Página principal. Los Pixies del Caos, Tomo 3: El Sueño de los Pixies

16 Estallidos

Desperté al son de las flautas, las palmas y gritos agudos. Por un momento, al abrir los ojos, pensé haberme transportado a un bosque de elfos silvestres, de esos que bailaban todo el día de alegría, sonreían y cantaban en sus elegantes y ligeros ropajes. No estaba tan lejos de la realidad: los cantos, la alegría y la ropa refinada estaban ahí. Sólo que los elfos silvestres eran unos vampiros chupasangres. Además, más de uno parecía estar borracho. Se pringaban los morros de sangre cada vez que bebían de sus grandes vasos, se carcajeaban, voceaban, cantaban y charlaban animadamente.

Que Sheyra me perdonase, estaba presenciando una orgía vampírica.

Era tétrico, aunque sabía que probablemente la sangre que estaban bebiendo era la de la aórgona y no la de unos saijits pero… Si esos vampiros estaban en Loeria y no había visto un alma saijit significaba entonces que las orgías de las semanas pasadas habían debido de ser aún más siniestras.

En ese momento, precisamente, a través de mis ojos semi-abiertos, mareados por la sangre, avisté a una niña humana encorvada que servía un vaso a un vampiro. Este lo aceptó revolviéndole el cabello y retomó su conversación mientras la niña seguía paseándose con un pequeño barril demasiado pesado para ella. Estaba tan lívida que casi parecía un vampiro. Vi a otros tres niños de su misma edad sirviendo en otros puntos del círculo y otros tres más jóvenes. Y eso era todo. Probablemente, eran los únicos supervivientes de la masacre de Loeria.

Bruscamente, las conversaciones se silenciaron: el que estaba sentado unos metros ante mí en el círculo se había levantado alzando su vaso. Anunció algo en su lengua, alto y decidido. Era el mismo vampiro al que había visto en la habitación, sentado en su sillón. Alto, de ojos claros, pelo negro y piel tan pálida que parecía transparente… Se giró en ese momento hacia su vecino de mesa con una sonrisa que hubiera podido parecer caballerosa de no haber estado pringada de sangre. Posó su copa y dos vampiros fueron a recoger esta y la de su vecino antes de acercarse a mí. Así que yo iba a ser el postre de los líderes, entendí. En fin, del líder y de su invitado. Miré a este. Y pestañeé sintiendo que el corazón me daba un bote de seis metros. Attah. Él…

Hasta ahora, Kala había estado encolerizado y airado por estar encerrado y por el miedo a morir. Pero ahora sintió algo totalmente distinto. Su ira no infló como una burbuja: estalló. Su odio rabió, tan horrible que hasta me dio más miedo él que los vampiros.

Emitió un grito ahogado por la mordaza. Un grito de demencia y odio. Y sus ojos no se despegaban del viejo vampiro sentado al lado del líder del clan. Porque, por alguna razón, pensaba que ese viejo era el asesino de Lotus. Porque ese viejo era el Príncipe Anciano que tan pacífico se había vendido en la Superficie y que ahora asistía nada menos que a un banquete de vampiros.

Pese a su rabia ciega, los dos que se acercaron inmovilizaron a Kala sin dificultad, hicieron un pequeño corte en cada brazo y apretaron las venas, rellenando cada uno un vaso. Las gotas caían. Y los comensales cantaban una canción por lo visto acorde con las circunstancias. En cuanto a Kala, empezaba a marearse tanto que temí que fuera a desmayarse. Los dos vampiros recogedores de sangre llenaron los vasos hasta arriba; una vez llenos, los alejaron prudentemente de mí, posándolos ante el líder y el Príncipe Anciano, y regresaron sólo para lamerme las heridas y cauterizarlas. Ambos se gruñeron algo por lo bajo, bromistas, y creí adivinar que decían: está deliciosa.

El líder entonces alzó un vaso bien lleno y se lo tendió al Príncipe Anciano diciendo:

«¡Ur-hait

Y el Guardián Blanco de la Sabiduría, el vampiro cuyo ideal era la convivencia entre su especie y los saijits, inclinó la cabeza en señal de gratitud, se llevó el vaso a los labios y bebió mi sangre sin ascos, saboreándola como un catador de vinos. Hasta se le cerraron los ojos de placer. Sonrió anchamente y gruñó algo con tono innegablemente apreciativo. El líder se carcajeó y, tras probar también, ambos se sentaron y la fiesta se reanudó igual que antes, ruidosa y alegre.

Kala y yo no despegábamos los ojos del Príncipe Anciano. No nos había reconocido. Estaba claro como el agua. Pero, si lo hubiera hecho, ¿acaso habría cambiado algo?

A pesar de que había unos cuantos borrachos de sangre, otros vampiros montaban la guardia y no sería fácil salir de ahí. Además, no debían de haber pasado ni tres horas desde que me había quedado dormido y mi tallo no estaba repuesto. Pero… tenía que intentarlo.

Como el poste era de madera, no pude utilizar la misma técnica que antes para liberarme, pero esta vez la cuerda, aunque más gruesa, era leñosa: pude usar mi órica para romperla poco a poco. Cuando ya estaba a punto de ceder, dije mentalmente:

“Kala. Estate atento. Tú ve hacia la izquierda, salta por encima de la mesa y corre. Yo me ocuparé de cegarlos con la órica. Si puedo dedicar toda mi atención en ello, les haré una bonita polvareda. Nos hará ganar tiempo.”

Marqué una pausa. Kala rugía por dentro.

“Kala,” añadí. “Tranquilízate o no saldremos de aquí con vida, ¿me entiendes?”

Sentí su irritación además de su odio. Mis palabras no lo estaban arreglando. Suspiré.

“Confío en ti, Kala. No me defraudes.”

Me concentré. Sentí el aire moverse, sentí la arenilla que poblaba la plaza y asentí para mí antes de extender mi sortilegio. Iba a ser efectivo, cuanto más amplio mejor: no les iba a permitir que nos matasen. Al fin, solté el sortilegio y, de pronto, todo el banquete se convirtió en una tormenta de arena. Corté el resto de la cuerda.

“¡Ya!”

Sin ver nada, Kala sacudió sus brazos, se liberó, se levantó y se abalanzó, evitando de poco un golpe a ciegas de la lanza de uno de los vampiros que me vigilaban. Yo me centraba en mantener el viento alzado. Por eso tardé en darme cuenta de que Kala no estaba corriendo en la buena dirección. Cuando me di cuenta, era demasiado tarde: Kala saltaba sobre la mesa y se tiraba directamente hacia el Príncipe Anciano. Le dio un señor puñetazo. Se quitó la mordaza de un tirón y gritó:

«¡Muere, asesino!» Lo agarró por la garganta fulminándolo con ojos desorbitados. «¡Mataste a mi padre, vampiro! ¡Muere!»

Lo tiró al suelo y se arrojó tras él como una fiera. Yo protestaba, le gritaba mentalmente que corriese, trataba de robarle el cuerpo, pero cuando Kala se ponía en esos estados tenía la sensación de estar luchando contra un maremoto.

Mi viento aflojó y la arena cayó más rápido de lo esperado. Vi los ojos del viejo vampiro agrandados como platos, vi la estrella de tres puntas tatuada en su frente que recordaba a Kala tanta tristeza, y el puño de Kala, que antaño había sido metálico y mortal, tan sólo logró dejarle al Príncipe Anciano la cara ennegrecida antes de que todo un clan de vampiros se me echara encima. Otra vez, Kala había dejado pasar la oportunidad de salvarse. Sólo por una cuestión de venganza. No lo entendía. Realmente no lo entendía, pensé, mientras los vampiros me inmovilizaban. Vi una hoja brillante aparecer por la polvareda ya casi inexistente y colocarse junto a mi mejilla. A lo cual siguió una breve conversación en el que el Príncipe Anciano pareció razonar a los guardias. No me mataron. El Príncipe Anciano se agachó ante mí y me miró a los ojos con expresión incrédula.

«Tú eres… ¿Drey Arunaeh?» preguntó.

Kala lo asesinó con la mirada. Logré retomar el cuerpo y contesté con rapidez:

«El mismo. Perdón por el ataque. No era mi intención. Por favor, no sé qué haces aquí bebiendo sangre de saijit pero… por favor, recuerda lo que dijiste sobre tus ideales… Haz que no me maten, diablos…»

Perdí el control otra vez y Kala suplicó:

«Quiero matarte. Deja que te mate. Tengo que hacerlo. Por mi padre. Déjame.»

Su tono suplicante iba tan mal acorde con sus palabras que, por un momento, hasta me pareció cómico. Extrañamente, al Príncipe Anciano también porque sonrió y dijo:

«Ya veo.»

Posó una arrugada mano sobre mi frente y sentí cómo me tanteaba con su bréjica, buscando una entrada hacia mi mente. Pero el Datsu no le dejó. ¿Qué había intentado hacer, el muy ruin?

«Ya veo,» repitió entonces. Y cruzamos de nuevo las miradas. «Tranquilo. Pediré que nadie te mate. Pero, a cambio, no intentes huir ni atacar a la gente. Después de esta cena, hablaré contigo largo y tendido y te diré quién era Liireth en realidad. ¿De acuerdo?»

Ocupado como estaba en luchar contra Kala y evitar que este empeorara el asunto, no contesté. Pero el Príncipe Anciano tomó mi silencio por un consentimiento. Se levantó y lanzó unas consignas en la lengua de los vampiros. Al cabo, me alejaron del banquete y me llevaron a un lugar frío, un almacén lleno de carne e intestinos. Mascullando entre ellos, pero sin acritud hacia mí, me metieron dentro de un gran saco elástico y me dejaron colgando del techo con una abertura arriba sólo lo suficientemente grande para que no me asfixiara. Pronto entendí que ese saco no era otra cosa que el estómago de la aórgona bien lavado y seco. No se lo dije a Kala, no fuera que le diera algún mareo. El caso era que el Príncipe Anciano conocía bien los límites de la órica, sabía que los tejidos vivos no se rompían tan fácilmente. Y sabía que yo era un destructor.

Me tumbé, balanceándome en el estómago de la aórgona, y cerré los ojos, desilusionado.

«Kala,» murmuré en voz alta, «esta vez, si nos pasa algo, asume tu responsabilidad. Porque el que atacaras al Príncipe Anciano es solamente y únicamente culpa tuya.»

“Déjame en paz,” gruñó Kala.

“No quiero,” repliqué. “Tienes que aprender a tranquilizarte. Yo seré una roca muerta para ti, pero tú eres un fuego que se quema a sí mismo. El Príncipe Anciano ha dicho que no iba a matarnos. Por favor, recuerda a Rao, recuerda ese sueño estúpido tuyo de salvar el mundo de los saijits, y olvídate del Príncipe Anciano porque si no lo haces… moriremos sí o sí.”

Hubo un largo silencio. La luz se había ido y el ruido con ella. Todo estaba a oscuras. No sé cuánto tiempo pasó antes de que Kala rompiera el silencio murmurando:

«No es un sueño estúpido.»

No repliqué. Tras una pausa añadió:

«Y el Príncipe Anciano le hizo daño a Lotus.»

“Pero no lo mató,” dije. “Porque, de ser así, ¿por qué dices que Lotus está vivo? Te contradices todo el tiempo, Kala.”

«No me contradigo,» negó el Pixie. Alzó una mano en la oscuridad total, la mano derecha. Los tres círculos de Sheyra brillaban muy levemente en ella. «El Príncipe Anciano lo mató por dentro. ¿Entiendes?»

“No.”

Cerró el puño con irritación.

«¿Es que te lo tengo que explicar todo?»

“Contrariamente a ti, no tengo tanta facilidad para acceder a tus recuerdos como tú a los míos por la simple razón que no los viví,” le recordé.

«Yo tampoco lo viví,» replicó él en voz alta. «No aquel día. Ya conocía al Príncipe Anciano. Pero lo que pasó aquel día, fue Rao quien me lo contó.»

Esperé con curiosidad. No sabía cuánto tiempo solían durar las cenas de vampiros pero me temía que teníamos para un buen rato de espera y no me importaba entender al fin el odio de Kala hacia el Príncipe Anciano. El Pixie tendió la mano hacia el tejido que nos envolvía y explicó con tono más sosegado:

“El Príncipe Anciano no era más que un vampiro entre tantos cuando lo vi por primera vez. Apenas lo recuerdo. Tenía ocho años y él casi cuarenta. Los científicos del laboratorio lo estuvieron estudiando para reusar su modo vampírico en Rao.”

Agrandé los ojos.

“¿Rao…?”

“¿Conoces la fábula de los Siete Infernales?” me replicó Kala, cortándome. “No. Claro que no. Es una fábula muerta desde hace mucho tiempo, que nosotros escogimos por lo cercana que estaba a nosotros. Un oso bípedo, una sirena que grita, un gran cuervo, un gato vampiro, un golem de acero, un puercoespín y una rosa. Los Siete Infernales más el Padre del Infierno, la máscara blanca, que nos observa… Rao era el gato vampiro, por supuesto.”

Attah… ¿Eso significaba acaso que las Máscaras Blancas del laboratorio habían utilizado células del Príncipe Anciano para mutar el cuerpo de Rao? Tales experimentos sobrepasaban mi imaginación. En cuanto al resto… coincidía tan bien con el dibujo de aquel libro de Pixies que Jiyari había encontrado en la biblioteca de Donaportela que, por un momento, me estremecí. ¿Por qué los Pixies se habrían identificado con los Infernales de esa fábula? Kala murmuró:

«Las llaves se reunirán para que el infierno venga trayendo calamidad. Son unos versos de la fábula,» aclaró. «Cuenta que el Padre del Infierno da a sus siete hijos una llave a cada uno para abrir la puerta del Infierno a este mundo. Hijos, les dijo, caminad por este mundo de horrores, robad el conocimiento, acumuladlo, arrebatadlo, hasta que no dejéis ni rastro de él; entonces, regresad a la puerta, abridla y arrojadlo todo al infierno para que muera eternamente en un mar de ácido.»

Inspiró y espiró. ¿Robar el conocimiento? Aquello era sin duda una fábula para niños. Una fábula donde los malos eran los protagonistas. Ensimismado, Kala retomó:

«Nos dimos el nombre de Infernales y de Pixies del Caos casi al mismo tiempo. Nos convertimos en criaturas legendarias. Y lo hicimos de verdad. Los gritos de Tafaria ensordecían y volvían locos a todos como una sirena. Yo, con mi cuerpo, ignoraba los golpes como un golem. Rao se movía con la agilidad de un felino y se alimentaba de sangre. Roï, el puercoespín, tenía el cuerpo tan cubierto de espinas que sólo dormía boca abajo y nadie podía acercársele…»

Su voz tembló y continuó por vía mental:

“Boki era el oso, y también el más ingenuo de la fábula. Creía que podía convencer a los saijits de que debían olvidar sus conocimientos por el bien del mundo. Melzar, el cuervo, al que las Máscaras Blancas añadieron una trompa de roefante en vez de un pico de pájaro… él es el más inteligente de la fábula y el más sensato: nunca habla con la gente y casi nunca se muestra, roba saber con engaños y lo recuerda todo como si fuera presente. Y por último, Jiyari…” Perdido en el pasado, juntó ambas rodillas y se las abrazó murmurando: “Jiyari, la rosa, es el que lleva el corazón de todos y el que mejor entiende a todos: cuando llegan a la puerta, se da cuenta de que sus hermanos han cambiado, influenciados por el mundo, y teme que el conocimiento no vaya a ser destruido sino usado por los Infernales. Entonces, la rosa se abre y los embarga con su amor. Tanto que sus seis hermanos dejan caer todos los conocimientos. Jiyari los recoge y se tira al mar de ácido gritando: nada ha de recordar ese mundo. Olvidaré por vosotros y renaceré en el olvido.” Cerró los ojos y concluyó: “De ahí que Jiyari siente por nosotros y olvida por nosotros.”

Yo escuchaba sin saber muy bien adónde quería llegar. ¿Qué tenía que ver esa estrambótica fábula con el Príncipe Anciano? Lo que estaba claro era que Kala no pensaba que era una fábula sin sentido: se identificaba con ella con toda la seriedad del mundo. ¿Y si realmente se la creía? Había visto saijits capaces de creer cualquier cosa y Kala, dada la vida que había llevado, lejos de toda educación, lejos de todo contacto normal con adultos… a saber cómo pensaba exactamente.

“¿Quién os contó esa fábula? ¿Lotus?” pregunté.

Kala puso los ojos en blanco con una pizca de amargura.

“No. Fue el Príncipe Anciano. Le gustaba contarnos cuentos. Él decía que estaba mal identificarse con los hijos del Infierno… pero a mí no me importaba. Según él, esa fábula pertenece a la creencia de no sé qué sacerdotes de Dezeseth que pensaban que una vez muerto el Conocimiento se refundaría el mundo gracias a la contradicción de su dios… Rao decía entenderlo todo. Yo no le entendí ni papas pero… bueno, el vampiro intentó convencernos de que el Conocimiento no eran sólo dolor y sufrimiento, que había algo más en el mundo. Él… pensaba que Lotus debía poner fin a los experimentos del laboratorio. Cuando lo dijo alto y claro un día, me cabreé con él, porque todavía creía que las Máscaras Blancas nos estaban curando.”

“Huh,” carraspeé. “Como lo vas pintando, el Príncipe Anciano era un buen vampiro que os contaba historias intentando salvaros de vuestra ignorancia.”

“¡No lo es!” gruñó Kala. Tras un silencio, se calmó un poco y retomó con más lentitud: “Lotus fue el que lo sacó del laboratorio sin que nadie descubriera cómo. Eran… amigos, decía Lotus. Sólo que el Caos y el Conocimiento nunca pueden ser amigos verdaderos: el primero siempre es traicionado por el segundo. Y así es como, mucho más tarde, unos años antes de que acabara la Guerra de la Contra-Balanza, volvieron a encontrarse. Y ese vampiro…” Cerró los puños con fuerza. “Ese vampiro aprovechó que estaba sensible sin el Datsu para cambiarlo. No sé qué se dijeron, Rao tampoco lo sabe, pero ella dice que cuando entró en la tienda encontró a Lotus inconsciente en el suelo, con un frasco vacío en las manos. El Príncipe Anciano ya se había ido. Lo envenenó. Ese maldito vampiro lo envenenó con una de sus pociones. Padre estuvo a punto de morir y su piel se volvió color de plata. Antes ya sufría, pero ahí fue mucho peor. Padre sufría como nosotros… Durante meses.” Sus ojos se llenaron de lágrimas. “Recuerdo la voz de Rao. Ella no quería preocuparme… pero la notaba colérica cuando me contaba lo que ocurría. Está muy débil, me dijo. No se mejora. Está muriendo… Se nos muere.” Apretó tanto los dientes que me hizo daño. “Durante meses Rao lo vio decaer sin poder hacer nada más que mantenerlo lejos de las reyertas de la guerra. Padre le pidió perdón porque ya no se sentía con fuerzas para seguir avanzando, se sentía avergonzado, decía que ya no merecía ser llamado saijit… ni ser llamado Pixie. Eso volvía loca a Rao… y me volvía loco a mí. Lotus es nuestro salvador, el único ser en toda nuestra primera vida que nos demostró que éramos más que cobayas enfermos condenados a sufrir y a morir…” Tragó una saliva que sabía a sal. “Un día en que se sentía algo mejor, le dijo a Rao: ‘vete. Vete con tus hermanos sellados lejos de aquí, vive y no me busques más. Yo sólo quería haceros felices. Pero Namun tiene razón… Fui demasiado lejos.’” Inspiró. “Rao se negó. Y Lotus le suplicó y le dijo… le dijo: ‘Juré que haría cuanto quisierais y un Arunaeh cumple con su palabra. Pero la poción neutralizó mi Datsu y mi tallo energético al mismo tiempo. No puedo soltar sortilegios. No puedo ayudaros más. Y no debo. Sólo os pido permiso para morir en paz’.” Agrandé los ojos. ¿Lotus había deseado morir? ¿Un Arunaeh había deseado morir? “Por supuesto,” continuó Kala, “Rao no se lo permitió. Le dijo que no podía morir en paz sin habernos visto felices antes. Ocho Pixies libres de sufrimiento. Ocho Pixies que vivan libres. ¿Acaso no nos quería ver así? Pero Padre… insistió en que se marchara. Prometió que viviría para ver ese día… pero también prometió que, ese día, dejaría de ser nuestro Padre.”

Sus labios temblaban, su respiración era ronca y mis ojos lloraban como lloraban los infelices en los libros de romance. El Pixie gruñó, enderezándose en el estómago de la aórgona.

«Ahora entiendes. Ese vampiro, Namun, su amigo, su deudor… lo envenenó y lo mató por dentro. Ese asesino… mató a Lotus por dentro.»

Permanecimos en silencio largo rato, él ahogado en sus recuerdos viejos de muchos años, yo tratando de asimilar todo eso. Era turbador tratar de entender las actuaciones de Lotus pero, en cierto modo, se entendían. Espantado por sus propios actos y los de sus colegas de laboratorio, había salvado a los niños cobayas: los había sacado de ahí sin poder evitar una masacre y había decidido dedicar su vida a ellos aunque estos causaran desastre tras desastre, aunque eso significara traicionar definitivamente al clan de los Arunaeh. Sin embargo, los Pixies estaban condenados a una muerte prematura por culpa de los experimentos y Lotus había propuesto reusar sus artes para encerrarlos a todos en unas lágrimas dracónidas. Había llegado incluso a aceptar el hecho de que arrebatarían cuerpos de recién nacidos y, cuando le habían robado una lágrima, se había unido a la Contra-Balanza, y quién sabe cuántos horrores había perpetrado en nombre de su lealtad hacia los Pixies.

Entonces, después de todo eso, después de haber bañado las manos en un mar de sangre, le venía un antiguo amigo, un vampiro, a darle una lección de ética y un aviso… y Lotus se paraba a pensar en lo que había hecho. Habiendo tenido un Datsu durante casi toda su vida, ¿cómo había logrado soportar todo eso sin protección? Debía de haberse vuelto loco. Sin duda. Debía de haberse ahogado hasta el fondo. Y había aceptado renunciar a sus artes bréjicas y… a su vida.

«Él nos matará pese a lo que ha dicho,» dijo entonces Kala, rompiendo al fin el silencio del almacén.

Fruncí el ceño.

“¿El Príncipe Anciano? ¿Por qué lo dices?”

Kala se había puesto a dar capirotazos con los dedos contra la membrana que nos tenía encerrados, fingiendo tranquilidad.

“Está claro. El Príncipe Anciano adivinó algo en cuanto examinó mi lágrima la última vez que lo vimos. Ahora sabe que soy un Pixie. Porque hablé de más, dirás, y tienes razón. Si el Príncipe Anciano opina que Lotus fue demasiado lejos ayudándonos… es que no quiere dejarnos vivos. Me matará. Me desangrará. Y tú morirás conmigo.”

No sabía qué me inquietaba más: su explosión de odio de antes o su derrotismo de ahora. Que yo recordase, esa era la primera vez que me daba la razón. Y ni siquiera hablaba ya de intentar huir.

«Hablaré con él,» dije en voz alta. «El Príncipe Anciano, ante todo, es un acaparador de información: querrá conocer tu historia, querrá sonsacarte todo lo que sabes. Solo nos hará falta negociar…»

Kala siseó, cortándome.

«No se negocia cuando uno está atrapado. Eso lo sé muy bien. Con los del laboratorio, no se pudo negociar.»

Suspiré.

«Ellos no eran iguales: eran científicos desalmados que os veían como experimentos y nada más. Según tú, el propio Príncipe Anciano fue víctima de ellos. Fue amigo vuestro, os contaba historias y fue salvado por Lotus. El Príncipe Anciano será un vampiro astuto y viejo, pero dudo de que sea capaz de agradecerle a Lotus con una traición. Habrá tenido sus razones…»

«¿Razones para envenenarlo y dejarlo medio muerto, no?» se burló Kala con sarcasmo. «No, Drey. Eres demasiado joven para comprenderlo. Las cosas son así: él nos quiere muertos porque somos el Caos; nosotros lo queremos muerto porque es la Sabiduría y el Conocimiento. Es tan sencillo como eso.»

Y me llamaba joven a mí… Su manera de pensar era como la de un niño que leía demasiados cuentos maravillosos. Caos y Sabiduría, attah…

“Simplificas,” le dije. “¿Y qué tienes contra la sabiduría?”

“La odio.”

Su respuesta, clara y brusca, me tomó por sorpresa. La odiaba, me repetí, confuso. Suspiré largamente. Su manera de pensar estaba demasiado lejos de mi comprensión. Ya era difícil entender a los saijits, como para entender a unos Pixies que decían no ser saijits… Era mejor no intentarlo.

Kala seguía nervioso y a la vez deseoso de parecer tranquilo. Pero no se le engañaba a alguien que estaba en su misma cabeza. Aun así, no sabía qué decirle. Si el Príncipe Anciano no nos perdonaba la vida, yo iba a intentar volver a huir, sin lugar a dudas, pero ¿qué haría Kala? Imaginándomelo, hice una mueca.

“Kala. Me prometí que no volvería a hacer acuerdos contigo, pero este sigue siendo el mismo de antes. Te saltaste repetidas veces tu palabra tomando mi cuerpo esos dos días acordados. Si quieres arreglarlo, no te tires sobre el Príncipe Anciano cuando aparezca. Déjame hablar a mí. Y te prometo que yo no interferiré ni lo más mínimo cuando Rao y tú os encontréis, durante cinco días.”

Hubo un silencio. Kala resopló.

“Me pides lo imposible. Sabes cuánto dolor le hizo pasar a Lotus ¿y me pides que no le haga daño?”

Guardé silencio. Lo dejé pensar. Y, al cabo, suspiró.

“Está bien. Pero si nos manda matar… dejarás que me tire sobre él.”

Sentí mis labios estirarse en una sonrisa.

“Palabra de Arunaeh,” dije.

Y, mientras Kala seguía raspando distraídamente el estómago de aórgona sin probablemente haber adivinado lo que era, yo dirigí mis pensamientos hacia Yánika, Yodah y los demás. Esperaba que no hubiesen huido de los vampiros para caer en las manos de los dokohis. Pero no, me dije. Seguro que estaban bien. Yánika debía de estar maldiciendo mi egoísmo. Yo mismo, a posteriori, me preguntaba si no hubiese sido mejor tirar la estalagmita hacia los vampiros y dejar a Reik en retaguardia para repelerlos. Hubiera podido funcionar. Pero también hubiera podido ser una masacre. De modo que mi elección había sido correcta. Además, mi situación hubiera podido ser peor. Ahora… sólo me faltaba lidiar con el Príncipe Anciano. Y con el odio de Kala.

Sólo eso.

Mucho más tarde, cuando Kala y yo dormitábamos cómodamente, la puerta del almacén se abrió emitiendo un crujido y la luz, la luz de la sabiduría, invadió el lugar.