Página principal. Ciclo de Shaedra, Tomo 2: El Relámpago de la Rabia

13 Palabras intercambiadas con un nakrús

—Es un placer acogerte en Dathrun —dijo el nakrús moviéndose rápido hacia su escritorio. Miró rápidamente el desorden que tenía en su mesa con una mirada risueña—. ¡Ahá! Querría enseñarte algo —soltó, señalando con su dedo índice un cilindro cubierto de algo que se parecía al musgo. Se puso a vibrar nada más tocarlo—. ¿Sabes lo que es? —negué con la cabeza—, ¿no?

—Ni idea —contesté.

El maestro Helith se giró hacia Murri con las cejas levantadas y éste puso cara molesta.

—¿Un cilindro viejo? —sugirió.

—¡Correcto! —soltó el profesor, muy animado—. Es un cilindro y es viejo. He calculado que debe de tener unos doscientos treinta años. Una reliquia. Por lo demás, tiene un nombre más técnico que es el de modulador esenciático. Una verdadera joya y un instrumento muy útil.

Sus ojos azules me miraron fijamente. Por lo visto, se moría de ganas de explicarnos para qué servía aquel viejo cacharro. Reprimiendo la tormenta de preguntas que se estaba desatando en mi cabeza, pregunté cortésmente:

—¿Y para qué sirve?

—¡Ah! —dijo, y súbitamente adoptó unos movimientos más lentos y elegantes. Dio la vuelta al escritorio y miró hacia fuera por una de las ventanas rectangulares. La luz del día iluminó su cara grisácea y alargada de muertoviviente. En ese momento, intercambié una mirada con Murri, quien parecía estar inquieto o impaciente, quizá esperando a que Márevor Helith se molestara en decirme qué diablos tenía que ver conmigo. Al menos, esas explicaciones eran las que yo deseaba oír.

—Acercaos y venid a ver mi isla. Venid a ver —añadió al ver que tardábamos—. Está justo ahí —dijo, señalándola con el dedo—. A ti ya te la enseñé, Murri.

Cuando me acerqué a la ventana, me cegó el sol. No veía absolutamente nada y enseguida me protegí girándome hacia otro lado.

—¡Ah! —repitió el nakrús, mirándome fijamente—. No la has visto, ¿me equivoco?

Negué con la cabeza, frunciendo el ceño.

—Hay demasiado sol por ahí —expliqué—. Pero… A ti, no te molesta, ¿verdad?

—Me molesta que no veas mi isla —replicó él sonriendo. Y alzó entonces el modulador esenciático ante mí. De pronto, noté una descarga y el mundo como yo lo conocía se desmoronó a pedazos. Ante mí ya no había un cuarto colorido sino una habitación rebosante de los colores más puros y nítidos que bailaban en torno mío alegremente, al compás de una canción que poco a poco se hizo cada vez más fuerte. Una voz serena pero disonante rompió la música:

—Por aquí —me dijo.

Vi entonces, a través de un rectángulo iluminado por cien fuegos distintos, una hilera de torres a la izquierda, una mar infinita a la derecha, y ahí en medio, una islita con unas palmeras y un montecillo que llevaba a un edificio blanco y esférico. Mientras contemplaba la isla y el cielo iluminado por el sol del poniente, detrás mío, la música seguía cantándome alegremente unos acordes maravillosos.

—Maravilloso —pronunció el nakrús.

De pronto, se me arrebató el nuevo mundo y descubrí que seguía en la torre, con Márevor Helith y Murri.

—¡Maravilloso! —exclamé, radiante.

Murri se rascó la cabeza, como perdido.

—¿Qué ha pasado?

—La isla es hermosa —añadí, eufórica—. Wuaw.

El nakrús, ahora sentado en su butaca, me miró un instante, con los ojos brillantes y calculadores, y entonces inclinó la cabeza hacia atrás y se echó a reír como nunca había oído reír a nadie en el mundo de los vivos: se parecía curiosamente a la risa que oía a veces en mis sueños, esa risa de acento malévolo y loco que me daba siempre escalofríos. Mi desconfianza creció como una flecha cuando me di cuenta de que Márevor Helith no me había pedido autorización para probar sobre mí ese modulador esenciático. De pie en ese despacho cerrado, me sentí como un conejo que ha caído en una trampa. ¿Por qué estaba Murri en compañía de un nakrús que parecía querer espiarme allá donde fuese?

—¿Quién eres? —pregunté bruscamente.

Pero en aquel momento llamaron a la puerta. La risa se apagó y Márevor Helith, acomodándose correctamente en su butaca, apoyó los codos sobre el escritorio, juntó las manos, nos miró alternativamente y pronunció un:

—Adelante.

La puerta, al abrirse, no hizo ningún ruido. Me había colocado de manera que podía ver la puerta sin perderme los movimientos del nakrús, del que por supuesto no me fiaba ni por diez mil kétalos.

Cuando se enmarcó una ternian de unos quince años, vestida de una túnica azulada, me quedé como paralizada por una oleada de sentimientos y recuerdos. La reconocí de inmediato, ya porque sabía que estaba aquí y que me moría de ganas de verla después de tantos años, ya porque tenía unos rasgos muy parecidos a los de Murri y al verlos conjuntamente no dejaba lugar a dudas.

—Laygra —dijo Murri, sorprendido—. ¿Qué haces aquí?

Pero Laygra no le dedicó ni una mirada y avanzó en la habitación. Se paró a medio metro sin haber pronunciado palabra y clavó sus ojos verdísimos en los míos con tal intensidad que me dio la impresión de ser algo así como un animal exótico salido del Bosque de Hilos. Así que al de un rato, giré la cabeza hacia el nakrús, el cual, por lo visto, se había enajenado completamente de lo que pasaba alrededor y se había puesto a escribir sobre un pergamino. Si Murri se había sorprendido de la llegada de Laygra, sin duda había sido el nakrús quien la había invitado, de tal forma que toda esta escena había sido preparada por él. ¿Por qué, entonces, se desinteresaba ahora de nosotros? ¿Qué estaría escribiendo? Me rebullía las sangres no saber cuál era el propósito del profesor Helith.

El silencio no duró mucho, pero lo suficiente como para que me diese cuenta de que Laygra no esperaba para nada verme aquí. Tenía el rostro menos alargado que el mío y las cejas más finas y cubiertas con menos escamas. Llevaba el pelo más corto que yo, y apenas le tocaba los hombros.

Poco a poco, me fue invadiendo una alegría y tristeza indefinibles.

—¡Shaedra! —me dijo entonces, dando un paso adelante y cogiéndome en sus brazos. Inspiré ruidosamente, sintiendo que mis ojos se habían convertido en dos regaderas. No tenía voz para contestarle. Al cabo, pude articular estas palabras:

—Te he echado de menos, Laygra.

—Y yo a ti, hermanita.

Cuando me hube tranquilizado un poco, me separé de mi hermana y sólo entonces me percaté de las palabras de Márevor Helith:

—Espero que todo haya ido bien.

—Todo, maestro Helith. Le he curado la mano y le he dado agua. Es muy listo y sabe cuidarse solo.

—Bien. No querría que ningún ser vivo sufra por mis desatinados monolitos.

Laygra soltó un grito de estupefacción y de indignación.

—¿El mono vino a través de un monolito?

—Er… —contestó el nakrús con una mueca—. Sí. Comprenderás que a veces uno no puede estar al tanto de si el mono es realmente un mono o… o lo que querías que entrara. Después de todo, forma parte de los dos únicos a los que he conseguido traer a buen puerto —añadió con una media sonrisa.

En ese momento lo entendí.

—¿¿Qué?? —solté, aturdida.

Murri, apoyado contra el muro, carraspeó.

—Creo que te está diciendo que te ha confundido con un mono.

—¡Es intolerable! —exclamó Laygra, sofocando—. ¿Y de dónde viene? ¡Espero que no venga de muy lejos porque quiero reenviarlo inmediatamente después de que se haya recuperado!

Contemplé a mis hermanos, boquiabierta.

—Tranquilos, jóvenes celmistas de pacotilla —replicó el nakrús con el ceño fruncido—. Quiero que sepáis que hacer un monolito con cuatro entradas colocadas aproximadamente en un lugar que ni siquiera conozco, no es nada fácil, y no he conseguido que los demás pasasen por mi camino energético y se han desviado. Pero no os preocupéis, no creo que hayan aterrizado en el mar o en un volcán, sería remoto, viendo cómo funcionan las vías energéticas. —Hice una mueca poco convencida al darme cuenta de que no tenía ni idea de cómo funcionaban las vías energéticas—. ¡Es más de lo que ningún celmista de la Superficie ha hecho jamás! —exclamó—. Así que si no te importa, Laygra, el mono te lo llevas a la Isla Perdida si te apetece pero no me martirices la cabeza con él que te veo venir. —Me echó un vistazo y añadió—: Sí, no es la primera vez que me lo hace. El pájaro aquel…

—¡No me digas otra vez que no tenías la culpa! Nemaro tenía todo lo que debe tener un pájaro normal, no me mientas: hiciste algo terrible.

—No tanto, querida. Sólo se quedó un poco en los huesos.

Laygra agrandó los ojos y resopló.

—Y tanto, que lo convertiste en esqueleto —refunfuñó.

—¿De veras? —intervine, con interés—. ¿Y cómo era?

Laygra me fulminó con la mirada.

—¡Tú no empieces! —de pronto se tranquilizó y su voz se enterneció— la nigromancia es algo horrible que no te recomiendo, Shaedra.

—Horrible —repitió el maestro Helith, ofuscado—. Qué poco tacto. Yo no soy horrible.

—Pues claro que no —replicó Laygra—. Por eso cada vez que alguien ve a Nemaro recorre media isla antes de que se recupere del susto.

—Menudos gallinas, se asustan por todo. Shaedra, muchacha, dime, ¿has tenido tú alguna vez algún trato con un nigromante?

—No antes de conocerte —contesté.

—Eso no era una pregunta inocente —dijo Murri despegándose del muro.

—Oh, vamos, Murri, déjame que yo cuente la historia desde el principio. Venga, sentaos, os lo aconsejo, mis historias suelen ser muy largas.

Murri se encogió de hombros.

—Como quieras. Voy a por una silla.

Murri desapareció por una puerta entornada. Mientras, Laygra y yo nos sentamos en los dos asientos libres frente al escritorio.

—Perfecto, perfecto. ¿Alguien quiere una infusión? Supongo que tendrás sed —me dijo— y quizá algo de comer no nos vendría mal —se levantó y cruzó la habitación hasta una gran caja de donde sacó un plato con queso, pan y fruta—. ¿Veis? A mí nunca se me olvida la hospitalidad de los vivos. Servíos, yo no tengo hambre, ¡hace más de dos mil años que no tengo hambre! —añadió, y soltó una estruendosa carcajada.

Carraspeé, medio divertida medio asustada, pero me serví de todas formas abundantemente. Oler la comida había despertado en mí un hambre voraz.

Volvió Murri con la silla y mientras nos divertía el nakrús con historietas graciosas sin importancia, empezamos a comer. Márevor Helith tenía una verborrea impresionante. Tenía humor, pero a veces su humor era macabro y solía hacer bromas, burlándose de las manías ridículas de los vivos. Llevaba una gran túnica de rayas, con colores dorados, filigranas y ornamentos muy ricos. Su sombrero, en cambio, parecía haber pertenecido a todo un linaje de mendigos, tenía agujeros por todas partes y estaba tan aplastado que semejaba un trapo rígido y pardo.

—Pero basta de cuentos inverosímiles —dijo Márevor Helith después de contar la historia de un enano enamorado de una elfa de la tierra—. Ahora os voy a contar la historia de un hombre nacido en Ajensoldra en la tierra que entonces se llamaba Urjundith.

Nos sentamos más cómodamente en nuestros sillones sin dejar de masticar, escuchando con atención la historia del maestro Helith.

—Aquel hombre era un hombre cualquiera que vivía hace unos quinientos años. De pequeño, jugaba a la koria con los demás niños del pueblo, ayudaba a su madre en la casa y ayudaba a su padre en el campo. Tenía varios hermanos y hermanas a los que amaba de todo corazón. Conocía los poderes de muchas plantas porque solía ayudar a un viejo herborista y hasta tuvo de niño algunos amores de esos que no son más que amores inocentes. Pues bien, hasta ahí, cualquiera diría que la historia acabaría así: el muchacho se casó, tuvo hijos, trabajó como un enano de las cavernas, y murió rodeado de su esposa, de sus hijos y parientes y de sus amigos, ¡fin de la historia! —Sonrió tristemente—. Pero no sucedió así. Un día, hubo una terrible terremoto que empezó a desmoronar las casas, los árboles y los túneles de los subterráneos —sus ojos azules brillaban intensamente—. Las criaturas estaban agitadas y temían por su propia supervivencia. Muchas salieron de los portales funestos, que entonces eran más numerosos y más anchos que ahora. El pueblo tuvo que soportar primero el pasaje de varios sajigantes que destrozaron sus campos e hirieron a más de uno. Muchos del pueblo huyeron despavoridos y muchos no volvieron jamás a pisar aquellas tierras. Pero centrémonos en el muchacho aquel que por cierto se llamaba Ribok. Él no se marchó. Sus padres se lo estaban pensando, claro está, pero aun habiendo decidido que se marcharían, fue demasiado tarde. El pueblo fue atacado por un mar de criaturas. Había nadros rojos, trolls, esqueletos… todo el mundo subterráneo parecía haber resurgido aquella noche, como huyendo de algo terrible.

Terminé mi queso con pan y me cogí una naranja que empecé a pelar, un ojo clavado en el nakrús, fascinada por el cuento.

—El muchacho, por supuesto, sobrevivió —dijo el maestro Helith—. Si no, no tendría mucho interés contaros este cuento. Pero eso sí, su familia fue exterminada. Ribok, sin embargo, por ser tan trabajador, se había quedado para acabar una tarea en el campo. Cuando oyó los primeros gritos y vio las primeras columnas de humo provocadas por los nadros, le dio tiempo a correr hasta el bosque cercano, subir hasta un árbol y ver lo que pasaba. Cuando vio a su pueblo muriendo, se enfureció. Se enfureció de tal manera que, sin pensarlo, bajó del árbol y corrió armado con su pala, con la mente algo trastornada. Ahí vio a un pandilla de esqueletos matar a sus padres y vio a un nadro rojo abrasar a una de sus hermanas a bocanadas de fuego. Eso le acabó de trastornar la cabeza. Cargó contra los atacantes con un grito de rabia. Mató a tres esqueletos y a dos nadros rojos, mató a cuantos pudo matar, con el corazón destrozado. Tenía dieciséis años y era un joven grande y fuerte, pero por supuesto no lo suficiente como para cargarse a la avalancha de criaturas que pasaban por ahí destrozándolo todo. Los ojos nublados por las lágrimas, exhausto ya de luchar, vio venir a un esqueleto negro con una espada. Y no hizo nada para impedirle que se lo clavase.

—¿No hizo nada? —me indigné—. ¿Se dejó matar así? ¿Por qué no huyó?

Márevor Helith me contempló un momento.

—Había perdido a su familia y a su pueblo. Intentó vengarlos, pero no pudo. Su intención no era huir.

—Por favor, Shaedra, no me salpiques con tu naranja —intervino Laygra, al recibir un chorro de zumo de naranja.

—Ups, perdón —dije, sonrojándome—. Pero… ¿se murió?

—Claro que se murió, pero no en aquel momento. Al recibir el espadazo, se desplomó al suelo, por supuesto, pero alguien lo recogió. Un esqueleto ciego, Jiléhy.

—¡Un esqueleto ciego! —exclamó Murri, espantado—. ¿Y le curó?

—¡Cómo le va a curar! —protestó Laygra—. Los muertos-vivientes no saben curar.

—Ahí te equivocas, querida —la corrigió Márevor Helith—. Jiléhy es un buen curandero, aunque, desde luego, no tanto como su maestro, al que llevó el cuerpo del muchacho. El maestro, impresionado por el valor que había demostrado tener el joven campesino, curó a Ribok. El muchacho se repuso rápido, ya sabéis cómo es la juventud, y un día el maestro de Jiléhy le contó lo ocurrido.

—¡Tuvo que querer morir cien veces! —murmuró Murri entre dientes.

—¿Quién? —repuso el maestro Helith con sorna—. Pero sigamos el cuento. El muchacho, de hecho, se puso furioso. Pero al de un tiempo se calmó, y aprendió a vivir en los Subterráneos.

—¡Ah! —dije—. Así que Jiléhy lo había llevado a los Subterráneos.

—Así es. De todas formas, a partir de ahora casi toda la historia se desarrolla en los Subterráneos. Consta decir que el muchacho aún estaba vivo como vosotros. En cuatro años de aprendizaje, acabó teniendo el mismo nivel que los demás magos, lo que era una verdadera injuria para los demás. A ver si lo entendéis: la mayoría de los alumnos eran esqueletos negros, pero había unos cuantos hijos de nigromantes, sobre todo elfos oscuros, aunque no faltaba nunca algún enano de las cavernas, de esos enanos de hierro. En fin, estaba claro que a los saijits de Superficie no se los adora por ahí en los Subterráneos.

—Pero aquel muchacho… —interrumpió Laygra, meditativa.

—Ribok.

—Sí, Ribok, ¿de qué raza era?

—Oh, ¿no os lo he dicho? Era un ternian. Y además un ternian con cola.

—¿Un ternian con cola? —gruñó Murri—. Eso no existe. Los ternians no tenemos cola.

—Te lo juro, tenía cola.

—De acuerdo. Después de todo, es tu cuento —suspiró Murri con ironía.

—Eso es verdad. Continuemos. Al aprender tanto y tan rápido, Ribok sin embargo acabó siendo respetado por todos. Era el primero en todas las pruebas. A los veintitantos años, lo contrató como mercenario una compañía de viajes y durante los cuatro años siguientes se dedicó a apresar bandidos y degollar arpías y otras criaturas de mal carácter que a mí personalmente nunca me inspiraron más que repugnancia.

Laygra no dijo nada, seguramente porque las criaturas aquéllas tampoco le debían de inspirar mucha pena, pero por lo que había visto de ella, parecía estar enamorada de los animales.

—Un día, le contrató un príncipe para un viaje de cortesía a Aefna. Partieron en gran pompa y cuando salieron a la Superficie, Ribok recordó su antigua vida y al día siguiente de cobrar su paga, desapareció de Aefna. Pocos saben adónde fue. Durante varios meses estuvo viviendo de la labor del campo, intentando olvidar su vida anterior. Se enamoró de una mujer, se casó y tuvo dos hijos. Durante cuatro años vivió feliz como nunca y probó la vida de la Superficie como si sus conocimientos de nigromancia no hubieran existido. Sin embargo, un día, llegó un nakrús a su casa, advirtiéndole de que una gran desgracia iba a caer en su vida si no reutilizaba sus poderes. Pero Ribok juró que nunca más los utilizaría. Unos meses después, unos esqueletos blancos atacaron la casa donde vivían, atraídos por un objeto que Ribok guardaba siempre consigo y que había recibido de su maestro para otorgarle su independencia. Mataron a su esposa y a sus dos hijos y cuando Ribok volvió del campo, hallando sus cuerpos sin vida, cayó desmayado. En los días siguientes, se contentaba con pasearse por los bosques y el campo, la cabeza gacha, los ojos desorbitados. No dirigía ni una palabra a nadie y los que le oían decir algo, le oían murmurar palabras inintelegibles que parecían salir de la misma ultratumba. Los vivos de la cercanía dijeron que se había vuelto loco.

Me di cuenta de que me había quedado boquiabierta, y antes de cerrar la boca me tragué el último gajo de naranja que había tenido abandonado en mi mano pringosa de zumo.

—Ribok había vivido dos ataques que venían de los Subterráneos. Conocía los Subterráneos por haber vivido ahí más de quince años. Volvió ahí de incógnito, se hizo pasar por un escribano del templo de Kurbonth, lo que le dejaba libertad para leer los libros que le interesaban. Libros de nigromancia, por supuesto, pero también libros muy raros.

Puse los ojos en blanco. Los libros de nigromancia no eran muy frecuentes en la Pagoda Azul. Claro que Kurbonth era una ciudad subterránea y la cultura era sumamente diferente.

—Le pilló un espectro al de un tiempo, tuvo que huir de Kurbonth perseguido por la guardia, que lo condenó a muerte y acabó por quemarlo en efigie al de unos años de no tener noticias suyas. Ribok continuó sus búsquedas por los Subterráneos y pasaron los años y bueno, un día, desapareció.

Márevor Helith calló y esperamos a que continuara pero como no lo hacía, resoplé, sofocando una carcajada.

—¿Desapareció y ya está? ¿Qué clase de historia es ésa?

—Una historia de nigromantes —replicó él, muy serio.

—¿Pero qué pasó con Ribok? —preguntó Laygra.

—¡Ah! Despareció. Ribok desapareció —contestó—. Y en lugar de Ribok apareció Jaixel.

El silencio cayó entre nosotros como un plomo. Esperaba que sacase el nombre a relucir, estaba convencida de que algo tramaba con esa historia por supuesto, pero oír el nombre de Jaixel en boca de un nakrús me dio una extraña impresión.

—Y bien, os habéis quedado sin habla. ¡Qué fácil es sorprenderos! ¡Que los demonios de Ithruil me descuarticen si toda esta historia no es real! ¿Pero quién se fía de la palabra de un nakrús? —añadió, girándose hacia mí.

Lo contemplé con la boca seca.

—Fiarse de un desconocido no suele ser una buena idea —repliqué.

—Pero… —intervino Murri, sumido en sus pensamientos—. Si dices la verdad, Jaixel vivió hace quinientos años.

—Hace quinientos años vivió —asintió tranquilamente el maestro Helith—. Y aún vive. Es un poco duro de roer. A nadie le cae bien. Se carga a cualquier esqueleto a diez kilómetros a la redonda, desprecia a los nadros rojos y tiene en poco la vida de los muertos-vivientes en general. Quizá las arpïetas le tengan algún aprecio… pero ni siquiera. Sólo les gusta la propina. Por lo demás, es un chico bastante desagradable, aunque no lo fue tanto en su época, pero perdió la cabeza y lleva quinientos años sin topar con ella. Una lástima de desperdicio que me dio jaqueca más de una vez.

—Espera un momento —dije con lentitud—. Tú conociste a Jaixel cuando era Ribok, ¿verdad?

—Lo conocí —contestó simplemente.

Me miró con los ojos entornados, como esperando a que añadiese algo. Carraspeé.

—Si lo conociste, entonces tienes más de quinientos años.

La carcajada que soltó el nakrús era claramente burlona.

—Tengo más de dos mil años, querida, soy de los viejos y resistentes, porque aunque algunos muertos-vivientes tengan técnicamente mucha esperanza de vida, tienen tan mal genio que se matan entre ellos con una facilidad asombrosa. Pocos tienen tanta cordura como yo.

Reprimí las ganas de poner los ojos en blanco y guardé un rostro más o menos impasible.

—Desde luego —dijo Laygra, pensativa—. Pero entonces, si tú conociste a Ribok, ¿quién eras para él?

—¡Ah! ¿Quién era yo para el buen hombre? —repitió, levántandose para ir a ver su isla por la ventana.

—Su maestro —respondí al fin, como nadie decía nada—. Tú eras el maestro del curandero ése, tú lo curaste. Sólo así pudiste saber tantos detalles.

—Era demasiado fácil —masculló Márevor Helith, torciendo el gesto—. Y, para vuestra información, yo fui aquel nakrús quien le advirtió de que el talismán, el objeto que le había dado, atraería a los esqueletos. No me hizo caso, así que yo me desentendí. Quizá fue una mala idea, pero bah. Yo confié en que se recuperaría, pero no lo hizo, y cuando se transformó en un lich —hizo una mueca— empecé a preguntarme si esas masacres de esqueletos por el laberinto de Tafosia o por los bosques de Rilgath acabarían algún día… Pero lo cierto es que lleva quinientos años con lo mismo. Parece ser un odio inextinguible. Acabará por convertirse en el mayor exterminador de esqueletos de los Subterráneos… un extraño objetivo. En fin —añadió con un suspiro—, supongo que tendrás preguntas, Shaedra.

—Aún no le has contado lo otro —intervino Murri.

Entrecerré los ojos y los miré a ambos.

—¿Lo otro? ¿Qué tengo que saber?

Márevor Helith se dio la vuelta, iluminado por los rayos de sol que se iban extinguiendo en el horizonte.

—Hay muchas cosas que tendrías que saber si quieres sobrevivir a lo que te espera. —Enarqué una ceja interrogante—. Ya sabes que tienes algo que pertenece a Jaixel.

—Sí. La filacteria.

Así que era eso, me dije mentalmente. Y Márevor Helith, en todo esto, ¿qué papel desempeñaba?, ¿el de un amigo o el de un enemigo?

—Exactamente. Lo que perdió el día en que se encontró ante Zueryn Úcrinalm y Ayerel Háreldin no fue nada menos que una parte de su mente.

Sentí el músculo de la mandíbula aflojarse involuntariamente.

—¿De veras? —tartamudeé aterrada.

El nakrús se acercó a la mesa asintiendo con la cabeza y apoyó sus manos en el escritorio.

—Yo, francamente, desde que perdió esa parte de la mente, no le he visto muy diferente. Cuando fui a visitar a algunos parientes en Dumblor, me enteré de que seguía consumiéndose solitariamente tendiendo trampas a nuestros pobres esqueletos. De modo que no creo que haya perdido mucho poder.

Bajé involuntariamente los ojos hacia mis manos. ¿De veras guardaba algo de Jaixel en mí? ¿Y cómo podía ser? Con una mueca de asco, me estremecí. Y entonces me acordé de dos palabras que había pronunciado Márevor Helith.

—¿Dijiste antes Zueryn Úcrinalm y Ayerel Háreldin?

—Eso dije —asintió, sentándose—. Pareces querer ir directo al grano. Bien. Os diré lo que sé sobre vuestros padres. Al parecer, estuvieron metidos en una historia de contrabando entre Jurvoth y Kurbonth, las que llaman las Gemelas del Sol. ¿Supongo que ya sabrás algo de geografía subterránea? —inquirió, con una ceja levantada.

—Algo —contesté, lamentando la ausencia de Aleria en estas circunstancias…

Al pensar en Aleria, me pareció como si algo, en mi cerebro, se hubiese vuelto a poner en funcionamiento y me acordé nítidamente de todo lo sucedido al salir de Tenap. ¡Había huido de los nadros rojos dejando a Lénisu atrás!

—¿Qué ocurre? —preguntó Murri de pronto.

Me di cuenta de que me había levantado de un bote y resoplé dos veces para intentar calmarme, en vano.

—¡Necesito respuestas! —gruñí, los ojos fijos en el nakrús que me miraba con absurda serenidad.

—En eso estábamos —suspiró el maestro Helith.

—No ese tipo de respuestas, por ahora no —dije, muy agitada—. ¿Dónde está Lénisu, dónde están los demás? ¿Por qué estaba tan aturdida que no podía pensar correctamente? ¡Acabo de despertarme de un sueño! ¿Qué les ha pasado a Aleria, Akín, Aryes, Deria y Dol? ¡Estaban rodeados de nadros rojos! Por Ruyalé —gemí, arañando el respaldo de la silla con mis garras sacadas e imaginándome las peores escenas. Deria huyendo de una criatura soltando fuego y con una cola llena de pinchos venenosos, Aleria sacando libros a toda prisa y consultándolos mientras una manada de nadros la cernían lentamente… ¡No! Abrí los ojos.

—Quiero saber que están a salvo.

—Están a salvo —contestó Murri—. El maestro ha dicho antes que es muy poco probable que les haya pasado algo.

—Por supuesto que no —apoyó el nakrús.

Al verlo tan tranquilo, me sentí más aliviada, aunque me quedase aún una ligera duda.

—Por supuesto —repetí, sentándome.

Laygra me dio unas palmaditas en el hombro para tranquilizarme.

—El maestro Helith piensa en todo —me dijo suavemente. Frunció el ceño y admitió—: Hasta en los monos.

De pronto llamaron a la puerta ruidosamente.

—Ah —soltó Márevor Helith, con una mueca apenada—. Creo que se me acabó la pausa, tengo clase de transmutación. ¡Ya voy! —gritó para que se le oyera afuera—. Querida —dijo más bajo, dirigiéndose a mí—, si tienes más preguntas, puedes volver cuando quieras todos los… ¿cómo se dice en Ajensoldra ya? Ah, todos los Lubas y todos los Ventiscas. Los demás días no ando por aquí.

Mientras hablaba, se había levantado y había atravesado la habitación con un andar rápido. Me maravillaba que después de hacerme venir a Dathrun nada menos que a través de un monolito y decirme que tenía parte de la mente de un lich, me abandonase tan rápidamente y con tantas preguntas por hacer.

—Bienvenida a Dathrun, Shaedra —añadió el nakrús, antes de darnos la espalda y marcharse por el corredor para dar su clase de transmutación, con la elegancia de los muertos-vivientes.