Página principal. Los Pixies del Caos, Tomo 5: El Corazón de Irsa

23 Enemigos jurados

Me agaché entre los juncos procurando no meter ruido. Ante mí, se encontraba la orilla de arena de la que habían hablado los dos Zorkias. Una corriente órica en el pequeño lago repelía la niebla, desvelando un tramo horizontal a flor de agua. Sondeé esa “isla” que flotaba y murmuré:

«¿Una balsa?»

Sólo que no se movía y era exageradamente amplia para una balsa. Pegada a esta, se alzaba un especie de cápsula bordeada de barrotes que se hundían en el lago. El agua era más oscura que la del mar de Afáh.

«Zombras,» siseó Zehen con tono cáustico, no muy lejos.

Sobre la plataforma, se encontraban numerosas siluetas, tal vez una treintena, dispersadas a ambos lados. Los unos llevaban el uniforme negro con rayas grises de los Zombras, los ojos de los otros brillaban en la semi-oscuridad. Iban armados. Pero ninguno de los grupos amenazaba al otro directamente. Estaban, como decía Zehen, esperando algo. ¿Pero qué?

El aura de Yánika, primero curiosa, se fue cubriendo de una viva aprensión teñida de pánico y, sintiéndolo, seguí enseguida la dirección de su mirada. Escondido en las sombras del lago, un peñasco, no… dos enormes cabezas sobresalían con el agua centelleando suavemente sobre su piel escamosa. Lo que más destacaba eran los ojos. Dos pares de ojos escarlata que llameaban como cuatro linternas rojas.

Tragué saliva. ¿Qué clase de situación era aquella? Dos enemigos jurados compartiendo una plataforma mientras una hidra asomaba unas cabezas capaces de devorar a un saijit de un trago. Mi corazón empezó a latir a mis oídos con fuerza y cerré un puño cubierto de sudor. Eché una ojeada suspicaz a Galaka Dra, detrás de mí. ¿De verdad la salida de las mazmorras se encontraba en esta caverna?

«Mejor pensarlo,» dijo entonces Lústogan en voz baja, «antes de acercarnos.»

Nos retiramos. Lenta y prudentemente. Regresamos a la Villa Arcana con el miedo en el cuerpo. Esa hidra… no se le había visto todo el cuerpo pero parecía gigantesca. No podíamos nadar hasta la plataforma con un monstruo así al lado. Por no mencionar que los dokohis también atacaban a los saijits por lo general e, incluso si Yánika se acercaba y sofocaba el poder de los collares, no sabíamos cómo reaccionarían. En cuanto a los Zombras, sabían seguramente que unos Arunaeh habían ayudado a Erla Rotaeda a escapar en Makabath. Fuera como fuera, no estábamos en una situación alentadora. Pero hubiera podido ser peor. Mientras la hidra no saliera del lago…

Nos instalamos en una de las casas en ruinas y escuché vagamente a Weyna, Yánika, Kala y Galaka Dra considerar las diversas posibilidades en voz alta y tratar de adivinar qué hacían los de la plataforma y por qué la hidra no los atacaba. Poco podían concluir. Lo mejor sería ir a preguntarles en persona.

Crucé las manos detrás de la cabeza y me recosté contra mi mochila aguzando el oído. De cuando en cuando, se oía el mugido de la hidra, y algún que otro gruñido más lejano —criaturas de las marismas que, esperé, no se acercarían a la villa en ruinas. Mis ojos siguieron con curiosidad el vuelo de una mariposa que emitía luz azulada. No era un kérejat, ¿qué sería? Liviana, se posó sobre un brazo de Saoko. Galaka Dra soltó un “¡oh!” maravillado.

«¡Eso es… una mariposa celeste! Cuentan las leyendas que, si se te posa una, te da suerte para todo un año.»

Solté una risa baja ante la expresión escéptica del brassareño. Apoyado en la entrada de la casa, el drow sopló suavemente para que la mariposa se fuese.

«Qué fastidio,» masculló.

La tensión provocada por nuestra exploración del pequeño lago se estaba al fin diluyendo cuando, de pronto, se oyó un alarido. Me enderecé de golpe. Los demás se paralizaron.

«Eso… ha sido un grito saijit, ¿verdad?» murmuró Jiyari con un hilo de voz.

«Venía del lago,» reflexionó Saoko. «Por lo visto a ese no se le ha posado una mariposa celeste.»

Lo dijo sin inmutarse. Dánnelah, ¿desde cuándo Saoko sabía soltar bromas? Y tan siniestras…

«La hidra debe de haber sentido apetito,» dijo Yánika, sombría.

Un escalofrío me recorrió de la cabeza a los pies. Si no encontrábamos la salida rápidamente, ¿acabaríamos acaso todos devorados por ese monstruo?

«Normal,» intervino Kala. «Yo tengo una sola cabeza y ya tengo hambre. Si tuviera dos, comería lo doble, y con un cuerpo como el suyo…»

«No intentes empatizar con la hidra, Kala,» resoplé.

«Sea como sea,» dijo Zehen, levantándose, «iré a echar un vistazo.»

Cuando regresó el Zorkia, habíamos descansado y recogido más comida para la cena. No volvimos a oír ningún alarido y Zehen sacudió la cabeza ante nuestras miradas inquisitivas.

«No parece que nadie falte en la plataforma. Y no he visto a la hidra.»

Ambas eran malas noticias. Después de la cena, contamos a los presos de Makabath que habían regresado de sus excursiones y se habían instalado en las ruinas. Eran diez. Faltaban ocho. Suspiré. Mejor era no preocuparse por esos criminales. Con un poco de suerte, la hidra los encontraría a ellos antes que a nosotros…

«Se me ha ocurrido una cosa,» declaró Galaka Dra, súbitamente animado. «Voy a poner una barrera rúnica para que podamos dormir en paz.»

Lo miramos, sorprendidos. Había olvidado completamente que Galaka Dra era un runista.

«Una barrera rúnica,» repetí, aliviado. «Una buena idea. Así podrás avisarnos si viene algo.»

«¡Claro! Es más, pondré dos barreras. Una que ahuyente a los bichos y otra que nos disimule. ¡Así la hidra no nos sentirá aunque se acerque!» prometió Galaka. «¡Allá voy! Delisio, échame una mano, ¿quieres? ¡Es hora de poner a prueba tus inventos!»

Cuando vi al elfocano rubio sacar unos objetos de su mochila, entendí que el runista iba a usar las mágaras de este para crear las barreras rúnicas. Los vi alejarse con curiosidad.

«¿En serio puede crear una barrera que nos disimule a todos?» le pregunté a Weyna.

Yataranka fue la que contestó sin una pizca de vacilación:

«Por supuesto. Galaka Dra es un maestro runista. Hasta lleva protecciones rúnicas en su cuerpo.»

«Probablemente Galaka Dra haya experimentado con las runas más que nadie en este mundo,» añadió Weyna con una confianza no disimulada.

Cierto. Galaka Dra era un runista milenario después de todo.

Aunque no sin reservas, invitamos a los diez presos de Makabath a compartir la casa en ruinas. Un cuarto de hora más tarde, las barreras estaban levantadas. Las sentí al acercarme a ellas y notar que mi órica se movía diferentemente, rehuyendo las runas invisibles. Me incliné hacia una de las mágaras de Delisio, posada en los adoquines del suelo. La observé con interés.

«Ese es un pilar rúnico,» explicó Galaka Dra, detrás de mí. «¿Nunca habías visto uno? También se lo llama arista, apoyo, soporte, contrafuerte… Delisio fortalece los pilares con energía brúlica y yo dibujo las runas en ellos y las activo. Si mueves los pilares, la formación rúnica se deshace. Por eso, no los toques.»

«Mm. Aunque tengan un gran punto débil, las runas son impresionantes,» admití, girándome.

El milenario sonrió.

«Esto no es nada. Las formaciones rúnicas ofrecen un mundo de posibilidades. Hasta ahora, la única barrera que no he logrado analizar entera ha sido la del Jardín.»

Regresábamos junto a los demás cuando caí en la cuenta y pregunté:

«Si las barreras son tan fáciles de destruir desde dentro quitando los pilares, ¿por qué no pudisteis destruir la del Jardín?»

«Como digo, existen formaciones rúnicas muy diferentes con objetivos muy distintos,» contestó Galaka Dra con calma. Y se sentó mientras seguía con la mirada un enjambre luminoso de kérejats que se alejaba de la villa. «La barrera del Jardín la soportaba Naarashi, y el orbe en el que la diosa estaba metida estaba protegido por otras barreras. Aunque hubiéramos conseguido atravesarlas y romper el orbe, no habríamos podido salvar a Naarashi como lo deseaba Irsa. En cualquier caso, la barrera del Jardín no tenía más que un pilar. Es posible que, de no ser por la roca-eterna que rodeaba la caverna, la formación no hubiera podido construirse. Los elfos del Jardín no fueron capaces de crear otra barrera como aquella, y según los registros lo intentaron muchas veces. Incluido aquí, en las marismas de Kayshamui.»

¿En serio? Eché un vistazo a las ruinas. Los adoquines, de basalto, llevaban símbolos grabados, ya casi borrados por el tiempo. Tras un silencio, pregunté:

«¿Alguna idea de por qué los habitantes de la Villa Arcana desaparecieron?»

Galaka Dra sacudió la cabeza con pesadumbre.

«Había olvidado lo implacable que puede ser el tiempo. Los elfos del Jardín tenían buenas relaciones con los Arcanos y con los Reinos Profundos. Tal vez estos últimos tampoco existan ya.»

«¿Los Reinos Profundos?» repetí.

Todos mirábamos al runista con curiosidad, incluidos los demás milenarios. Explicó:

«Leí que los Reinos Profundos eran la Tierra Prometida de las criaturas submarinas. No sé si habéis oído hablar de los nurones.»

Enarqué una ceja, divertido.

«Por supuesto. Los nurones son una raza saijit. No se ven tanto en la Superficie, pero en los Pueblos del Agua no son raros. Son los únicos en poder respirar bajo el agua.»

«Ya veo,» meditó Galaka Dra. «Antaño, en la guerra entre los saijits y los demonios, los nurones eran perseguidos por su piel y considerados como demonios del mar.»

Los dos Zorkias resoplaron ruidosamente. Hice un mohín de repulsión. ¿Perseguidos por su piel?

«Se construyeron los Reinos Profundos como un territorio de paz para las criaturas marinas,» retomó Galaka Dra. «No solo para los nurones. También para los maunas.»

«¿Maunas?» preguntó Zehen.

«Son criaturas con cabeza de medusa, ¿verdad?» intervino Yánika.

«Así es,» aprobó Galaka Dra. «Nunca he visto a uno de verdad, pero los dibujos en los libros los pintan así: cuerpo gelatinoso, dos patas amplias, veintidós tentáculos que parten de la cabeza y ocho ojos que les otorgan el máximo campo de visión. Crían rebaños y hacen comercio con los saijits. Los apodan los Emperadores del Mar. Algunos grupos de maunas hasta esclavizaron a nurones. Sin embargo,» sonrió, «en los Reinos Profundos, son todos libres. Los maunas, los nurones, incluidas criaturas más pequeñas como las hadamares, viven en armonía y luchan juntos contra los peligros, contra las mílfidas terribles y los leawargos. Es un paraíso bajo el mar.»

Era muy bonito todo eso, pero aunque siguieran existiendo después de mil o dos mil años, unos reinos debajo del mar difícilmente podían ayudarnos a salir de ahí. Mayk soltó con respeto:

«Pues sí que sabes cosas, mahi. Ahora que lo pienso, ¿de dónde venís vosotros cinco? No atravesasteis el portal con nosotros para entrar en las mazmorras.»

«Oh…» Galaka Dra asintió. «Es que ya estábamos en…»

«Somos unos aventureros,» lo cortó Weyna. «Es normal que nos hayamos informado sobre las Mazmorras de Ehilyn. Por eso sabemos tanto.»

Su explicación me sonó lastimosamente falsa. Pero entendí que una respuesta como “hemos pasado los últimos mil años en estas mazmorras” habría quedado todavía más raro. Zehen se rascó la cabeza.

«Ya veo. Nuestro comandante suele decir que, antes de meterte en el infierno, tienes que conocer el terreno. Me alegro de que podamos contar con vosotros. Debo decir que, hasta unas semanas, creía que las Mazmorras de Ehilyn eran una leyenda. Ashgavar,» imprecó, recostándose. «Cuando pienso que había un portal de entrada en Makabath… Me pregunto cómo lo supo el Gremio. Esos malditos hawis traidores…»

No era de extrañar que el Gremio se interesara por esas mazmorras y mantuviera sus exploraciones secretas. Al fin y al cabo, según la leyenda, eran un antro de tesoros, maravillas, aguas milagrosas y reliquias. Dudaba, sin embargo, de que fueran los únicos en conocer las entradas. Los visitantes que habían desembocado en el Jardín aquellos últimos siglos lo demostraban.

No tardamos en organizar los turnos de guardia e instalarnos para dormir. La presencia de las barreras rúnicas me tranquilizaba en parte, pero tener a diez desconocidos junto a nosotros lo estropeaba. Me había fijado en que unos cuantos se habían armado de palos y otros habían llenado sus bolsillos de piedras, presuntamente para defenderse de las criaturas de las marismas pero… era inquietante tenerlos tan cerca.

Alcé una mano y acaricié a Naarashi. La diosa me recompensó con un ronroneo que hizo vibrar su pequeño cuerpo. Esbocé una sonrisa. Naarashi parecía haberse encariñado de mí estos últimos días.

Apenas cerré los párpados, me dormí. En mi sueño, una niña de pelo rosa estaba sentada en un cojín, ante mí. ¿Yánika? No. Era Irshae Arunaeh. Irsa. Me sonreía mientras asentía. Me miraba a mí aunque yo no era más que una bola de energía encerrada en un orbe. “Voy a salir afuera, Naarashi,” decía la niña. “Encontraré una manera de liberarte. Te lo prometo. Todo este tiempo, has sido como una madre para nosotros. Nunca conocí realmente a mi madre. Por eso… quiero salvarte. La bruja Lul me dijo antes de que me marchara: en este mundo, te llevas cosas buenas, pero también las creas para los demás, y creándolas te haces más fuerte.”

Posó una mano sobre su pecho, determinada. Sus ojos brillaban, mirando hacia un futuro que yo no podía más que imaginar. Un mundo amplio fuera del Jardín. Irsa posó una mano sobre el orbe. Era la primera en hacerlo en tantos siglos… Sentí algo cálido en mi interior. ¿Qué sería? La niña sonrió.

“Naarashi. Diosa y amiga mía. Sólo espera un poco más…”

* * *

«¡Aaaargh!»

Desperté al oír un grito de terror. Miré a Yánika, igual de sorprendida que yo, vi a Lúst enderezarse como un autómata y a Jiyari poner ojos de pánico… Galaka Dra soltó, levantándose:

«¡Mi barrera! Algo la ha atravesado.»

«¿Quién ha gritado?» preguntó Zehen en un gruñido soñoliento. Desenvainó la espada maquinalmente.

«Algo,» repitió Galaka Dra. «O alguien. Se habrá asustado por la energía de la barrera, eso es todo.»

Cuando me levanté, Saoko ya estaba echando un vistazo por encima de las ruinas. Comentó en voz alta:

«Tenemos un problema.»

Cuando asomamos la cabeza entre las paredes de la casa en ruinas, entendimos todos a qué se refería. Estábamos cercados por toda una tropa de saijits harapientos armados de lanzas primitivas, piedras y bastones.

«¿Los… Arcanos?» murmuró Weyna, atónita.

«¡Qué van a ser los Arcanos!» protestó Galaka Dra. «Ellos eran un pueblo elegante y avanzado.»

«Esos bastardos,» masculló Mayk junto a mí. «Son presos de Makabath. Los que faltaban ayer están con ellos. Así que algo se traían entre manos.»

Attah… Miré de reojo al Zorkia.

«¿No tendrán un asunto pendiente con vosotros, verdad?»

Mayk me puso cara condescendiente.

«No más que con los inquisidores Arunaeh. Además, sin nosotros, nunca habrían conseguido salir de Makabath. Deberían estarnos agradecidos.» De pronto, se izó sobre un muro en ruinas y desenvainó su espada, tonando: «¡Vosotros! ¿Qué pretendéis rodeándonos de esta forma?»

Consulté mi anillo de Nashtag. Habíamos dormido unas seis horas. Mi turno de guardia debería haber empezado hacía una hora, pero Saoko no me había avisado. Le eché una mirada molesta al drow, que sondeaba los rostros de los recién llegados. ¿Por qué no me había despertado? Entonces, me fijé en su expresión gélida y me tensé, girándome de nuevo hacia nuestros asediadores. Un saijit, entre ellos, se había adelantado, alto y musculoso, armado de un grueso bastón.

«No venimos a luchar,» declaró, pese a las apariencias. Golpeó el suelo con el bastón. «Venimos a negociar. Sabemos dónde se encuentra la salida.»

Fruncí el ceño. ¿Entonces por qué no habían salido ya?

«¿Qué es lo que queréis a cambio?» les gritó Zehen.

Pese a la niebla que nos separaba, divisé la mueca desdeñosa del portavoz.

«¿Lo que queremos a cambio? Veamos…» Numerosas cicatrices tachaban su rostro, deformando la sonrisa que estiró sus labios. «Queremos que nos ayudéis a matar a la hidra. Si lo logramos, podremos atravesar el lago. No lo conseguiréis nadando porque el agua es especial: ni las ramas flotan en ella. Si queremos pasar, tendrá que ser por las rocas donde duerme la hidra. Es el único sitio donde el agua no cubre. Oh, y por supuesto, los dos Zorkias actuarán de cebo.»

Zehen y Mayk le devolvieron una mirada criminal. Me pregunté por qué diablos los Zorkias habían liberado a los demás presos de Makabath. Habían pensado sin duda usarlos para crear más confusión y salir más fácilmente de la cárcel pero, en las Mazmorras de Ehilyn, nos estaban causando más problemas que otra cosa.

«¿Y si rechazamos?»

Nos giramos todos hacia Saoko, sorprendidos de que hubiera tomado la palabra. Sin esperar una respuesta, el brassareño saltó abajo del muro en ruinas y se acercó unos pasos al portavoz de los presos agregando con tono neutro:

«Con alejar a la hidra, bastaría, si de verdad la salida está en la plataforma. Y, si está ahí, ¿por qué no han salido los Zombras y los dokohis? Una mentira más,» dijo desenvainando su cimitarra, «y lo lamentarás.»

El preso emitió una risa siniestra.

«Khukhukhu… ¿Nos amenazas, drow? Por si no te has dado cuenta, somos más numerosos y estamos todos armados. Por el contrario, vosotros sólo tenéis a tres guerreros. Incluso si sois grandes espadachines, no saldréis de aquí con vida si elegís luchar. En cuanto a los demás… podéis cambiar de bando ahora. Si os unís a esos Zorkias, no vengáis a quejaros luego.»

Vi a Saoko agarrar la empuñadura de su arma con más fuerza. Alcé una mano.

«Un momento, hablemos. Esa hidra ha matado a compañeros vuestros, ¿verdad?» Dudaba, sin embargo, de que quisieran matarla por venganza. Añadí: «Por lo que vi, la hidra no ataca a los saijits de la plataforma. ¿Sabéis lo que está ocurriendo? ¿Habéis hablado con ellos? ¿Cómo sabéis que la salida se encuentra ahí?»

Mientras hacía mis preguntas, casi todos los presos que habían dormido con nosotros se alejaron para unirse al otro grupo. Al final, tras una vacilación, los que quedaban se fueron también.

«Una carga menos,» masculló Mayk.

El portavoz de los evadidos me contestó:

«No hemos hablado con ellos: no nos oyen aunque les gritemos. Y no tengo ni una maldita idea de lo que está pasando en este condenado antro.»

Con un simple bote órico, pasé por encima del muro en ruinas y aterricé junto a Saoko.

«Tal vez podamos ayudar si nos contáis lo que sabéis,» propuse. «Nuestro grupo no tendrá muchos guerreros, pero somos casi todos celmistas.»

El portavoz me puso cara recelosa.

«¿Eres destructor?»

Esbocé una sonrisa orgullosa.

«Correcto.»

«Un mahí, ¿eh?» se burló el humano. Se encogió de hombros y meditó: «Ahora que lo pienso, vosotros fuisteis los que acompañabais a la chica Rotaeda, ¿verdad? ¿Os interesa saber qué le pasó?»

Agrandé mucho los ojos. ¿Lotus? ¿Lotus había pasado por ahí? El portavoz agregó con desenfado:

«Hace un par de semanas, nos la encontramos aquí mismo, en las marismas de Kayshamui. Iba con un Zorkia y dos chavales raros. Los seguimos pensando que nos llevarían a un portal pero… qué va, cuando llegamos a este lago, la chica se zambulló diciendo que había encontrado el agua milagrosa. Y se ahogó. Los chavales y el Zorkia intentaron rescatarla y se ahogaron también. Khukhukhu… como dicen, a los nahós les sobra oro y les faltan tornillos. Pero volvamos al caso. Hace unos rigús, se abrió un portal en la plataforma y aparecieron los Zombras y luego los tipos con ojos blancos. El portal desapareció, pero de alguna forma debe poder volver a abrirse con un runista, ¿no?»

Creí oír desde aquí el corazón de Kala estallar de horror. ¿Lotus se había ahogado en el agua milagrosa del lago? ¡Imposible!, debía de pensar. Y ciertamente… dudaba de que Erla Rotaeda estuviese muerta. Porque, si los Zombras y los dokohis habían aparecido en esa plataforma hacía unos días… sin duda era por ella. Pero de ahí a entender por qué no intentaban siquiera buscarla en el lago…

«Si habéis decidido uniros a nosotros, ¿qué tal si salís todos de esa casa y hablamos con más calma de cómo llegar hasta la plataforma?» El portavoz sonrió y alzó una mano hacia sus compañeros. «¡Bajad todos las armas! Somos todos aliados.»

De aliados nada, pero los demás salieron de las ruinas de todos modos, acercándose a Saoko y a mí. Sólo entonces me fijé en cómo el brassareño taladraba al portavoz con unos ojos asesinos. Inquieto, le murmuré:

«¿Saoko…?»

El drow dio un respingo y me echó una mirada glacial que me heló la sangre en las venas.

«¿Qué?» gruñó.

Sus ojos rojos llameaban de cólera. Mi corazón se saltó un latido. Claro. ¿Por qué no lo había entendido antes? Me giré hacia el portavoz. Ese saijit, ese humano alto y corpulento, de mediana edad y con la cara llena de cicatrices… debía de ser el hombre al que Saoko había estado buscando todos esos años. El que, según la Kaara, había sido atrapado por los Zorkias y mandado a Makabath. El antiguo contrabandista de esclavos de Brassaria.

Ronarg.