Página principal. Los Pixies del Caos, Tomo 4: Destrucción

7 Un río de pavor

«Cuando ves a tus hermanos sufrir, el resto del mundo te importa una drimi.»

Zella

* * *

Sondeé la barrera de hierro y miré el cartel de aviso: peligro. Sonreí para mis adentros. Aquella barrera marcaba la zona prohibida de la isla. Más allá, estaban las criptas de los ancestros de Axtayah. Y, entre ellas, la cripta de su abuelo.

«Sólo espero que los científicos no se den cuenta del engaño,» murmuró Rao, a mi lado.

Percibí su movimiento con mi órica. Miraba hacia atrás, en dirección a la capilla. No sabiendo si algún científico abajo, en su laboratorio, estaría vigilando la absorción del jaipú, habíamos aconsejado a Axtayah que hiciera como todos los días. Así, habíamos dejado a los peregrinos en trance y, con ánimo de ayudarnos, por si de verdad verificaban la cantidad absorbida, la gárgola se había propuesto a sí misma para reemplazarnos y dejar que su jaipú, según ella más fuerte y cuantioso, fuera aspirado durante nuestra operación. No quería ayudarme más, decía, pero me ayudaba de todos modos… Como afirmó Kala, era un buen saijit. No sabía muy bien por qué lo llamaba saijit pero, bueno, no le iba a llevar la contraria a Kala por una vez que admitía que los buenos saijits existían. Además, el comportamiento de esa gárgola era tan saijit y su acento tan dagovilés que hasta me había puesto a preguntarme por qué los estudiosos habían dejado a las gárgolas fuera del arbitrario grupo de los saijits, si entraban en él hasta los orquillos.

«No hay nadie. Drey,» dijo Rao. «Te toca.»

Me adelanté junto con Sanaytay y Zélif. Todos se habían llevado una agradable sorpresa cuando les había hablado de mi encuentro con la gárgola. Primero, porque el hecho de que el laboratorio se encontrase en la isla facilitaba la ida. Segundo, porque las barcas de las que había hablado Nema la Loba habían desaparecido todas y la idea de tener que cortar los árboles tawmanes y hacer una balsa los había estado carcomiendo durante largo tiempo.

«No hay sortilegios,» dijo Zélif.

Bien. Tendí una mano hacia la cerradura. Había revestido los guantes nuevos que me había adquirido Sharozza de Veyli. Apenas hube examinado la cerradura, más bien reciente, la estallé. El ruido, fuerte y breve, me estremeció.

«Todo silenciado,» aseguró Sanaytay. «Esto no es nada.»

De hecho, no era nada, me dije. El estropicio que había hecho en la mazmorra de la Orden de Ishap para buscar a Livon y quedarme con su collar de dokohi había metido mucho más ruido y la flautista lo había ahogado sin problemas.

Aroto empujó la puerta del cementerio y Kala se giró hacia Jiyari.

«¿Entonces seguro? ¿No vienes?»

Sentí más que vi al humano rubio negar con la cabeza.

«Seguro. Me desmayaría a la primera gota de sangre derramada. Sé que no sirvo para estas cosas y lo tengo asumido. Me ocuparé de guardar las pertenencias de todos… Buena suerte,» nos dijo. «Tened cuidado, ¿eh?»

«Lo tendremos,» aseguró Rao.

«Siempre lo tenemos,» apoyó Aroto. «¡Vamos!»

El ternian pasó la barrera y lo seguimos. Su vista era mejor que la de nadie. Veía la temperatura de los cuerpos aunque, según él mismo confesó, en esa niebla más cálida que fría le resultaba más difícil distinguir a las personas. Pero también teníamos a Zélif. La faingal estaba en continua comunicación bréjica con Rao y, de percibir a alguien, nos enteraríamos todos con rapidez.

Acabábamos de evitar unos matorrales cuando vi un pequeño edificio piramidal alzarse ante nosotros. Por cómo Zélif meneó la cabeza a mi lado entendí que no era esa la cripta que buscábamos. Pasamos ante otras sepulturas igual de imponentes sin detenernos. La hierba azul crecía ahí alta y el rocío que la cubría pronto hundió mis pantorrillas.

«Alto,» dijo de pronto Rao. Repitió la orden por bréjica por si acaso e informó: «La cripta está justo delante de nosotros. Hay cinco escalones que bajan y una persona detrás de la reja. Está sola y tiene una antorcha. Livon. ¿Puedes hacerlo?»

«Sin problemas,» aseguró el permutador. «Tchag, vete con Drey, ¿quieres?»

El imp no tardó en surgir de la niebla y subirse a mi hombro. Rao esperó un breve instante como para asegurarse de que estábamos todos listos. Entonces, dijo:

«Cuidado con los escalones. Vamos.»

Nos acercamos todos a la cripta con precaución, silenciados totalmente por Sanaytay. Los Cuchillos Rojos cercaron a Livon mientras este bajaba los escalones. Las armónicas los respaldaban. Con Zélif, Saoko y Naylah, permanecimos atrás. Si todo iba bien, estos dos últimos no tendrían que usar sus armas. Esperé con un creciente nerviosismo que me estaba pegando Kala. Más allá de la reja, conseguía ver la luz de una antorcha y la silueta de un guardia. Cuando Livon alcanzó la reja, lo vi mirar directamente a la silueta. En la burbuja de silencio, Rao murmuró:

«¿Ya?»

Livon asintió y dijo:

«Ya.»

Permutó. Él se quedó con la antorcha y el pobre guardia apareció para gran asombro suyo fuera de la cripta, en la burbuja de silencio y rodeado por tres Cuchillos Rojos. Gritó, forcejeó y cayó desmayado. Habían usado algo para dormirlo. Fruncí el ceño.

«Se acordará de todo al despertar,» me inquieté.

«No se acordará de nada,» aseguró Rao, arrodillada junto al guardia desmayado. «Le cambiaré los recuerdos recientes. Cuando despierte, tan sólo recordará que unos tipos con collares lo han asaltado. Como mucho podrán sacar que los dokohis han atacado el lugar o que los pacientes de adentro se han rebelado.»

Kala y yo agrandamos los ojos. Naylah murmuró:

«Espeluzante…»

«Pero dejar pistas falsas puede ser a menudo una trampa demasiado reveladora,» intervino Sirih con tono de experta. «¿Estás segura?»

Rao no contestó de inmediato. Con las manos posadas sobre la frente del guardia, permanecía concentrada. Al fin, se apartó levantándose y contestó:

«Segura. Según su memoria, hay escaleras que bajan desde esta cripta hasta un corredor que lleva a la sala de experimentos. Sólo hay un camino posible hasta ahí. Hay unas cuantas cápsulas con cobayas dentro,» añadió con un brillo extraño en los ojos.

La miramos todos, sobrecogidos. No solamente había modificado la memoria reciente del guardia sino que había conseguido sacar información, aunque difusa, sobre el laboratorio. Mar-háï, al fin y al cabo, su maestro de bréjica no era nada más y nada menos que Lotus Arunaeh, el Gran Mago Negro…

«Livon,» añadió la brejista. «¿Ves por ahí las llaves? Él no las tiene.»

Espabilé y bajé los escalones hasta la reja con intenciones de ayudarlos a abrirla, pero entonces Livon murmuró del otro lado:

«Esperad. Ahí está la llave.»

Colgaba de un gancho en el muro. La cogió con cuidado y la tendió a Rao entre los barrotes. Arrastramos el cuerpo del guardia adentro y, mientras Aroto cerraba la reja, me fijé en las escrituras y los motivos dibujados sobre el enorme sarcófago del abuelo de Axtayah. Hubiera querido echar más que un vistazo, pero Kala se desinteresó y antes de poder quejarme Livon había apagado la antorcha y Aroto abría la marcha hacia las amplias escaleras que bajaban desde detrás del ataúd, por una gran trampilla.

«No os separéis,» murmuró Rao.

Me apresuré a seguirlos. El ternian iluminaba los peldaños con una piedra de luna aún más pequeña que la mía. Las piedras de luna de mano no eran objetos baratos ni fáciles de encontrar. Por eso me sorprendía que los Cuchillos Rojos tuvieran una. Pero bueno, quién sabe, tal vez la hubiesen robado.

A medida que bajábamos, las paredes se fueron haciendo cada vez menos labradas. Llegamos al fin abajo y desembocamos en un túnel natural. Aquel lugar estaba lleno de rocaleón, tanto que casi había demasiado oxígeno.

Como había dicho Rao, sólo había un camino y lo seguimos con tiento, bien juntos, para que el silencio de Sanaytay nos protegiera a todos. Llegamos ante un vano sin puerta por el que se filtraba una luz intensa. Se oían chisporroteos constantes, como si una enorme cantidad de energía recorriese los aparatos de la sala. Tras una pausa, Rao nos anunció:

«Zélif dice que hay veintidós personas en la sala.»

«Probablemente diez sean científicos,» dijo sin embargo Zélif, concentrada. «Diez no están rodeados por ese producto extraño.»

De modo que los otros doce eran todos “cobayas”…

«Orih está ahí,» añadió la faingal.

Oí la inspiración brusca de Livon. Los ojos se le encendieron y Sirih lo señaló con el dedo:

«Ni se te ocurra hacer el tonto ahora, Livon.»

El permutador negó con la cabeza y se contuvo de abalanzarse hacia la sala. Suspiré de alivio al saber que no habíamos metido la pata equivocándonos de laboratorio. Rao agregó:

«Zélif irá con Chihima, Sanaytay y Sirih a asegurarse de las posiciones. No metáis ruido.»

Entraron las cuatro en la sala. Las vi avanzar en un silencio total, cubiertas por las armonías de Sirih. Regresaron al de poco, volvimos a entrar todos en la burbuja de silencio y Sirih lanzó con premura:

«Vienen dos para aquí. Van a salir. Esa sala es una locura…»

«Los rodearemos,» la interrumpió Rao. «Explicad luego. Antes ocupémonos de esos dos.»

Se ocuparon los Cuchillos Rojos. Los dos eran científicos con batas negras. Hasta llevaban máscaras, aunque no eran como las que Kala conocía, pero este se quedó impactado igual. Cuando asomaron sus narices por el túnel, entraron directos en la burbuja de silencio. Chihima y Aroto les rajaron la garganta trocando sus gritos en un plañido de sangre borboteante. Murieron de golpe. Tan rápidos habían sido los Cuchillos Rojos que mi Datsu se desató cuando todo había acabado ya. Kala desvió la mirada, mareado. Attah… ¿Ese era el gran Pixie del Caos que había asesinado a sus captores y perseguidores con una rabia loca? En cualquier caso, en ese momento me sentí muy incómodo pese al Datsu desatado. Rao había avisado que, de ser necesario, matarían a los científicos pero… ser cómplice de aquello, aunque esos fueran en cierto modo criminales, no me gustaba. Y, por las expresiones de los Ragasakis, a ellos tampoco. Adivinando el súbito cambio de ánimo, Rao lanzó:

«Os recuerdo que esos tipos están jugando con la vida de vuestra amiga. No os desconcentréis.» Arrancó varios asentimientos más o menos firmes. «Zélif dice que quedan cinco científicos en la sala. Los otros saijits están todos prisioneros en los cristales. Considerando que antes percibió a diez científicos, tres deben de haberse ido por otro camino: no los olvidemos. Adentro,» decidió. «Naylah: guarda esta puerta, ¿quieres? Que no se nos escape ni uno.»

La lancera asintió firmemente y agarró a Astera con ambas manos diciendo:

«No pasará ni una escoria por aquí.»

Entramos sin más dilaciones. Fuimos rápido, en silencio, y cubiertos por las armonías de Sirih. Contábamos con el efecto sorpresa. Pero me llevé yo la primera sorpresa cuando, de pronto, mi cuerpo se detuvo. Me quedé atrás. No fue culpa mía esta vez sino de Kala. En cuanto vio las grandes cápsulas de cristal alineadas, con el líquido azulado, iluminadas por alargadas linternas de luz blanca, se quedó como paralizado.

“¡Kala, espabila!” exclamé.

Sentí que Sanaytay se detenía y volvía un paso hacia atrás para no dejarme desprotegido de su sortilegio. La flautista me miraba con los ojos agrandados por el desconcierto. ¿Qué me ocurría?, preguntaban sus ojos. Alarmados por esta, los demás también se giraron y entendieron de inmediato que teníamos un problema. Kala no solamente no estaba moviéndose sino que estaba luchando contra mí para no moverse. Decir que estaba muerto de miedo no hubiera sido bastante. Su mente caía en picado entre los brazos del más puro terror. Incluso yo, que dejé de sentirlo casi de inmediato gracias al Datsu, me quedé con una sensación desagradable.

“Kala,” dijo Rao con tono apremiante, “no pienses en el pasado. Estamos en plena operación.”

Hubo un silencio. Yo trataba de tranquilizar a Kala, sin éxito. Sobre mi hombro, Tchag me estiró de las orejas para hacerme volver en sí. Pero Kala no escuchaba. Yo lo sentía: estaba perdido en un remolino de oscuridad. Oía sus recuerdos. La voz de Kala de niño gritando de dolor. Las Máscaras Blancas arrastrándolo sin miramientos hacia la cápsula de cristal para que durmiese y despertase horas después fresco y listo para nuevos experimentos… Mi Datsu se desataba cada vez más, y cada vez me sentía menos apto para hacer entrar en razón a Kala. Pero también entendía que aquella situación era cada vez más ridícula. Estábamos ahí en pleno laboratorio, con cinco científicos en bata negra en medio de la sala que podían vernos en cualquier momento, y nosotros… nosotros ahí estábamos, recordando un pasado que no podíamos cambiar. Conseguí robarle un instante la boca para murmurar en un jadeo:

«Ayudad a Kala… Alguien… Yo no lo consigo…»

Rao me cogió la mano. Los diablos saben cómo, consiguió hacerle dar unos pasos a Kala hasta el pie de una de las cápsulas, rodeándola para quedar fuera de la vista de los científicos. Entonces, dijo con inquietud:

«Lo siento. No pensé que fuera a ser tan duro. Quédate aquí, siéntate y no metas ruido.»

El tiempo que lograse alzar los ojos, constaté que el grupo ya se alejaba. El único que se había quedado conmigo era Tchag, que me miraba con unos grandes ojos inquietos. La respiración precipitada de Kala me tenía preocupado a mí también. ¿No la podrían oír desde ahí, verdad? Con el chisporroteo alto y constante de la sala, suponía que no.

Suspiré para mis adentros.

“No te echo en cara esto, Kala,” le dije. “Pero sé que, una vez calmado, te sentirás culpable por haber puesto en peligro a nuestros compañeros. Lo hecho hecho está. Pero ni se te ocurra meter ruido ahora. Sanaytay ya no nos protege.”

Sentí que Kala salía levemente de su oscuridad y sus ojos se llenaron de lágrimas.

“¿Drey? ¿Eres tú?”

¿Es que no me había oído? Me inquieté de veras.

“Sí, Kala. Soy yo. ¿Quién más va a ser?”

Hubo un silencio.

“Ayúdame,” murmuró. “Duele… Ayúdame.”

“Eso intento, te lo juro. Pero no sé cómo,” admití. “Deja de pensar. Cierra los ojos. Y olvida.”

“Olvidar,” graznó Kala. Las lágrimas nos quemaban las mejillas. “¿Cómo?”

No supe qué contestarle. Entonces, percibí las voces tranquilas de los científicos. Se habían movido más cerca y oí reír a uno y decir:

«¿Inmoral? ¡No te das cuenta, Perky, pero si es el nuevo negocio!»

«Eres ingenuo, Perky,» agregaba una voz femenina. «¿Usarías sólo a criminales? No habría bastantes para hacer un negocio de veras. Si no hay recursos, no hay dinero. Y a los del Gremio no les gustaría saber que tienen a un sirviente asesino o quién sabe qué. Anda que si un cliente nuestro llegase a ser asesinado por culpa nuestra, la haríamos buena, ¿sabes? ¡Vamos! No te choca que nuestros conciliadores de juramento se repartan entre la servidumbre del Gremio, entonces ¿por qué te choca que usemos los collares? Son más poderosos, claro, pero eso los hace más valiosos aún. Estos nuevos sujetos servirán al Gremio mejor que nadie, nos llenarán los bolsillos… y nos ahorrarán rebeldías, claro está. Es un camino hacia la paz.»

«¿La… paz?» repitió otro, seguramente el tal Perky. «Supongo… Estoy de acuerdo con aplacar la rebeldía, pero doblegar totalmente la voluntad de una mente… es diferente. Por eso preguntaba si estos sujetos tenían todos antecedentes delictivos. Si no los tienen, ¿en qué ley os basáis para jugar con sus vidas?» Hubo un silencio. Retomó, molesto: «Opino que deberíamos hablar de nuestro proyecto alto y claro y no escondernos como ratas robando jaipú a unos beatos. Casi parecemos criminales.»

Se oyó otra risa.

«Cuidado, Perky,» dijo entonces el primero con voz ligera pero fría. «Si sigues así, el Gremio pensará que eres un disidente. Los disidentes acaban mal, Perky.»

Hubo un breve silencio y otras risas.

«¡Se ha asustado!»

«No es eso,» protestó Perky. «A mí no me importa la chusma. Pero me importa la imagen del Gremio. No os crezcáis. Yo tengo la posición social más alta de todos aquí.»

«Y nos dice que no nos crezcamos,» se burló uno. «Tranquilo, tranquilo. Aquí somos todos científicos. Te tenemos respeto por tus inventos. Deja de pintarte como un hombre con principios idealistas, eso es todo. No te llevarán a ninguna parte.»

«Mandaremos el primer cargamento de collares mañana,» intervino una nueva voz más grave. «Estate listo para las negociaciones con el Gremio, Perky. Dijiste que te encargarías de eso.»

«Y lo haré.»

De pronto, dejé de oír nada. Las voces callaron junto con los pasos que se acercaban. ¿Habrían entrado en la burbuja de Sanaytay? Kala empezaba a reponerse y murmuró mentalmente:

“Lo siento.”

Puse los ojos en blanco.

“No lo sientas. Son cosas que pasan. De todas formas, no nos necesitan por ahora.”

Oí de pronto unos pasos precipitados surgir de la nada. Uno se escapaba, entendí. Le robé el cuerpo a Kala para girarme justo en el momento en que el científico, demasiado aterrado para gritar, alcanzaba corriendo la cápsula tras la cual me escondía. Le solté una ráfaga de viento que lo mandó al suelo bocabajo. Al instante siguiente, Saoko estuvo sobre él, lo agarró del pelo y posó un cuchillo contra su garganta. Vaciló al avistarme.

«¿Lo mato?»

Me extrañó que me lo preguntase. El científico balbuceó en un chillido quejumbroso:

«Por favor… Por favor, tengo… tengo que casarme dentro de una semana…»

«No nos cuentes tu vida,» replicó Rao, acercándose. «¿Les has preguntado a los que están dentro de estos cristales si tenían que casarse también?»

La Pixie tenía un pañuelo sobre el rostro y sólo se le veían los ojos, como dos fuegos de hielo. Sanaytay y los demás se habían acercado a su vez. Los otros cuatro científicos estaban… ¿muertos? No: respiraban. Los Ragasakis los habían atacado por sorpresa disimulándose en las ilusiones de Sirih y Sanaytay… Probablemente los científicos no habían visto nada. Ahora los Cuchillos Rojos no tenían razón alguna para matarlos, ¿verdad? El único que nos había visto… era el joven científico. Cuando vi a este abrir la boca y no oí nada, entendí que me encontraba fuera de la burbuja. Me levanté. Kala no se resistió. Todavía luchaba contra sí mismo, pero al menos había conseguido no bloquearme el cuerpo.

Cuando me metí en la burbuja, oí al científico sollozar:

«¡No lo sé! Este es el primer laboratorio en el que entro. No sabía que había más. Sé dónde está el libro de registros… Os diré todo pero no me matéis…»

«¡Está usando bréjica!» intervino entonces Zélif.

Attah. ¿Significaba eso que había más gente en la sala? Saoko le dio un buen golpe en la cabeza que lo dejó atontado, probablemente incapaz de formar cualquier sortilegio bréjico. Rao sacó una daga. Era imperceptible, pero mi órica notó que le temblaba el pulso. Iba a matarlo, entendí. Y quería hacerlo ella. Para tomar responsabilidad, tal vez. Alcé una mano.

«Un momento. Estabais hablando de un cargamento,» le dije al científico.

Me agaché y le quité la máscara, desvelando el rostro de un drow de tal vez unos treinta años. Tenía un rostro familiar y pronto caí en la cuenta: se parecía a Draken y a Pargwal de Isylavi. Perky de Isylavi, entendí. Era uno de los hermanos mayores de Pargwal, el destructor del Viento que me había retado a un duelo. Tenía el mismo pelo rojizo que este. Tan sólo lo había visto una vez, en el Templo del Viento. Si bien recordaba, había seguido estudios de bréjica. ¿Qué demonios hacía ahí? Proseguí:

«Un cargamento de collares. Dime dónde están.»

El joven drow temblaba como una hoja. Me miraba con horror. ¿Me habría reconocido? ¿Habría reconocido el tatuaje de Arunaeh en mi rostro? No: no me miraba realmente. Sus ojos rojos estaban vidriosos. Abrió la boca pero no alcanzó a decir palabra. El miedo lo tenía agarrotado. Fue Kala el que tomó entonces la palabra.

«¿Dónde están esos collares?» insistió. «Haz algo correcto en tu maldita vida, saijit, y te dejaremos con vida.»

Rao frunció el ceño. Perky de Isylavi tragó saliva. El sudor le corría por las mejillas. Aún enmudecido, alzó lentamente una mano vaga hacia el muro más lejano. Todos miramos hacia ahí. ¿Una puerta secreta?

Entonces, mi órica me advirtió de que su otra mano se movía también. Saoko fue más rápido que yo: lo inmovilizó antes de que llegara a alcanzar el bolsillo de su bata. Vacié este y encontré un cuaderno, una carta, un frasco y un lápiz.

«¿Qué hay en este frasco?» pregunté.

El científico jadeó pero no contestó. De pronto, oímos un crujido de piedra y Zélif agrandó mucho los ojos.

«Por Zarbandil,» juró. «Vienen tres más…»

Nos giramos todos para ver parte del muro que nos había señalado el científico pivotar y dejar un camino abierto. Entraron tres saijits enmascarados con linternas hablando entre sí. Tal vez algo cegados por la luz omnipresente en la sala, no nos vieron enseguida, pero no tardarían en reparar tanto en nosotros como en sus compañeros desmayados. Reaccionando con rapidez, Livon previno:

«¡Cuidado, voy! ¡Naylah!»

El Ragasaki le hizo una señal a esta y permutó dos veces seguidas, una con un científico, la otra con la lancera, que se encontró de pronto al lado de la puerta recién abierta junto a dos de los científicos. Naylah asestó eficazmente un golpe a ambos con su lanza protegida. Nunca la había visto usar de verdad su lanza y me impresionó la rapidez con la que la manejó. El otro científico que había tomado la posición inicial de Livon cayó muerto bajo la daga de Chihima. Kala amenazaba con volver a caer en un abismo de recuerdos. Sanaytay estaba muy lívida. Sirih maldijo:

«Podría haber más. ¡Que no escapen!»

Salieron corriendo hacia la entrada secreta. Entendí el temor de Sirih: si alguien quedaba más allá de esa puerta y el túnel comunicaba con alguna otra salida, cabía el riesgo de que se nos escapara alguien. Sólo Livon, Saoko y Rao se quedaron conmigo en la sala. La Pixie se dirigió sin dilaciones hacia las cápsulas para examinar a los dokohis. Habiendo gastado todo su tallo, Livon se mantenía apenas en pie pero buscó con ahínco a Orih entre las siluetas apenas visibles en el líquido azul de las cápsulas. Yo me giré de nuevo hacia Perky de Isylavi, que seguía tumbado en el suelo, sudoroso. Hice una mueca.

«Levántate y muéstrame dónde están los collares.»

Entre Saoko y yo lo obligamos a levantarse y caminamos con él hasta la puerta pivotante donde habían desaparecido los demás. Esta se abría en un largo túnel recto, de paredes irregulares. Pude ver la luz ya lejana de los demás que avanzaban por él.

Sin que le dijéramos nada, Perky levantó un brazo hacia el vano y tocó una palanca en la que reparé solo entonces. Pivotó otra abertura justo al lado. Tras echar una mirada prudente a Perky, entré iluminando el lugar con mi piedra de luna. Era una estancia algo amplia. La mitad estaba ocupada por un enorme armario y cuatro mesas cargadas de libros y artilugios. En cuanto a la otra mitad… Tanto Kala como yo agrandamos los ojos como platos. Había ahí, pendiendo de cuerdas superpuestas, cientos de collares. No. No eran collares. Había aros de muchos tamaños, pero eran todos demasiado pequeños para ser collares. ¿Brazaletes entonces?

Me giré hacia Perky.

«Estos no llevan espectros, ¿verdad?»

La sorpresa se dibujó en el rostro aterrado de Perky.

«No,» admitió atropelladamente. «Son conciliadores de juramento. Se llevan en el tobillo o la muñeca… Contienen un programa combinado de jaipú y bréjica que debe ser reparado al de unos años… No son tan duraderos como los collares de control. Esos… Deben de estar ahí, en el armario, pero está cerrado y no tengo la llave. La tiene Rovith. B-Bueno, la tenía, porque, ahora… está muerto.»

Su voz temblorosa se ahogó en un sollozo. Combinado con jaipú, me repetí. Así que para eso servía la Aspiradora: para aprisionar el jaipú en el hierro negro. ¿Pero con qué objetivo? Mientras yo inspeccionaba más de cerca los brazaletes, el Isylavi retomó valientemente:

«¿T-trabajáis para alguna familia del Gremio? ¿O Lédek? ¿Kozera? No me importa,» aseguró precipitadamente cuando le eché una mirada de reojo. «Si andáis buscando información, yo puedo dárosla. Es la primera vez que piso este laboratorio, pero en Dágovil he llevado a cabo experimentos muy avanzados.»

Se lo veía dispuesto a colaborar, me alegré. Eché un vistazo al enorme libro que había sobre la mesa. Era un libro de registros. No tardé en entenderlo al ver una ficha de descripción de cada nuevo «sujeto de experiencia». Les ponían un número e iban detallando la ficha con observaciones sobre las que no me detuve aparte para constatar que todos eran dokohis y que en unas cuantas ponía al final: «Resultado del experimento: un fracaso.» Según los casos, o morían de derrame cerebral o se quedaban tan degenerados que eran imposibles de controlar. Mi mano se quedó inmóvil cuando caí en la última ficha y leí: «Sujeto nº56. Mirol, hembra, de unos 20 años de edad.» Inspiré y leí con rapidez: «Pelo verde con mechas rojas, ojos dorados, mancha de nacimiento en la parte inferior de la espalda. Entrada el segundo día de Amargura, año 5630. Insertada en la cápsula nº5. Observaciones: lleva un collar de Liireth desde hace un tiempo indeterminado. Se llevó a cabo el experimento de modificación del collar el mismo día de su llegada. Resultado del experimento…» Parpadeé. No había nada. No se decía si había sido un fracaso o un éxito. ¿Sería porque era demasiado pronto para decirlo? Una nota añadía: «Atención: el sujeto es explosionista, se ruega a todos los trabajadores que no operen modificaciones importantes en el collar sin previo aviso.» Me giré hacia Perky con el Datsu casi enteramente desatado: Kala bullía.

«Han pasado cincuenta y seis sujetos por aquí. Supongo que Ojos Blancos. Pero en la sala hay dieciséis cápsulas. Se os murieron unos cuantos, ¿eh?» Sin que contestase, estallé la cerradura del armario y abrí, desvelando unas estanterías vacías. Eché una mirada fulminante hacia Perky. «¿Dónde están los collares?»

«L-l-los collares,» farfulló Perky de Isylavi. «Creí que estarían ahí. Ah… Están… Bueno, están…» Su respiración se precipitó otra vez y entonces dijo sollozando: «¡No lo sé!»

No lo sabía. Decía que no lo sabía, pero podía estar mintiendo.

«¿Para qué defender un cargamento de hierro negro?» me burlé. Me acerqué para verlo bien a la luz de mi piedra de luna. Sus ojos hablaron por él. «Oh, ya entiendo. Porque crees que vas a morir de todas formas, ¿verdad?»

Perky sudaba la gota gorda y apenas se tenía en pie. Balbuceó:

«Puede… que hayan sido trasladados ya al fuerte.»

Al fuerte. Al fuerte de Karvil, en la orilla del lago, bien protegido por Zombras. Quedaba un poco lejos de mi alcance, entendí.

Entonces, mi órica sintió una muy leve corriente de aire en el pasillo y vi pasar a toda prisa a Samba, el gato negro, hacia la sala. Todavía no me había quedado claro por qué ese gato de bruma era tan especial para Rao. Lo supe cuando la Pixie se acercó a la puerta anunciando:

«Buenas noticias, ¡todo en orden! Sólo había dos guardias más del otro lado. Se han desmayado sin enterarse de nada. El laboratorio está a salvo. Ahora me toca a mí ser eficaz. Hay once dokohis en total, más Orih. No esperaba que fueran tantos,» confesó. «Me llevará más tiempo de lo previsto modificar sus collares. Pero vamos con tiempo. ¿Qué estás haciendo?» agregó, curiosa, echando una ojeada a la estancia.

Me encogí de hombros, bajé la mirada hacia Samba y repliqué:

«¿No me digas que el gato te habla?»

Los ojos verdes de Samba centellearon. Rao enarcó las cejas y esbozó una sonrisa.

«Y hasta bromea y tiene humor. ¿Qué es todo eso?» resopló entonces, reparando en los aros de hierro negro.

«Argollas de jaipú y bréjica,» contesté, girándome a medias. «Conciliadores de juramento, lo llaman. Lo cual me lleva a preguntarte, Perky… ¿en qué consisten exactamente?»

Este agrandó los ojos, fijándose en que acababa de llamarlo por su nombre. Bajo la mirada atenta de Rao, se encorvó.

«Sirven… para mejorar el… país.»

«¿El país?» se carcajeó Rao, incrédula.

«La gente,» rectificó Perky. «Creo… creo que ese tipo de invento puede ayudar a bajar la criminalidad e impedir que los criminales alimenten malos pensamientos. Creo que los criados y gente de poca monta pueden… pueden ser más felices sin albergar ambiciones ni rencores hacia sus maestros. Eso… eso es lo que pienso. Para eso los vendemos.»

El punto de vista de Perky me pareció más honesto que el objetivo puramente económico de los científicos que le habían hablado antes. Él simplemente quería acabar con la rebeldía, la libertad de pensar y la insatisfacción de la chusma. Era como añadir un Datsu trucado y de mala calidad. El método era cruelmente ingenuo, pero Perky parecía hablar de buena fe.

«Te darás cuenta, sin embargo,» dije, «que esos inventos no llegarán a mucha gente. A los criados de los grandes, tal vez, a escoltas de gente rica. El Gremio no va a comprar una mágara tan cara para adornar a todos sus súbditos. Porque supongo que será cara.»

Perky frunció el ceño.

«Yo… soy un inventor. No soy comerciante ni político… Sólo tengo ideales.»

«Unos ideales asquerosos,» lanzó Rao. «Pero no voy a argumentar contigo. Dinos sólo cuántos artilugios de esos habéis vendido ya.»

Perky se quedó como atrapado por la mirada acerada de Rao.

«No lo sé,» confesó con un hilo de voz. «Pero… sé que en el Gremio hay gente que los lleva. Pocos miembros admiten públicamente que los usan con sus criados, pero sé que m-mi propio padre lo hace desde hace años.»

Años, me repetí, pensativo. Considerando que aquel laboratorio llevaba doce años aspirando jaipú de la capilla de la gárgola… Concordaba. Llevaban doce años copiando trazados de los collares de Liireth, experimentando con esos conciliadores, y vendiéndolos al Gremio.

«¿Sólo vendéis al Gremio?» pregunté.

El joven Isylavi sacudió la cabeza, nervioso.

«No lo sé. Lo juro que no lo sé. Por favor, os he dicho todo lo que sabía. Liberadme, os lo ruego… Sólo quiero volver a casa.»

Lo ignoré y señalé el libro.

«Rao. Este libro tiene un montón de información.»

«Le echaré un vistazo luego,» decidió Rao. Indicó a Perky con la barbilla. «¿Qué vas a hacer con él?»

Saoko, ella y yo miramos al joven científico indefenso. Era un idiota. Simple y llanamente un idiota. ¿Y acaso merecía la muerte por eso?

«¿No podrías dormirlo?» le pregunté a Rao.

«Claro. Tengo satranina de la buena. La he usado con el guardia de la cripta y los científicos que no han muerto.»

¿Satranina?, me repetí. Recordaba vagamente haber leído que la satranina era un somnífero muy fuerte cuya venta estaba restringida en Dágovil. Sea como sea…

«Duérmelo. Ya decidiré luego qué hacer con él.»

Mientras Rao sacaba un pequeño frasco con un polvo blanco, pensé que en realidad ya había decidido qué hacer con él. No podía abandonarlo en ese laboratorio sabiendo que era el hermano de uno de mis colegas destructores… y sabiendo que era el encargado de vender los collares al Gremio. Por supuesto, contaba con que Rao era capaz de borrar recuerdos.

Una vez que Perky de Isylavi estuvo dormido, lo tendimos en la sala y fui a echarle una mano a Rao para sacar a los dokohis de sus cristales. La primera a la que sacamos fue a Orih. Estaba en la cápsula número cinco, según el libro de registros. Rao conocía el mecanismo: le dio a una palanca, se abrió una válvula y una red casi transparente arrastró la silueta de Orih hacia esta. Su cuerpo salió cubierto de ese líquido azul. Recordaba que Kala y los demás lo llamaban la «cama» porque siempre era ahí donde regresaban para dormir. Con los ojos desorbitados, Livon se precipitó junto a Orih resollando su nombre. Levantó su cabeza tocando su pelo pringado de esa sustancia gelatinosa y se bajó para asegurarse de que su corazón seguía latiendo.

«Respira,» aseguré. Lo notaba con mi órica.

«¡Orih!» se esperanzó Livon. «¿Qué es ese líquido? ¿Es peligroso?»

«No,» lo tranquilizó Rao. «Es ryoba, una solución narcótica que mantiene estables las energías. La usaron también con nosotros para que nuestros cuerpos no se descompusiesen,» confirmó ante mi expresión interrogante.

«¿Quieres decir que la han mutado?» exclamó Livon, alzando la cabeza. «¿La han mutado?»

«El registro dice que sólo han modificado el collar,» dije con voz neutra. «Rao, liberémosla antes. Si despierta como Ojo Blanco y explota el laboratorio, moriremos todos.»

La Pixie asintió y se arrodilló junto a la mirol, ante Livon. Tocó el collar y se concentró. Todavía estaba tratando de cortar las conexiones del collar a la mente de Orih cuando regresaron los otros. Naylah seguía llevando la lanza entre las manos. Nadie estaba herido, pero sus expresiones eran sombrías. Lívida como una gárgola blanca, Sanaytay esbozó sin embargo una suave sonrisa al ver a Orih bien viva. Sirih golpeó un puño en la palma de su mano.

«¡Cosas peores hemos visto en Daer!» aseguró. «¡Más te vale despertar pronto, Orih!»

Me alegró ver a la ilusionista tan positiva. Chihima se detuvo junto a nosotros anunciando:

«Rohi. Aroto se ha quedado a vigilar la otra salida. Está en otra isla del lago. Una muy pequeña al oeste de aquí.»

Por toda respuesta, Rao asintió levemente, concentrada en el collar. Me giré, miré las demás cápsulas así como los cuerpos de los científicos, Kala reaccionó de nuevo y mi Datsu que intentaba atarse volvió a desatarse. Diablos. Suspiré con paciencia y pregunté:

«Por cierto, ¿no habéis visto a las dos gárgolas?»

Zélif frunció el ceño.

«No… Pero las he sentido,» admitió. «En un lugar a través de un muro no muy lejos de aquí. Debe de haber un pasadizo secreto.»

Otro pasadizo secreto, suspiré. Me moví.

«Le prometí a Axtayah que los salvaría,» dije. «¿Me echas una mano, Zélif?»

La faingal me miró con curiosidad.

«Estoy hablando contigo, Drey, ¿verdad?»

La pregunta, dicha así, me arrancó una sonrisa.

«Sí, de momento, soy yo.»

No le mencioné que Kala estaba pasando por una mala racha. Después de la escena que nos había dado, era evidente para todos que aquel laboratorio se asemejaba mucho al que recordaba Kala. Pero no era el mismo. Y, a pesar de saberlo, Kala no se calmaba.

Dejando a Chihima, Rao, Livon y Orih atrás, las armónicas, Naylah, Zélif y yo nos encaminamos hacia el túnel secreto. Zélif palpó el muro irregular y, al de unos cien pasos, se detuvo, satisfecha.

«Es aquí.»

Observamos la entrada. Tan secreta no era pues era el único lugar donde la piedra era más o menos lisa. Sirih masculló:

«Odio los enigmas. ¿Cómo se abre esto?»

Le dio una patada a la entrada y soltó un graznido de dolor. Me burlé:

«La roca es dura, ¿eh? Eso lo sabe todo destructor.»

Sirih soltó un resoplido irritado. Sanaytay murmuró:

«Hermana, déjale esto a Zélif: es perceptista.»

Pero Zélif estaba teniendo problemas para entender el mecanismo de abertura y sentí de pronto la impaciencia de Kala.

«Apartaos,» gruñó. «Drey lo destruirá.»

Me sentí un poco mandado, pero no protesté porque, por fin, Kala parecía retomar control sobre sí mismo.

“¿Estás mejor?” le pregunté.

Kala bufó mentalmente.

“No soy tan débil como crees. He prometido salvar a las gárgolas y las salvaré. Además, tenemos un acuerdo. Todavía me quedan tres días para mí solito. Yo me ocupo de esto.”

¿De dónde se sacaba que le quedaban tres días? Sonreí pese a todo al sentirlo tan decidido. Yo me ocupo de esto y por eso te pido que destruyas el muro, ¿eh? pensé. Bah. Lo importante era que mi compañero de cuerpo estaba otra vez de humor para actuar. Posé las dos manos enguantadas sobre la piedra mientras los demás se apartaban y dije:

«Entonces, salvémoslas.»

«¡Espera!» lanzó de pronto Zélif.

Me detuve en seco.

«¿Qué ocurre?»

«Acabo de entender el mecanismo,» explicó la faingal. «O más bien los mecanismos. Hay uno para abrir la puerta, y otro para seccionar una cuerda que sostiene algo en el techo de la sala. No,» rectificó, concentrada. «Algo que sostiene el techo. Si lo llegas a romper, las gárgolas morirán aplastadas.»

Hice una mueca. Ah. Ese era un problema. Kala se tragó su impaciencia y dejamos que Zélif averiguase la manera correcta de hacer pivotar la puerta. Tras un buen rato de vacilaciones, la encontró al fin, el muro pivotó y entramos en la nueva habitación. Alguien había dejado una linterna encendida sobre un taburete. A la luz de esta, sentada en una butaca, una de las gárgolas blancas leía un libro. A la otra la pillamos inspeccionándose cuidadosamente un ala como buscándose pulgas mientras mantenía un laúd en equilibrio sobre su rodilla. Ambas se giraron hacia nosotros, sobrecogidas. Nosotros nos quedamos bastante más sorprendidos. Había imaginado que las gárgolas estarían atadas de pies y manos con gruesas argollas. No esperaba verlas apresadas en un hogar tan acogedor. Pero, claro, tomando en cuenta que el techo estaba en suspensión sobre ellas… Había que ver lo retorcidos que eran esos científicos.

«Hermana,» dijo de pronto la de la butaca. «¿Estoy soñando o esta gente es nueva?»

«Mm… Yo sueño con lo mismo entonces, hermano,» le replicó la otra gárgola, replegando el ala. «Son cuatro. ¡Los Cuatro Gamberros del Apocalipsis! Ah, no, que son cinco. No te había visto, pequeñuela,» le dijo a Zélif.

«Cinco como los Cinco Caballeros de Honoria,» se interesó el hermano de la butaca. «Mno, más bien parecen ser los Cinco Mudos del Árbol Tawmán. Esos pelos tan largos… parecen ninfas… qué digo, ¡dríadas! ¿No crees, Narti?»

«Por mis alas, tienes razón, Ax,» apoyó la hermana. «Pero son seis, no cinco. El pelo pincho ese, de dríada no tiene pinta, más bien de duende.»

Hablaba de Saoko, que nos había seguido. Por Sheyra, ¿qué demonios era eso? Intercambié una mirada confundida con Zélif, carraspeé y me adelanté con prudencia.

«Esto… Sois Axtabah y Nartayah, ¿verdad? Vengo a liberaros para llevaros hasta vuestro padre.»

Las vi pestañear con sus párpados blancos. La más grande, Axtabah, cerró su libro con un gesto delicado.

«¿Nuestro padre?»

Ambas gárgolas intercambiaron una mirada y se giraron hacia mí preguntando al mismo tiempo:

«¿Qué padre?»