Página principal. Los Pixies del Caos, Tomo 4: Destrucción

8 La paz de la frustración

Nos surgieron varios problemas al mismo tiempo. Primero, Axtabah y Nartayah tenían por lo visto problemas de memoria y no querían salir de su cuarto porque, decían, entre desvarío y desvarío, que estaban a gusto. Segundo, Rao nos informó de que los collares habían sido tan modificados que no había conseguido entenderlos aún. Estaba frustrada. Había logrado cortar los lazos bréjicos del collar hacia la mente de Orih, así que al menos a ella la liberé, pero por más que Livon le diese palmaditas y Tchag le estirase de la oreja, la mirol no despertó. Sólo esperaba que no le hubiesen hecho nada grave.

Eché un vistazo hacia el túnel donde se encontraba el cuarto de las gárgolas y mascullé:

«Iré a avisar a Axtayah. Él sabrá sacar a sus hijos de ahí. Si no consigues controlar los collares, Rao, los destruiré y pasaremos al plan alternativo.»

Arrodillada junto al segundo dokohi sacado de la cápsula, Rao alzó la vista, extrañada, y quitándose el pañuelo de delante de la cara repitió:

«¿El plan alternativo? ¿Qué plan alternativo?»

Sonreí.

«Se le acaba de ocurrir a Kala.»

Este agitó nuestra cabeza con cierto orgullo asegurando:

«La idea es mía, de Kala.»

Todos me miraron con expectación, tan atentos que tan sólo se oyó el chisporroteo continuo del laboratorio. Puse los ojos en blanco mentalmente.

“No te duermas en tus laureles, Kala, están esperando,” le notifiqué.

Kala tosió para aclararse la garganta y dijo:

«He estado pensando. Ya que no podemos llevar hasta Arhum a los dokohis despiertos y controlados, ¿por qué no destruimos los collares y llevamos a la gente a la Superficie? Le pediré ayuda a Axtayah.»

Cayó un silencio atónito. Sirih reaccionó la primera soltando una carcajada:

«¿Llevarlos a la Superficie?»

«¿Por la cueva de la que hablaste?» entendió Livon.

«Si no pueden andar, no podemos transportarlos nosotros solos,» argumenté. «Necesitamos la colaboración de las gárgolas.»

Zélif sonrió levemente y golpeteó su nariz con el índice.

«El plan es atrevido. Pero es cierto que Axtayah parece ser una gárgola con la que se puede tratar. Me parece viable.»

«Más que viable, ¡es una gran idea!» apoyó Livon, siempre optimista. «¡Nosotros también los acompañaremos! Así volveremos a la Superficie mucho antes. ¿No lo habéis pensado?»

Alternó su mirada con rapidez. El permutador había recuperado por segunda vez a Orih y estaba obviamente ansioso por volver a casa antes de que nos la raptasen esta vez unos orcos, centauros o qué sé yo.

«Attah,» suspiró Rao. «Eso nos cambia todos los planes.»

La Pixie tenía el ceño fruncido y manoseaba nerviosamente su cuerda de saltar atada a su cintura. Seguía frustrada por no haber sido capaz de controlar el collar. Que hubiesen modificado tanto una mágara que ella misma había ayudado a crear la contrariaba, pero el que su plan no hubiese salido como ella quería la enfadaba todavía más. Al fin y al cabo, no sólo estábamos ahí para destruir el laboratorio sino también para salvar a los que habían estado sufriendo en él. Pero, si estos no despertaban, no podríamos llevarlos a ningún sitio solos. Se levantó.

«Está bien. Encárgate, Kala. Habla con Axtayah y pregúntale si es factible.» El Pixie asintió enérgicamente y sentí con diversión su profunda satisfacción al ver que su idea era aceptada. Rao prosiguió: «Si está de acuerdo, en el peor de los casos, les pediremos que se los lleven a todos. Pero seguiré intentando. Voy a verificar si todos los collares son iguales. Vamos a sacar a los demás de las cápsulas,» declaró. «Los efectos de la ryoba deberían mantenerlos dormidos durante un tiempo, pero maniatadlos, por si acaso. Chihima, ve a comprobar que Aroto no tiene problemas de su lado. Samba, acompaña a Kala y guíalo por la niebla hasta la capilla: recuerdo que el Kala de antaño no tenía ningún sentido de la orientación.» Recuperó una sonrisilla ante la expresión de protesta que se pintó en mi rostro. Rebuscó algo en su bolsillo y agregó: «La llave de la cripta.»

Me la arrojó y la cogí al vuelo. Mientras me alejaba a buen paso hacia el túnel por el que habíamos entrado, hacia las escaleras y la cripta, me fijé en que Saoko me seguía. A él no le interesaba salvar a dokohis ni toda esa operación; a decir verdad no sabía qué era lo que interesaba a ese hombre pero lo que sí sabía era que siempre lo tenía detrás de mí. Subíamos las escaleras hacia la cripta, Samba delante, cuando Kala preguntó:

«Oye, Saoko. ¿Qué opinas de mi idea?»

Saoko enarcó una ceja y se encogió de hombros. No dijo nada y Kala empezó a tener dudas. Suspiré.

“Ya conoces a Saoko: opinar es un fastidio.”

Kala meditó mis palabras. Al llegar a la cripta, ignoró el cuerpo del guardia que seguía inconsciente, sonrió y se giró hacia el drow.

«¿Sabes qué? Me caes bien. Eres un tipo simple como yo. Me gustan los tipos simples.»

La sorpresa que se dibujó en el rostro de Saoko no tenía precio. Me carcajeé mentalmente y la sonrisa de Kala se ensanchó. El drow chasqueó la lengua.

«Hablas demasiado.»

Mmpf. ¿Demasiado? Me pregunté qué diría si en vez de protegerme a mí Lústogan le hubiese pedido proteger a la cotorra de Sharozza. Contar las veces que diría «qué fastidio» al día se volvería todo un logro, adiviné, burlón. Sonriente, ignorando la respuesta seca, Kala sacó la llave y abrió la reja.

“Ciérrala,” le dije. “Si viene alguien, la liamos.”

“Piensas en todo,” me admiró Kala.

Sí… También había pensado en que, si nos pasaba algo de camino a ver a Axtayah, dejaríamos a nuestros compañeros con una única escapatoria: la pequeña isla donde Aroto montaba la guardia. ¿A no ser que Rao supiese forzar cerraduras? Estaba aún dando vueltas a las peores posibilidades cuando Kala preguntó:

«¿Dónde está Samba?»

Nos habíamos metido entre la hierba, la niebla y las sepulturas. Saoko estaba detrás. Demonios… me distraía un minuto y Kala ya se perdía. Entonces, oí un maullido desganado. Kala suspiró de alivio y lo siguió. Pronto alcanzamos la barrera que señalaba el final de la zona prohibida. Todo estaba silencioso, lleno de oscuridad y olor a tierra. Sentí una nueva respiración y, al tiempo que recordaba que en esa niebla era mejor que no usara demasiada órica, me pregunté de quién sería.

«¿Jiyari?» dije en voz baja. «¿Eres tú?»

«Por Tatako,» respondió este en un jadeo. «Creía que eras un guardia. ¿Dónde estás?»

«Por aquí,» le dije.

Al fin, nos tocamos. Le expliqué lo sucedido en cuchicheos y concluí:

«Vamos a ver a Axtayah. Quédate aquí.»

«Claro…»

Samba nos guió con maullidos bajos. Tenía la impresión de que la niebla se había hecho aún más espesa. No se veía nada. Cuando llegamos a los peldaños de la capilla circular, un olor intenso más bien agradable me alcanzó. Vi las linternas encendidas alrededor de todo el lugar. Subí los últimos peldaños solo y pude ver a las siluetas de los peregrinos. Algunos estaban como dormidos. Otros se enderezaban y volvían a caer o rodaban por el suelo emitiendo gemidos desarticulados. Estaban drogados, entendí. Estaban…

Attah. Decía Kala que pensaba en todo… Y un cuerno.

El narcótico me había llegado de pleno y yo ni me había enterado, porque, gracias el Datsu, a mí no me afectaba tanto como a Kala. Pero lo sentí cuando mi cuerpo empezó a perder fuerza, influenciado por el aturdimiento de Kala. A grandes males, grandes remedios: hice venir aire puro de fuera con mi órica, aspiré una bocanada y, manteniendo la humareda rosácea lejos de mi rostro, me dirigí hacia donde se encontraba la gárgola. Esta estaba repantigada contra el pilar central, tan rodeada de peregrinos que logré pasar de milagro sin pisar a nadie. Aparté unas manos que agarraban a la gárgola como si el tocarla fuera a darles la salvación.

«Axtayah,» murmuré inclinándome hacia él. Lo agarré de una oreja. «¡Axtayah!»

Abrió un ojo. Me vio. Abrió los dos ojos y se enderezó de golpe, tan bruscamente que el pilar central emitió un ruido fuerte. Me estremecí.

«No seas tan ruidoso,» lo recriminé. «Sal de aquí. Tenemos que hablar.»

Me alejé tan rápido como pude, me reuní con Saoko y esperé. Para Axtayah, salir de ahí fue toda una odisea. Tuvo que pisar con mucha precaución, tratando de no agitar demasiado las alas para no alejar el narcótico. Este tenía un efecto realmente impresionante: los peregrinos, en ese momento, tenían una capacidad de alarma nula. Alguno emitió un gruñido sordo, pero nada más. Cuando estuvimos lo suficientemente lejos de la capilla, Axtayah aspiró una bocanada de aire, se agitó, se golpeó la frente como para espabilar y soltó:

«Saijit… Así que sigues vivo. Me alegro.»

«Er… Gracias.» Expliqué: «Hemos encontrado a tus hijos, pero tenemos un problema. No quieren salir. Por lo visto, han sufrido algún trastorno de memoria. Pero no parece muy grave, están más bien alegres… ¿Puedes ir a sacarlos?»

Axtayah espiró y Saoko y yo nos estremecimos cuando desplegó sus alas y las agitó, removiendo toda la niebla:

«¡Mis hijos! ¿Están bien, eh? ¿Están bien?»

Samba bufaba en algún lugar. Con los ojos entornados por la ventolera, resoplé:

«Están bien, te digo. ¿Puedes ir a sacarlos?» repetí.

Fue, casi volando y tan rápido que nos costó seguirlo. Abrí la reja de la cripta y Axtayah tan sólo se paró un instante para inclinar la cabeza hacia la tumba de su abuelo. Bajamos acompañados con los ruidosos pasos de la gárgola y pasamos por el laboratorio sin que esta se parase a saludar. Sus ojos negros centelleaban febrilmente mientras me seguía. Ahora, los Ragasakis y Cuchillos Rojos habían alineado a los dokohis y Rao examinaba los últimos collares. Axtayah desembarcó como un torbellino en el cuarto de las jóvenes gárgolas.

«¡Hijos!» exclamó. «¡Hijos míos!»

Observé de pronto el cambio en las dos gárgolas ociosas. Sus ojos se hicieron de pronto más vivos. Axtabah volvió a cerrar su libro y se sorprendió:

«Narti. ¿Lo conocemos?»

«¿Lo conocemos?» repitió Nartayah. «¿Será aquel?»

«Será aquel,» meditó Axtabah.

«¿Tú crees?» dijo Nartayah.

Ambos se miraron y exclamaron:

«¡El hombre blanco!»

Se carcajearon tan estruendosamente que, por un momento, Kala y yo miramos a ambas partes del largo túnel, alarmados. Entonces, nos giramos hacia Axtayah. Era difícil leer en el rostro de una gárgola, pero no me pareció ver decepción ni preocupación. Agitaba las alas con pequeños movimientos rápidos. ¿Eso indicaba acaso que estaba feliz? Cuando casi recibí el golpe de un ala, retrocedí prudentemente y murmuré:

«Esto… Os dejo.»

Que se ocupase Axtayah de lidiar con esos dos lunáticos alados. Regresé al laboratorio en el momento en que Rao se apartaba del último dokohi. Nos miró a todos, advirtió nuestras expresiones expectantes y negó con la cabeza.

«Nada. No entiendo estos collares. Necesitaría más tiempo para analizarlos.»

«Pero no lo tenemos,» dijo Zélif. Echó un vistazo hacia los once dokohis tendidos. «¿Los conoces?»

«¿Yo?» se sorprendió Rao. «No. ¿Por qué debería conocerlos? Seguramente son kozereños o ledekianos a los que capturó Zyro y luego el Gremio.»

«Así que realmente quieres salvarlos,» murmuró Zélif. Confesó: «Creía que sólo te interesaban los collares.»

Ambas se miraron con intensidad. Rao puso los ojos en blanco. ¿Habrían hablado por bréjica? La Pixie se levantó con ligereza.

«Me interesa la bréjica. Pero no me gustan esos collares. Lotus los creó para recuperar algo que el Gremio nos robó y usó todos sus medios, como vosotros habéis usado los vuestros para recuperar a Orih, ¿me equivoco?» Zélif guardó silencio. Rao se encogió de hombros. «Dejemos a las gárgolas disfrutar de su reencuentro un rato más: tengo que echar un vistazo a ese libro de registros. Tal vez haya información sobre los demás laboratorios. No tenéis por qué ayudar.»

Entendí por su tono que no esperaba que los Ragasakis fueran a ayudarla más. Tenían a Orih, al fin y al cabo, y tal vez a unas gárgolas que los llevarían hasta la Superficie. Ya no necesitaban a los Cuchillos Rojos. Eché una ojeada a los Ragasakis. Se miraban como preguntándose: ¿y ahora qué?

Ahora, tocaba aguardar a que las tres gárgolas fueran cooperativas.

Mientras tanto, inspeccionamos el lugar. Yo me encargué primero de hacer estallar los collares de los dokohis, echar a los espectros del lugar y meter todos los trozos de hierro negro en un saco. Sólo entonces me reuní con los demás en la sala de registros. Avisté de nuevo los conciliadores de juramento, pero los ignoré: su funcionamiento era temporal y menos poderoso que un collar de dokohi; no merecía la pena gastar el tallo energético para destruir todo aquello. Livon se había empeñado en rebuscar entre las mágaras para encontrar el medallón de Orih pero, para decepción suya, no lo vimos. Alguien debía de habérselo quitado —al fin y al cabo, según Yodah era una reliquia bréjica. Cuando sugerí la posibilidad en voz alta, me sorprendió lo sombrío que se le puso el rostro al permutador. Le palmeé el hombro.

«Tranquilo. Era un colgante, nada más. Tienes a Orih, es lo principal.»

Livon asintió suspirando.

«Lo sé. Pero para Orih era importante. Lleva el alma de su pueblo que la protege, y el de su abuelo.»

Torcí mis labios en una sonrisa pensando que, aparte del espectro, el mágico medallón no la había protegido mucho, ni de los dokohis, ni de los dagovileses.

«Bah… Si no la protege su pueblo, protégela tú,» le repliqué.

Livon agrandó los ojos y se ensimismó.

«Mm,» asintió. «Eso haré.»

Ya lo haces, pensé, divertido. Le palmeé el brazo y me giré hacia Rao, que consultaba el último libro de la estantería.

«¿Has encontrado algo?»

Habíamos despachado ya los demás libros que había en la sala. En su mayor parte, eran tratados de bréjica experimental, estudios sobre las mentes y trazados de sortilegios. En el suelo, se había formado ya un gran montón de volúmenes. Rao arrojó a él el que tenía entre manos diciendo:

«Nada extraordinario. La mayoría ya me los he leído. No vale la pena llevarse nada.»

Rao y yo nos interesamos por el libro de registros. Ella buscaba indicios sobre la localización de otros laboratorios. Yo buscaba información sobre los collares. Recorríamos el libro con rapidez cuando Zélif declaró:

«Salimos. Sacaremos a Orih y cargaremos con los ex-dokohis que podamos. Os esperamos afuera.»

Un rayo de desconfianza pasó en los ojos de Rao y desapareció al instante. La Pixie asintió.

«De acuerdo. Kala, dales la llave.»

Se la di a Zélif y esta sonrió con cierta burla.

«Se te lee demasiado fácil, Rao. No tienes por qué desconfiar de nosotros ahora. No quiero meter más a mi cofradía en los asuntos de Dágovil, es cierto, pero, ya que has intentado salvar la vida de estos desdichados, empiezo a dudar…» ladeó la cabeza, pensativa, «que seas la misma Rao de antaño.»

Dejó sus palabras en suspense y nos dio la espalda para dirigirse hacia la salida con los demás con paso ligero. Disfrazada aún en su vestido, con las dos trenzas doradas recogidas, parecía una niña.

Cuando desaparecieron llevando a Orih, me giré de nuevo hacia el libro de registros, absorto. Entendí que, aunque Zélif no desaprobaba las actuaciones de los Cuchillos Rojos, no quería saber más sobre ese asunto. Los Ragasakis habían venido a salvar a Orih, no a destruir un laboratorio en un país lejano al suyo. Si Dágovil sospechaba que los Ragasakis habían participado al ataque del laboratorio, sufrirían las consecuencias. Y es que, para una pequeña cofradía de cazarrecompensas, tener como enemigo a una organización como el Gremio de las Sombras… era demasiado.

Mientras yo cavilaba sobre ello, Kala debía de pensar también en otra cosa que en el libro de registros porque lo sentía como alegre. ¿Sería el efecto del narcótico? En todo caso, mientras Rao giraba las páginas, muy concentrada, Kala me tomó el cuerpo sin avisar y, posando la piedra de luna en la mesa, apretó nuestras manos enguantadas diciendo con un deje de incredulidad:

«Lo hemos conseguido.»

Rao nos miró, extrañada.

«¿De qué hablas?»

Kala sonrió.

«Hemos salvado a Orih. Es la primera vez que salvo a alguien.»

Rao le devolvió una sonrisa burlona.

«Pues claro: allá donde van los Cuchillos Rojos, siempre llevan a cabo su misión con éxito. Somos agentes de élite,» fanfarroneó.

Kala estiraba nuestros labios sonriendo como un niño feliz.

«Los Ragasakis también somos grandes aventureros,» se jactó. «Sin nosotros, habríais recurrido más a la violencia. Y no habríais salvado a las gárgolas.»

Rao hizo una mueca y me empujó, divertida.

«¿O sea que, según tú, los Ragasakis son mejores que los Cuchillos Rojos? Mis compañeros han recibido las enseñanzas de la Loba. Son capaces de meterse en el mismo Palacio de Ámbar de Dágovil y hacerse pasar por un nahó.»

«Ja. Pues los Ragasakis somos capaces de convertirnos en nahós,» replicó Kala, orgulloso.

Puse los ojos en blanco.

«Si ni siquiera te acuerdas de qué son los nahós, Kala. Además, ¿le ves tú a Livon haciéndose pasar por un ministro del Gremio? Sea como sea, me parece muy bien que hayamos salvado a Orih, pero, con todo mi respeto, buscar otros laboratorios no me llama nada, Rao. Acordé con Kala que le ayudaría a buscar a Lotus, no que ayudaría a destruir laboratorios.»

Rao resopló de lado.

«¿Quién ha dicho que necesitaba tu ayuda?»

Kala se irguió, suspenso. Por un momento, ninguno de los tres dijo nada.

«Rao.» Kala le cogió la mano, obligándola a apartarse del libro que hojeaba. «Creo que esta vez… Drey tiene razón. Es más urgente encontrar a Lotus. Los laboratorios… sólo recuerdan malos tiempos. No nos hace ningún bien.»

Rao se turbó.

«Kala… Lo siento. Si hubiese sabido que este lugar te haría sentir tan mal, no te habría pedido que vinieras. Debí haberme dado cuenta de que para ti es todavía más duro ver estos sitios. Al fin y al cabo, cuando la primera evasión falló…»

Kala posó un dedo sobre sus labios negros.

«No hables de ello. Estoy bien, en serio. El pasado… es el pasado.»

Se miraron a los ojos y, durante un rato, tan sólo se oyeron el chisporroteo del laboratorio y las voces lejanas de las gárgolas. El pasado era el pasado pero, por más que lo quisieran olvidar, no lo conseguían, adiviné. Entonces, se oyó un fuerte carraspeo y nos giramos hacia la entrada de la sala de registros. En el vano, Chihima anunció:

«Rohi. He encontrado el sistema de la Aspiradora. ¿Lo destruimos?»

¿Destruir? Sonreí y asentí flexionando mis manos enguantadas:

«Destruir. Eso sé hacer.»

* * *

Tras estallar el sistema de la Aspiradora de jaipú —un conjunto de tubos de cobre con una gran mágara central—, hablamos con las gárgolas. Al entrar en el cuarto de estas, las encontramos sentadas cómodamente, riendo de alguna broma. Axtayah se levantó al vernos. Sus ojos negros brillaban de felicidad.

«¡Son los Dos Brujos con el Gato Sombrío y un ánima espectral!» exclamó Nartayah, dándole a unas cuerdas de su laúd.

«No, hermana, estos sí que son los Cuatro Gamberros del Apocalipsis,» la corrigió Axtabah. Sólo me fijé entonces en que el libro que leía llevaba precisamente ese título.

«Vamos, niños, vamos,» intervino Axtayah, sonriente. «No dejéis volar vuestra imaginación. Son unos niños muy juguetones,» nos admitió con más orgullo que vergüenza.

¿Niños?, me repetí. ¡Pero si Axtabah ya era más grande que él! Carraspeé.

«Espero,» dije con todo educado, «que tus hijos recuperen pronto su memoria.»

«¿Recuperar?» Axtayah se rió. «Están iguales que siempre. No os preocupéis. Son niños aún, eso es todo. Es normal que gasten bromas. Si no querían salir de aquí es porque están algo traumados, pero ahora que estoy yo irán adonde vaya, no temáis. La felicidad es nuestra. Y todo eso gracias a vosotros. ¡Por mis ancestros! ¡Acabaré por creerme que esta es una isla de milagros! Agradezco mil veces vuestra ayuda y honraré vuestros muertos, saijits, hasta que la muerte me llegue. Así batan sus alas y se alcen hasta la más alta estalactita,» rezó.

Parpadeé, confundido.

«Esto… Gracias por el réquiem, pero sobra: ninguno de nosotros ha muerto,» lo informé.

Hubo un silencio. La gran gárgola se irguió, incrédula.

«¿Ninguno?»

Me carcajeé. ¿Es que le habían vendido que debajo de la cripta había un ejército de Zombras o algo?

«Había tres guardias en total y unos científicos locos. No era para tanto.»

Axtayah arrugó la frente.

«Tres guardias. Es extraño. Creía que había más.»

Los Cuchillos Rojos y yo nos miramos con el ceño fruncido. La posibilidad de que un grupo entero de guardias nos estuviese esperando a la salida pasó, creo, por la mente de todos. Justo entonces, un ruido en el túnel nos sobresaltó. Pero resultó ser Aroto.

«¿Nos vamos ya?» preguntó el ternian, surgiendo de las sombras.

«Pronto,» aseguró Rao. «Sólo nos falta pedir a Axtayah un pequeño favor.»

«¿Un favor?» La gárgola movió sus orejas y plegó sus alas con serenidad. «¡Por mis ancestros! Soy Axtayah, la gárgola de los milagros: pedid y, si vuestros deseos son puros, entonces se harán realidad. Pero advierto: este será el último milagro que haga en mi vida. Soy ahora demasiado feliz para dedicarles más tiempo a los saijits. Soy feliz porque mi familia es libre. Os parecerá simple. Sí, la felicidad de unos te parece simple, a otros les parece simple la tuya… pero la verdad, sencillamente, es que la felicidad es.»

Y, al decirlo, la gárgola sonreía.

* * *

Axtayah nos devolvió caballerosamente el favor. Con la ayuda de sus extraños hijos, cargó con los ex-dokohis inconscientes con que los Ragasakis no habían podido cargar y los sacaron de ahí hasta el cementerio. Afuera la caverna seguía silenciosa y esperé que siguiera así hasta que toda la operación de huida hubiese terminado.

Las gárgolas necesitaron unos cuantos viajes para subir a los ex-dokohis hasta la cueva que nos llevaría a la Superficie. Luego llevaron el saco con los collares rotos y otros dos llenos de los libros favoritos de Axtabah y Nartayah. Al parecer, pese a ser prisioneros, habían recibido un buen trato por parte de los científicos, que los veían un poco como animales de compañía. De ahí, tal vez, que hubiesen desarrollado tanta práctica diciendo payasadas.

Tras transportar a Perky de Isylavi hasta el cementerio, Aroto y yo destruimos los cristales de las cápsulas para que la ryoba saliera e inundase el lugar. Según Rao, el líquido emitía un gas soporífico muy particular, difícil de disipar: para investigar el lugar y salvar a sus científicos, los agentes del Gremio iban a necesitar tiempo y buenas máscaras. En cuanto a mí, nos protegí con órica.

«¡Corramos!» exclamó Aroto.

Corrimos. Cuando alcanzamos las escaleras, solté un nuevo sortilegio órico para repeler el gas: este se expandía increíblemente rápido. Llegamos a la cripta jadeantes, cerramos la trampilla y salimos al cementerio. Ahí, aparté la niebla por instinto, alarmándolos a todos. Ante la expresión interrogante de Rao, asentimos.

«Todo está destruido,» aseguró Aroto.

«Os esperábamos,» sonrió Livon.

«Estábamos preguntándonos,» dijo Sirih. «¿Vas a venir con nosotros a la Superficie, Drey? ¿O te quedas con tu querida amada?»

Me sonrojé y tosí.

«¿Desde cuándo sabéis que Kala y ella…?»

«¿Que desde cuándo?» se rió Sirih, incrédula. «Desde el principio. ¿Pretendías disimularlo?»

Me rasqué la melena carraspeando:

«No realmente.»

«Bueno, ¿entonces te vienes o no?» preguntó Livon. «Rao ha ido a ver a los peregrinos y dice que están tan drogados que es poco probable que recuerden el más mínimo detalle útil sobre nosotros. Podemos irnos todos.»

Todos, me repetí. Me giré hacia Rao. Esta estaba molesta. Zélif intervino:

«Rao. Entiendo que quieras volver a Arhum cuanto antes, pero me parece más seguro marcharnos todos con las gárgolas. Puede que haya algún otro túnel que baje otra vez. En Trasta, estuve mirando muchos mapas. Sé que el túnel de esa cueva no aparece en ninguno. Una vez ahí, nadie nos encontrará.»

Sentí la bruma arremolinarse. Las tres gárgolas iban a posarse, entendí.

«Si no aparece en ningún mapa,» dijo Rao, «es porque no hay túneles que van hacia abajo.»

Era lógico suponerlo, convine, pero…

«Los túneles se crean,» sonreí. «Has olvidado que tienes a un destructor a mano.»

Las tres gárgolas se posaron casi al mismo tiempo ahuyentando la niebla. De no estar Sanaytay ahí para ahogar el ruido, estoy seguro de que lo habrían oído desde el fuerte de Karvil.

«Tengo hambre,» observó Nartayah, sacando la lengua.

Axtabah aspiró por la nariz como buscando comida y Sirih se arredró protestando:

«¡Hey! ¡Un momento! Rao, ¿no habías dicho que las gárgolas no comían saijits?»

Axtayah intervino con alegría:

«Y no lo hacemos. Somos herbívoros. Somos gárgolas blancas. Tranquilos, hijos: en el túnel de la cueva, encontraremos lianas de Zeria. ¿Os acordáis? Están riquísimas.» Mientras Nartayah y Axtabah se emocionaban, agregó para nosotros: «Todos los sacos subidos. ¿Ahora qué toca?»

«Nosotros,» dijo Rao.

Nos giramos hacia ella, sorprendidos. ¿Había cambiado de opinión? Chihima resopló.

«¿Vamos a volar nosotros también, rohi?»

La Pixie sonrió.

«Vamos a volar.»