Página principal. Los Pixies del Caos, Tomo 5: El Corazón de Irsa

27 La Perla

«Los mejores puntos de referencia en la vida no aparecen en ningún mapa.»

Lústogan Arunaeh

* * *

Algas bajas cubrían las animadas calles de Merbel. La plaza, en particular, estaba llena de nurones y maunas, ocupándose de sus tenderetes, encargándose de las compras… De no ser porque estábamos bajo el agua, me hubiera creído de vuelta en Firasa. Tenía sus parecidos. La ropa era colorida, aunque ajustada y más ricamente adornada que la que llevaban los firasanos. Las casas, esas conchas enormes, relucían, cubiertas de luz. En medio de la plaza, en vez de una fuente, se alzaba un alga roja en forma de lirio.

«¡Esa es la Kzakba!» me la presentó Yánika. Su voz estaba ensordecida por el agua y la escafandra. «Tafaria dijo que es un alga muy especial y una reliquia de Merbel. En merbeliano ‘Kzakba’ significa ‘guardián’. Layath nos contó que Kzakba considera a Merbel como su pueblo. Tiene sensores por toda la caverna y es capaz de avisar de los peligros emitiendo luz. Hace dos años, quiso colarse un leawargo por el portal que conecta esta caverna al océano Mírvico… al parecer siempre está abierto… y gracias a Kzakba los guardias consiguieron enterarse a tiempo antes de que cruzara. Dicen que los leawargos son dragones marinos. Imagínate qué estragos podría haber causado uno solo en un lugar como este…»

Aquel día, mi hermana estaba parlanchina. Yani había salido todos los días a visitar Merbel con los demás y, contenta de verme al fin acompañarlos, hablaba de todo lo que había aprendido, con la escafandra puesta, mientras avanzaba nuestro ‘carruaje’ —una especie de alfombra rígida de algas con correas estirada por dos grandes peces azulados. Incluso después de tres días, los médicos no querían creerse que mis heridas estaban curadas, así que Tafaria había ordenado usar el carruaje. Su hermano Layath se había propuesto conducirlo: ese joven nurón parecía disfrutar de nuestra compañía, tal vez porque, como saijits terrestres, le resultábamos exóticos. Nos dirigió un gran sonrisa nurona y soltó:

«¡Ahora viene lo bueno!»

Bajamos en picado. Fue tan súbito que solté una imprecación mientras Yánika y Jiyari gritaban. Saoko se agarró más fuerte a las cuerdas. Attah… Lo bueno, decía… Mi corazón no se calmó hasta que recobramos la posición horizontal.

Espiré y, siguiendo con los ojos la hilera de burbujas que salió de mi escafandra, me fijé en tres niñas nuronas que nos señalaban con curiosidad desde la punta de una enorme caracola rojiza. Me quedé mirando esta última con admiración. Si bien recordaba, esa era la biblioteca de la que me había hablado Tafaria. No sabía qué tipo de molusco gigante la había habitado en un primer momento, pero, según Yánika —y según Layath—, todas esas conchas habían sido usadas de vivienda ya por los Reinos Profundos. Al parecer, en algunas partes del océano Mírvico, seguían existiendo gasterópodos grandes como pequeñas montañas y eran vistos por los de Merbel y otros pueblos marinos como semi-dioses del mar.

Pensé en ese instante en Kali la Sirena. Dada su pasión por el mundo marino, le hubiera encantado ver aquello. Sonreí detrás de mi escafandra. Si se arreglaba de verdad el portal hacia la Superficie, adiviné que sería una de las primeras en salir de Firasa para visitar Merbel.

Avanzábamos con rapidez. Pasamos por encima del mercado, rodeamos la Kzakba y arremetimos hacia una de las llamadas sfenolankas, esas algas enormes con anillos luminosos que había visto desde el palacio de Tafaria. Al pie de aquella, había una gran burbuja aceitosa. Azalga, entendí. Pese a haber oído ya una explicación de parte de Layath, ese agua milagrosa y moldeable que impermeabilizaba el palacio de Tafaria me seguía resultando muy misteriosa.

Mientras los dos peces se dirigían hacia la burbuja de azalga a toda prisa, me inquieté. Si entraban en un area con aire, ¿no se ahogarían?

Estábamos a unos metros escasos de la azalga cuando los peces descendieron súbitamente en picado, rozando la burbuja, y al fin la atravesaron. Aterrizamos bruscamente sobre una explanada de nácar blanco. Hice una mueca, mareado, mientras los demás se liberaban de las correas comentando animadamente la experiencia. Los dos peces se meneaban sobre el suelo sacando sus… ¿patas? Nadando, las habían escondido debajo de sus escamas, pero tenían seis. Y por lo visto, también eran capaces de respirar en el aire. Me había preocupado por nada.

Me aseguré de que Naarashi seguía bien agarrada a mi bolsillo y me levanté quitándome la escafandra y alejándome de las correas. Titubeé, vi a Saoko hacer lo mismo e intercambiamos miradas de comprensión mutua. La comodidad de los carruajes de Merbel dejaba que desear.

La explanada era ancha y tenía hasta una gran concha en forma de pirámide donde, muy probablemente, Erla, Melzar, Boki y los cinco milenarios habían estado residiendo aquellos días. Al pie de la sfenolanka, se encontraba el portal: una semielipsis rúnica del tamaño de un enorme pórtico.

Estaba concurrido: una quincena de nurones seguían los avances de Erla Rotaeda y Galaka Dra con expresiones serias. Algunos parecían ser asimismo runistas y, al acercarnos, vi como uno de ellos se inclinaba respetuosamente hacia Galaka Dra aceptando su explicación.

«Parece que ya no les queda mucho para activarlo,» se alegró Kala, avanzando el primero. Y alzó la mano. «¡Padreee! Quiero decir… ¡Galaka!» gritó, desviando los ojos de Erla Rotaeda con presteza. Esta lo fulminó con la mirada. Suspiré y observé a la Rotaeda. Llevaba una larga túnica blanca nacarina, regalo probablemente de Tafaria. Parecía estar en forma, aunque no se me pasaron por alto sus ojeras. Para una adolescente que no había conocido grandes aventuras, los eventos recientes debían de haberle provocado un profundo estrés… Deteniéndome ante ella, me incliné ligeramente.

«Un placer volver a verte, nahó. Tal vez no me recuerdes, soy Drey Arunaeh. Espero que el otro día no confundieras a Kala conmigo. Él es mi… bueno, mi…»

«Hermano,» completó Kala.

«Her… Hermano,» confirmé con un tic nervioso bajo la gran sonrisa de Kala.

Erla nos miró a ambos alternadamente.

«Oh. ¿Sois… los dos destructores?»

«No,» contesté de inmediato. «Kala no es celmista.» Ni era realmente Arunaeh. Pero eso me lo callé y cambié de tema: «Oí decir que Psydel Rotaeda se encuentra ya fuera de peligro. Todo gracias a ti. Ha sido una suerte que encontraras un remedio a tiempo. ¿Acaso… buscabas ya este lugar al entrar en las mazmorras?»

Según había entendido, no había sido la azalga la que había salvado a Psydel sino una poción concoctada por los Arcanos y descubierta por el pueblo de Merbel hacía años. Era una poción capaz de neutralizar numerosos venenos. Una preciosa reliquia. No era de extrañar, en tal caso, que Tafaria no estuviese dispuesta a liberar a la joven nahó hasta que cumpliera su promesa.

«Había oído… rumores,» dijo Erla. Admitió: «El profesor Garley me habló de ello en privado.»

«Me pregunto,» intervino Kala. «¿No habría sido más rápido pasar por el portal que llega a la plataforma y no por el de Makabath?»

La Rotaeda le mandó una ojeada asesina y no contestó. Supuse que no conocía la existencia o la localización del otro portal. Yodah comentó alegremente:

«Psydel Rotaeda tiene suerte de tener a una hermana tan valiente. Cuando salí de Dágovil, los estudiantes ya estaban componiendo odas a tu nombre. Y no solo eso: después de activar un portal creado en los tiempos inmemoriales, te volverás la runista más capacitada de Dágovil, nahó.»

Yodah reconocía bien las personalidades de la gente: nada más recibir sus halagos, la expresión tensa de Erla Rotaeda se relajó.

«Hace tiempo que soy la mejor runista de Dágovil,» replicó con orgullo. Su ceño se frunció, sin embargo, cuando se giró hacia Galaka Dra. El milenario estaba enfrascado en una conversación con varios nurones. La joven Rotaeda admitió: «Pero no es tan fácil ser la mejor. Aún tengo mucho que aprender.» Sus ojos relucían. Estaba definitivamente interesada en los conocimientos del milenario. «Ahora que lo pienso,» añadió bajando la voz. «He oído que la princesa Tafaria Ors'En'Kalguia no va a dejaros salir hasta que arregle el portal. ¿Es cierto?»

«Ah… er…» carraspeé, sin saber qué decir.

¿Se sentía culpable? La cara aliviada de la Rotaeda probó lo contrario. Yodah inclinó la cabeza con una sonrisa educada.

«Lamento decirte que en mi caso, la reina me ha dado permiso para salir cuando quiera, nahó. Pero no es el caso de mi pariente aquí presente…» Posó una mano sobre mi hombro. «Por lo que he oído, Drey va a ser el primero en testear el portal. Su futuro depende enteramente de tu habilidad y de la de tu asistente.»

«¿Oh? ¿Y por qué él?»

Bajo la mirada interesada de Erla Rotaeda, reprimí las ganas de pisarle un pie a Yodah y me incliné con elegancia.

«Mi vida está en tus manos, nahó.»

No lo había elegido precisamente pero… si de verdad lo único que fallaba en el monolito era el sistema de activación, la teleportación no debía de ser más peligrosa ahí que por el portal de la plataforma.

Erla tragó saliva.

«Entonces… no temas.» ¡Su voz no parecía nada convincente! Jugueteó con un mechón de su pelo y agregó: «Hablaremos más tarde. Si me disculpáis… tengo trabajo.»

Yodah y yo inclinamos la cabeza y la vimos alejarse hacia el portal. Solté:

«¡Nahô! ¡Confío en ti!»

Erla Rotaeda me echó una ojeada nerviosa, asintió enérgicamente y apretó los puños como para darse ánimos. Yodah rió por lo bajo.

«Si serás bribón, Drey. Poniéndole presión de esa forma.»

Me encogí de hombros con la mirada fija en las runas fluorescentes del enorme portal.

«No quiero morir, eso es todo.»

Si tenía que pasar primero, al menos necesitaba la seguridad de salir vivo, ¿no?

Eché un vistazo general por la explanada. Yánika hablaba con Weyna; Saoko se había sentado en un banco y se le acababa de unir Delisio murmurando algo que seguramente ni el drow oyó. Como una columna inamovible, Boki seguía a Erla con los ojos cual un águila protegiendo su huevo. Aunque le habían quitado las armas como a todos, aposté que, con su musculosa constitución, sería capaz de pelear contra varios saijits armados con tal de cumplir su misión de guardaespaldas.

«Parece que Lúst todavía no ha llegado,» observé.

Mi hermano y Sharozza habían desaparecido antes del desayuno aquella mañana. Al parecer, habían subido por la cápsula a hablar con un mensajero de Dágovil. Y no sabía más.

Un buen momento para disfrutar del tiempo libre, pensé. Sin los médicos para impedirme moverme, era libre de explorar Merbel todo lo que quería.

Así, poco después, Jiyari, Yánika y yo salimos de la burbuja de azalga armados con nuestras escafandras y mi hermana me guió por todos los sitios donde había estado ya: el mercado y la Kzakba y el parque de coral.

«Una pena que no pueda dibujar nada con papel normal,» se lamentó Jiyari, admirando los corales luminosos y coloreados.

Cuanto más veía, más me daba cuenta de que, pese a todas las rarezas y bellezas submarinas, Merbel era una ciudad como cualquier otra. Si había una diferencia clara en el comportamiento de la gente, era la curiosidad. Empezaba a sentirme incómodo ante tanta mirada cuando, de vuelta por la plaza principal, una anciana nurona se detuvo ante nosotros y sonrió.

«Oh oh, buen rigú,» dijo. Su voz, deformada por el agua, me llegaba ensordecida. «¿Habéis venido a visitar el lugar?»

Nunca había visto a un nurón tan cubierto de arrugas como ella.

«¡Así es! ¿Hablas abrianés?» se alegró Yánika.

«Ah… En mis tiempos,» dijo la anciana, «veíamos a más terrestres. En cientotreinta años, las cosas han cambiado mucho.»

Dánnelah… ¿Cuántos años tenía esa anciana pues?

«Pero ya hace mucho tiempo que los merbelianos rehuímos de los terrestres. Me pregunto…» agregó, «si os molesta que os acompañe en vuestra visita.»

«¡En absoluto!» dijo Yánika con entusiasmo.

«Será un placer, abuela,» afirmó Jiyari.

«Igualmente,» dije.

«¡Qué jóvenes tan educados!» rió la anciana nurona. Pese a su edad, tenía los dientes perfectos. Había oído que los nurones no perdían los dientes por la edad como los demás saijits y que volvían a crecer si caían.

Mientras nos poníamos en marcha, Jiyari comentó:

«He visto que la gente vende conchas muy variadas en el mercado. ¿Se cocinan?»

«Ah, se cocinan, sí, y algunas son deliciosas,» contestó la anciana. «Pero si hablas de las conchas que lleva la gente atadas a sus collares y brazeletes, esas están vacías. Verás, en Merbel, usamos conchas como moneda de intercambio.»

Agrandé los ojos detrás de mi escafandra. ¿Usaban simples conchas como moneda? Así que los nurones del mercado llevaban collares tan voluminosos…

La anciana nos guió por la ciudad haciéndonos pasar de calle en calle, hablando más de la gente que vivía en cada casa que de las conchas y rarezas submarinas. Los nurones y maunas la saludaban amigablemente y un viejo amigo suyo se hizo el deber de enseñarnos cómo era el interior de su restaurante. Ahí aprendí que cocinaban con marmitas impermeabilizadas con azalgas y que, incluso ahí, tenían cuartos de aire pensados para los comerciantes terrestres.

«Aunque hoy en día los usa más para servir platos especiales terrestres que no pueden ser servidos en el agua,» explicó la anciana mientras salíamos del establecimiento.

Porque ya no venía ningún comerciante terrestre, deduje. El aura de Yánika se tiñó de incomodidad.

«¿Qué pasó para que Merbel se cortara del mundo terrestre?» preguntó.

Habíamos regresado a la plaza principal y, en ese momento, unos niños nurones embistieron hacia nosotros llamando alegremente:

«¡Abuela, abuela! ¡Magia!»

La anciana rió, agitando la cola hacia los chicuelos para despeinarlos con cariño, hundió la mano en su saco y abrió el puño en alto. Unas bolitas fluorescentes se dispersaron, ascendiendo poco a poco. La panda de niños salió disparada, cazando las ‘perlas’ y metiéndoselas en la boca. O sea que eran simples golosinas.

«Venís de Dágovil, ¿verdad?»

La voz de la anciana se había hecho más reservada y sus ojos se habían posado, absortos, sobre las enormes hojas rojas de la Kzakba. Al vernos asentir, retomó:

«Hasta no hace tanto tiempo, nuestro reino mantenía buenas relaciones con los pueblos del norte de Dágovil, incluida la ciudad de Kyoon, al norte de la capital. En aquella época, hablo de hace unos cincuenta años, el lago de azalga que atravesasteis para llegar aquí estaba disimulado y cubierto por un templo arcano.»

Agrandé los ojos. ¿Un templo arcano recubría todo el lago de azalga donde Zeïpuh había crecido?

«Si la barrera arcana lleva ahí más de mil años y sigue funcionando,» apunté, «¿cómo desapareció el templo sin dejar rastro?»

«Ciertamente… la barrera fue construida para proteger el templo, el portal, y por consiguiente la Villa Arcana y los Reinos Profundos. Pero hace cincuenta años el templo desapareció.»

Yánika, Jiyari y yo nos miramos, incrédulos. Empezaba a poner en duda el raciocinio de esa anciana…

«Estaba construido directamente sobre la azalga y había no una sino ocho cápsulas arcanas para subir y bajar hasta aquí. Es difícil creerlo ahora, ¿verdad? Pero había ahí un verdadero templo arcano. En mis tiempos, servía de taberna y lugar de intercambio con los comerciantes terrestres más favorecidos. Los demás, generalmente, nunca llegaban a pasar el portal. Teníamos guardias en el otro lado, así como un pequeño pueblo constituido sobre todo de merbelianos. La Perla, la llamábamos. Fue una época de grandes descubrimientos y novedades. Pero cometimos un error.»

Alzó la vista hacia las alturas de la caverna, sumidas en la penumbra.

«Vendimos reliquias arcanas a nobles dagovileses. Subestimamos la codicia saijit. Quisieron conquistarnos incitando al pueblo a la rebelión. Al final, fallaron pero… la Perla, fuera del portal, fue arrasada. Los nobles dagovileses, esos mismos que crearon el Gremio de las Sombras, no saben aceptar las derrotas. Todo aquello que no pueden tener, lo destruyen.»

El aura de Yánika se cubrió de pesadumbre y un escalofrío me recorrió. La anciana meneó la cabeza.

«Y así veis, joven gente, cómo ha cambiado Merbel. Los mercaderes dejaron de venir, cazarrecompensas de toda índole intentaron robar nuestras riquezas y nos fuimos aislando del mundo. Con tanta adversidad, el templo acabó medio derruido, y lo acabaron de derruir unos monstruos.»

«¿U-Unos monstruos?» repitió Jiyari.

«No los vi con mis propios ojos porque el guardián de turno les abrió el portal lo más rápido posible y ya habían desaparecido cuando subimos a ver. Se oyeron gritos que no pertenecían a este mundo. Hasta la barrera rúnica se congeló. Lo que quedaba del templo cayó en trozos hasta el fondo de Merbel. Algunos dicen por aquí que los espíritus de los Arcanos, hartos de ver tanto conflicto en su casa, decidieron echar abajo su propio templo.»

Enarqué una ceja, escéptico.

«O eran dagovileses intentando romper la barrera arcana.»

La anciana sonrió.

«Sería razonable, pero no. Fue un grupo que venía de las marismas de Kayshamui. Pasaron a través de la barrera arcana, exactamente como vosotros. Pero, al contrario que vosotros… no eran saijits. ¡Las Profundidades sabrán qué ocurrió realmente! El caso es que destrozaron las cápsulas ascensoras, dejando tan sólo una… Parecieron querer decirnos: oh reino de Merbel, tú que desentierras tesoros arcanos, has de guardar tus secretos por siempre en las profundidades del mar.»

Hacía cincuenta años, un grupo de monstruos, entre los cuales uno capaz de desactivar la barrera a gritos… Cuanto más lo pensaba, más me convencía de que los Pixies del Caos… No. Espera, aunque hubieran sido ellos los que habían provocado los destrozos, no había ninguna prueba de nada y poco importaba ya el pasado. Seguro que Tafaria era la única en recordarlo, y ella era la princesa de Merbel: no iban a achacarle nada.

Me fijé en que una buena docena de nurones se había parado a escuchar las palabras de la anciana.

«¡Oh, vaya!» exclamó esta. «Os he estado aburriendo con historias del pasado, lo siento. Los jóvenes deben vivir en el presente y mirar hacia el futuro, ¿verdad? Muchas gracias por escucharme, no os retendré más…»

«¡Abuela!» soltó Yánika con ímpetu. Se inclinó con toda la elegancia que le permitía el agua que nos rodeaba. «Gracias por todo. Esta ciudad… es de verdad maravillosa. Siento mucho que haya sufrido por culpa de los terrestres. Ahora entiendo por qué os resulta tan difícil mantener relaciones con el exterior.»

Pero Tafaria quería cambiar aquello reabriendo el portal hacia la Superficie, adiviné. Y sus padres parecían aprobar su decisión.

Como si mi pensamiento la hubiera invocado, oí de pronto la voz de Tafaria soltar:

«¡Ahí estás!»

Me giraba lentamente en el agua cuando la Pixie me agarró del brazo diciendo:

«¡Te tengo!»

«¡U-un momento! ¿Adónde me llevas?» protesté mientras Tafaria me arrastraba hacia arriba.

«Tafaria, ¿a qué vienen esas prisas?» preguntó la anciana con calma. «Perdonad a mi nieta, se impacienta fácilmente…»

«¡Oh, abuela! Madre te estaba buscando. ¡Y por supuesto que me impaciento! ¡Venid todos!» exclamó la princesa.

¿Nieta…? ¿Abuela? ¿La anciana era realmente la abuela de Tafaria? Tafaria estiró de mi brazo, propulsándonos en el agua. Me sentí como un saco de tugrines arrastrado por un anobo.

«¿Adónde me llevas, princesa?» pregunté con un suspiro.

«¡A la Superficie!»

Inspiré de golpe. No podía ser… ¿Galaka Dra y Erla lo habían conseguido? Dando un fuerte golpe de cola que casi me alcanzó, Tafaria rió.

«¡El monolito está abierto!»