si será cotilla!

Me eché a reír y dejé de acosarle con preguntas. Caminamos en silencio un buen rato, y sin ninguna duda estábamos pensando los tres en lo mismo: en lo que el señor Mauhilver nos pediría que hiciésemos para obtener el famoso libro.

Cuando ya estábamos subiendo la avenida principal, me di cuenta de que me había puesto a pensar en mis recuerdos de Ató y respiraba más rápido de lo acostumbrado. El bullicio de la calle me ensordecía los oídos y sentía que mi cabeza daba vueltas. Al principio creí que era por la agitación de la calle pero cuando empezaron a venirme en mente imágenes y escenas que eran tan sólo recuerdos sentí que se me helaba la sangre en las venas. Me venían recuerdos que siempre había mantenido escondidos, replegados sobre sí mismos en un rincón de mi mente. Y parecía que mis prácticas de energía bréjica de esta mañana habían despertado algo que debería haber estado enterrado para siempre. Recordé el olor a leña quemándose en la chimenea del viejo Wigas. Y recordé que un día caluroso de verano había ido a labrar el campo con mis hermanos. Recordé los juegos de cachorros que compartía con los dos perros jóvenes del señor Dasverth. Y recordé que un día llegué justo a tiempo para salvar a una de mis hermanas que se había caído al río sin saber nadar. Dos de esos recuerdos eran realmente míos, y los otros dos eran de un muchacho valiente y de buen corazón que trabajaba de jornalero en las tierras de…

—¿Shaedra? ¿Te encuentras bien? —me preguntó una voz.

Con un inmenso esfuerzo, volví a cerrar todas las puertas que conducían a ese lugar secreto y oscuro que guardaba, si lo había entendido bien, los recuerdos de Jaixel. Recuerdos. Jaixel había perdido los recuerdos de su niñez.

Murri y Laygra me miraban con cara preocupada.

—Estoy bien —contesté masajeándome la cabeza—. No estoy habituada a tanto ajetreo. Venga, no me miréis así, estoy bien —repetí, avanzando con más energía—. ¿Por dónde es?

Mis hermanos intercambiaron una mirada y Murri se encogió de hombros, señalando la avenida.

—Hace falta subir un poco más, y luego hacia la derecha.

Los lugares que atravesamos poco después se habían convertido en casas elegantes con jardines y parquecitos. La calle estaba mucho menos transitada que la avenida principal y las pocas personas que vimos fueron sobre todo cocheros y criados. En algún momento, salió una dama de una casa, con imponentes vestidos, cogida del brazo de su marido, un hombre con sombrero de copa y traje ridículamente rígido. La mujer se protegía del sol con una sombrilla y puse los ojos en blanco al preguntarme cómo, después de tantos días de lluvia, uno podía ser capaz de esconderse de los rayos del sol.

—Ésta es la casa —soltó Murri en voz baja poco después—. La de la izquierda. Esto es la entrada principal. La rúa Sin Paso está más allá.

Pasamos por delante del gran caserón intentando no parecer indiscretos. El jardín estaba poblado de grandes robles de denso follaje y rosales y arbustos de todo tipo.

—Vaya —articulé—. Me recuerda un poco a la casa de Akín, y aun es más grande.

—Busquemos un sitio donde esperar —dijo Murri, consultando el reloj del templo, a lo lejos—. No son ni las cuatro. Nos hemos precipitado un poco.

—No importa. Enseñémosle a Shaedra la ciudad —propuso Laygra.

Me condujeron al Parque de las Alondras y ahí compramos tres helados riquísimos que fuimos comiendo mientras escuchamos un espectáculo musical que daban en la Plaza del Rebdel, junto al parque. Según me explicaron, aquel día había una fiesta de verano entre otras muchas y la gente se ponía los mejores atuendos para la ocasión. Había música, juegos de malabares y hasta una breve obra de teatro, que no pudimos ver entera porque ya iba siendo hora de ir a ver al señor Mauhilver.

Volvimos a la tranquilidad de la calle de la Reina y torcimos hacia la rúa Sin Paso que era un callejón sin salida, estrecho y donde la gente, al parecer, tiraba todos los trastos que ya no usaba. No se oía más que el ruido lejano de los tambores del desfile. Metidos en el callejón, no nos alcanzaban ni los cálidos rayos del sol.

—Recordad —nos susurró Murri—, nadie tiene que saber quién nos manda. Insistió en ese punto —dijo, hablando evidentemente del maestro Helith.

Tras una breve pausa ante una puerta que llevaba el número cinco torcido, Murri llamó a la puerta con firmeza, dos veces. No se abrió enseguida y durante un instante me puse a delirar sobre si se abriría la puerta y a dudar de si era la buena dirección. De pronto, sin que se hubiesen oído pasos dentro, se oyó el ruido del cerrojo al correrlo y la puerta se abrió silenciosamente.

Un hombre de unos cuarenta años, serio y vistiendo un abrigo largo, nos observó durante un momento, como si esperase a que habláramos, pero lo cierto es que estábamos demasiado ocupados en examinarlo. Lo primero que vi fue que le faltaba un brazo y que su larga manga caía sobre su flanco, inmóvil. Era humano y tenía los ojos grises, con reflejos azules.

—Er… —dijo Murri, quitándose el sombrero con cortesía—. Hemos venido a hablar con el señor Mauhilver. ¿Es usted el señor Mauhilver?

El hombre nos observó durante unos segundos más, en silencio, y luego se apartó de la puerta.

—Entrad.

Con cierta aprensión, seguí a mis hermanos adentro. El interior no era exactamente una habitación lujosa. Más bien parecía ser un lugar abandonado. En frente, subía una escalera que daba la vuelta al cuarto sin que pudiésemos ver adónde llevaba. Sin embargo, el hombre no nos guió hacia las escaleras.

—Seguidme —dijo simplemente.

Nos condujo a una habitación que parecía ser una antigua cocina abandonada. El hombre dispuso tres sillas junto a la mesa y nos hizo un signo para que nos sentáramos.

—Oh. Claro —dijo Murri. Agitó la cabeza, turbado por esa acogida tan extraña, y tomó asiento.

Imité a mi hermano, esperando que en cualquier momento el hombre dijese que en realidad era el señor Mauhilver y que se había disfrazado para las circunstancias… pero no. El hombre se dirigió hacia la puerta y nos dijo con su severa voz:

—Voy a avisar al señor Mauhilver de que estáis aquí.

Como parecía esperar una respuesta, Murri contestó, esforzándose por sonreír.

—Por supuesto, em… oh.

Se levantó como un caballero y nosotras hicimos lo propio.

—Os ruego que me disculpéis —soltó el hombre, inclinando secamente la cabeza.

Salió por la puerta y nos volvimos a sentar, quedándonos solos en la cocina. Me agité nerviosa en mi asiento.

—Estos zapatos no son cómodos —dije después de un largo silencio.

Mi frase pareció hacerle gracia a Laygra porque soltó una risita nerviosa. Volvió a caer el silencio y, no sé por qué, me puse a pensar en Jirio y en su problema. No podía ser que se resignase a irse de Dathrun por no saber controlar su energía. El único problema que tenía era su poca autoestima. De pronto, me sentí tonta por haberlo abandonado esta mañana tan fríamente. Tenía que arreglar eso, me dije firmemente. Pero recordé que en aquel momento tenía otros problemas.

—¿Y si nos dejan plantados aquí? —preguntó de pronto Murri en voz baja. Manoseando su sombrero, parecía agitado y nervioso.

Ninguna de las dos pudimos darle una respuesta optimista.

—Esto no me gusta —acabé por decir. E iba a decir que lo mejor era levantarse discretamente e irse cuando una voz interrumpió el silencio:

—Son unos niños.

Los tres nos sobresaltamos, asustados, y nos pusimos de pie, nerviosos. Junto a la puerta, había un hombre joven y extremadamente apuesto, con el pelo rubio, ojos castaños y cara angelical. Llevaba un traje de última moda, sombrero negro, y un bastón sobre el que se apoyaba desenfadadamente. Pero él no era quien había hablado, sino el hombre que nos había abierto la puerta y que ahora se había colocado detrás de Amrit Daverg Mauhilver.

—Unos niños —confirmó el señor Mauhilver tranquilamente. Se paseó por la cocina haciendo chocar su bastón contra el suelo, meditando, mientras nosotros le observábamos en silencio, sin saber qué decir. Al de unos minutos, sin embargo, Murri no pudo contener su irritación.

—Yo no soy un niño. Tengo diecisiete años y me considero un hombre. Además, he visto mundo —añadió con tono viril.

Amrit Daverg Mauhilver se detuvo y lo observó con una mueca escéptica.

—Buenos días —dijo.

Murri se ruborizó y carraspeó, poniéndose más recto.

—Buenos días, señor Mauhilver. Hemos acudido a usted mis hermanas y yo porque nos han dicho que tenía un libro que podía interesarnos y nos preguntábamos si sería posible consultarlo.

El señor Mauhilver no contestó enseguida. Se acercó a nosotros con lentitud y nos observó minuciosamente.

—Recibí una carta —dijo entonces—. Esa carta hablaba de tres excelentes estudiantes ternians que vendrían el primer Jabalina hacia las cinco de la tarde. ¿Sois todos estudiantes?

—Er… sí —contestó Murri, algo perdido—. Pero…

—Y sois todos ternians —nos observó con cara disgustada—. La pregunta es, ¿sois verdaderamente los que esperaba?

Intercambiamos miradas, sin responder.

—Claro que lo somos —suspiró entonces Laygra, impaciente—. ¿Quién se perdería la fiesta de verano si no? —su argumento me dejó algo perpleja— Hemos venido a que nos enseñe un libro que tiene y, según nos han dicho, usted accedió a enseñárnoslo si le devolvíamos un favor. Hemos venido a eso —acabó por decir, vacilante, mientras el señor Mauhilver la examinaba con cara impasible.

—Daelgar —dijo de pronto—. No creo que estos tres sean muy peligrosos. Puedes acabar tus tareas.

—Señor —el hombre manco inclinó la cabeza, salió de la habitación e inmediatamente después el señor Mauhilver se giró hacia nosotros con una expresión misteriosa.

—Nosotros subiremos a tomar el té.

* * *

La habitación era espaciosa, con grandes ventanales, cortinajes adornados, estanterías con libros que no parecían haberse abierto nunca y un escritorio limpio donde, por su aspecto nuevo, no debía de pasar mucho tiempo el señor Mauhilver. En la mesa, había tres tazas de té hirviendo.

Sentado en su butaca, él paseó su mirada sobre cada uno de nosotros, como intentando sondearnos la mente. Desconfiada, intenté cerrar mi mente como me había enseñado el señor Bazundir esa misma mañana, pero aún era muy inexperta en estas cosas y fui incapaz de saber si mis intentos surtieron efecto o no.

—No suelo tratar con desconocidos —dijo cuando nos hubimos sentado—. Sois hermanos —añadió, sin relación aparente.

—Lo somos —contestó Murri. Mi hermano parecía haber recobrado la tranquilidad y parecía manejar la situación, así que le dejé el protagonismo con mucho gusto.

—Mm —el señor Mauhilver hizo una pausa—. Tengo curiosidad… ¿sabéis quién os ha mandado aquí?

Murri nos echó una mirada de aviso muy poco discreta y negó con la cabeza.

—Eso no importa —aseguró—. Pero aquella persona nos dijo que tenía usted un libro.

—Un libro —repitió éste, meditativo—. Libros tengo muchos. Y reconozco que pocos son lo bastante valiosos como para merecer la atención de tres investigadores expertos en nigromancia.

Lo miramos de hito en hito y él soltó una carcajada sonora. Se estaba burlando de nosotros.

—¿No es lo que buscabais? ¿Un libro sobre la nigromancia? —Sacudió la cabeza, divertido—. Pero hablemos en serio. Sé que vosotros sólo sois unos neófitos en esto. Y admito que yo soy un completo ignorante en dicha materia. Pero al parecer ignoro cosas más importantes que eso por el momento. Tengo dudas y espero que me las aclaréis. Vuestro tío me habló de vosotros hace mucho tiempo y… ¿Qué ocurre? —preguntó de pronto, mirándonos alternadamente.

Murri se había levantado a medias y Laygra se había quedado boquiabierta. En cuanto a mí, fruncí el ceño, intrigada. ¿Qué tenía que ver Lénisu con el señor Mauhilver?

—¿Está hablando de nuestro tío Lénisu? —soltó Murri, con un gruñido.

El señor Mauhilver lo observó un momento con gravedad.

—De él hablaba, naturalmente, que yo sepa no tenéis más tíos —dijo, enarcando una ceja. Hizo una pausa mientras nosotros negábamos con la cabeza—. Bien, decidme, ¿tenéis noticias de Lénisu?

Rígidos en sus asientos, Murri y Laygra se giraron hacia mí de modo que Amrit Mauhilver me miró fijamente, expectante. Carraspeé, molesta.

—Estaba con él hace un par de semanas. ¿Lo… conoce personalmente?

Amrit Mauhilver me observó durante un rato con el ceño fruncido y luego asintió.

—Lo conozco personalmente.

Hubo un silencio incómodo en el que Amrit Mauhilver parecía estar sumido en sus pensamientos. De pronto, se levantó y se acercó hacia la ventana. Se había quitado el sombrero y su cabello dorado reflejaba los rayos del sol. Entre mis hermanos y yo, intercambiamos miradas turbadas y perdidas. Ninguno de los tres se atrevía a decir nada a pesar de todas las preguntas y dudas que nos venían en mente.

—¿Qué tal le va? —preguntó de pronto el señor Mauhilver, sin mirarme.

Me hubiera gustado que preguntase algo más sustancial, que nos dijera dónde estaba el libro o lo que teníamos que hacer para obtenerlo. No me apetecía hablar de Lénisu a un extraño.

—Iba bien… la última vez que lo vi —contesté, sintiendo los fuertes latidos de mi corazón. Temía que me invadieran las náuseas otra vez y apreté una de las patas de la silla con las garras.

El señor Mauhilver asintió, como aliviado, una expresión divertida en el rostro.

—Sí. A ese tipo le ocurren tantas desgracias que uno nunca puede saber al despedirse de él si diez minutos después no le habrá caído un rayo repentino. —Se giró hacia nosotros, con expresión más grave—. Tengo una duda, ¿él sabe que estáis aquí?

—Difícilmente podría saberlo —contestó Laygra. Amrit Mauhilver enarcó una ceja interrogante—. Nosotros no sabemos dónde está.

—¿De qué lo conoce usted? —soltó Murri, receloso.

—Ah. Lo conozco desde hace años. Me salvó la vida cuando yo tenía quince años. Y desde entonces no me ha traído más que problemas —comentó, como para sí.

Intenté resumir lo que acababa de aprender. El señor Mauhilver era un amigo de Lénisu. Al principio creía que Lénisu nos había mandado aquí pero nuestra reacción lo había hecho dudar. ¿Qué demonios le había dicho el maestro Helith en esa carta?

Tras una leve pausa, Amrit Daverg Mauhilver hizo un gesto hacia nuestras tazas de té.

—Bebed o se enfriará. No veo muy bien en qué puede incumbiros el cómo Lénisu y yo nos conocemos. La historia no tiene importancia. Hace más de cuatro años que no he visto a vuestro tío, y lo que ocurre ahora es muy extraño. Muy extraño —repitió—. Hace una semana, recibí una carta firmada por Lénisu diciéndome que está buscando a una sobrina suya que ha perdido. Y poco después recibo otra carta anónima acompañada de un precioso artilugio de valor incalculable diciéndome que recibiría la visita de tres estudiantes ternians sobrinos de un hombre llamado Lénisu.

—Válgame el cielo —pronuncié, emocionada. Así que Lénisu seguía con vida. Y andaba buscándome. Apreté la pata de la silla con más fuerza, sintiendo que me invadía una ola de alivio. Lénisu vivía, había escapado a los nadros rojos, me repetí—. Lénisu vive —dije en voz alta, como para hacer la realidad más real.

—La noticia no parece alegraros a vosotros dos —observó Amrit Mauhilver fijando sus ojos en los de Murri y Laygra alternadamente.

Mis hermanos se removieron incómodos.

—Simplemente hace mucho tiempo que no le vemos —explicó Murri, evitando la mirada directa del señor Mauhilver.

El gentilhombre se encogió de hombros.

—De todas maneras, que lo odiéis o lo adoréis, eso me trae sin cuidado. Ha acudido a mí para que le ayude a encontrar a una chiquilla de trece años… —Giró sus ojos hacia mí y contuve su mirada sin pestañear—. y supongo que se trata de ti.

—¿Le ha contestado ya? ¿Va a venir? —pregunté, con emoción.

—Por supuesto que le he contestado, pero no sé si recibió mi mensaje. Le dije que se pasase por Dathrun para visitar a su viejo amigo que no dudaría en echarle una mano. Y le dije —añadió con más lentitud— que haría todo lo posible para encontrar a su querida sobrina. Y entonces, he comprendido que vosotros sois los tres y únicos sobrinos de mi viejo amigo, con lo que he llegado a la conclusión de que alguien que os quiere bien os ha mandado junto a mí para que cuide de vosotros —hizo una pausa y se sentó en su butaca con un suspiro—. Cuando le diga que os he encontrado a los tres, creo que se considerará el más feliz de todos los hombres.

Sin duda, hablaba de Lénisu. Laygra y Murri quedaron como pensativos. Quizá empezasen a entender que Lénisu no era tan terrible como lo habían creído. Inspiré hondo y esperé a que el señor Mauhilver continuase.

—Lo que no acabo de entender es la historia del libro —prosiguió—. ¿Por qué esa persona cuyo nombre ignoro os ha mandado a por un libro? Intento encontrar algún mensaje encriptado, pero no lo veo.

—Así que usted no tiene el libro que buscábamos —murmuró Murri, aturdido.

—¿Y eso qué importa? —intervine, exaltada—. Murri, ¡él conoce a Lénisu! Y Lénisu va a venir —mi voz temblaba de emoción.

—No puede ser que nos haya mentido —dijo Murri, furioso, hablando del maestro Helith—. Shaedra, ¿no te das cuenta? Estamos dando vueltas. Hace un año que damos vueltas.

Lo observé, sorprendida por la amargura y el cansancio que transparentaba su voz. Con un gruñido, Murri se tapó la cara con sus dos manos, intentando serenarse. Mientras tanto el señor Mauhilver se rascaba la barbilla delicadamente. Entonces, decidí que tenía que decir algo.

—Señor Mauhilver —pronuncié, haciendo que éste se fijase en mí otra vez—, quiero agradecerle que nos haya informado de todo esto, y querría preguntarle… ¿tiene una idea de cuándo llegará Lénisu?

Él hizo una mueca, observándome con atención.

—Quizá esté ya en Dathrun —agrandé los ojos—. O quizá esté a unos días de aquí. A menos que le hayan raptado algunos nigromantes y que se lo hayan llevado a las profundidades —añadió, con una gravedad burlona, mientras lo miraba con una expresión lúgubre—. No puedo saberlo. Lo único que sé es que la carta venía de algún lugar entre Ombay y Tenap.

Entre Ombay y Tenap, me repetí mentalmente. Así que el monolito no le había teletransportado muy lejos. Por un lado me alegraba, y por otro esperaba que los nadros rojos hubiesen huido lo suficientemente lejos como para no intentar atacar a Lénisu.

—Os diré algo. El autor de la carta anónima, que sin duda conocéis, me ha pedido que me ocupe de vosotros. Y me ha dado dos razones para hacerlo. Desde luego, que seáis de la familia de Lénisu ya me ha bastado para decidir que velaría sobre vosotros hasta su llegada.

Luego Márevor Helith sabía que el señor Mauhilver era amigo de Lénisu y que se ocuparía de nosotros durante su ausencia. ¿Pero cuánto duraría su ausencia? Por quizá centésima vez me pregunté, lastimera, por qué no le había detenido aquel día para exigirle respuestas, mientras lo tenía todavía a mi alcance.

—No necesitamos un tutor —protestó Laygra—. Además, la persona que nos mandó ya nos dijo quién era usted realmente. Nosotros no queremos tener contactos con gente como usted.

El señor Mauhilver la miró con una sonrisa escéptica.

—¿Ah, sí? ¿Y quién soy realmente?

No parecía ofuscado, pero no pude impedir darle un pequeño golpe de pie a Laygra para que recapacitase. No sirvió de nada.

—Un ladrón —profirió mi hermana, temblando bajo la mirada de acero que había posado sobre ella. Con un suspiro inaudible, acabé el té de mi taza.

—Claro —contestó el gentilhombre, con desparpajo—. Un hombre que gana más de veinte mil kétalos de renta al año es forzosamente un ladrón. Soy un rentista. Un maldito burgués. Y un ladrón de corazones, por supuesto —añadió con una sonrisa seductora.

Laygra, indignada, soltó un ruido parecido al del hipo. Murri le puso la mano en el hombro para calmarla aunque él no parecía muy sereno tampoco.

—Señor Mauhilver —dijo mi hermano—, disculpe la falta de modales de mi hermana. En la carta, se nos avisaba de que era usted un ladrón. Ni siquiera sabíamos al principio que viviera en este tipo de… casas.

Amrit Mauhilver inclinó levemente la cabeza, señalando que aceptaba las disculpas, y se levantó.

—Ha sido un placer conoceros, queridos sobrinos de Lénisu. Por el momento no puedo entretenerme más con vosotros: el deber me llama. Si tengo noticias de Lénisu, os las comunicaré lo más rápido que me sea posible, y si tenéis realmente un problema, uno grave, podéis volver, pero sólo por el callejón, no por la puerta principal, ¿entendido? Ah, por cierto, el libro del que hablaba la carta… se me estropeó y ya hace tiempo que no lo tengo, pero no creo que os hubiera sido de mucha utilidad contra un lich.

Ya estaba de pie cuando acabó de hablar y me quedé petrificada, mirándolo.

—Pero —añadió con una sonrisa— ¿quién ha hablado de liches?