Página principal. Los Pixies del Caos, Tomo 4: Destrucción

17 La voz del clan

«Si todos los hermanos gemelos fueran como Lotus y yo, este mundo sería un desastre.»

Sombaw Arunaeh

* * *

Cuando llegamos ante la aldea, la rodeamos hasta el principio del Camino Azul que subía hacia el Templo del Viento. Más de un alma nos había visto ya y estaba seguro de que el Gran Monje estaría al corriente de nuestra llegada. Avisté a Rao, Jiyari y Saoko sentados en una roca al pie de la colina y, ante mi mirada interrogante, Rao lanzó:

«El novio se nos ha ido de las manos, se ha escurrido de la invitación del Gran Monje y ha salido como el viento sobre un anobo del establo.»

«Una partida rápida,» resoplé.

Sentí que la Pixie establecía una conexión bréjica conmigo y pregunté:

“¿Crees que realmente no puede recordar nada de lo del laboratorio?”

“Estoy segura. Lo único que no sé es si, siendo él mismo algo brejista, no sería capaz de averiguar que sus recuerdos han sido borrados.” Se acercó y, sintiendo de pronto la presencia de un nuevo vínculo bréjico, miró a Sombaw con los brazos cruzados y una mueca expectante. “Bueno… ¿Se lo has contado todo, eh?”

“Andaba muy lento…” carraspeé.

Los ojos envejecidos de Sombaw chispearon.

“¿Así que tú eres la aprendiz de mi hermano Lotus? Aema la Discípula del Gran Mago Negro. Así te apodaban en la guerra, ¿verdad?” Marcó una pausa. “Dime, ¿fue un buen maestro?”

Los ojos de la Pixie lo escudriñaron.

“Lo fue.”

Sombaw asintió, pensativo.

“Mm. Pero te dejó muy pronto sin habértelo enseñado todo, ¿verdad? Debe de haber sido duro, reencarnar mentes sin ayuda. Sin duda debes de quererlos mucho.”

Se refería a los Pixies. Rao sonrió con todos sus dientes, me miró y contestó en voz alta:

«Con todo mi corazón.»

En ese momento, Kala sintió una viva emoción hacia ella. Me sonrojé y mi Datsu se desató. Me aclaré la garganta.

«Subamos.»

Apenas llegamos arriba vi aparecer por la puerta del templo a varias figuras bien conocidas. El Gran Monje y su consejero Dalfa, por supuesto. Pero no sólo. Iban acompañados de dos Arunaeh: mi padre y Mewyl. ¿Qué hacía ahí el hermano del líder del clan? Entonces, antes de que los alcanzáramos, percibí el aura ansiosa de Yánika. La vi salir corriendo del templo seguida de Yodah.

«¡Hermano!» resolló.

La alegría de verla me hizo olvidar todo el resto y sonreí anchamente adelantándome.

«Yánika. ¿Estás bien?»

Mi hermana asintió con firmeza llevándose la mano a la sien donde había tenido la herida que, apenas una semana antes, el médico del comandante de los Zombras había estado cuidando.

«Anteayer me quitaron los puntos y llegamos al templo ayer,» contestó. «Yodah dijo que te habías ido a Dágovil. ¡No esperábamos verte tan pronto!» Sonrió al ver a mis compañeros. «¡Hola, Jiyari! ¡Y Saoko! ¡Así que has vuelto!» se alegró. Sus ojos negros se posaron en Rao. «¿Quién…?»

Calló, porque la presencia de tanto Arunaeh adulto la intimidaba. Sonriente, posé una mano sobre su mata de trenzas antes de girarme hacia Yodah, Mewyl y mi padre. Sombaw los saludaba con tranquilidad:

«Hola, familia. Hola, Gran Monje. ¿Cómo te va? Hace tiempo que no me pasaba por aquí.»

«Sin duda, ¿tal vez veinte años?» estimó el Gran Monje. «Por favor, siéntete como en casa y permitid que os invite hoy a todos a la cena. No todos los días se tienen a tantos Arunaeh en mi Orden. Tal honor bien merece una cena.»

Mewyl realizó un gesto seco con la cabeza, signo de que aceptaba la invitación. El Gran Monje agregó:

«Drey. Si no te molesta, pásate a verme antes de la cena.»

Asentí.

«Con placer, Gran Monje.»

Cuando se fue el líder de la Orden del Viento, noté las miradas inquisitivas de todos posadas sobre mí.

«Volvamos a tu casa, Fralm,» propuso Mewyl a Padre. «Comeremos con tranquilidad mientras hablamos.»

Se pusieron en marcha colina abajo. Rao carraspeó mentalmente.

“¿Hay albergues en la aldea?”

Entendí que tanto ella como Jiyari se sentían fuera de lugar con tanto Arunaeh. Contesté en voz alta:

«Hay un albergue llamado El Guante Rojo. ¿Tenéis con qué pagar?»

Rao puso los ojos en blanco.

«Tengo. Nos vemos mañana.»

“Si te surge un problema, ya sabes dónde estamos,” agregó.

Otra vez tuve esa impresión de que Rao me veía un poco como el pequeño Kala aterrado al que todavía tenía que proteger. Al llegar abajo, le palmeé el hombro a Jiyari.

«Pasad buena tarde y aprovechad para visitar el lago y la cascada. Tal vez pueda unirme a vosotros… si tengo tiempo.»

Vi a Rao y a Jiyari alejarse hacia la aldea. En el aura de Yánika murmuraba la decepción.

«¿No pueden quedarse a dormir también en la casa?»

«No cabrían, hermana,» me burlé. «Yo mismo dormiré en el templo.»

«Compré una casa más grande,» replicó Padre sin girarse ni ralentizar el paso. «Tú cabes. Los que no caben son los que no son de la familia. Por ejemplo, el drow que te está siguiendo.»

Se refería a Saoko. Caray, es verdad, me seguía tan bien que a veces olvidaba que ocupaba espacio… Puse los ojos en blanco ante el cruel pensamiento y dije:

«Saoko no molesta, Padre. Lústogan lo mandó.»

«Me importa bien poco quién lo mande, hijo. No entrará en mi casa.»

No dije nada. El aura de Yánika se llenó de reproche.

«No es nada, Yani,» murmuré. Y sonreí retomando más alto: «Alquilaré un cuarto en El Guante Rojo y dormiré con Saoko y mis demás compañeros. Si quieres unirte, Yani…»

El rostro de mi hermana se iluminó.

«¡Voy! Quiero conocer a la chica con la que ibas. Kala y ella parecen tener un lazo fuerte. ¿Quién es?»

¿Tan sólo la había visto unos minutos y ya sabía tanto? Resoplé.

«Es Rao.»

Noté la leve pausa que marcaron Mewyl y mi padre. Pero no comentaron nada. El aura de Yánika, en cambio, se había vuelto un torbellino de asombro.

«¡Rao!»

Yodah apuntó con tono ligero:

«Esto se pone interesante. Vamos a tener toda la tarde para hablar largo y tendido.»

La casa se situaba no muy lejos del lago y más cerca del templo que la antigua. Al llegar ante ella, Saoko se arrimó a un árbol junto al camino. No parecía tan fastidiado de tener que esperar y preferí no recordarle que era libre de ir adonde quisiese. Me dirigí hacia la puerta principal con los demás. La casa era de hecho más grande que la choza en la que habíamos vivido Yánika y yo durante los últimos meses antes de nuestra etapa de vagabundeos. Eso sí, estaba exenta de decorados. Como a muchos Arunaeh, a Padre no le gustaban las florituras.

Cuando subí a la veranda, me fijé en una joven ahijada Arunaeh que limpiaba la madera del suelo con una esponja. Al vernos, su Datsu negro se expandió por su rostro y se levantó inclinándose. ¿Cómo se llamaba ya? La había visto más de una vez en la isla, pero no recordaba su nombre. ¿Laytel? ¿Kaytel?

«Teytel,» soltó Mewyl.

Debió de añadir una orden por bréjica, pues Teytel asintió prestamente y entró con nosotros para dirigirse directamente a lo que parecía ser la cocina. La sala a la que habíamos llegado estaba casi vacía, señal de que Padre acababa apenas de comprar la casa. Ni siquiera había mesilla ni cojines.

Yodah se sentó sobre el parqué limpio con las piernas cruzadas. Sombaw lo imitó comentando:

«¡Ah-ah! Qué alivio sentarse después de una larga caminata. Aunque no sé si luego seré capaz de levantarme,» rió.

Todos sonreímos. Salvo Mewyl. El hermano de Liyen era conocido en el clan por ser uno de los miembros con menos propensión a sonreír. Yo nunca lo había visto hacerlo. Pese a todo, según Padre, era un gran estudioso, no tan buen brejista como su hermano mayor, pero tenía conocimientos diversificados en muchas materias, convirtiéndolo en un consejero cuyos juicios eran casi siempre acertados. Recordaba que, hacía años, el Gremio de las Sombras le había propuesto un puesto de juez anticorrupción en Dágovil y, tras rechazarlo, yo mismo lo había oído decir a Padre que el día en que los Arunaeh se metieran en política Sheyra lloraría desconsoladamente hasta inundar la isla de Taey. Mewyl era, pues, un Arunaeh hasta la médula que ignoraba los asuntos mundanos. Pero defendía su familia con ahínco.

Una vez sentados los seis en círculo, Padre soltó:

«Hijo. Te veo reposado. Por lo que me ha contado Yodah, te encomendó una misión. ¿La cumpliste?»

Mi garganta se bloqueó un instante.

«Te refieres a destruir los collares, supongo. No. No la he cumplido todavía. Por lo que sé, había una caja de collares con espectro en el fuerte de Karvil y Perky de Isylavi tenía que venderlos al Gremio. Pero no pude llegar hasta ellos. Todavía,» apunté.

«Cuenta desde el principio, Drey,» intervino Yodah alzando un índice. «Las historias se aprovechan mejor cuando son cronológicas. Desde que saliste del puesto fronterizo. Hasta el Templo de la Verdad, del que sin duda has salido llevándote a nuestro gran Sombaw.»

La atención estaba enteramente puesta sobre mí. Tragué saliva y observé un instante el silencio de la casa ordenando mis pensamientos. Entonces, me lancé. Les conté todo acerca de los Cuchillos Rojos y los Pixies liberados. Suavicé el episodio del laboratorio para que Yánika no reaccionara violentamente y presenté a los científicos como locos, lo cual eran: ninguno de ellos, exceptuando a Perky, había mostrado escrúpulo alguno. Pese a todo, lo sucedido turbó profundamente a Yánika. Se alegró, sin embargo, al saber que Orih estaba a salvo.

«¿Mataste a alguien?» preguntó Yodah con calma.

«No,» aseguré. «No soy guerrero. Me ocupé de destruir los collares que llevaban los once dokohis y Orih.»

«¿Y esos dokohis liberados?» inquirió Padre. «¿Qué hicisteis con ellos?»

Hice una mueca.

«Nos los llevamos la Superficie con la ayuda de las gárgolas.»

Por un momento, sentí la sorpresa de todos. Llevarse a once dokohis inconscientes por los túneles había sido, de hecho, toda una odisea. Proseguí con el resumen. Hablé de la roca-eterna y de ese enorme remanso de paz cónico cuya cima daba a la isla de Daguettra. Hablé del trastorno de Orih con tono meramente técnico y acabé con mi encuentro en el Templo de la Verdad con Sombaw, la aventura con los demonios y mi recién descubrimiento sobre la verdadera identidad de Mani. Cuando callé, Teytel ya había posado ante cada uno de nosotros un plato variado de cereales. Mi voz había enronquecido algo y bebí de un trago todo el vaso de agua antes de empezar a comer.

«Pues sí que te han pasado cosas en una semana,» dijo Yodah con diversión. «Aunque cuando oí lo ocurrido en el Gran Lago tuve la sensación de que tal vez estarías relacionado con eso. ¡Tranquilo! No se cuenta nada acerca de los Arunaeh atacando peregrinos o laboratorios. El Gremio tiene tantos enemigos que no sabe a quién echar la culpa. Así que de momento se la han echado a la gárgola. Por lo visto el malvado Axtayah ha capturado a varios peregrinos y se ha esfumado. Adiós gárgola de los milagros. En cuanto a los científicos del laboratorio secreto, obviamente, no van a hablar de ellos. Trabajo secreto, muerte secreta. Aunque Zenfroz bien que intentó averiguar si sabía yo algo del tema.»

Fruncí el ceño.

«¿Zenfroz?»

Yodah se carcajeó de buena gana.

«¿Ya te has olvidado de él, Drey? Zenfroz Norgalah-Odali. El gran comandante de los Zombras, segundo hijo de Varandil y tal y cual…»

Resoplé.

«Es verdad. ¿Así que te tanteó?»

«Y bien burdamente, me temo. Pero me mantuve educado, como siempre,» sonrió el hijo-heredero.

Se metió una cuchara bien llena de cereales en la boca. Mi padre posó su vaso, pensativo.

«Así que los collares que iban a ser vendidos por ese Isylavi estaban en el fuerte de Karvil. Es una buena y mala noticia.»

«Con un poco de suerte, puede que sigan ahí,» apunté. «Perky estaba con nosotros hasta hace nada, así que…»

«Poco importa ese Isylavi,» intervino Mewyl. «El mismo o-rianshu en el que asaltasteis el laboratorio, el fuerte de Karvil fue atacado por dokohis y, muy probablemente, se llevaron la caja con los collares.»

Por un momento, creí haber oído mal. Entonces, jadeé. ¿Los dokohis de Zyro habían recuperado los collares?

«Collares modificados,» meditó Yodah. «No se sabe hasta qué punto los podrán usar como ellos piensan.»

«Si yo fuera el Gremio,» dijo Padre con una sonrisilla, «habría modificado las instrucciones de los collares para ordenar la muerte de Zyro. Finges perder un cargamento y se los dejas a los dokohis…»

«El Gremio no es tan sutil,» lo cortó Mewyl, alzando la mirada hacia el techo. «Pero una cosa es cierta: están entrenando a más brejistas de lo que dejan aparentar.»

«Nada de lo que preocuparse,» aseguró Yodah. «La mayoría serán brejistas de poca monta. Una pena que se haya ido ese Isylavi, Drey. Me hubiera gustado hablar con él. Los Isylavi no son una familia que se destaque por la bréjica precisamente.»

No. Se destacaban más por sus negocios e intrigas. Mewyl tenía el ceño fruncido cuando dijo:

«Hay algo, sin embargo, que me preocupa. Entender el funcionamiento de esos collares requiere un nivel muy avanzado de bréjica. Y modificarlos a su antojo es todavía más difícil. Lo sé por haberlos estudiado.»

Hubo un silencio. Padre se giró hacia mí, absorto.

«Drey. Dices que Lotus podría estar en manos del Gremio. Si es cierto, podrían haberle sacado conocimiento sobre esos collares pero… ¿en qué te basas para creer que lo tiene el Gremio?»

Me mordí la lengua, incómodo.

«En nada seguro,» confesé. «Rao dijo que, justo al final de la guerra, Lotus le dejó una piedra bréjica diciéndole que iba a entregarse al Gremio.»

«¿Lotus se entregó al Gremio?» se extrañó Yánika.

«Sí. A cambio de información, el Gremio le permitió salvar a Boki y reencarnarlo. Después de tantos años, no sé si seguirán vivos.»

Recibí las miradas pensativas de mis mayores. Yodah se aclaró la garganta.

«Dime… Siendo Rao quien es, ella sabe más que nosotros sobre el Lotus de la guerra. Ella sabe que Lotus y Liireth son una misma persona. Y tengo la impresión de que también sabe que Lotus es Arunaeh.»

Asentí.

«Lo sabe.»

Capté el intercambio de miradas y me tensé. ¿Qué importaba que Rao supiera que Lotus era Arunaeh? Ella respetaba a Lotus como a un Padre. Quería salvarlo como los Arunaeh.

«¿Alguien más sabe quién era Lotus?» preguntó mi padre.

Hubo un silencio en el que no reaccioné.

«Tenemos que saberlo, Drey,» insistió Mewyl. «¿Jiyari, tal vez?»

Asentí sin decir una palabra. Sí, Jiyari también lo sabía y… y también…

«¿Los Ragasakis?» soltó Yodah con un suspiro.

Asentí sintiendo que la sangre se me subía a la cabeza.

«Creía que ya lo habían adivinado, así que… se lo dije.»

Oí los suspiros de mi familia. Mewyl retomó:

«En cualquier caso, si de verdad el Gremio tiene a Lotus, nos engañó por completo.»

«Y nosotros seguimos trabajando resolviendo casos para sus jueces e interrogando a espías,» se lamentó Yodah. «Por una buena razón decidí trabajar en Donaportela y no en Dágovil. Esas serpientes siempre han querido usarnos como les daba la gana.»

Siguieron hablando, pero dejé de escucharlos realmente. Mis pensamientos le daban vueltas a las consecuencias que podía tener un secreto como el que yo había desvelado a los Ragasakis. Si se llegara a saber públicamente que Lotus Arunaeh era Liireth, el Gran Mago Negro de la guerra de la Contra-Balanza… nuestro clan iba a tener que pasar por un infierno de acusaciones, compensaciones y condenas. Dicho de otro modo, podía causar un buen lío.

Mientras las voces de mis parientes conversaban tranquilamente sobre el Gremio, sentí el Datsu desatarse lentamente pero sin parar, disipando mis sentimientos. Había sido un bocazas sin siquiera pensar que algo así pudiera poner a mi familia en peligro. Y eso era lo que más me preocupaba: que no lo hubiera pensado.

Yánika acabó por darse cuenta de que tenía un problema porque se deslizó hasta mí, turbada.

«¿Hermano? ¿Qué…?»

Con el aplomo del que no tiene prisa, posé ambas manos contra la madera y me incliné muy bajo hacia mi familia. En vez de hacerme caso, me ignoraron. Sabían por qué me sentía o más bien me había sentido avergonzado. Y consideraban que pedir perdón no era una manera de redimirse. Tenía que ser eso. A menos que simplemente estuviesen tan enfrascados en su conversación que no me hubiesen visto. Tampoco tenía prisas por que me vieran. Aunque se decía que, cuantas más veces uno se inclinaba para pedir perdón, más faltas cometía luego. Cuestión de probabilidades. Pero yo era un Arunaeh: no iba a volver a cometer la falta de hablar de más. Incluso con Kala en mi mente. No quería por nada del mundo poner en peligro a mi familia…

«Muchacho, se te van a enfriar los cereales,» soltó de pronto Sombaw.

Abrí los ojos. Las voces, esta vez, callaron. Tras un silencio, Yodah resopló.

«Todo el mundo comete errores. Hasta los Arunaeh, Drey. Por fortuna, quienes te oyeron son amigos tuyos, aventureros sin influencia alguna y, además, de la Superficie. La probabilidad de que nos salpique es pequeña. Aunque se fueran de la lengua, tendrían que revelar esa información a un enemigo con influencia con ganas de fastidiarnos, y el mayor enemigo que se me ocurre en estos momentos es el Gremio y ya está al corriente.»

Tenía razón. Había sido un bocazas de todas formas. Pero Yodah tenía razón.

“Oye, Drey, si tienes algún trauma, puedo intentar quitártelo como a Anuhi,” me propuso amablemente Kala.

Apreté los labios ahogando mal una carcajada y golpeé inconscientemente la frente contra el suelo.

“No me hagas reír ahora…”

“Reír es bueno,” me animó. “Pero no te golpees contra el suelo, por favor. Nuestra cabeza no es de acero.”

Dejé escapar otra risa ahogada.

“Tú sí que te burlas de mí, Kala.”

“Noo, qué mal pensado.”

El Pixie repetía con mordacidad lo mismo que yo le había replicado antes. El aura de Yánika se había relajado de pronto, llenándose de diversión, y alcé la cabeza para encontrarme con las miradas sorprendidas de mi familia. Les dediqué una sonrisa irreprimible.

«Perdón, no me he vuelto loco, tranquilos, es Kala,» dije. «Es un gamberro.»

«Ya sois dos,» carraspeó Padre, socarrón.

Con el Datsu ya atado a su nivel normal, agarré de nuevo mi plato. Al ver a tantos miembros de mi familia juntos y recordar cuánto tiempo hacía desde que no comía con mi padre, sentí una leve emoción llegar hasta mí. Mi sonrisa se serenó, absorta.

«Gracias. Digo… por la comida. Está deliciosa.»

Me respondieron con sonrisas burlonas. Salvo Mewyl, por supuesto. Él nunca sonreía.