Página principal. Los Pixies del Caos, Tomo 5: El Corazón de Irsa

15 El Príncipe Caído

«Sea como sea, la idea de separarnos no me gusta,» afirmé.

«A mí tampoco,» convino Yánika.

«Y a mí menos,» confesó Jiyari con una sonrisa tensa.

«Mm,» meditó Galaka Dra. «Si fuésemos solo tres, podría llevaros en mi barca por el río sin problemas hasta la ciudadela. Pero, si vamos todos, habrá que andar.»

«¿Es peligroso?» preguntó Lústogan.

«¿Peligroso? Bueno… Hay un camino agradable que bordea todo el río.» Se giró hacia nosotros con una ligereza alegre. «Eso nos hará pasar por la Arboleda de Irsa. ¡Si no os molesta ir más lento, os enseñaré el lugar! Eso sí, no esperéis encontrar tesoros de oro y plata. Sé de algún aventurero que pasó años y años buscando algo precioso que sacar del Jardín. Se hizo tan ambicioso que nos amenazó con sus armas para que lo ayudáramos. No tuvimos otra opción que echarlo. Como a todos. Es natural…» ladeó la cabeza, «proteger nuestra casa, ¿verdad?»

Supe que, detrás de su máscara, sonreía. Enarqué una ceja y asentí.

«De lo más natural. Bueno, entonces, ¿hay una manera de pasar la Cortina sin que sea peligroso?»

Galaka Dra emitió una risa queda.

«La hay. Si queréis saltar por el Precipicio del Coraje, antes tenéis que tomar carrerilla y pasar la Cortina de turbulencia lo más rápido posible para que no os afecte. ¿Podéis hacerlo?»

Su tono era dubitativo. Quería animarnos y, al mismo tiempo, seguramente por experiencias pasadas, se mantenía a cierta distancia, esperando alguna crisis de desesperación o cólera de nuestra parte. Intercambié una sonrisa con Yánika.

«Pasaremos como una borrasca,» aseguré.

Galaka Dra se irguió levemente. Y entonces afirmó:

«Al fin unos valientes. ¡Sólo os falta seguirme!» soltó. Y, tomando carrerilla, se abalanzó hacia el precipicio. Por un instante, pude ver la Cortina vibrar, chispeante. Entonces, Galaka desapareció.

Hubiera querido asomarme para ver cómo aterrizaba… pero no podía por culpa de la Cortina. Me giré hacia Lústogan.

«¿Me ocupo de Yánika y Jiyari y tú de Saoko?»

Lústogan me echó una mirada levemente burlona.

«Tu hermana y el Pixie juntos pesan más que Saoko y sus armas. Junto con las mochilas, unos cien kilos, diría. ¿Estás seguro de que vas a poder?»

Resoplé. Cien kilos… era bastante más de los que usaba en mis entrenamientos más extremos. Según Galaka, incluso si cayésemos sin protección, esas bongas amortiguarían nuestra caída, pero… a falta de más pruebas, no podía arriesgar la vida de mis compañeros. Mascullé:

«¿Cuál es tu máximo, hermano?»

Este esbozó una sonrisa y, tendiendo una mano, me revolvió el pelo como hacía antaño cuando se preparaba a darme una lección moral. Lo miré sorprendido.

«¿Qué…?»

«No sólo hay que conocer sus límites, Drey: también hay que intentar superarlos. Te dejaría entrenar pero… Yánika es nuestra futura Selladora del clan. No debe pasarle nada malo.»

El aura de Yánika se llenó de una mezcla de incomodidad y extrañeza. Lústogan agregó:

«Me encargo de Saoko y Jiyari. Tú encárgate de ella.»

Dejé escapar un resoplido incrédulo. ¿Lústogan iba a bajarlos a los dos? ¿Cómo?

Yánika se agarró bien a mí. Lústogan y yo comenzamos a modular la energía en órica, los ojos fijos en la Cortina energética invisible. Jiyari se acercó con circunspección a mi hermano hasta que este le echara una mirada apremiante: entonces el Pixie rubio se aferró a él como se aferra uno al dorso de un lobo furiento. ¿Y Saoko? Lo vi verificar que sus armas estaban bien atadas. Se había alejado unos pasos como si… Lústogan entendió sus intenciones antes que yo.

«¡Saoko!» resopló.

El brassareño torció la boca.

«Estoy harto de que me ayudes todo el rato,» refunfuñó. Sonrió ante nuestras expresiones sobrecogidas. «Veamos si ese humano tiene razón y no muero.»

Echó a correr hacia el precipicio. Pararlo ahora con órica hubiera sido peligroso. Lo vimos atravesar la Cortina y caer como Galaka Dra. Yánika había contenido su aura asustada para no desconcentrar al drow, pero pronto la liberó.

«¿Por qué lo ha hecho?» murmuró.

Lústogan sacudió la cabeza y yo le dediqué una sonrisilla burlona. Se había quedado sin posibilidad de mostrarme lo bien que cargaba con cien kilos.

«Agarra bien a Jiyari, Lúst. Las alturas le dan vértigo. ¡Yani y yo vamos primero! Agárrate bien, Yani.»

«No te suelto,» aseguró mi hermana.

«¡Yo tampoco!» intervino Kala, bromista.

Liberando el sortilegio, salí proyectado hacia el precipicio con Yánika aferrada a mí. Tuve la impresión de chocar contra un muro. ¿Acaso me había quedado atascado en la Cortina energética? El Datsu se me desató. La energía, a mi alrededor, casi me cegaba y… mi órica no funcionaba. Cuando me di cuenta de ello, ya estábamos cayendo en el precipicio.

Attah… no. Attah… ¿por qué? Jamás había visto una concentración de energía capaz de inutilizar mis sortilegios. Esta los deshacía en cuanto intentaba modularlos…

“¡¿Drey?!”

La voz bréjica de Yánika me alcanzó por contacto. Estaba alarmada.

“Tenemos un problema,” confesé, con el Datsu desatado.

Caíamos cada vez más rápido. El campo y los bosquecillos se habían convertido en fulgores luminosos y borrosos. En mis entrenamientos, había aprendido a contrarrestar una caída libre. Pero jamás había tomado una velocidad como aquella…

“¡Nooo!” gritó Kala, muerto de miedo. “¡Drey, haz algo!”

Nuestros labios bailaban al ritmo de la caída y sentía un frío helador en los dientes. Mar-háï… ¿Acaso sólo me quedaba la opción de confiar en que de verdad estuviesen esas setas bongas para amortiguar nuestra caída? ¿Tan débil era mi órica que no podía mantenerla ni unos instantes?

Todo pasó en un abrir y cerrar de ojos. Solté toda mi energía, las formas borrosas del suelo emitieron un sonido como el de una botella descorchada, Yánika pegó un grito bréjico, desatándome todavía más el Datsu, corté nuestra caída y aterrizamos sobre una materia esponjosa y azul que nos tragó como un colchón de agua. Respiré un perfume parecido al de las rosas de la Superficie y, mientras caíamos resbalando en el interior de la bonga, creo que perdí la conciencia un par de veces. Cuando volví en mí, estaba tendido en una pequeña playa de arena al pie de un tentáculo hueco azul que nos había desechado como un tobogán. Las setas bongas, vistas desde abajo… eran enormes.

Me enderecé agarrándome la cabeza con ambas manos. Yánika estaba arrodillada a mi lado.

«Hermano, ¿te encuentras bien?»

«Creo…»

Kala gruñó:

«Qué se va a encontrar bien. Nuestra cabeza nos da tumbos, ha usado demasiado el tallo energético. ¿No se supone que el Datsu debería haberle impedido abusar de él? Arrg… La cabeza me da vueltas…»

Suspiré cerrando los ojos mientras apuntaba:

«Si el Datsu considera que la situación es de vida o muerte, permite usar el tallo con más libertad.»

«Prueba de que el Datsu no es tan sabio,» intervino Saoko con una mueca socarrona.

«Ya se lo he dicho yo muchas veces, pero no me escucha,» suspiró Kala.

Calló al oír la voz alterada de Galaka Dra un poco más lejos:

«¡Jamás he visto nada igual! Las bongas siguen gruñendo. Las habéis asustado a todas con vuestro viento, Arunaeh. ¡Os dije que las bongas amortiguarían nuestra caída! Y no me creísteis,» acusó.

Abrí los ojos, pestañeando. Le estaba hablando a Lústogan, que acababa de aparecer al pie de otro tentáculo hueco junto con Jiyari. Este último se había desmayado. Lústogan se levantó e, ignorando los refunfuños de Galaka Dra, se acercó a nosotros diciendo:

«¿Todo bien?»

Kala masculló:

«Menos mal que estaban esas bongas.»

«He parado la caída, » protesté.

Me incorporé con las piernas temblorosas. Los ojos azules de Lústogan me observaban con atención.

«¿Has gastado todo tu tallo?» preguntó entonces.

Tragué saliva. ¿Eso significaba que él no lo había gastado? ¿En serio?

«Casi. Lo liberé todo en el último momento. La energía,» carraspeé, «estropeaba mis trazados en cuanto los creaba. ¿A ti no te ha pasado?»

Lústogan se llevó las manos detrás de la espalda con seriedad.

«Ciertamente, la energía de este lugar destroza fácilmente los trazados. Por eso, hermano,» con tranquilidad, me dio la espalda para contemplar los alrededores, «había que hacerlos más resistentes y más gruesos.»

¿Más resistentes? Agrandé los ojos. ¿Cómo pretendía que los hiciese resistentes si la energía natural los rompía nada más comenzar a crearlos?

«¿Y eso cómo lo hago?» pregunté, ansioso.

Él dio unos pasos hacia el río luminoso. Ahí, en un remanso, había una pequeña barca hecha de madera negra. Los arbustos, en la otra ribera, estaban plagados de flores. Sobre las ramas de unos árboles más lejanos, trinaban suavemente unos pájaros.

Oí, detrás, el balbuceo de Jiyari al despertarse y la voz alegre de Yánika decirle:

«¡Me ha recordado a las atracciones de Donaportela! Una vez me subí en una de ellas sin avisarle a Drey y el pobre se llevó un susto cuando me vio. Toma, bebe un poco de agua, te sentirás mejor.»

Esbocé una sonrisa. Yanika tranquilizaba a los de su alrededor con una facilidad asombrosa: Jiyari recuperaba ya sus colores y Galaka Dra se serenó rápidamente, palmeando los tentáculos de las bongas como si pudiese apaciguarlas de esa forma. Se había quitado la máscara, me fijé. Curioso. En el hoyo con la casa, se la había quitado, pero se la había puesto en cuanto habíamos salido de ahí, y ahora se la volvía a quitar… ¿Una simple manía o había una razón detrás?

Lústogan se había agachado junto al río, tendiendo una mano hacia el agua de luz. Pero no la tocó por prudencia. Todo, en ese sitio, nos resultaba extraño. La energía, aunque más densa, no era tan pesada como en el bosque de arriba del Precipicio del Coraje. Era hasta… acogedora.

Me senté sobre la arena, junto a mi hermano, y seguí en silencio el batido de alas de un pájaro de plumas naranjas rutilantes.

«Las torres de la ciudadela se ven desde aquí,» observé.

«Mm,» asintió Lústogan sin mirar.

«En un par de horas deberíamos llegar,» agregué. Hubo un silencio. Puse los ojos en blanco. «Si no soy tan buen órico como mi maestro, es culpa mía. Desde que me fui del templo, no he entrenado tanto como debería y ahora he puesto en peligro a Yánika por ello…»

Callé cuando Lústogan me envió una brisa ligera. Sentí su trazado. Era fuerte. Era un triple trazado envuelto de…

«¿Brúlica?» murmuré.

«La brúlica protege los trazados,» explicó Lústogan. «Todo magarista y runista sabe eso. Los óricos no la solemos usar, porque los nuestros son sortilegios temporales pero, en circunstancias como esta, es útil saber manejarla.»

Lo miré con incredulidad.

«¿Has aprendido otras artes que las óricas, hermano?»

Lústogan esbozó una sonrisa.

«Ensanchar su horizonte forma parte del buen celmista. Por eso te hacía leer todo tipo de libros, ¿recuerdas? Los libros no sólo están para leer: también están para aprender de ellos.»

Me sonrojé ligeramente.

«Ya.»

Kala emitió un gruñido mental.

“¿Por qué a ti te echa broncas tan indulgentes?”

Estaba celoso. Entonces, Lústogan se levantó, desempolvándose la túnica con órica.

«Debiste sentirte mal… cuando me marché,» murmuró. «Perdón.»

Se alejó bajo mi mirada asombrada. ¿Qué… era lo que acababa de oír? ¿Una disculpa? Lústogan… Intenté entender la relación entre mis carencias en arte órica y sus últimas palabras. ¿Podía ser que se echase en cara haber abandonado a su discípulo en pleno aprendizaje? Eso era ridículo. Había robado el orbe pensando hacer el bien para nuestra familia. No tenía la culpa. Aun así…

«Me sentí mal,» admití finalmente, antes que Lústogan se alejara demasiado.

Quise añadir que no lo culpaba, pero hubiera sido inútil. Lúst ya lo sabía… Recordé entonces una conversación que había tenido con Livon en Firasa hacía un tiempo. Me había contado cómo una vez, cuando eran niños, Orih le había prometido acompañarlo a las fiestas de Firasa como ayudante para que hiciera una demostración de sus artes de permutación. Sin embargo, a la mañana del dichoso día, Orih había tenido que quedarse a cuidar de su vecina enferma. Enterándose, Livon corrió a su casa a decirle que entendía y que no se preocupase. Yo me había burlado: “¿Te recorriste toda la ciudad para decirle algo evidente?” Y él me había contestado con tono alegre: “Claro. Puede que fuera evidente, pero a veces las cosas evidentes hay que decirlas en voz alta, ¿no crees?”

Sonreí al recordar el rostro risueño del permutador y solté:

«Pero no te culpo, hermano. Lo que hiciste por nuestra clan… fue increíble.»

Hubo un silencio interrumpido por las voces animadas de Jiyari y Yánika. Lústogan carraspeó.

«Increíble,» repitió. «Sí. Lo único que conseguí fue estropear todavía más el Sello. Puede que, estos tres años, haya estado perdiendo el tiempo.»

Agrandé levemente los ojos. ¿Perdiendo el tiempo? ¿Así lo veía él? Agregó con una punta de diversión:

«Traicionar al Gran Monje no fue nada increíble.»

Sobrecogido, lo vi alejarse hacia los demás con su andar tranquilo. Durante mi infancia, Lústogan se había centrado en mi aprendizaje evitando hablar de sí mismo si no era para mencionar experiencias relacionadas con la destrucción. Todos, en el templo, decían que era seco, distante e impecablemente correcto y sólo Sharozza, entre ellos, se empeñaba en creer que era algo más que una máquina destructora. ¿Acaso estaba intentando abrirse un poco?, me pregunté, contemplando las aguas luminosas, pensativo. Esbocé una sonrisa. No le vendría mal.

Al pie de las bongas, Galaka Dra hablaba de cruzar el río para alcanzar el camino que nos conduciría hasta la ciudadela.

«¿Por qué el agua es luminosa?» preguntaba Yánika con curiosidad.

«Porque no le gusta la oscuridad,» contestó Galaka Dra.

«Ah…»

Obviamente, Galaka Dra no entendía todos los misterios de su propia caverna. Tiré al agua el guijarro que había recogido e iba a levantarme cuando, de pronto, sentí una corriente energética golpearme.

“¿Qué…?” gruñó Kala.

Un flujo de imágenes y sensaciones nos atravesó como un rayo…

* * *

Galaka Dra, más joven y sin la máscara, se erguía, de pie, junto al río. Yo agarraba un hacha, apuntándole el cuello, mientras una mueca fiera deformaba mis labios.

«La Fuente,» le dije. «Dime dónde están la Fuente y los tesoros y te dejaré vivir.» Los ojos de Galaka Dra, desorbitados, brillaban de miedo. Sonreí. «¿Y dices que eres inmortal? ¿Entonces por qué le temes a la muerte?»

Acerqué aún más el filo al cuello del muchacho. Parte de mí me decía: este no soy yo. ¡Esto no es real…!

«Es a ti a quien asusta la muerte, príncipe caído.» Los ojos de Galaka Dra, azules y de pronto serenos como el agua de un lago, me atravesaron. «Buscas la Fuente y yo no sé de qué me hablas. Buscas tesoros, y yo sólo veo tesoros a mi alrededor. Pero creo entender lo que buscas, aventurero. Te ayudaré. Baja ese arma: te enseñaré el camino.»

Me lo enseñó: bajamos el río sobre la barca y llegamos ante las puertas de la ciudadela blanca, abiertas de par en par. Pasamos ante pequeñas casas blancas y silenciosas y subimos una interminable escalera a la luz de las piedras luminosas que adornaban el lugar. ¿Cuánto valdrían? ¿Trescientos kétalos cada una? Yo quería más. Quería lo suficiente para crear un reino. Quería volver a la Superficie y ser un dios.

«Las armas,» dijo en un momento Galaka Dra subiendo peldaño a peldaño, «sólo traen destrucción. Las riquezas,» agregó, «sólo traen problemas. Y la inmortalidad, por ser una rareza allá afuera, es deseada hasta por quienes no respetan la vida de los demás.»

Se detuvo y se dio la vuelta, interrogante.

«Eres el tercer visitante desde que estoy aquí. El tercero en trescientos años.»

Me tensé.

«¿El tercero? ¿Se llevaron algo los otros dos?»

¿Se habrían llevado todo lo valioso antes que yo?, me inquieté. Galaka Dra sacudió la cabeza.

«Olvido. Y locura.»

Sentí un escalofrío. Nada, ni los kraokdals y nadros que había matado en las mazmorras para llegar hasta ahí, ni la mirada venenosa que mi tirano padre me había echado al intentar matarme, ni la peor ventisca del norte me hicieron estremecerme como el oír esas palabras.

«Dices que eres un príncipe,» agregó Galaka Dra, «y que quieres convertirte en el dirigente de tu reino. ¿Por qué?»

«¿Acaso necesito una razón? Soy el legítimo descendiente de ese tirano,» gruñí. «De no ser por su segunda esposa, todas las miserias que aquejan mi reino no habrían ocurrido. No habría habido una guerra inútil. Mi tierra no habría acabado destrozada.»

«Una… guerra,» repitió Galaka Dra.

Su cara de niño mostraba sinceramente su conmoción. Fruncí el ceño.

«Sí, como dices, las armas traen destrucción. Pero yo quiero usar mi hacha para proteger a mi pueblo. Quiero llevarle riquezas, cueste lo que me cueste. Y convertirme en el héroe que destronó al tirano, puso fin a la guerra y fue bendecido por los dioses con la inmortalidad.»

Hubo un silencio. Entonces, por primera vez desde que lo había visto al aparecer en la caverna, Galaka Dra sonrió, con una sonrisa infantil, crédula y confiada.

«Eso está bien,» dijo. «Sólo lamento decirte que…» Echó un vistazo a ambos lados. «Que no somos dioses.»

Desde mi derecha, se acercaba perezosamente un mirol rubio muy joven con ojos rojos levitando sobre un cojín; llevaba marcas negras en el rostro. Desde mi izquierda, bajaba vivamente las escaleras una niña de pelo rosa recogido en dos coletas acompañada de otra algo más joven, de pelo azul claro, que llevaba un recipiente con bayas de extraños matices. Se asomaron otras caras desde la ventana de una casa. Sobre un tejado algo más lejos, se alzaba la delgada silueta de una niña o niño encapuchado. Oí unas campanas y alcé, sorprendido, la vista hacia las torres. En lo alto de una de ellas, otra silueta balanceaba con sus propias manos una campana roja. ¿Acaso aquel estaba sordo? El fuerte sonido se reverberaba por toda la caverna, basto, sin la elegancia de los campanarios de mi tierra, pero había ahí un no sé qué que le daba cierto encanto.

«Pruébalas, príncipe caído, » dijo de pronto una voz cantarina.

Bajé los ojos, pesteñeando. Las dos niñas me tendían el recipiente con las bayas. Las dos sonreían anchamente. No eran dioses, decían, pero… en ese momento creí haber llegado a la paradisíaca Tierra Prohibida. Yo, el príncipe caído, me sentí conquistado.

* * *

Sentado en la arena de la orilla, abrí los ojos, y Kala enseguida se sobresaltó gruñendo:

«¿Qué diablos ha sido eso?»

«Un recuerdo.»

Kala se giró bruscamente hacia la voz. Galaka Dra se abrazaba a su máscara blanca, sentado con las piernas cruzadas en la arena, a unos pasos escasos de distancia. La imagen de Galaka siendo niño me vino otra vez en mente.

«¿Un recuerdo?» repitió Kala, malhumorado. «¿Tú nos lo has dado?»

«Yo no te he dado nada,» aseguró Galaka Dra. «Los recuerdos no se dan. Aquellos que han muerto dejan sus recuerdos atrás y estos vagan por el Jardín, eso es todo. ¿Qué es lo que has visto?»

¿Aquellos que han muerto, decía? Entonces… ¿el príncipe caído había muerto en el Jardín? Arrugué el entrecejo.

«¿Envenenasteis al príncipe caído con las bayas?»

Galaka Dra agrandó los ojos.

«¿Qué? Oh. Ya veo. Así que fue eso. El Príncipe Caído.»

«¿El príncipe caído?» repitió Jiyari, acercándose junto con Yánika, Saoko y Lústogan.

Galaka Dra nos echó a todos una mirada serena.

«El Príncipe que vino aquí con ansias de acabar con la guerra de su tierra. Claro que no lo envenenamos. Lo acogimos con todo nuestro amor. Y él se quedó muchos años con nosotros. Aprendimos mucho de él. Y él de nosotros, según dijo. Abandonó su sueño por nosotros y nunca recuperó su reino. Siempre subía hasta el Bosque de Tantra para ver si había nuevos visitantes. Quería protegernos y ayudarlos a ellos a salir de aquí.» Su tono de voz rezumaba ternura. «Un día, llegó un aventurero. Pero no confió en el Príncipe y no quiso tirarse por el Precipicio del Coraje. Decidió meterse en el Túnel del Control. El Príncipe intentó detenerlo y ambos se volvieron locos ahí dentro. Sólo regresó el Príncipe. Cuando alcanzó la ciudadela, estaba ensangrentado y moribundo. Incluso el poder del Jardín dentro de la barrera no pudo salvarlo.» Frunció el ceño. «Después de eso, mis compañeros han sido menos acogedores con los visitantes. Los entiendo. Los aventureros que entran en estas mazmorras han sufrido ya mucho antes de llegar y ya no son como eran antes de entrar. Al llegar al Jardín, sacan la espada sin pensar.»

Todos lo escuchábamos con atención. Meneé la cabeza.

«Así que he visto un recuerdo de ese Príncipe.» Supuse que lo había visto a través de la mente de Kala, pues dudaba que la bréjica hubiera conseguido atravesar mi Datsu. Me levanté. «Será mejor que crucemos el río y nos pongamos en marcha. Pero antes, dime una cosa, Galaka Dra. En ese recuerdo… dijiste que el Príncipe Caído era el tercer visitante que veías en trescientos años. ¿De verdad eres inmortal?»

Yánika y Jiyari aspiraron una bocanada de aire, incrédulos. El humano entornó los ojos, sonriente.

«No. Me conservo bien, eso es todo. La energía de este lugar ralentiza el envejecimiento y regenera.»

«¿Quieres decir que, si me quedara aquí trescientos años, no moriría?» pregunté con una mueca anonadada.

«Así es.»

Me quedé mirándolo con fijeza.

«¡Increíble!» exclamó Jiyari, maravillado. «¡Este lugar es increíble!»

«Eso quiere decir…» intervino Yánika, observando a Galaka con curiosidad, «¿que tienes más de trescientos años?»

El humano se levantó sin soltar su máscara y contestó, divertido:

«Nací en 4615 según el calendario de Úrjundith. La última vez que tuve visitantes, me dijeron que afuera había empezado el año 5601. Así que casi tengo mil años.»

Lo mirábamos, alucinados. Carraspeé.

«Ya los has cumplido de sobra, anciano. Estamos en el año 5630.»

«¡¿Eh?!» se alegró Galaka. «¡Mil quince años entonces!» Y protestó: «No me llames anciano.»

«A un milenario, ¿cómo quieres que lo llame? ¿Chaval?» me burlé. No acababa de creerme que aquel hombre con cara de tener mi edad tuviera más de mil años. Mil años vividos en aquella caverna…

«¿Qué has visto en ese recuerdo?» preguntó Yánika con interés.

Mientras colocábamos las mochilas en la barca, se lo conté. Jiyari silbó entre dientes al escucharme:

«Galaka, ¡ese hombre casi te mató con su hacha!»

«Ah, sí, bueno… Fue por miedo a lo desconocido,» lo justificó Galaka Dra con tono ligero. «No tenía realmente intenciones de matarme. O de eso me convencí. No se me ocurrió huir: era la primera vez que hablaba tanto con un saijit del exterior desde que llegué al Jardín.»

Rió. Mar-háï… Por lo visto, Galaka Dra hacía pasar antes su curiosidad que su vida inmortal. Aunque, ciertamente, después de pasar tantos siglos encerrado en aquel lugar… no me extrañaba que se aburriera.

«¡Tengo ganas de ver esa ciudadela!» admitió Yánika, expectante. «Un Jardín lleno de inmortales. Desde luego, las Mazmorras de Ehilyn son un mundo completamente aparte. Si los científicos supieran cómo replicar esta energía, ¿te imaginas, hermano? Nadie moriría…»

La perspectiva obviamente la tenía fascinada. Lústogan soltó con tono neutro:

«La muerte es una manera de equilibrar el mundo. Si se trajera la inmortalidad a los saijits, se rompería ese equilibrio.»

Puse los ojos en blanco.

«Hablas como si de verdad fuera posible llevar la inmortalidad por todas partes, hermano. Dudo de que ningún saijit sea capaz de crear una energía como esta. Ni siquiera reconozco su naturaleza.»

«No hace falta crear ninguna energía, » intervino Kala robándome el cuerpo. «Con fabricar un cuerpo como el de Tchag, sería suficiente para que nos reencarnáramos sin envejecer ni morir. ¡Claro que los saijits no se merecen algo así!»

«¿Eso crees, Arunaeh?» se sorprendió Galaka Dra agarrando un remo. «Mm… El cuerpo de Irsa… ese Tchag… fue creado con energía de este lugar hace unas décadas. Nuestro Jardín es especial. Si los saijits lo llaman la Fuente de las Aguas del Poder, es porque vieron salir de las Mazmorras a algún aventurero igual de joven que cuando había entrado, después de décadas pasadas desaparecido. Según oí decir a los últimos aventureros, las leyendas que se cuentan sobre estas mazmorras son famosas, pero cada vez menos gente se las cree. Desear la eterna juventud responde a un miedo natural, y a un impulso infantil. Pocos son capaces de buscarla de verdad. Incluso el Jardín no es infalible. En mil años, mi cuerpo ha crecido. El tiempo ha pasado. Y saberlo me tranquiliza.»

Sonrió y palmeó su barca ante nuestros ojos curiosos.

«El río está muy manso hoy: podremos pasar a la orilla sin problemas haciendo dos viajes.»

«¿No siempre está tranquilo el río?» preguntó Saoko. Miraba el río luminoso con desconfianza. Los barcos no eran lo suyo.

Galaka Dra se rascó el cuello, divertido.

«Bueno, sí. Siempre lo está. Por eso lo llamamos el Brillante Perezoso. Sus aguas suben y bajan constantemente por esta misma caverna. No entran por ninguna parte ni salen a ningún sitio porque esta caverna está completamente rodeada de roca-eterna. » ¿Rocaeterna?, resoplé. «Las aguas tienen un gran poder de regeneración, pero quien las toca se ve sumido en un profundo sueño durante largo tiempo, así que mejor que no bebáis de ellas. ¿Me echáis una mano?»

Nos invitó a empujar la barca y lo ayudamos con precaución. Primero, pasaron Lústogan y Saoko. El brassareño se agarró al borde de la barca con fuerza, esperando no marearse, pero cuando lo vi posar los pies en la otra orilla, lo hizo con firmeza. Mientras observábamos cómo Galaka Dra remaba de vuelta hacia nosotros, Jiyari comentó con suavidad:

«Es extraño. Desde que hemos bajado por el Precipicio del Coraje, tengo la impresión de conocer este lugar… ¿Tú no, Gran Chamán?»

Lo miré, sorprendido. ¿Qué? Yánika ladeó la cabeza, sobrecogida.

«¿Recuerdas haber estado aquí antes?»

«Er… Ya sé que suena raro,» rió Jiyari. «Precisamente yo, el Olvido, que ni siquiera recuerda los rostros de los demás Pixies en nuestra primera vida… Es extraño, ¿verdad? Pero por alguna razón siento que este lugar me es familiar. Recuerdo… un sentimiento agradable de alivio.»

«¿Alivio?» murmuró Kala. Trataba de recordar, pero por su frustración creciente adiviné que no lo conseguía.

«Esa es una buena señal, ¿no?» opinó Yánika. «Eso significa que tal vez Galaka Dra conoció a los Pixies. Podemos preguntárselo.»

«¡Buena idea!» aprobó Jiyari con los ojos brillantes. «Este lugar es tan hermoso… Y la ciudadela, me gustaría poder dibujarla cuando lleguemos antes de salir por el portal. No quiero olvidarla.»

Yánika sonrió.

«Yo tampoco. Hermano, ¿crees que nuestros Datsus nos protegerán cuando atravesemos el portal? Sería una pena olvidar todo esto.»

Me encogí de hombros.

«Ya se verá cuando lo pasemos.»

Por mi parte, desde que habíamos llegado ahí abajo, había sentido una incomodidad creciente que no entendía. Era como si faltara algo. Pero… ¿qué?

Galaka Dra llegó a la orilla y embarcamos. Sentada en el banco de atrás, Yánika se mordía un labio, intentando encontrar la mejor manera de hacer la pregunta. Jiyari abrió y cerró varias veces la boca sin atreverse a desconcentrar al barquero. Finalmente, suspiré y lancé:

«Di, viejo.»

«¿Mm?»

Sonreí, divertido.

«Ahora te identificas. Cada vez que lo pienso… Mil años. Eres una reliquia de los tiempos pasados. Tal vez incluso hayas vivido la famosa guerra entre los saijits y los demonios. Si bien recuerdo, pasó hace unos mil años.»

Galaka Dra frunció el ceño y dejó de remar.

«Esa guerra… fue la que nos trajo aquí.» Volteó y tuve un movimiento de arredro cuando vi sus ojos relampaguear. «¿Ya has vivido una guerra, joven Arunaeh?»

Extrañamente, me sentí intimidado. Pensar que esa persona de verdad había vivido la legendaria guerra contra los demonios… Abandoné mi tono ligero, admitiendo:

«No.»

«Tienes suerte.» Galaka alzó el remo y lo hundió de nuevo en el agua. Ya estábamos en la otra orilla y se apeaba cuando dijo: «Las guerras son el vacío. Dicen que la guerra que yo viví fue peor que todas las que siguieron. No sé si puede haber una guerra peor que otras pero… aquella fue una maldición para nuestra tierra durante muchos años. Y una maldición para nuestras almas. Al parecer, la primera palabra que aprendí fue «demonio». Esas criaturas, decían, eran monstruos terribles que devoraban las almas de los saijits. Cuando me encontré solo, sin familia, alguien me dijo que eso no era cierto, que era la guerra la que devoraba las almas. Me trajo aquí, junto con otros niños, cuando era aún muy joven. La mitad de ellos eran demonios, igual de huérfanos que yo. Prometimos a nuestro salvador, Márevor Helith, que no nos mataríamos entre nosotros, pero los mayores no cumplieron la promesa. La guerra llegó incluso hasta este Jardín.»

Calló, ensombrecido. Entonces, espabiló y se puso a amarrar la barca. Desembarqué en silencio. ¿Márevor Helith? ¿No había hablado Kelt, el preso runista, de ese mismo hombre? Lo había presentado como al nigromante que había presuntamente ayudado a los zads a crear las Mazmorras de Ehilyn y sus portales de teleportación. Meneé la cabeza. Fuera como fuera, ¿por qué Galaka nos contaba todo eso si creía que íbamos a olvidarlo todo al pasar el portal? Con indecisión, Yánika preguntó:

«Es duro estar encerrado en este lugar, ¿verdad?»

Galaka Dra marcó una pausa, como sorprendido, antes de acabar el nudo y levantarse.

«¿Duro?» Sonrió. «No lo es. Le estoy agradecido a Márevor Helith por haberme traído aquí. De no ser por él, no habría pasado los ocho años de edad. Durante mucho tiempo creí que me trajo aquí porque contesté mal a su pregunta, aquel día.»

«¿Su pregunta?» inquirió Jiyari, curioso.

Galaka señaló el camino que bordeaba el río y se puso a andar mientras contestaba:

«¿Quieres vivir?»

Esperó, como si aguardara también él una respuesta. Puse los ojos en blanco mientras lo seguíamos y Saoko masculló:

«¿Qué importa lo que quieres en una guerra?»

Galaka enarcó una ceja.

«Supongo que precisamente por eso lo preguntó: porque él podía ir más allá de esa guerra. Márevor era poderoso. Y yo era débil. Por eso le contesté: no quiero nada.»

Hubo un silencio.

«Eso es… terrible,» murmuró Yánika, impactada.

Galaka Dra se echó a reír.

«Eso mismo me dijo Bellim.»

«¿Bellim?»

«Uno de los niños que rescató Márevor Helith, uno de los cinco que siguen en el Jardín,» explicó Galaka. «Él contestó que quería vivir sin miedo. Delisio contestó que quería seguir viviendo para vengar a sus padres y matar a todos los demonios del mundo. Creo que Márevor Helith trajo aquí a todos los niños huérfanos que encontró en la guerra independientemente de sus respuestas. Incluso después de tanto tiempo, cada uno de nosotros tiene una manera de ver el mundo.»

Nos sonrió sin detenerse. Hice una mueca. Aún me costaba creerme que estuviera hablando con una persona de los tiempos pasados. Carraspeé:

«¿Dónde está ahora ese Márevor Helith? ¿Muerto?»

Galaka Dra me miró con cara asustada.

«¿Muerto? ¡No! No puede morir. Es un nakrús. Un ternian que superó la muerte con sus artes nigrománticos. Debe de estar en algún sitio… tal vez salvando otras vidas. Eso es, en mil años, ¿qué le va a pasar?»

Obviamente mi pregunta lo había puesto nervioso. Yánika intervino:

«Galaka, ¿por casualidad no conocerás a los Pixies del Caos?»

Galaka dejó de murmurar para sí mismo y parpadeó.

«¿Los Pixies del Caos? No. Como veréis, no conozco a mucha gente que sigue viva…»

«Tal vez no los conozca como los Pixies del Caos,» comentó Jiyari. «Pero… el golem de acero, la gata vampira… y Lotus tal vez…»

«¿Lotus?» repitió Galaka Dra. Alzó la mirada hacia el lejano techo iluminado y suspiró. «Ya… Lotus Arunaeh. Supongo que no sirve de nada pensar que no tenéis nada que ver con esto. Al fin y al cabo, ¿en qué estoy pensando?»

Entorné un ojo. ¿Huh? ¿Qué quería decir con eso? Bajo nuestras miradas perplejas, se detuvo.

«Os diré una cosa. Weyna, Yataranka, y Delisio, y Bellim, pero sobre todo Weyna están esperando el cumplimiento de una promesa hecha por Lotus Arunaeh hace… ¿Dijiste que estábamos en 5630? Bueno, pues hace sesenta años exactos. Pensamos que Lotus había olvidado su promesa al pasar el portal. Además ya debe de estar muerto después de tanto tiempo. Así que supongo…» Me miró con intensidad. «Tú tienes los mismos ojos que Lotus Arunaeh. ¿No serás un descendiente directo?»

«¿Un des…?»

Me atraganté con la saliva, ahogando una risa.

«Drey, Lústogan y yo somos hermanos,» intervino Yánika. «Nuestra abuela paterna es hermana de Lotus Arunaeh. ¿Así que Lotus Arunaeh pasó por este lugar? ¿E hizo una promesa?»

Galaka Dra hizo una mueca.

«Sí. Habéis prometido que me llevaréis con vosotros después de pasar el portal. Eso no lo habéis olvidado, ¿eh? Los Arunaeh cumplen con sus promesas, según Lotus Arunaeh. ¿Tal vez hayáis venido a cumplir la suya?»

«¿Qué prometió?» pregunté, retomando mi seriedad. ¿Y por qué insistía tanto en querer salir del Jardín si tan contento estaba con su larga vida?

Galaka Dra suspiró.

«¿No lo sabes?»

Nos dio la espalda y prosiguió andando. Intercambiando miradas intrigadas, lo seguimos, pero él no añadió nada. No había camino propiamente dicho: Galaka Dra se contentaba con bordear el río, pasando sobre la tierra arenosa y acariciando distraídamente las plantas. En un momento lo oí murmurar a un grueso tallo con una flor azul:

«Ah, Fanfra, amiga mía, cuídate. La próxima vez que nos veamos, si es que nos vemos, te traeré bayas…»

“¿Está hablando con la planta?” se sorprendió Kala.

“Eso parece,” confirmé, curioso. ¿Para qué le iba a dar bayas a una planta? ¿Era frugívora? “No lo mires raro, Kala. Cuando uno pasa mucho tiempo solo, comunica con lo que hay. Mira, de pequeño, yo solía hablar con las rocas.” Esbocé una sonrisa. “Era todo un caballero. Les decía: siento la intrusión, por favor deja que te haga estallar en pedazos.”

Kala se carcajeó mentalmente.

“Qué educado.”

El camino se prosiguió tranquilamente. Galaka Dra se absorbía despidiéndose de las plantas con singular emoción. Ninguno de nosotros se atrevía a hacerle más preguntas y nos contentábamos con admirar el lugar y avanzar. Así como Galaka Dra se interesaba por las plantas, advertí la mirada de Lústogan posarse en guijarros y rocas… En un momento, recogió una pequeña piedra azul.

«Lapislázuli,» la reconocí.

«Mm. Este lugar es una verdadera mina de rocas distintas, » comentó.

Lo era. En el camino que llevábamos, había reconocido una veintena de rocas raras. Tras una vacilación, sonreí y lo reté:

«El último en ver una piedra distinta de aquí a la ciudadela gana. No vale repetirlas.»

Lústogan puso los ojos en blanco.

«¿Qué edad tienes, hermano?»

«Dieciocho. Lapislázuli.»

«Esa la he encontrado yo,» protestó Lúst. «Bah. Está bien. Cuarcita.»

«Granito.»

«¿Sólo vas a lo fácil?» resopló. «Mármol blanco.»

Seguimos así jugando. Llevábamos una hora avanzando entre plantas y rocas exóticas cuando nos alejamos del río, rodeando una gran roca, y vimos aparecer un alto muro de setos floridos.

«La Arboleda de Irsa,» declaró Galaka Dra. «Os va a encantar. Aunque no hay tantas rocas como plantas.»

El humano nos guiaba hacia la entrada cuando, de pronto, una voz femenina resonó, airada:

«¡¿OTRA VEZ, GALAKA DRA?!»

Me paralicé. Mi órica errática no me avisaba de nadie a proximidad. Vi la mirada asombrada de Yánika sondear los setos. Y fue entonces, antes incluso de ver a la joven elfa de pelo azul, cuando entendí qué era lo que me volvía incómodo. Como mi órica, la bréjica se deshilachaba en ese lugar. El aura de Yánika… no tenía efecto.