Página principal. Los Pixies del Caos, Tomo 5: El Corazón de Irsa

26 Promesas mudas

Me estremecí por la sorpresa y el dolor en mi torso me arrancó un gruñido.

“Hermano, ¿me oyes? ¿Estás bien?”

“Estoy bien,” contesté. “Estoy en un palacio solo con un guardia. ¿Y vosotros? ¿Dónde estáis?”

Para conseguir crear un vínculo bréjico, la distancia no debía de ser muy grande, ¿verdad? A menos que… Bajé la vista otra vez hacia mi piedra de luna. ¿Qué clase de sortilegios le había estado enseñando Yodah a mi hermana?

“Estamos todos bien. También hemos bajado a Merbel. Un nurón llamado Kanglo nos está hablando de arqueología y de Arcanos. Está muy interesado por Galaka Dra. El pobre ha metido la pata hablando de libros antiguos del Jardín y no ha tenido otra que explicarle de dónde viene. Di, hermano, ese joven, Layath, ha dicho que te encontró desangrándote, flotando en la superficie de Merbel… ¿Seguro que te encuentras bien?”

Estaba preocupada. Esbocé una sonrisa.

“La Muerte necesitará más que una hidra para matarme.”

Además, tenía la impresión de que mi cuerpo actual se regeneraba más rápido que el anterior. Con eso y el cuidado de los médicos de Merbel, preví que estaría restablecido muy pronto. La conexión bréjica perdió su consistencia y oí a Yánika decir a trompicones:

“Lo siento… primer sortilegio… no sé cómo… oh… nurona… llega… pronto… ¡Cuídate!”

Su última palabra, antes de que se rompiera el vínculo bréjico en la piedra de luna, resonó con claridad en mi mente.

Bajo los vistazos curiosos que me echaba Maylin, volví a meter la piedra de luna en su pequeña bolsa, me la até al cinturón y volví a tenderme con cuidado. Naarashi se tumbó sobre mi torso vendado, dispuesta a dormir. Durante largo tiempo, mis ojos siguieron el baile de las luces en el techo. Aún no me explicaba cómo esa azalga era capaz de proteger de la inmersión todo un palacio bajo el agua. Sin duda, el mundo estaba lleno de misterios.

* * *

Cuando desperté, tenía la impresión de haberme pasado noches enteras soñando recuerdos del Jardín. A estas alturas, no me cabía duda de que la presencia de Naarashi alteraba mis sueños con recuerdos verdaderos. Pero de ahí a saber si todo era real…

Alguien había vendado de nuevo mis heridas. Estas apenas me escocieron cuando me levanté, prueba de que estaban curándose con rapidez. La sala estaba desierta. Ni Maylin, ni Zrala, ni Tafaria estaban ahí. El sillón de la galería estaba vacío. La ciudad submarina parecía estar en reposo y los anillos luminosos de las plantas que se alzaban en la caverna emitían una luz más tenue de la que recordaba. Las conchas rojizas de las paredes del palacio estaban también como soñolientas.

Era de noche en el reino de Merbel, y los nurones y los maunas dormían.

Al final de la galería, sin embargo, se oían voces. Los cristales de una habitación estaban abiertos de par en par y una luz cálida fluía desde el interior.

«Estás despierto.»

La repentina voz a mis espaldas me pegó un susto de mil demonios y me agarré a la balaustrada, tembloroso.

«Saoko,» lo reconocí con un gruñido. «¿Intentas matarme?»

El drow estaba arrimado contra una columna. Con los constantes flujos de aire exhalados por la rocaleón, mi órica no había detectado su presencia. Espiré varias veces para calmarme antes de soltar:

«Ya veo. Así que Tafaria os ha invitado a su palacio.»

«Kala, Jiyari y ella se han ido a ver a Erla, Melzar y Boki y aún no han vuelto,» contestó Saoko con tono neutro.

«Ya veo,» repetí, tenso, contemplando la ciudad nocturna. «Y Tafaria… ¿no ha dicho nada sobre mí?»

Hubo un silencio.

«Dijo que, por engañarla, serías el primero en pasar el monolito a la Superficie.»

Agrandé los ojos y me giré. En la penumbra, adiviné su sonrisa ladeada. Imprequé:

«Ashgavar. Quiere matarme,» entendí.

No tenía ni idea de cómo funcionaban esos portales, pero dudaba de que sobreviviese a una travesía de esas si el sortilegio de teleportación era erróneo. ¿Quería decir eso acaso que mi vida dependía de la habilidad de Erla Rotaeda y Galaka Dra? Tenía que encontrar alguna manera de disuadir a Tafaria. Mar-háï. Esa princesa no iba a jugar con mi vida ahora que había recuperado al fin el total control sobre mi cuerpo.

Alcé la mirada hacia la oscuridad de la caverna.

«¿Qué has hecho con Ronarg?»

«… Nada.»

Lo miré con sorpresa. ¿Nada? ¿Por qué?

«¿Lo has perdonado?»

«Tch. No. Matarlo era un fastidio. Lo dejé en las marismas. Si no se ahoga en el lago, algún día la hidra lo encontrará.»

Así que era eso. Ya me sorprendía que Saoko hubiera sido clemente. Al contrario, había condenado a ese esclavista al terror, la soledad y la muerte lenta. No pude reprobar su decisión.

«Saoko. Si andas buscando a tu hermana, ¿por qué pedir a la Kaara que buscara a Ronarg?»

«Eso es porque…» Marcó una pausa. «Se rumoreaba en Brassaria que los niños capturados eran vendidos al Gremio de las Sombras.»

Inspiré, estupefacto. El brassareño se apartó de la columna y pasó junto a mí diciendo:

«Ese demonio, Ronarg, no sabía los detalles, pero ahora estoy más convencido de lo que le ocurrió a mi hermana. Por eso, cuando salgamos de aquí, seguiré a Rao y destruiré todos los laboratorios hasta encontrarla.»

Se alejó por la galería. Permanecí en silencio durante largo rato. El Gremio de las Sombras había causado demasiadas desgracias. Era natural esperar que algún día acabaría destruido. ¿Pero cuándo?

Las voces, junto a la galería, se hicieron de pronto más nítidas e identificables a medida que se acercaban a la cristalera. Una, neutra y calma, era la de Lústogan. Otra, suave y clara, la de Yánika. Había dos personas más. Una asomó la cabeza por la galería y dijo:

«¡Oh! Es cierto, ahí está, ahí está.»

«El héroe de la hidra,» soltó una humana de pelo rizado, saliendo al amplio corredor.

Quedé enmudecido mientras se acercaban los cuatro, tan atónito que no escuché sus palabras hasta que Lústogan posara una mano sobre mi hombro y me mirara a los ojos.

«¿Drey?»

«Lúst… ¿Estoy viendo pesadillas o de verdad están aquí Yodah y Sharozza?»

Yodah soltó una protesta al ser confundido con una pesadilla. Sharozza se carcajeó:

«Habrás cambiado de cuerpo, ¡pero el carácter no te ha cambiado!»

Agrandé los ojos. ¿Estaba al corriente de lo de Kala?

«¿Qué tal si volvemos adentro y hablamos?» propuso Yánika entonces.

Su aura alegre contestaba a mi pregunta más urgente. Aprobamos y entramos en una habitación iluminada con conchas de luz cálida. Estaba cubierta de alfombras de un extraño material que no logré identificar. ¿Algas, quizá?

Tras tranquilizarlos a todos asegurando que mis heridas estaban ya cerradas, escuché a Yodah explicar que Sharozza y él habían llegado hacía apenas un día a la plataforma y habían bajado a Merbel junto con mis hermanos, Jiyari, Kala y los milenarios. En cuanto a las razones…

«Como hijo-heredero del clan, no puedo permitir que pongáis en peligro a la próxima Selladora Arunaeh,» declaró Yodah.

«A mí me ha mandado el Gran Monje a por una oveja extraviada y endeudada,» apuntó Sharozza, apoyando un codo sobre el hombro de Lústogan.

Mi hermano reaccionó con una simple mueca paciente. Esbocé una sonrisa burlona mientras seguíamos hablando de todo y de nada. Adiviné que Sharozza estaba más que contenta con su misión. Y Yodah lo mismo… Ahora entendía mejor cómo Yánika había conseguido establecer una conexión bréjica a través de mi piedra de luna. Yodah debía de haberla ayudado.

«Mar-háï, cada vez que pienso que hemos estado viajando con la Fundadora sin saberlo…»

El hijo-heredero acabó su frase con un bostezo. Estaba despatarrado en un sillón bajo, jugueteando con las últimas gotas verdes en su copa. Era zumo de aral, un alga de Merbel, y su sabor me recordaba a la menta. Al parecer, era la bebida preferida de Tafaria.

«Si Tchag ha empezado a recordar quién era,» añadió Yodah, «me pregunto si querrá volver a la isla.»

Yánika sacudió la cabeza.

«Según la carta de Livon, sólo recordaba el Jardín. Las memorias son traicioneras. Tal vez no recuerde nunca que fue Irshae Arunaeh.»

«Tal vez podamos ayudarla a recordar.»

Miramos a Yodah con expresiones suspensas. Lo decía con un tono tan tranquilo…

«¿Vas a trastear con la cabeza de la Fundadora, Yodah?» mascullé.

«¿Por qué me miráis como si fuera a cometer un crimen? Sólo lo haría para ayudar. Y le pediría permiso antes, por supuesto. Siempre me ha interesado su mente. Desde que intenté meterme en ella y no pude.»

Er… ¿no acababa de reconocer que se había intentado meter en su mente sin permiso? Yánika intervino:

«Eso me hace pensar en algo: los Pixies intentan hacerle recordar a Erla su pasado, ¿no? Tomando en cuenta que Lotus es un Arunaeh, deberíamos ayudarlos, ¿no crees, Yodah?»

Hubo un silencio. Yodah hizo una mueca molesta.

«Perdón. Prometí a mi padre no meterme más en ese asunto.»

Sharozza se rascó una sien, confundida.

«¿Lotus… Erla Rotaeda… un Arunaeh? ¿Me he perdido algo?»

El aura de Yánika se cargó de incomodidad. Por lo visto no le habían contado todo a Sharozza. En especial los orígenes de Lotus. Viendo que la Exterminadora se aprestaba a hacer más preguntas, Lústogan se levantó.

«Sharozza. Enseñémosle la cocina a Drey. Seguro que está hambriento.»

«Eh… Claro,» aceptó, sorprendida.

Salimos los tres de la habitación por un corredor interno del palacio. Este, aunque no tan suntuoso como la galería, tenía los muros cubiertos de tapices con dibujos de nurones pescando, algas que se entretejían, burbujas de agua dispuestas en espiral…

Bajamos unas escaleras y desembocamos en la cocina. Contrariamente al resto, ahí las paredes, de roca negra, estaban desnudas. Sin una palabra, Lústogan destapó una gran cazuela, rellenó un bol de sopa y lo posó sobre la única mesa que había.

«Siéntate y come.»

Miré el bol, sinceramente sorprendido.

«¿Sopa de tugrines?»

«Según parece, crecen en Merbel como la malahierba.» Añadió un bol de zorfos mientras se sentaba. «Estos los ha traído Sharozza. »

«Pensando en ti,» apoyó la Monje del Viento, sonriéndome con sus grandes ojos violetas. «Es una suerte que me haya encontrado con vosotros tan rápido. Si no, tendría que habérmelos comido todos antes de que se estropeasen.»

Una suerte sin duda, pensé. Sharozza era capaz de comerse una cesta entera de zorfos sólo para evitar que se estropeasen. Tragué saliva, hambriento.

«¿Y vosotros?»

«Ya hemos cenado.»

«Entonces, no me privaré,» dije con alegría, y empecé a comer.

La sopa estaba rica. No me costó entender quién la había hecho. No tenía el toque picante de la sopa de Jiyari, pero no me resultaba menos familiar.

«¿No te has pasado con la sal?» solté mientras mascaba un tugrín.

Sharozza silbó, inocente, y Lústogan resopló de lado.

«Eso ha sido porque Sharozza le había echado ya sin decirme. No te quejes y come.»

«Normalmente siempre te olvidas de echarle sal, ¿cómo iba a saber que esta vez te acordarías?» rebuznó Sharozza. «El último en echarle sal tiene la culpa.»

«Tus razonamientos son ilógicos como suelen,» replicó Lústogan, exasperado.

Viéndolos a ambos gruñir así mientras comía me devolvió a mis años de infancia. Me reí.

«Sois tal para cual,» les dije. «¿Queda algo en la cazuela?»

Un brillo de diversión pasó por los ojos de Lústogan mientras este se levantaba y cogía mi bol vacío.

«Tan mala no es, ¿verdad?»

Sonreí ampliamente.

«Supongo que no.»

Mientras yo engullía el segundo bol alternando con los zorfos, Sharozza preguntó:

«¿Y bien? ¿Puedo saber quién es en realidad ese Lotus? Ya que me habéis hablado de esos Pixies y del nuevo gemelo de Drey, decídmelo todo de una vez por todas. No me gusta cuando no me entero. ¿Y bien?» repitió. «¿Qué tienen que ver los Pixies con los Arunaeh?»

Seguí mascando, dejando a Lústogan el honor de contestar. Tal vez fue un error.

«Has venido aquí por orden del Gran Monje del Viento, no para hurgar en asuntos ajenos, ¿verdad?» dijo mi hermano. «Hablarte de Lotus ahora no resolverá nada.»

Había parado de mascar ante su réplica. Seguí masticando los tugrines, tragué y suspiré. Lústogan era tal vez un gran destructor de roca… pero le faltaba tacto. Por fortuna, Sharozza lo conocía y hacía tiempo que había dejado de ser susceptible.

«¿Y qué si no resuelve nada? Resolverá mis dudas, si te parece poco.»

Lústogan mantuvo el silencio. Acabando mi sopa, cogí el bol de zorfos y me levanté diciendo:

«Tardarás menos explicándoselo que disuadiéndola, ¿sabes? Gracias por la cena. Voy a dar una vuelta. Os dejo fregar, que todavía tengo las manos vendadas.»

«¡Sin problemas!» dijo Sharozza. «Cuando te vi con todos esos vendajes, pensé que te habías transformado en momia. Es una suerte que la saliva de hidra no sea tan corrosiva como su sangre o te habrías quedado como la arenisca, lleno de agujeros.»

«Ciertamente, parece que mi nuevo cuerpo no es mucho más resistente que el otro,» admití. «Hubiera preferido ser de diamante de Kron.»

«Eso le pegaría más a tu hermano,» rió Sharozza. «Frío, oscuro e inalterable.»

«Si estamos con esas, tú eres igual de ruidosa que la rocarreina,» bromeó Lústogan con una sonrisa ladeada.

Me carcajeé. Junta a tres Monjes del Viento y acabarán hablando de rocas, pensé, divertido. Estaba en el umbral de la cocina cuando Lústogan me llamó:

«Drey. Sabes…»

Su tono vacilante me sorprendió y me giré para oírlo añadir:

«No atravieses la azalga y… Abstente de cruzarte con más hidras.»

Agrandé los ojos… Pues Claro. Después de verme desaparecer, malherido, por el lago, todos debían haber estado muy preocupados. Y a pesar de su Datsu, Lústogan… debía de haberse llevado un señor susto.

Asentí con firmeza.

«Procuraré.»

Metiéndome un zorfo en la boca, me alejé por el corredor.

* * *

Vagabundeé por el palacio de Tafaria. Los corredores se entrecruzaban, algunos cubiertos con nácar blanco, otros con nácar negro. El color de las conchas que los iluminaban cambiaba también: rojo, azul, verde y blanco… Paseé contemplando los tapices y me detuve a observar las estatuas de otra galería con interés. Representaban en su mayoría criaturas marinas legendarias: sirenas, hombres-tritones y otras que no reconocí. El escultor había sido meticuloso hasta el mínimo detalle. Nunca me había interesado demasiado el arte como a mi abuelo paterno, pero reconocía el gran esfuerzo que suponía crear algo así.

«Estas estatuas parecen tener más de doscientos años,» le comenté a Naarashi. «Supongo que no las hizo ningún Monje del Viento. ¿El último?» añadí, tendiéndole el último zorfo que quedaba. Naarashi bisbiseó y lo agarró con sus pequeños dientes. Había perdido la cuenta de cuántos había comido ya. Un tercio a lo menos. Sonreí. Realmente le gustaban los zorfos.

Mi mirada se posó entonces sobre la siguiente estatua y mi sonrisa se transformó en una mueca. Una escultura de hidra alzaba una cabeza mientras extendía la otra hacia delante con la boca abierta, enseñando sus colmillos. Tragué saliva. Esa estatua, al contrario que las otras, era reciente. La luz de las conchas del pasillo se reflejaba en cada escama trabajada y en los ojos rojos de la hidra. ¿Gemas? Me incliné para inspeccionarlas pese a mi repugnancia. Las toqué. Era coral. No era ninguna piedra preciosa y mucho menos rubí.

Naarashi temblequeaba. ¿Acaso la hidra la había traumatizado? Teniendo en cuenta todos los traumas que tenía ya por los recuerdos del Jardín, era casi de extrañar pero… bien considerado, nunca había vivido el peligro de primera mano hasta ahora. Le palmeé el pelaje e iba a dar media vuelta pero mi atención fue atraída por la luz de una habitación junto a la estatua de la hidra. La puerta estaba abierta de par en par y pude ver una cama con baldaquines y un gran telar con un tapiz medio tejido. Con curiosidad, me acerqué a este. La parte inferior aún quedaba por tejer, pero el resto era bien reconocible: dos nurones subidos cada uno a las cabezas de una hidra, todos sonrientes. En la pared, colgaba un tapiz parecido con seis nurones, cuatro jóvenes y dos adultos, junto a una hidra del tamaño de un gato algo grande. Vista así, de cachorro, Zeïpuh parecía hasta simpática…

Era obvio que me encontraba en la habitación más personal de Tafaria. Con lo cabreada que debía de estar conmigo ya, era preferible que no me pillase hurgando en sus cosas.

Iba a salir cuando vi los peluches colgando de ganchos en el muro. Uno era una sirena, otro una medusa verde… Pero los más usados, los muñecos con los que Tafaria parecía haber jugado inseparablemente durante toda su infancia, poseían una familiaridad preocupante. Mi pulso se aceleró mientras reconocía al gato con dientes de vampiro, al cuervo con trompa de roefante, al golem gris, al oso bípedo y al puercoespín… Sobre el escritorio, se encontraba un muñeco negro con máscara blanca, así como una niña con cara en forma de flor, remendada en varios sitios. Si se añadía la sirena…

Mis manos temblaron sólo de imaginar a Tafaria confeccionando los peluches de los Ocho Pixies del Caos. Había estado convencida de que no volvería a verlos nunca y aún así… no había querido olvidarlos. Y había querido seguir jugando con ellos aun si habían desaparecido.

Parpadeé, emocionado. Me pasé una mano por los ojos, gruñendo. ¿Por qué me afectaba tanto ver unos simples peluches?

Naarashi musitó.

«Tienes razón… Será mejor que volvamos donde los demás,» afirmé.

Salí de la habitación de Tafaria con cierta turbación y emprendí el camino de vuelta. Como no había consultado mi piedra de Nashtag, ignoraba cuánto tiempo había estado rondando por el palacio. Este era más vasto de lo que había imaginado en un principio.

No sé si era porque estaba herido y me faltaba atención pero rápidamente me di cuenta de que me había perdido. Sabía que tenía que encontrar escaleras hacia arriba, pero… ¿dónde estaban?

«Naarashi… ¿no sabrás hacer perceptismo?» pregunté.

Por toda respuesta, la bola de pelos bostezó. Suspiré. Mi cuerpo debilitado empezaba a sentirse cansado. ¿Por qué me había alejado tanto? Me senté en un banco de piedra, ante un gran tapiz que representaba un acuerdo de paz entre un ejército de maunas y uno de nurones. Así que debajo del mar también tenían los mismos problemas…

Oí unos pasos en el corredor y giré la cabeza. Me vi avanzar con vacilación y luego con más decisión:

«¡Drey!»

«Kala.» Lo observé con alivio mientras se acercaba. Se había puesto un buzo negro ajustado de nurón y llevaba al cuello, sin poner, una de las escafandras de Tafaria. Solté una carcajada ahogada. «¿Qué son esas pintas?»

«Ropa submarina especialmente fabricada para terrestres,» explicó Kala, alcanzándome. Se estiró. «¿A que me queda bien? Es cómodo y cálido.» Se sentó en el banco dándome una palma en el hombro. «Me alegra ver que estás repuesto, hermano.»

Emití un gruñido de dolor.

«Todavía estoy herido. No me sacudas. ¿Habéis vuelto de ver a Erla? ¿Qué tal está?»

«Ah… Aún no recuerda nada,» admitió el Pixie. «Estaba feliz porque Sharozza le llevó una carta de Psydel diciendo que estaba ya casi repuesto. Y nada más leer la carta ha confesado que no era capaz de reparar el monolito, así que Tafaria y ella se han cabreado, Galaka Dra ha intervenido, ha dicho que el mecanismo de teleportación parecía estar en buen estado y que lo que fallaba era la runa de animación o algo de eso. Total, que se han calmado las cosas. O eso creía pero… cuando le dije a Lotus que todos los Pixies confiábamos en ella, me ha empezado a gritar…» Se estremeció. «Tal vez porque lo he llamado Padre.»

Puse los ojos en blanco. Seguramente Erla había pensado que se estaba burlando de ella…

«Ha cambiado,» suspiró Kala.

Mar-háï, por supuesto que había cambiado: Erla Rotaeda era una hija-heredera del Gremio de las Sombras, una estudiante modelo de la Academia de Dágovil… De ningún modo iba a comportarse como Lotus, el Mago Negro. Tal vez ni aun si recuperaba sus recuerdos.

«¿Le habéis contado algo sobre los Pixies?» me inquieté.

Kala se ensombreció.

«No. Tafaria no quiere. Melzar no le da importancia. Boki no ha abierto la boca más que para decirnos que no nos acerquemos a Lotus. Y Jiyari… dice que no hay que forzar el corazón. No sé a qué se refiere.»

Intercambiamos una mirada. Era evidente que Kala hubiera querido recuperar a Lotus cuanto antes. Era el más impaciente de los Pixies.

«No te atosigues,» dije. «Primero, deja que reparen el portal. Luego encontraremos a Rao y después a Mani y… si todos los Pixies están reunidos y sigue sin recordar, ya se verá. Me pregunto si devolverle los recuerdos es hacerle un favor a Lotus… o todo lo contrario.»

«¿Qué dices?» Los ojos rojos de Kala me taladraron. «No es cuestión de hacerle un favor. Es cuestión de volver a ser quienes éramos. Vivir otra vez juntos… los ocho.» Agarró el borde del banco de piedra con los puños afirmando: «No voy a dejar que Lotus trabaje para el Gremio otra vez. Y si quiere regresar a Dágovil una vez que se repare el portal… no voy a permitirlo. Y tampoco voy a permitir que olvide. Melzar y Boki han olvidado… pero no Lotus. Él no puede olvidar todo lo que hizo. Lo bueno… y lo malo.»

Guardé silencio. Empezaba a entender cuán compleja era la relación entre Lotus y Kala. Quería a su Padre por haber crecido con él, lo admiraba porque había sido salvado por él, pero también se resentía con él por haber sido su cobaya durante tantos años… En definitiva, no se sentía en deuda con Lotus… todo lo contrario. Quería ver a Lotus de vuelta independientemente de los deseos de este.

Pese a todos los tormentos que había vivido, Kala seguía comportándose como un niño pero… personalmente, su deseo no me parecía menos válido que el de Tafaria. Ambos eran egoístas en su propio estilo.

«Por cierto,» dijo entonces Kala cambiando de tono. «Me han mandado buscarte. Este palacio es un poco laberíntico. Alguien con poca orientación podría perderse.»

«Ya…» Sonreí, carraspeando. «Una suerte que tengamos un buen sentido de la orientación.»

«¿Verdad?» rió Kala levantándose. «¿Nos movemos?»

«Claro, sólo estaba haciendo una pausa. Por cierto, Kala,» le dije mientras este echaba a andar por el pasillo, «¿no acabas de venir del otro lado?»

«¡Ja! Te has dado cuenta, ¿eh? Te estaba tomando el pelo.»

«Seguro.»

Nos detuvimos en un cruce y nos miramos.

«Los enfermos primero,» dijo Kala.

«Ya-náï, el guía va siempre primero,» repliqué.

El Pixie vaciló entre la izquierda y la derecha.

«¿Guía?» repitió entonces. «¿Necesitas un guía? ¡Un momento! ¿Puede ser… que te has perdido?»

«¡Dánnelah! ¿Yo, perderme? ¿Qué dices?»

Ambos nos carcajeamos con las manos en jarras. Estábamos perdidos. Me abochornó un poco parecerme tanto a Kala en ese instante, física y mentalmente.

«Kala…»

La súbita voz me sobresaltó y me giré hacia el fondo de uno de los pasillos. Tafaria nos miraba con curiosidad.

«Si conseguís perderos en tan poco tiempo… parece que tu gemelo lleva algo de ti dentro, Kala.»

Este rió bajo y se rascó la frente como si hubiera recibido un cumplido. Resoplé.

«No me compares con este ignorante, princesa.» La escudriñé agregando: «Siento no haberte explicado quién era de verdad pero… temí que no me creyeras.»

La Pixie torció los labios.

«Drey… He oído lo que le hiciste a Zeïpuh.»

Sus grandes ojos rojos me atravesaron como dagas. En el silencio que siguió, sentí mi frente empaparse de sudor.

«Tienes suerte de que no le haya pasado nada,» agregó Tafaria. Nos dio la espalda diciendo: «Os guiaré hasta el tercer piso.»

Espiré el aire que había estado conteniendo. Demonios… No me quedaba duda: esa princesa me iba a hacer pasar el monolito el primero. Aunque, pensándolo bien, si funcionaba y realmente me llevaba a la Superficie… Mi imaginación ya veía las nubes, el sol, y las caras de los Ragasakis.

Kala me palmeó el hombro.

«Así, Tafaria parece inflexible pero, créeme, nunca le haría daño a un hermano mío. Respira tranquilo.»

Gruñí de dolor.

«¿Cómo quieres que respire tranquilo si no paras de darme en las heridas?»

«¿Sabes qué?» meditó Kala en voz alta, sin escucharme. «He decidido lo que quiero hacer de mi vida una vez que arreglemos todo esto. Quiero proteger a gente como tú. Gente torpe que no sabe cuidar de su cuerpo. Es decir, ser un guardián de torpes.»

Miré su expresión risueña con los ojos abiertos como platos. Dioses… Gente torpe que no sabía cuidar de su cuerpo… ¿En serio me veía así? Tch.

Un guardián de torpes. Ja. Y lo decía el que acababa de perderse en un palacio.