Página principal. Los Pixies del Caos, Tomo 3: El Sueño de los Pixies

17 El retratista

Templo del Viento, año 5624: Drey, 12 años; Yánika, 7 años.

«¡Triste de mí! —decía Felisa, desolada—. Por salvar el honor de mi padre, acepté ser princesa y renuncié a mi amor por Varandil. ¿Qué he de hacer? ¡Por los dioses que he de vivir desgraciada toda la vida, pues mi destino fue el deber y no el amor!»

Tumbado en uno de los bancos mullidos de la diligencia vacía, tragué saliva con la mirada fija en la última frase y cerré el libro sintiendo cómo mi Datsu se desataba ligeramente. Renunciar al amor por el deber… Cerré el puño contra mi pecho. ¡Era un final tan triste!

Percibí un cambio de luz afuera y me enderecé para echar un vistazo por la ventanilla. Ya habíamos llegado a la caverna del templo y la diligencia cruzaba el Bosque de Kofayura.

Guardé el libro y me dediqué a mirar las hojas en forma de campanillas iluminadas que colgaban de los árboles. Pese a haberlas visto durante toda mi infancia, en ese momento las miré con renovada emoción, porque era precisamente caminando entre árboles-perla que Felisa había lanzado su última réplica.

Entonces, vi una silueta entre los troncos luminosos e inspiré de golpe de impresión. Abrí la ventanilla y lancé:

«¡Cochero! ¡Me bajo! ¿Me has oído? ¡Detén los anobos!»

El cochero lo hizo de mala gana mascullando:

«¿Qué pasa ahora? Mis disculpas, mahí, pero me dijeron que te llevara hasta el templo… ¡Hey! ¿Adónde vas?»

Había bajado de la diligencia de un salto y me dirigí fuera del camino, hacia los árboles, diciéndole:

«¡Sigue hacia el templo y deja ahí mi mochila, por favor!»

Me adentré a la carrera entre los troncos oyendo el gruñido resignado del cochero. Apenas unos metros más lejos, sentí el aura feliz y sonreí al ver a mi hermana, tan pequeña como siempre, con su pelo rosa revuelto. Corría hacia mí.

«¡Hermano! ¡Has vuelto! ¡Has vuelto!»

La acogí entre mis brazos con una amplia sonrisa.

«Pues claro que he vuelto. No me quedo en Dágovil ni loco: esa ciudad está demasiado poblada. ¿Qué haces aquí, pequeña vagabunda?»

«Vagabundeando,» sonrió Yánika. Y se encogió de hombros confesando: «Me aburría. ¿Me has traído algo?»

«No,» dije. Y me carcajeé ante su aura decepcionada antes de sacar de mi bolsillo cuatro anillos y tendérselos.

La curiosidad brilló en los ojos de Yánika.

«¿Qué es?»

«Anillos de oro puro. Para las trenzas. ¿Te gustan?»

El aura alegre me bastó como respuesta y, momentos después, estábamos instalados sobre un murillo de roca, no muy lejos del camino, ni muy lejos del lago. Mientras le ayudaba a trenzarse el pelo correctamente para colocar los anillos, le dije:

«Si algún día te encuentras sola en algún sitio, sólo tendrás que venderlos para sacar un buen dinero y volver aquí.»

Yánika me echó una curiosa mirada.

«¿Y adónde voy a ir?»

«Nunca se sabe.»

Yánika hizo un mohín y resopló:

«Yo no los vendo. No los venderé porque me los has regalado tú.» Intercambiamos una sonrisa y entonces ella se balanceó sobre el murillo diciendo: «Di, di. ¿Y el examen? ¿Quedaste primero?»

Puse los ojos en blanco.

«No me dejas ni alardear de ello,» me quejé, burlón.

«¿Primero?» exclamó Yánika.

«Primero,» confirmé, colocándole el último anillo. E hice un gesto vago, girándome hacia la colina del Templo del Viento. «No eran exámenes finales. Los exámenes para ser destructor oficial los pasaré dentro de dos años. Pero…» Saqué una cadena de plata con un pequeño medallón al final que representaba un lotus negro, símbolo de Dágovil. «Un tipo que se decía ministro del Gremio de las Sombras me dio esto como medalla.»

La alegría y curiosidad de Yánika me arrancaron una sonrisa y la dejé inspeccionar el premio que me había llevado por acabar primero en los exámenes de aprendices destructores.

«¡Es bonito!»

«¿En serio? Te lo regalo,» dije.

Yánika sonrió con todos sus dientes y se lo puse alrededor del cuello burlándome:

«¡Mirad a la primera destructora de Dágovil, Yánika Arunaeh!»

Se rió y me reí yo diciéndole:

«Te ríes como una loca, Yani.»

«¡Y tú como un caballo!»

Nos carcajeamos. Hacía menos de dos semanas que no la veía y, sin embargo, me daba cuenta ahora de cuánto la había echado de menos. Siempre era tan alegre…

Un silbido sereno nos hizo alzar la cabeza hacia el camino y vimos pasar por este a un belarco con su burro. Yánika alzó la mano diciendo:

«¡Hola!»

El belarco giró la cabeza hacia nosotros y detuvo su tranquila marcha y su melodía silbada.

«Chicos,» lanzó. «Hola a vosotros. Decid, ¿tenéis hora?»

«Tengo,» confirmé. Y consulté mi piedra de Nashtag, la misma que me había regalado Lústogan hacía dos años. «Las diecisiete. Aquí el o-rianshu es a las veinte.»

Se lo dije, porque no me parecía que ese hombre fuera del lugar. Este posó un puño contra su cadera diciendo:

«¿A las veinte, dices? Vaya. Y yo que pensaba que llegaba justo para el o-rianshu.» Explicó con tono algo orgulloso: «El Gran Monje del Viento me hizo venir aquí por un retrato y me invitó a cenar.»

«¿Un retrato?» repetí, curioso, acercándome. «¿Eres pintor?»

El viajero era de edad madura, con su piel verdácea y parda característica de los belarcos y ojos rasgados. Confirmó con un gesto presentándose:

«Temb Ayobardo, pintor retratista y artista, de bastante renombre por Dágovil, pero dudo de que unos jovenzuelos como vosotros hayáis oído hablar de…»

Calló de pronto, parpadeó alternando su mirada entre Yánika y yo y jadeó, inclinándose.

«¡Por Tatako, mis más sinceras disculpas, mahis!»

Me encogí de hombros y me incliné yo también diciendo:

«Drey Arunaeh. Ella es Yánika, mi hermana. ¿De renombre, dices? ¿Qué pintaste?»

«No me digas que el joven mahí sabe de pintura,» se impresionó Temb Ayobardo.

«Ni la más mínima idea,» me sinceré sin reservas. «Pero vi retratos en el Palacio de Ámbar, en Dágovil.»

«¡Entonces seguramente habrás visto el de nuestro buen dirigente Varandil!» se emocionó Temb. «¡Ese lo hice yo!»

Parecía muy satisfecho por ello. Traté de recordar el retrato del dirigente del Gremio de las Sombras, pero en ese momento tan sólo pude recordar al descorazonado Varandil de mi libro, rechazado por la triste Felisa.

«Sí, era muy bonito,» dije sin embargo.

Yánika frunció el ceño.

«¿Por qué mientes, hermano?»

Me puse rojo como un zorfo.

«¡Que no miento, hermana! Estoy seguro de que era bonito. Lo siento, pero no me acuerdo bien porque tenía unos exámenes,» me excusé.

«¡De ningún modo has de excusarte!» protestó el artista.

Sonreí, mirándolo. Su manera de hablar me recordaba también a la de mi libro.

«Temb. ¿También eres poeta?» pregunté.

Temb agrandó mucho los ojos y se quitó el sombrero estrafalario diciendo:

«¡Los dioses sean testigos de tu perspicacia, joven mahí! Fui versificador y trovador en la corte de Lédek, desterrado por rimas atrevidas. Desde entonces decidí dedicarme a la pintura. Los retratos…» Acercó su rostro a los nuestros afirmando con tono cómplice: «Ya sé que últimamente se han puesto de moda las imágenes fijas que usan armonías y mágaras de alta tecnología… pero, si me preguntáis, no hay nada mejor que una pincelada verdadera y un ojo de artista para pintar las caras según un ángulo favorable.»

Se decía que Varandil, el del Gremio, era un drow feo con una gran mancha de nacimiento en medio de la frente. Me pregunté desde qué ángulo lo habría pintado. Temb Ayobardo se había girado hacia el lago y exclamó:

«¡No sabía que el Templo del Viento tuviera tan bonitas vistas! Había oído hablar de la Arboleda, pero no del lago. Los dioses me perdonen si tomo un poco de tiempo para pintar esto. Todavía queda tiempo,» afirmó para sí.

Con curiosidad, Yánika y yo lo vimos estirar al burro reacio fuera del camino, sacar material, caballete, paleta, pintura y pinceles. Nos vio mirándolo con interés y volvió a disculparse precipitadamente:

«Mis más sinceras disculpas por no reconoceros, mahis. ¿No os importaría sentaros ahí, en el murillo? Entonces, podría haceros un pintura a vosotros también, ¿qué me decís?»

Los dos parpadeamos, sorprendidos.

«¿Cuánto pides?» pregunté.

«¿Eh? Oh… No pensaba cobraros. Esto lo hago por mera inspiración. No os asustéis, pero nada más veros me inspiró vuestra manera de ser, vuestros rostros, vuestro porte… No me habléis de dinero ahora.»

Intercambié una mirada divertida con Yánika y nos sentamos en el murillo mientras el pintor se preparaba. Con ojos de experto, miró el paisaje, nos miró a nosotros y, poco después, ya empezaba a dar pinceladas. Mientras trataba de permanecer inmóvil, me puse a pensar en el oficio del pintor. Era muy distinto al de destructor. Se fijaba en los detalles, cierto, pero ahí se acababa la semejanza. El resto, era reproducción, colores… Pero emoción también había, pensé, mientras veía cómo Temb murmuraba para sí, viéndonos sin mirarnos de verdad, ensimismado, perdido en su fiebre creativa.

Había pasado ya un buen rato cuando noté que el aura de Yánika cambiaba y giré los ojos para ver a dos figuras en sotana dejar el camino y acercarse a la orilla. Una era Sharozza, una humana Monja del Viento de unos veinte y pocos años, pelo rizado y cara de excéntrica a la que apodaban la Exterminadora por su manía de destruir más de lo debido. La otra figura… Me levanté inspirando bruscamente.

«Lúst.»

«¡Hola, pequeño!» exclamó Sharozza. «Temb Ayobardo, el Gran Monje me manda a por ti… ¡Gárgolas sagradas!» rió de pronto señalando el cuadro: «¿Sois vosotros? ¡Oh, oh! ¡Pero qué formales estáis! Parecéis dos nigromantes… ¿Y quién es el que está detrás? ¿El reflejo del pintor, eh? ¡Parece un asesino de Makshun con ese sombrero!»

Mientras Sharozza parloteaba con sus agradables propósitos, mi hermano echó un vistazo al cuadro que aún yo no había visto, se desinteresó y me atravesó a mí con sus ojos azules. Desde el incidente del Gran Túnel, unos meses atrás, se había vuelto especialmente distante y sentí un escalofrío.

«¿Bien, el viaje?»

Esperaba los resultados… pero no preguntó por ellos. Sonreí y asentí.

«Sí. Quedé primero en los exámenes, hermano. Hasta me dieron una medalla.»

«¿Una medalla?» exclamó Sharozza. «¿He oído bien? ¿Puedo verla? ¡Estarás orgulloso de tu hermanito, Lústogan!»

Mientras Yánika se la enseñaba, Lúst enarcó una ceja.

«Primero, ¿eh? No hubiera podido ser de otro modo. Ven. El Gran Monje te invita a la cena y espera que le hables de ello.»

Yánika, en cambio, no estaba invitada, entendí. Me tragué la exasperación y señalé a Temb.

«Este belarco es un pintor conocido. Temb, te presento a mi hermano, Lu…»

«Nos conocemos,» cortó Lústogan.

El pintor, que había enrojecido ante las palabras de Sharozza, se inclinó profundamente hacia mi hermano, palideciendo. Farfulló:

«Un placer verte de nuevo, mahí.»

Yánika había fruncido el ceño, señal de que el pintor tal vez no estaba tan complacido como decía. Me giré hacia Lústogan, extrañado.

«¿A ti también te hizo un retrato, hermano?»

A Sharozza se le encendieron los iris, imaginándose ya el cuadro… Yánika me había preguntado una vez si Sharozza estaba enamorada de Lúst. Y yo ya me había imaginado toda una escena libresca pero… bien mirado, la Exterminadora tenía más de acosadora pícara y lunática que de princesa Felisa. Lústogan puso los ojos en blanco.

«Ya-náï. Ese belarco participó en la elaboración de un catálogo de rocas adjuntando dibujos. Eso es todo. Vamos, Drey.»

«Sí. Espera. Quiero mirar el resultado.»

Pese al suspiro de Lúst, Yánika y yo nos acercamos al caballete y miramos la pintura. Estaba casi acabada. Faltaban detalles en el fondo, pero nosotros ahí estábamos, con expresiones algo más serias de lo que esperaba. En cuanto a la figura que se alzaba detrás, con capa oscura y sombrero, sí que parecía un asesino de Makshun… Sin embargo, ante la cara llena de expectación del pintor, dije:

«Bonito. Gracias.»

«En cuanto lo acabe, lo mandaré al Templo,» prometió el pintor.

Lústogan frunció el ceño.

«Ni se te ocurra. En cuanto lo termines, destrúyelo,» replicó.

Y se marchó ante la cara ofendida del pintor y la risa baja de Sharozza. Hice una mueca y, carraspeando, realicé un gesto de saludo hacia el pintor y me alejé con Yánika tomándola de la mano para que no se quedara atrás. Generalmente, no cuestionaba las reacciones de mi hermano, me parecían del todo normales, pero últimamente… me llenaban de dudas.

«Hermano,» dije, alcanzándolo con Yánika detrás. «Lo has ofendido, ¿sabes?»

«¿En serio?»

Parpadeé. ¿Es que no se había dado cuenta? Intercambié una mirada confusa con Yánika, esta asintió con energía y afirmé de nuevo:

«Lo has ofendido y mucho.»

Lústogan no rebatió. Subía por el Camino Azul a buen ritmo y a mi hermana le costaba seguir el paso. Al de un rato, vi a Yánika girar la cabeza hacia el retratista, que había recogido sus bártulos con la ayuda —y los parloteos— de Sharozza y nos seguía a distancia con su burro. Me detuve en seco.

«Hermano.»

Lústogan se paró y volvió sus ojos hacia mí, interrogantes.

«Dijiste que la diplomacia era una parte importante del oficio de destructor y también de nuestra familia,» solté. «Pedirle a Temb que destruya un retrato en el que ha puesto su pasión, su tiempo y su arte es como pedirle a nuestro abuelo que destruya la estatua del dragón negro de Dágovil.»

«La destruiría si el Gremio le pagase para ello,» repuso Lústogan con calma.

Ciertamente, lo haría. No había encontrado un buen ejemplo. Lancé:

«Entonces, como decirle a una amante que destruya su amor verdadero.»

En los ojos claros y fríos de Lústogan, vi un destello de diversión.

«Eres cada vez más teatral, Drey. Y lees demasiados libros.» Me sonrojé levemente pensando: ahí me has pillado. Las comisuras de sus labios se curvaron. «Me da igual lo que haga ese pintor con su pintura. Es posible que no fuera diplomático con él y repararé mi error. Pero no es necesario que los Arunaeh sean inmortalizados en pinturas. Es vanidoso. Y la vanidad no cabe en nuestra mente. Eso es todo.»

Nos dio la espalda para seguir subiendo. Tras un instante de sorpresa, sonreí. Me gustaba cuando Lústogan me explicaba sus razones. Por un momento, me había parecido que había vuelto a ser el mismo de antes. Eché una mirada hacia atrás, hacia el pintor que subía también la colina con su burro, y estiré a Yánika de la mano.

«Vamos, Yani. Te guardaré el postre.»

El aura confusa de Yánika enseguida se alegró.