Página principal. Ciclo de Shaedra, Tomo 2: El Relámpago de la Rabia

9 Tenap

Llegamos a Tenap al día siguiente, a la tarde. Como no teníamos ni un kétalo, no teníamos mucha esperanza de encontrar nada interesante en la ciudad. Dormir y comer en un albergue era ya pedir demasiado. Stalius propuso que siguiésemos sin pararnos en la ciudad. Era evidente que ninguno tenía ganas de alejarse de Tenap ahora que estábamos tan cerca pero ¿qué podríamos ofrecer a esa gente a cambio de comida y de un lugar donde dormir?

—Esperadme aquí —dijo de pronto Lénisu, interrumpiendo nuestras discusiones—. Tengo unos conocidos en Tenap. Quizá consiga ablandarlos un poco. Esperadme aquí —repitió.

No pude dejar de notar el ceño fruncido y desconfiado de Stalius y la mirada fija que Dolgy Vranc le dedicó en aquel momento, pero Lénisu no les hizo caso.

—Si todo va bien, volveré dentro de menos de dos horas.

Llevábamos esperando más de dos horas, junto al camino que llevaba a Tenap, observando con aburrimiento a la gente entrar y salir de la ciudad, cuando Lénisu volvió, muy satisfecho de sí mismo.

Nos levantamos todos de un bote.

—Esta noche vamos a poder dormir en un albergue y comer como el hambre manda —declaró.

Solté una exclamación de alivio. Al fin íbamos a comer algo sustancial y no contentarnos con bayas, raíces y carne escasa.

—¿Se puede saber cómo lo has conseguido? —preguntó Akín, curioso, mientras nos encaminábamos hacia Tenap.

—Por supuesto —contestó Lénisu con ligereza—. Pero no por mí.

Akín gruñó y reprimí una carcajada. Por mi parte, tenía casi la convicción de que los conocidos de los que había sacado el dinero tenían una estrecha relación con las amistades propias del contrabando.

Tenap era una pequeña ciudad rodeada de bosque. Se situaba en un terreno cóncavo casi circular, como si hubiese habido una explosión un siglo atrás y las calles bajaban suavemente hasta el centro, bordeadas de jardines y casas bajas, algunas hechas con piedra de las canteras del Cinto del Fuego, pero casi todas eran de madera. Tenap me dejó dos recuerdos vivos en la memoria. El primero fue la gente pues, al contrario de Ató, la mayoría no eran elfos oscuros sino humanos, medianos y elfos de la tierra, y hasta vi grupos enteros de enanos, belarcos, sibilios y ternians. ¡Ternians! Jamás había visto tantos en mi vida. El segundo recuerdo que conservé de esa ciudad fue la animación que reinaba en ella. Pasamos por una calle llena de carpinterías y fabricantes de muebles. En el mercado, un viejo ternian, junto a su carreta, vendía utensilios de madera y dos calles más adelante una niña ternian de apenas cuatro años jugueteaba con un cachorro de pelaje pardo, riendo, totalmente indiferente al ajetreo que la rodeaba.

—Por aquí —dijo Lénisu.

Nos condujo a un albergue cerca de la salida oeste de la ciudad sin vacilar ni una sola vez durante el trayecto. No cabía duda de que había estado más de una vez en Tenap.

Stalius, por su parte, parecía sorprenderse cada minuto y masculló repetidamente que la última vez que había pasado por Tenap parecía más un pueblo que una ciudad. Lénisu no le prestó ni la más mínima atención y cuando llegamos delante del albergue El pato administrador entró sin mirar hacia atrás.

Iba a entrar cuando sentí de pronto una mano posarse en mi brazo y me giré, sorprendida. Deria levantaba unos ojos negros y tímidos hacia mí.

—¿Qué ocurre, Deria? —pregunté, inquieta por su aire reservado y tímido a la vez. El día en que la había conocido, Deria era abierta y vivaracha. Pero entre aquel día y el presente la vida de la drayta había sufrido un trastorno irrevocable.

Me miró intensamente y noté que estaba casi al borde de las lágrimas.

—¡Oh, Deria! —solté de pronto, emocionada, cogiéndola en mis brazos.

Al de un rato se calmó y susurró:

—¡Es tan duro! —Inspiró ruidosamente—. Me prometiste… que serías mi maestra. Me dijiste que me enseñarías lo que sabes. Me dijiste… —Su voz se quebró—. Pero ahora creo que lo he entendido. Tienes muchas responsabilidades y no tengo sitio en tu vida. Eres una aventurera y yo una simple huérfana sin modales. ¿No me quieres, verdad?

Creo que en mi vida me había sentido tan profundamente herida y conmocionada a la vez. ¿Cómo había podido abandonarla a su suerte durante tantos días? Y pese a mi negligencia imperdonable, ni una vez Deria había deseado dar media vuelta y volver a Tauruith-jur. Ya nada la retenía ahí, y entendí, casi aterrada, que Deria se había aferrado a mí porque era la única persona que le había mostrado un sincero afecto. Yo no la había considerado como una extraña al contrario de muchos que había conocido anteriormente. Los ojos húmedos, la apreté fuerte contra mí e inspiré hondo para dominar mi voz.

—Claro que te quiero, Deria. —Me aparté de ella y le sonreí—. Y te equivocas, yo no soy ninguna aventurera. Al menos no como pareces entenderlo. Mira, te prometo empezar mañana mismo tu aprendizaje si me prometes que no volverás a hablar de ti misma tan duramente, ¿te parece justo?

A Deria se le habían iluminado los ojos. Si hubiese sido posible, parecía que mis palabras le habían devuelto a la vida. De pronto me percaté de que Aryes y Akín se habían detenido para observarnos y al cruzar sus miradas molestas me di cuenta de que ambas teníamos lágrimas en las mejillas.

—Entremos —propuso Aryes, y mostrando por una vez algo de caballerosidad no comentó nada más.

El albergue estaba claramente destinado a los viajeros. Lénisu estaba hablando con un hombre de ojos nerviosos que por lo visto debía de ser el tabernero. Me invadió una curiosa sensación al entrar y no tardé en darme cuenta de que el ambiente que reinaba en El pato administrador era muy parecido al del Ciervo alado. Varias mesas estaban ocupadas, algunas por gente ruidosa, otras por cotorros murmuradores y otras por espíritus taciturnos o solitarios. Sentí una profunda alegría al encontrar una atmósfera tan familiar y me sorprendí al darme cuenta al de un momento de que sonreía al vacío.

—¿Creéis que Lénisu podrá pagarnos eso? —preguntó Aryes con ojos desorbitados.

Seguí el sentido de su mirada y vi a una humana sentada sola en una mesa engullendo cantidades enormes de pastas con tomate y pollo. Mi lengua se agitó, ávida y hambrienta.

—¡Por Zemaï! —masculló Aleria tragando saliva—. Tengo tanta hambre que podría comerme un búfalo entero.

Akín le echó una mirada llena de interés.

—¿De veras? ¿Un búfalo entero? Pues, amiga mía, yo sería capaz de comerme un dragón.

—¿Sí? —dije con una mueca—. Pues si lo llego a saber unos días antes te lo habría puesto en el plato con mucho gusto.

—Los dragones no se comen —intervino Deria con una seriedad que me sorprendió—. Su carne es mala.

—¿Mala? —repitió Akín burlón—. ¿Y tú crees que con el hambre que tengo me frenaría el paladar?

Aleria puso los ojos en blanco.

—Lo que ha querido decir Deria es que la carne de dragón contiene una sustancia que resulta generalmente mortal para los saijits. Akín —gruñó— ¿Es que nunca te leíste la Historia de la especie dracónida? Si mal no recuerdo, era uno de los libros que había que leerse para el segundo año de nerú.

Las mejillas azules de Akín palidecieron un poco.

—Ahm, ejem. Sí, ya. Como que, cada día se aprenden cosas nuevas.

—Entonces me parece estupendo que hayas empezado a aprender —replicó Aleria. Intercambié una mirada divertida con Deria mientras Akín se defendía con pobres argumentos ante la implacabilidad de Aleria.

Lénisu se giró hacia nosotros.

—Sentémonos.

Nos sentamos los ocho a una mesa y estuvo Lénisu contándonos historias sobre Tenap hasta que llegaron los platos. Entonces estuvimos comiendo en silencio, demasiado concentrados en masticar y tragar. Por primera vez desde hacía días el vacío constante de mi estómago desapareció y me dije que jamás había comido algo tan bueno. Los ruidos que nos rodeaban, típicos de una taberna, acabaron por despertar en mí una fuerte añoranza por Kirlens y Wigy. Me dolió nada más pensar en ellos, tan lejos de donde estaba yo. Al fin y al cabo, ¿Kirlens no había sido como un segundo padre para mí? Y Wigy, aunque fuese en algunas ocasiones tan pesada, había sido como una hermana mayor, de esas que una a veces desearía que hubiese nacido muda.

La conversación había vuelto a la mesa y arrinconé mis añoranzas para escuchar lo que decía Dolgy Vranc.

—¿Y qué hay de aquel secreto tan guardado, Lénisu? ¿No vas a compartirlo nunca con nosotros, o qué?

Lénisu agrandó un poco los ojos sin mirarlo.

—¿Un secreto? —intervino Akín—. ¿Qué quieres decir, Dol? ¿Lénisu nos esconde algo?

Dolgy Vranc sonreía con picardía.

—Lénisu es una figura cargada de secretos, Akín. Claro que nos esconde muchas cosas. Pero sé que una nos concierne y me gustaría saber cuál es.

Ahora todas las miradas estaban posadas en Lénisu y éste, sin darse por enterado, contemplaba con interés el asa de su taza.

—¿Cuál es ese secreto, Lénisu? —preguntó Aleria, con el ceño fruncido—. No quisiera ser entrometida, pero si nos concierne…

Dejó la frase en suspenso y carraspeó. Yo, callada, observaba la escena con el más vivo interés, preguntándome como reaccionaría Lénisu ante la insistencia de sus compañeros. Akín y Aleria, impulsados por Dolgy Vranc, le hicieron preguntas a Lénisu sin descanso. Los ojos de Dolgy Vranc brillaban de malicia y me pregunté, con desconfianza, lo que pretendía impacientando a Lénisu. Pero, de todos modos, en aquel instante, hubiera sido casi imposible impacientar a Lénisu porque este contestaba o con monosílabos o con grandes discursos burlones que nada tenían que ver con las preguntas de Akín y Aleria pero que los ponían hábilmente en ridículo.

—De acuerdo —dijo Akín, malhumorado, después de una salida particularmente punzante por parte de Lénisu—, no te volveremos a preguntar sobre tus secretos si tú nos prometes que tu silencio no compromete nuestra seguridad ni nuestro viaje.

—Es equitativo —soltó Lénisu, terminándose de un trago el tercer jarro de cerveza.

—Bien —contestó éste, aunque obviamente habría preferido que Lénisu hablase.

Lénisu también pareció sorprenderse de que Aleria y Akín hubieran dejado de acosarle y dirigió hacia mí una breve mirada pensativa antes de levantarse.

—Estupendo. Tras una cena y una conversación tan agradables, no hay nada mejor que un buen baño. Voy a los baños públicos. ¿Alguien se apunta?

Nos apuntamos todos porque después de un viaje de varios días en un bosque húmedo teníamos la sensación de estar cubiertos de musgo y de insectos. Dejamos nuestros sacos en los cuartos reservados y salimos del Pato administrador.

—Shaedra —me murmuró Aleria, mientras caminábamos. Y calló, como molesta por lo que iba a preguntar.

Alcé los ojos al cielo, imaginándome lo que deseaba decirme.

—¿Qué ocurre?

—Pues… me decía que quizá no conocíamos tan bien a Lénisu como pensábamos. Ya sé que es tu tío y tal, pero… ¿y si sabe más de lo que dice?

—¿Sobre qué, Aleria? —dije con paciencia.

—Sobre Jaixel y sobre la filacteria que, al parecer, anda buscando, claro.

Di un respingo y se me aceleró el corazón de manera tal que no pude más que detenerme y pensar en lo que acababa de decir Aleria y luego…

—Buaj, Aleria, ¿qué quieres decir con eso? Lénisu dice simplemente que hay que buscar una manera de asegurarse de que la filacteria que tengo no me dañará. Según él, las historias que me contó Murri son simples leyendas construidas sobre rumores. Mi tío no sabe más sobre las intenciones de Jaixel, que yo sepa.

—Que tú sepas —apuntó triunfalmente Aleria—. Así que pensemos, ¿y si supiese más? Es de todos sabido que los mayores consideran a veces natural no decir ciertas cosas a los menores. Así, cualquier padre pobre escondería las miserias que pudiese a sus hijos, cualquier maestro haría lo posible para no descentrar a su discípulo y le mentiría sin vacilación.

Iba hablando haciendo muchos gestos y asintiendo con la cabeza de cuando en cuando. Me quedé mirándola con una gran sonrisa.

El terremoto de las sensaciones —cité alegremente—. Ese libro me lo leí por recomendación de Rúnim. Es curioso que siendo tan enemigas en cuestiones bibliotecarias tengáis en tan grande estima un mismo libro —dije con aire socarrón.

Aleria y la bibliotecaria de Ató, Rúnim, nunca se habían llevado bien por la simple razón de que nunca albergaban las mismas opiniones sobre cuáles eran los buenos libros y cuáles los malos. Yo, recibiendo recomendaciones de lectura por parte de ambas, había acabado por darme cuenta de que en realidad todo cuanto hacían lo hacían por ánimo de contradicción.

Aleria me miró con un mohín.

—Bah, supongo que debo alegrarme de que te lo hayas leído. Y no creas que me haya gustado mucho ese libro. Muchas de sus ideas no son muy fiables. Pero no intentes cambiar de tema, yo te hablaba de Lé…

—¡Ey! —soltó Akín, a lo lejos—. ¿Venís o no?

Con inmenso alivio entré en los baños y finalmente le dije a Aleria que no había de qué preocuparse de todos modos porque todo el mundo tenía sus secretos, menos yo por supuesto, y que si Lénisu sabía algo sobre Jaixel, quizá no me concernía directamente. Pese a la mueca escéptica que me dirigió mi amiga, no volvió a sacar el tema, y así pasé la tarde tranquilamente, jugamos a cartas con un grupo de viajeros que tenían más pinta de vagabundos y nos metimos en la cama pronto.

Compartíamos Aleria, Akín, Aryes y yo un cuarto con vistas a la calle, y como estuve revolviéndome en la cama durante un buen rato sin poder conciliar el sueño, acabé por levantarme, exasperada, y me acerqué a la ventana, que estaba por cierto iluminada por una Luna redonda y serena.

Un rato estuve admirando la Luna sin poder pensar en otra cosa que en lo absurdo de mi situación. ¿Qué hacía yo en Tenap? ¿Qué hacíamos aquí todos? Entendería que estuviese en busca de Murri y Laygra, o que estuviese estudiando en Ató como buena snorí, pero, a fin de cuentas, ¿cómo habíamos llegado hasta aquí? Sin duda, si no hubiese sido por la historia de Aleria, todo aquello no habría sucedido.

Estaba en aquel punto de mis reflexiones cuando vi pasar por la calle a una silueta encapuchada. Al principio, no me llamó mucho la atención, porque incluso de noche siempre había algún alma despierta. Pero luego, cuando se paró delante de la taberna y alzó la vista hacia mi ventana me quedé sin habla. ¿Quién era pues para pararse así y mirarme sin razón alguna?

Advertí entonces un movimiento en su inmovilidad y, con cierto estupor, la vi hacer grandes gestos para significarme que quería que bajase. Sacudí la cabeza, alucinada, e iba a apartarme de la ventana cuando una voz interior me sobresaltó.

“No te vayas, por favor. Estoy un poco perdido y hasta ahora no he visto a nadie despierto en este pueblo. Ando buscando la calle de los Barrados. ¿Por casualidad no sabrás dónde está?”

El tono era afable y por lo visto no parecía muy preocupado de que me aterrorizase con oír voces en mi cabeza. Suerte que había leído harta literatura sobre el diálogo mental y su funcionamiento y que estaba algo familiarizada con las energías porque a cualquiera le hubiera podido matar de un ataque al corazón. Lo malo era que, a pesar de tanta teoría, no tenía ni idea de cómo contestarle y me quedé paralizada un minuto, sin saber qué hacer. Luego me dije que de todas formas no arriesgaba gran cosa porque a la hora de defenderme tenía bastantes recursos y por otro lado me moría de ganas por averiguar quién era aquella silueta.

Así que me vestí con mi túnica rosa, abrí la ventana y bajé ayudándome de mi jaipú, amortiguando la caída profesionalmente.

—Bonito aterrizaje —dijo el encapuchado.

—Gracias —repliqué, contenta de mí misma—. ¿Quién es usted?

Mi interlocutor, mientras hablaba, se quitó la capucha y pude ver su piel pálida bajo el reflejo de la Luna en la que resaltaban sus ojos negros como el carbón y su cabello rubio que en la luz lunar parecía blanco. Me sorprendió mucho ver que no debía de tener más de quince años y que era, en definitiva, muy apuesto.

—Bastará con que me mires para reconocerme, supongo. Pero no quiero que me martirices con estúpidos halagos, sino que me digas por dónde cae la calle de los Barrados, si eres tan amable.

Fruncí el ceño y me crucé de brazos.

—¿Estúpidos halagos? —repetí, ofendida—. Nada más lejos de mí que halagar a un desconocido que se toma tantas libertades pidiéndome favores y haciéndome bajar de aquí con el sencillo objetivo de burlarse de mí.

Inspiré hondo y le di la espalda con el propósito de volver a subir a mi cuarto.

—¡Espera! No quería ofenderte. Pero ¿seguro que no sabes quién soy? Me admira tu ignorancia. Pues, para tu información, soy el hijo del marqués de Vilona. Todos aquí conocen a mi padre, y se parece tanto a mí, aunque con una treintena de años más, que todo aquel que me viese adivinaría enseguida quién soy. Por eso voy encapuchado, para que nadie me reconozca al salir de mi casa… sí, acostumbro pasear de noche por el campo y hoy decidí llegar hasta Tenap con el propósito de ir a visitar a unos amigos que tengo y que me esperan, según dijeron, en la calle de los Barrados, calle de la que yo nunca oí hablar, de ahí que te pida auxilio, aunque he de suponer que si no conoces al marqués de Vilona tampoco puedes conocer mucho esta villa.

Me mareó tanto discurso y al mismo tiempo me hizo mucha gracia que aquel muchacho se pretendiera hijo de un marqués. No tenía medios para determinar si era cierto o no, y la verdad poco me importaba, pero lo que sí me turbó fue su manera de hablar, tan mesurada y afable a la vez, como si no se diera cuenta del orgullo que emanaba de su voz.

—Perfecto —dije, sin saber qué decir—. La verdad es que no, no conozco la ciudad, así que difícilmente te podría ayudar. Er… Lo siento.

—Ya, bueno, pues entonces siento haber turbado tu sueño.

—Oh, no dormía, ya ves, estaba contemplando la Luna. Por cierto, ¿dónde has aprendido a utilizar el diálogo mental?

El joven hizo un gesto amplio y sonrió.

—De aquí para allá, leyendo libros, haciendo experiencias… ya ves.

Fruncí el ceño porque el maestro Áynorin nos había repetido mil veces que hacer experiencias autodidácticas con las energías podía ser muy peligroso.

—Los nobles tienen más facilidad para aprender la magia —añadió, con desenvoltura, viendo mi aire suspicaz.

—Claro —solté, burlona—. Entonces adiós y buena suerte.

Y diciendo esto, empecé a subir por el muro del albergue, pero el joven me detuvo con una pregunta:

—¿Cómo te llamas?

Le dediqué una gran sonrisa.

—¿No me reconoces? Soy la hija de la reina de Estalambia. Buenas noches.

No sé si me contestó, en todo caso me cerré a toda intrusión mental al tiempo que cerraba la ventana del cuarto y me metía en la cama sacudiendo la cabeza para mí. ¡Qué cuentista! Hijo del marqués de Vilona, ¡menuda broma!

Con estos pensamientos en mente, me dormí al de poco rato y soñé que estaba junto a un precipicio, empezando a pasar por un puente de madera bastante estropeado que oscilaba peligrosamente. Cuando estaba a la mitad, llegó un bufón dando grandes saltos por el otro lado, con lo que me dio la impresión de volar. Maldije mil veces al bufón que me soltaba enigmas incomprensibles y frases en un idioma totalmente desconocido. A la mañana siguiente me desperté en el suelo, enredada en las sábanas, con lo que todos se burlaron mucho de mí y cuando les conté mi sueño, redoblaron las risas mas yo, advirtiendo que mis tripas empezaban a hacer un ruido de ultratumba, les aconsejé que bajáramos a desayunar.