Página principal. Ciclo de Shaedra, Tomo 2: El Relámpago de la Rabia

11 La emboscada

Llevábamos una hora andando en el camino bordeado de árboles y la lluvia seguía cayendo empapándonos sin remedio cuando de pronto empezaron a oírse unas voces no muy lejos de donde estábamos.

—¡Traidor! —gritaba el que estaba de espaldas—. No será fácil matarme. Primero morirás tú, Zéypinor, y tú vendrás luego.

—¿Yo, señor? —soltó una voz con tono inocente.

—Esto se trata de un asunto de honor —dijo la tercera silueta—. ¡Te mataré antes de que te vayas al infierno!

—¡Pero si yo no he hecho nada! —protestó el primero.

—¡Quien me golpea con una caña sólo puede refugiarse en el infierno! —vociferó el otro que sin duda tenía que ser el tal Zéypinor.

—¡El infierno! —repitió el otro obviamente admirado por la ira de su adversario—. ¡Pues ve tú delante! —replicó entonces alzando su espada en posición de combate.

Mientras tanto, intercambié una mirada con mis compañeros, alucinada por presenciar un duelo. Lénisu seguía con sumo interés tanto el intercambio verbal como el combate. El gnomo, los ceños fruncidos, parecía considerar un ultraje que se atreviesen a matarse en el camino más transitado de la región. Stalius ponía una cara sombría pero no daba muestras de querer intervenir.

—¡Caballeros! —exclamó de pronto Dolgy Vranc, adelantándose—. ¡Dignidad por favor!

Los combatientes bajaron las espadas y se giraron al unísono. Sin duda tuvieron que llevarse cierta impresión al ver aparecer entre las cortinas de lluvia un semi-orco pidiéndoles que se comportasen. Pero creo que no fue menor la impresión que me llevé al reconocer de pronto al hijo del marqués de Vilona en el que estaba más cerca. Se me escapó un resoplido. Tanteé su jaipú para cerciorarme de que era él realmente y cuando topé con él noté que efectivamente ya lo conocía.

—Genial, Zéypinor, elegiste el mejor sitio para vengarte —soltó irónicamente el muchacho.

Zéypinor, por lo visto, parecía rebullir de rabia.

—Esto es un asunto personal, señores —replicó—. Debo pediros que no os metáis en esto.

—Se supone que los duelos están prohibidos —intervino Srakhi con una voz un poco aguda.

—Exacto —aprobó el hijo del marqués—. Pero los nobles somos muy conservadores. ¿Verdad, Zéypinor?

Él asintió y torció el gesto.

—Es cierto. Los nobles tenemos todavía un honor que salvaguardar. Quien no tiene honor no es noble.

—Pero no hace falta ser noble para tener honor —terció Lénisu—. De eso podéis estar seguros, vosotros dos. Pero os hemos interrumpido indebidamente, mataos el uno al otro y haced como si no estuviésemos aquí. Por mi parte, me iré antes de que corra la sangre, no me gustan las escenas macabras, con perdón.

Los dos muchachos bajaron sus miradas hacia sus espadas. Se habían quedado anonadados. El otro muchacho que parecía aún más joven carraspeó.

—Esto, señor, creo que lo mejor sería…

—¡No me digas lo que tengo que hacer, Nirsab! —lo interrumpió Zéypinor. Se giró hacia su adversario y después de mirarlo un rato de hito en hito, envainó la espada—. Nos volveremos a ver, Yilid Maeckerts.

—Procura entrenarte un poco más para la próxima vez —replicó Yilid con desenfado—. Noté cierta vacilación en algunos movimientos de pies, y en un momento te podría haber matado si no hubiese tenido que rascarme la nariz.

Zéypinor siseó en un silencio tenso.

—Ven, Nirsab. Vámonos.

Nirsab le trajo el caballo por las riendas y cuando el noblecillo se estaba subiendo a su montura, el hijo del marqués añadió con una sonrisa encantadora:

—Ah, y recuerda, aquel golpe de caña, te lo volvería a dar cien veces para que aprendas, amigo mío, a comportarte como los dioses mandan.

Zéypinor no contestó pero su caballo pasó a todo correr junto a él, obligándole a caerse de bruces en el camino.

—¡Uno más! —exclamé, cruzando mis brazos embarrados.

Cuando levantó la mirada hacia mí, Yilid, cubierto de barro de los pies a la cabeza, se sonrió.

—¡A ti te conozco! —dijo.

Uy, pensé, asombrada de que me hubiera reconocido. Claro que si yo le había identificado, ¿por qué no lo haría él?

Todas las miradas se habían girado hacia mí. Les debía una explicación.

—Ahm, ejem, sí. Lo vi pasar por la ventana de la taberna, en Tenap —empecé—. Me preguntó a ver dónde estaba una calle…

—¡Sí! Sí, ahora me acuerdo —Yilid se levantó con aire triunfante—. Tú eres aquella graciosa que se hizo pasar por la reina de no sé dónde. Me preguntaba si te volvería a ver.

—¿En serio? —repliqué.

—Sí, y varias veces. Aquella noche en que nos conocimos estaba un poco turbado y no me fijé en el momento en que eras más que la típica viajera que va a visitar a un pariente o qué sé yo. Sí, me intrigaste. Pero, bueno, no me he presentado. Soy Yilid Maeckerts de Vilona, hijo del marqués Ruylén Maeckerts de Vilona, y os doy las gracias por haber impedido que hoy se vertiera sangre en este camino. Es difícil conseguir que Zéypinor recobre un poco de razón. Es un Kaprand, comprendéis. Los Kaprand tienen mal genio y siempre fueron enemigos de los Maeckerts. Zéypinor no habría sido el primer Kaprand matado por un Maeckerts —añadió con aire burlón.

Intercambié una mirada aterrada con Akín.

—Se te ve muy seguro de que habrías ganado tú en este duelo —comentó Dolgy Vranc.

—¡Por supuesto! Vivo con una espada desde que pude sujetar una. Pero veamos, ¿puedo preguntaros quiénes sois?

—Vamos con prisas —dijo de pronto Stalius con enojo.

—Pero no tantas como para ser maleducados, amigo mío —le contestó Lénisu con tono socarrón.

Se presentaron Lénisu y Dolgy Vranc y Yilid correspondió a ambos con un amable saludo. Cuando se presentó Stalius, sin embargo, tan sólo contestó con un movimiento de cabeza.

—Me llamo Shaedra Úcrinalm Háreldin —le dije con el mismo tono pedante con el que Yilid había anunciado su identidad—. Hija de la reina de Estrambalambia.

Yilid soltó una carcajada y le dediqué una sonrisa burlona.

—Es un honor, princesa.

E hizo ademán de besarme la mano, sin temor a mancharse pues estaba ya tan embarrado como yo.

—Y vosotras, señoritas, ¿cómo os llamáis?

—Aleria Mireglia —contestó inmediatamente mi amiga con nerviosismo.

—Un placer.

Deria me echó una mirada rápida cuando contestó:

—Yo soy Deria a secas.

—Encantado, Deria.

—Yo soy Aryes Dómerath, para servirle.

—¡Ah! Tú sí que sabes hablar como en la corte. Haces bien. Es mejor llevarse bien con los Maeckerts. Dicen que mi familia tiene sangre caliente. ¡Recuerdo haber aprendido durante mis interminables lecciones que uno de mis antepasados cortó la lengua a su mejor consejero porque éste se sentó sin que le hubiese dado permiso! Claro que hoy en día, las cosas han cambiado —añadió con una gran sonrisa.

Intercambié una mirada interrogante con Lénisu. Este último inspiró hondamente.

—Bueno, no es por nada, pero tenemos que llegar a…

De pronto un grito horrible resonó pese al estruendo de la lluvia. El bosque entero parecía haberse animado de ruidos. Los pájaros, con un súbito impulso, dejaban sus cobijos para afrentar las duras flechas de agua y una bandada de cuervos pasó por encima de nosotros lanzando graznidos desaforados.

—¿Qué ocurre? —murmuró Aryes.

—Parece como si el mundo se hubiese vuelto loco —comentó Yilid mirando un pájaro multicolor que atravesaba el camino volando a trompicones bajo la lluvia y el viento.

Crucé los ojos verdes de Lénisu. En aquel momento supimos que ambos pensábamos lo mismo. Nadros rojos.

Se oyó otro grito, agudo esta vez. Tragué saliva con dificultad y miré a ambos lados del camino preparándome instintivamente a echar a correr.

—Salgamos del camino —propuso Dolgy Vranc con el ceño fruncido.

Pero entonces se oyeron ruidos de cascos contra el pavimento embarrado. Se acercaba una montura.

—¡El caballo de Zéypinor! —exclamó Yilid.

Y Zéypinor —añadió Lénisu con una mueca tétrica.

Efectivamente, sobre la montura, estaba el cuerpo de Zéypinor, medio abrasado, muerto obviamente.

—¡Nadros rojos! —exclamó Aleria.

—¡Cielo santo! —bramó Yilid, horrorizado, no sabía si por ver a Zéypinor muerto o por saber que estábamos cercados por los nadros rojos.

Lénisu apareció de pronto junto a mí, agarrándome el brazo.

—Corramos —dijo con una calma impresionante.

Nos pusimos a correr en el mismo instante en que los primeros nadros rojos salían del bosque.

—¡No lo entiendo! —gritaba Yilid con la respiración entrecortada mientras corría—. ¡Se supone que los nadros rojos sólo viven en los subterráneos o cerca de los portales funestos!

Nadie le contestó. Rápidamente fue evidente que no conseguiríamos escaparnos. Los nadros rojos nos perseguían.

—Subámonos a un árbol —dije con una vocecita, sin pensar ni un segundo que todos no eran tan ágiles como yo.

—Por el camino somos demasiado visibles. Vayamos por el bosque —sugirió Stalius, a quien, como buen habitante de Acaraus, los terrenos embarrados no asustaban.

Los gritos, detrás de nosotros, se iban acercando.

—¡Rápido, al bosque! —gruñó Lénisu.

Finalmente, cada uno tomó el camino que le pareció mejor, pero todos acabamos corriendo por el bosque. Lénisu y yo seguíamos a Aleria, Akín y Stalius. Dolgy Vranc y Aryes tenían que estar también en alguna parte, pero no los veía. Y aposté a que Yilid iba el primero, corriendo con las alas del miedo. ¿Pero dónde estaba Deria?

Me paré en seco. Deria era mi protegida. No tenía que ocurrirle nada malo.

—¡Deria! —grité.

Lénisu se detuvo y miró hacia atrás. Por un momento lo vi cerrar los ojos y volver a abrirlos. Entonces dijo:

—Vamos.

—No. ¿Dónde está Deria?

—Se habrá subido a un árbol.

—¡Tengo que estar segura de que está bien! —exclamé desesperada—. ¡Deria!

Iba a agarrar la primera rama de un árbol cuando la mano rápida de Lénisu se posó sobre mi brazo, impidiéndomelo.

—Corre, Shaedra. Ya me ocupo yo.

Jaixel, pensé de pronto. ¿Y si aquellos nadros rojos habían sido dirigidos por el lich? Entonces Deria estaría más segura lejos de mí. Se me olvidó totalmente mi propósito de subir al árbol.

—Dolgy Vranc —murmuré—. Él tiene el amuleto.

Lénisu negó con la cabeza.

—El amuleto no tiene nada que ver en esto. Y si estás pensando en Jaixel, dudo mucho que esto tenga que ver con él. La mala suerte también existe, sobrina. Ahora, por favor, antes de que lleguen, prométeme una cosa. Corre lo más rápido que puedas y cuando no puedas más súbete a un árbol y espera. Y luego busca a los demás.

Ya estaba desenvainando su espada.

—¡Lénisu, no! —resoplé, horrorizada.

—A menos que sepas crear un monolito, teletransportarnos o hacernos levitar, no veo otro remedio —replicó Lénisu—. Y ahora corre o te juro que te maldeciré toda mi vida, sea corta o larga.

Lo miré, atontada, mientras los nadros rojos se abalanzaban sobre nosotros. En los ojos de Lénisu vi brillar una profunda decepción pero también una profunda tristeza. ¡Pensaba morir y había querido salvarme la vida! Sentí mis energías vibrar a mi alrededor como cuerdas tensadas.

En un profundo silencio en medio de los gritos de las criaturas, Lénisu mató el primer nadro rojo. Su cabeza cayó a mis pies, humeante. Asqueada, me aparté precipitadamente y, sin quererlo, solté un rayo de luz en vez de un rayo de electricidad, lo que resultó de todas formas bastante eficaz porque los perturbé lo suficiente como para que Lénisu pudiese acabar con tres de ellos antes de que mi rayo se deshilachara y acabó con el último evitando una llamarada de fuego y clavándole la espada en el pecho, donde no había escamas.

—¡Esto no puede ser! —exclamé, temblando de rabia y de miedo.

—¡Ahora, corramos! —dijo Lénisu.

Una nueva avalancha de nadros rojos se aproximaba, ¡era imposible correr en esas condiciones! El pánico me dominaba. Ver tantos nadros de tan cerca me había llenado de terror. Más pequeños que yo, tenían sin embargo escamas y una gran cola llena de púas, y su boca soltaba llamaradas. Me puse a correr chillándole a mi jaipú que me ayudase a ir más rápido. Afortunadamente me había habituado a correr por los bosques aledaños de Ató utilizando el jaipú, y éste supo responder correctamente. Lénisu, en cambio, no parecía tener tanto control sobre su jaipú y pronto se quedó atrás. No podía evitar echar vistazos hacia atrás con la esperanza de verlo surgir de entre los troncos. ¿Se habría quedado a combatir los nadros? ¡No! Rechacé violentamente aquel pensamiento de mi mente.

Con la cabeza a punto de explotar, corría sin fijarme hacia dónde me dirigía. Cuando miré hacia delante, vi ante mí un gran portal y, sintiendo que unos nadros rojos se acercaban, dejé a un lado mis temores y me adentré corriendo en el amasijo energético. El viaje fue curiosamente largo. Tuve la sensación de oír varias conversaciones. En el interior de una choza de campo, en plena noche, festejaban una fiesta local los miembros de una familia feliz. En otro lugar, quién sabe si vecino o a mil días de ahí, un niño nurón jugueteaba bajo el mar en unas ruinas llenas de algas. Se oían voces furiosas, risas, llantos y burlas. Y entonces todo fue silencio.