Página principal. Los Pixies del Caos, Tomo 2: El Despertar de Kala

11 Rescates y rabia

Desperté en plena noche por el aura tensa de Yánika y me enderecé, alerta. Vi a dos formas de pie, junto a la entrada del granero de Yabeko de Dris. Eran Sanaytay y Sirih. No se las oía, probablemente por algún sortilegio de la primera.

«¿Ocurre algo?» cuchicheé, allegándome junto con Yánika.

Sanaytay rompió la burbuja de silencio y Sirih explicó en un murmullo:

«Aún no sabemos. Sanaytay estaba afuera, practicando su baile, y ha oído el ruido de una rueda de carreta girando en el camino hacia el pueblo.»

«En plena noche… me ha parecido extraño,» murmuró Sanaytay.

Con el ceño fruncido, asentí. De ser una ciudad, no habría sido nada extraño, pero una aldea de cuarenta habitantes perdida en un alto…

«Iré a echar un vistazo,» dijo Livon. Me sobresalté al ver al permutador ya de pie junto a la puerta. «Sirih, Sanay… ¿me acompañáis?»

Con una armónica de imágenes y otra de sonido, la técnica de sigilo era perfecta. Sin embargo, supuse que no podrían escondernos a todos tan fácilmente. Dije:

«Si descubrís algo, avisad.» Y agarré a Tchag por la cuerda cuando salían Livon y las armónicas. «Quieto, ¿o quieres volver a transformarte?»

Los ojos de Tchag me parecieron más blancos que de costumbre cuando me miraron y temí que, de hecho, se estuviera transformando pese a la presencia de Yánika… Entonces, preguntó:

«¿De verdad me transformo?»

No era la primera vez que expresaba su incredulidad sobre el tema. Al fin y al cabo, él no guardaba ningún recuerdo sobre ello. Suspiré.

«Te transformas,» confirmé. «En realidad, es como si otra mente tomara control de tu cuerpo y la tuya se pusiera en modo reposo. Por eso no te acuerdas. ¿No te lo explicó Livon?»

Tchag balanceó la cabeza, sin contestar. Probablemente ya se lo había explicado, adiviné, pero seguía sin entenderlo.

Me senté sobre las tablas del suelo. Unos rayos azules de Gema se infiltraban por la única ventana del granero, iluminándolas tenuemente. Yabeko de Dris, único járdico de la aldea de Zif-Erdol e hijo del antiguo sacerdote del santuario maldito, nos había hospedado a los cinco Ragasakis y a Jiyari con gran alegría construyéndonos hasta jergones de paja más que aceptables para pasar la noche. El único al que no había acogido de tan buen grado había sido Tchag: al principio se había creído que era una criatura demoníaca o algo del estilo… Y cuando Sirih, con su habitual franqueza, le había dicho que no sabíamos ciertamente lo que era, no había arreglado las cosas.

«Yo no quiero transformarme,» dijo de pronto Tchag tras un silencio.

Enarqué una ceja, burlón.

«Entonces no te alejes de Yánika.»

El imp asintió y agucé el oído, escuchando los ruidos nocturnos. Tchag me imitó y, echándole una ojeada, me pregunté por enésima vez qué clase de criatura era. Según Livon, no debía de tener muchos años de vida, si acaso meses. Pero nunca le había preguntado si lo pensaba por su físico o por su comportamiento. Quién sabe… tal vez hubiese pasado más tiempo de su vida transformado que no transformado.

Resultaba tan extraño pensar que un ser podía pasar tanto tiempo en vida y no recordar nada… Me resistía a compararlo conmigo. A fin de cuentas, Kala había vivido antes que yo y había tenido otro cuerpo. Aunque el hecho de que intentara controlar el mío… eso sí que se asemejaba al caso de Tchag. Sólo que, al contrario que éste, yo recordaba perfectamente las dos veces en que el Pixie me había robado el cuerpo.

Un escalofrío me recorrió, seguido de unas ganas de moverme. Me puse las botas y me levanté.

«¿Hermano?» se sorprendió Yánika.

«Ahora vuelvo.»

Salí, cerré la puerta y agucé de nuevo el oído. No oía más que las aves nocturnas, los silbidos de los insectos y el frufrú regular de las hojas con el viento. El río se encontraba cerca. Caminé hacia este y pronto oí el tintineo del agua que corría suavemente. Me detuve en la orilla. Y centré mi mirada en el pozo, a unos cien metros de distancia. Apenas lo veía en la noche, pese a mis ojos de kadaelfo. La aldea estaba silenciosa y apacible, pero tenía la sensación de que, en la otra ribera, algo peligroso se movía. ¿Acaso el aire extraño del pozo me alcanzaba? No, estaba demasiado lejos. ¿Acaso el olfato, la vista, el oído me avisaban de algo? Tampoco. En tal caso… debía de ser mi imaginación.

«¡Drey!» cuchicheó de pronto una voz. «¿Eres tú?»

Me giré y vi a Sanaytay correr hacia mí, silenciosa como la bruma. Iba sola.

«¿Sanay?» murmuré. «¿Qué pasa?»

«Son…» jadeó y retomó el aliento. «Son tres. Y llevan dos cuerpos. Han cruzado el río y… y se están dirigiendo hacia el santuario. Tienes que esconderte.»

Me agaché enseguida como ella y nos metimos entre los arbustos de la orilla. Mi corazón latía más rápido, alerta.

«¿Dos cuerpos saijits? ¿Vivos?»

«No lo sé,» confesó Sanaytay. La oí tragar saliva. «Livon cree haber reconocido el olor al jabón que nos pusimos en las termas esta tarde y… está convencido de que uno de los dos es Orih.» Agrandé mucho los ojos. Ciertamente, todos nos habíamos preguntado dónde se había metido la mirol, pero habíamos llegado a la conclusión de que simplemente se había retrasado demasiado para llegar a Zif-Erdol antes del anochecer. ¿Podría haber caído en manos de los autores de las desapariciones? Orih era torpe, pero mar-háï, ¿hasta ese punto…? La voz de Sanaytay se hizo más aguda y precipitada cuando añadió: «Livon los ha seguido sin esperar y Sirih me ha pedido que te avise. Ella… teme que Livon haga una tontería.»

No le pregunté cuál.

«Esos tres tipos… ¿van armados?»

«Tampoco lo sé,» admitió Sanaytay con creciente tensión. «¿Crees que deberíamos pedir ayuda?»

¿A quiénes, a los aldeanos? Como mucho conseguirían asustar a los raptores y recuperar a los cautivos, algo que Sirih probablemente podría lograr con una simple ilusión lo suficiente amenazante. Si Sanaytay se unía con algún rugido o algún alboroto de gritos salvajes sin duda los tres raptores saldrían corriendo… y nos quedaríamos sin saber quiénes eran los culpables. Lo que queríamos nosotros era poner fin al problema. Y para ello había que atraparlos.

Nuestras miradas se alzaron cuando detectamos movimiento entre los árboles en la otra orilla. Tres siluetas salieron al claro, dos iban bien cargadas y avanzaban con lentitud, sin darse prisas. Eso significaba que Sirih y Livon seguían a cubierto.

«¿Puedes hacernos pasar el río aplacando el ruido?» pregunté en un murmullo.

Sanaytay inspiró y noté el aire moverse junto a ella cuando asintió.

«Claro.»

«Entonces, sígueme.»

Salimos de nuestro escondite y cruzamos el río. Enseguida nos escondimos detrás de un pequeño desnivel de terreno, entre unas matas. Fue entonces cuando vi a los tres raptores pasar por delante del santuario sin detenerse y tuve de pronto una idea bastante más clara de lo que ocurría.

«Van a tirarlos al pozo,» murmuré.

«No,» se horrorizó Sanaytay. «Orih no puede… Tenemos que deteneterlos. Orih… Si cae ahí, morirá…»

Me empezaban a entrar dudas de ello. Me empezaban a entrar dudas de todo. Lo que sí sabía era que teníamos que intervenir y sin dilaciones. Recogí un guijarro bien gordo en mi puño. No era mi estilo actuar con precipitación pero… no tenía otra idea mejor que salir corriendo hacia ellos y arrojarles piedras. Con órica, podía precisar el tiro y aumentar su fuerza. No tenía manera de saber si sería capaz de tomar por sorpresa a los tres antes de que se abalanzaran sobre mí pero…

Un súbito grito desgarró la noche y me arrancó de mis pensamientos.

«Oh, no… Ese es Livon,» murmuró Sanaytay.

Adiós el elemento sorpresa, suspiré. Y me precipité a mi vez mientras el permutador corría a toda prisa hacia los raptores. Sólo que no iba él solo: iba un ejército de siluetas de luz detrás. Ilusiones, entendí. Pero el efecto era bastante espeluznante. Al de un rato, oí una avalancha de gritos y entendí que Sanaytay se había unido al ataque.

Los tres raptores dudaron durante un instante, seguramente invadidos por el asombro y el miedo… o eso creí. Sin embargo, cuando los vi apretar el paso hacia el pozo, palidecí y… maldije y aceleré mi carrera.

El pozo, me dije. Esos raptores venían a tirar a sus víctimas por el pozo pero, viéndose atacados, ¿no deberían haberlas tirado al suelo y salido corriendo por los bosques? Algo andaba mal. Entonces, una idea tonta me vino a la mente. ¿Acaso pensaban tirarse por el pozo ellos también? ¿Para morir con sus víctimas? ¿O tal vez para vivir con ellas? ¿Pero cómo podían saber que la caída en ese pozo no era mortal? A menos que estuviera errado, tal vez…

«¡Deteneos!» gritó Livon. Estaba bastante más cerca de los tres raptores que yo, pero lo oí claramente. «¡Devolvedme a Orih! ¡Deteneos, asesinos!»

E hizo lo que debí haber predicho que haría: permutó con el que llevaba el fardo más parecido a la mirol. Lo sentí más que lo vi por la alteración del aire y el rastro órico… Me detuve y arrojé una piedra al raptor que acababa de aparecer en el lugar de Livon. Lo hubiera alcanzado si este no se hubiera desplomado de pronto. Me detuve en seco. ¿Sería una trampa o de verdad se había desmayado?

Sondeé el claro a la luz de la Gema. Algo sin duda pasaba, y algo malo. En vez de abalanzarse hacia los otros dos raptores, Livon se había desplomado a su vez… ¿Podía ser que su sortilegio de permutación hubiera fallado? En tal caso… ¿podía ser que Livon hubiera permutado simplemente la ropa? Pensaba que era imposible pero… Me agaché con rapidez junto al caído, atento a cualquier movimiento, y le miré la cara. Tenía piel bronceada, nariz chata, barba humana, cara cuadrada… De modo que el otro era Livon. Y el humano no estaba fingiendo su mal: realmente estaba inconsciente. Seguí mi carrera hacia los otros dos raptores no sin sorprenderme de su comportamiento: el que no llevaba fardo intentaba arrastrarle a Livon hacia el pozo… Ya no quedaban más que unos metros para alcanzarlo.

«¡Pero qué está pasando!» gritó Sirih, abalanzándose desde los lindes. «¡Sanay, quédate donde estás!»

Sanaytay no se movió. Yo, en cambio, apunté a los dos restantes y les arrojé dos piedras, una para cada uno… El bajito, un hobbit, la evitó con una rapidez de mil demonios. El alto la recibió en plena capucha. Se tambaleó. Y aquello pareció hacerle tomar una grave decisión al hobbit, quien dejó caer su fardo y se ocupó de su compañero. Arrastró al alto hacia el pozo y lo arrojó, confirmando mis sospechas: ese pozo no era mortal.

De pronto, Livon soltó un grito inarticulado que me heló la sangre en las venas y desató mi Datsu notablemente. Me puse nervioso, porque no quería perder control de mi Datsu ahora, no ahora que tenía algo crucial que hacer…

«¡Hermano!»

La voz de mi hermana, proveniente de la orilla del río en la oscuridad, me serenó. Y me di cuenta de que había estado perdiendo el tiempo. El hobbit, tras arrojar al alto en el pozo, se estaba ocupando del cuerpo de Orih y lo estaba ya alzando sobre el brocal. Ahora que estaba bien cerca, la luz de la Gema iluminaba el rostro de la mirol sin dejar lugar a dudas: era ella. Vi a Livon levantarse. El otro raptor inconsciente no se había movido de sitio, pero Livon ahora estaba bien despierto y, mientras yo me abalanzaba, lo vi tender con rapidez dos manos hacia Orih para arrancársela de las manos al raptor hobbit. Lo alcancé en ese momento y tiré con él… para darme cuenta de pronto de un detalle que volvió a desatar mi Datsu.

Livon no estaba tirando. Estaba empujando.

Miré a mi amigo a los ojos. Y cuando los vi blancos lechosos y brillantes por poco solté a Orih… Lo entendí todo en un relámpago. Los tres raptores eran dokohis. Pese a la advertencia de Zélif, Livon había permutado con un dokohi. Se había quedado con un collar dokohi. Y… ahora, por absurdo que pareciera, se había convertido en dokohi.

Me enseñó los dientes. Y vi el momento en que me iba a atacar teniendo yo las manos ocupadas. Pero no podía permitir que se llevaran a Orih. Estaba en un aprieto. Mi fuerza física no era suficiente contra dos, pero tal vez la órica…

Solté un sortilegio de fuerza aplastando el cuerpo de Orih y la tiré al suelo. El dokohi hobbit emitió un gruñido y la agarró de los hombros al tiempo que Livon me asestaba un puñetazo. Lo recibí en plena cara. Pero lo amortiguó la órica. Repliqué con otro puñetazo, cargado de órica. Hice retroceder a Livon dos buenos metros antes de enviarlo al suelo y me precipité hacia Orih pues el hobbit ya estaba pasándola por el agujero… La agarré por poco. Sin embargo el hobbit estaba ya colgándose de ella dentro del pozo y su peso se añadía al de la mirol. Mascullé:

«Suéltala, maldito espectro, o estallo todo este pozo…»

No tuve tiempo ni de empezar a preguntarme cómo pondría en práctica tal amenaza y sin herir a Orih: al segundo siguiente estaba donde Livon y este, con las manos agarradas a los tobillos de Orih, me enseñó una sonrisa diabólica. Había permutado conmigo, el maldito. El dokohi había usado el saber de Livon y había permutado conmigo. Alcé con rapidez una mano hasta mi cuello, pero el alivio de no encontrar nada no duró y miré a Livon con la seguridad de que no iba a poder salvarlos ni a él ni a Orih… Era imposible. El tiempo que llegara… habrían desaparecido en el pozo.

Entonces, un aura de horror me invadió, algo que hizo saltarme todas las alarmas, y mi Datsu me dominó todo entero. Miedo, horror, tensión, todo eso dejó de tener sentido para mí. Una pequeña mano me agarró del brazo. Era Yánika. Sus ojos negros centelleaban extrañamente a la luz de la Gema. Temblaba. Y, por reflejo, la abracé con un brazo mientras inspeccionaba de nuevo la situación. Livon se encontraba junto al pozo. Lo miraba. Miraba el agujero del pozo que no tenía fondo. Orih y el dokohi hobbit habían desaparecido. Quedaban el dokohi desmayado que había perdido el collar y el otro saijit raptado que yacía, inconsciente, con los pies y las manos atadas.

Había perdido mis sentimientos, entendí. El Datsu estaba desatado y ya no sentía nada. Y eso significaba que no lograba analizar la situación de manera completa. Sólo veía los hechos. A Livon ya no le brillaban los ojos como dos piedras de luna. Lo vi cuando Yánika y yo nos acercamos a él: eran como dos perlas grises, oscurecidas por la noche… y también por un sentimiento, adiviné. Dada la situación, probablemente un sentimiento negativo. Aunque… ¿qué significaba realmente un sentimiento negativo?

«Orih…» gruñó Livon con voz ahogada. «Orih… No pude salvarla. No pude salvarla.»

Se desplomó y se recostó contra el brocal del pozo.

«¿Por qué?» sollozó.

Sirih se interesaba por el dokohi inconsciente. Jiyari tenía la mirada clavada en mí. Tchag se había acurrucado contra Livon, impactado por el aura. Sanaytay se allegó con los ojos brillantes de lágrimas.

«No es culpa tuya, Livon,» murmuró con voz aguda.

Sus ojos se agrandaron mucho cuando me vio a la luz de la Gema. Cierto, pensé. Cada vez que mi Datsu se desataba, mi aspecto cambiaba un poco. No tanto como cuando Kala había tomado el control sobre mí, pero mi sello aun así se expandía por todo el rostro… por todo mi cuerpo.

«Yani.»

«Hermano…»

Lloraba. Y probablemente su aura era lo que hacía llorar a Livon y a Sanaytay. Además de la desaparición de Orih. Meneé la cabeza.

«Puedo volver. Pero antes tranquilízate. O será inútil mi esfuerzo.»

Yánika parpadeó y se sorbió la nariz. ¿Se habría tranquilizado? No lo podía saber. Até el Datsu con prudencia. La tristeza era grande en su aura… pero aceptable. Suspiré, maldiciendo a Kala por haber destrozado el Sello y provocado tantos problemas, y al instante siguiente comencé a asimilar lo que había ocurrido. La presencia de Yánika había obligado al espectro a parapetarse en el collar y Livon había retomado control justo antes de arrojarse en el pozo. Había logrado evitar su caída… pero no la de Orih.

«La solté,» balbuceó Livon. «No sé por qué, la solté.»

Me agaché junto a él. Un moratón grande se estaba formando en la mejilla donde le había pegado yo con mi puño órico. Mi propia mejilla me dolía. Pensé que, si su collar funcionaba igual que el de Tchag, tal vez Livon no se acordaba de los detalles. Decidí no aclarárselos y dije simplemente:

«Yo tampoco estuve muy fino. No se me ocurrió que pudieran ser dokohis.»

Livon parpadeó.

«¿Dokohis?»

Siseé.

«Idiota, ¿no te has fijado? Has permutado con un dokohi y te has quedado con su collar. Requete idiota,» resoplé ante sus ojos abiertos como platos.

Lo vi posar una mano sobre el collar. Se puso nervioso y exclamó:

«¿Cómo me quito esto?»

«Me gustaría saberlo a mí también,» repliqué. «Mientras tanto…»

Me levanté y fui adonde yacía bocabajo el saijit raptado. Le quité la cuerda de manos y pies y regresé.

«Tiende las manos.»

Livon me miró, atónito.

«¿Me vas a poner correa?»

Puse los ojos en blanco.

«Voy a maniatarte. Si te transformas otra vez en dokohi, así nos dará un tiempo para reaccionar,» razoné.

Se ensombreció y bajó la cabeza. No protestó cuando comencé a pasar la cuerda alrededor de sus muñecas. Sirih se puso de pie junto al dokohi que había perdido el collar. Su propia luz armónica iluminaba con más viveza aún que una piedra de luna el rostro del humano barbudo.

«Este tipo está más que desmayado,» comentó en voz alta y se acercó a nosotros apuntando: «Apenas respira.»

Era cierto. Apenas había notado el aire de su respiración cuando me había parado junto a él.

«¿Y el otro?» pregunté.

«¿El raptado? Mm.» Le dio la vuelta. «Parece estar bien. Probablemente les hayan dado alguna hierba para dormirlos. Sucios dokohis… Últimamente aparecen hasta en la sopa. Por cierto, he recuperado a Myriah. Se lo había quedado el barbudo por la permutación. Increíblemente, la princesa sigue durmiendo. Toma, Livon. Di, Drey,» agregó la armónica. Su tono cambió un poco y se hizo aún más neutra. «Te veo más bien tranquilo. Eso significa acaso… ¿que crees que Orih sigue con vida?»

Livon se irguió con brusquedad. Meneé la cabeza.

«¿En serio no lo habéis notado? El aldeano lo llamó el Pozo que Respira y es por algo. Es sólo una teoría pero… puede que al fondo de ese pozo, tal vez a unos cien metros o más, se encuentre algo capaz de contrarrestar la caída. Algo que crea fuerzas óricas. Rocaesponjas, probablemente. Sólo que para que el efecto sea como este… debe de haber una caverna entera de rocaesponja pura. Y los dokohis deben de tener algún medio para no ser aplastados por el ciclo órico de la rocaesponja una vez abajo… Con lo que es probable que haya dokohis abajo que estén ayudando a los que hemos visto.»

Hubo un silencio. Mi teoría era plausible y era la única que se me ocurría para justificar la actuación de los dokohis: se habían tirado por el pozo con la obvia intención de escapar, no de la vida sino de nosotros.

«No has contestado a la pregunta, Drey,» murmuró Livon. «Orih… ¿está viva?»

Hice una mueca.

«Lo está y seguirá estándolo muy probablemente si sigue con los dokohis.»

«Le pondrán un collar,» susurró Livon con horror. «La convertirán en dokohi.»

Como a ti. Lo vi levantarse de un bote y girarse hacia el pozo… Lo agarré por la cintura protestando:

«¿Te has vuelto loco? He dicho que probablemente haya unos cuantos dokohis ahí abajo.»

«¿Es que no lo entiendes?» me replicó Livon con viveza. «Salvaré a Orih. No la dejaré en manos de los dokohis. No dejaré que le hagan daño. No hay tiempo que perder. La salvaré…»

«Muy bonito, pero ¿cómo?» lo corté con paciencia. «Orih no está en peligro de muerte: tenemos tiempo para analizar la situación y tratar de sacarle información al barbudo una vez despierte. Buscaremos a Orih de manera segura y…»

«¡Tu manera de pensar me da arcadas!» bufó de pronto Livon. Temblaba. ¿De tristeza? Sí. Y también de rabia, entendí. Su voz siseaba. «Todo lo analizas como si estuvieras tranquilamente sentado ante un tablero de Erlun. No entiendes la vida real, Drey. No entiendes que Orih es más que un peón, que una ficha que hay que recuperar. No entiendes cómo me siento.»

Fui incapaz de darle una respuesta a aquello. Hablaba, sin duda, de mi Datsu y de mi incapacidad de sentir como él la situación. Despreciaba mi falta de sentimiento. Lo enfadaba.

Lo solté, apesadumbrado. Todo lo que decía era cierto. Y no podía cambiarlo. No dije nada, di media vuelta y, bajo las miradas mudas de las armónicas y de Jiyari, fui a levantar al barbudo. No era fácil cargar con él, pero con órica y un poco de paciencia conseguiría llevarlo hasta el granero… Jiyari me ayudó. Su rostro, habitualmente tranquilo, tenía una expresión sombría, pero no dijo palabra.

«Gracias… Sirih, Sanay, ¿podéis con el otro?»

Era joven y pequeño. No parecía pesar mucho.

«Esto… sí,» aseguró Sanaytay tímidamente. «Drey… no creo que Livon piense realmente lo que ha dicho.»

Me encogí de hombros.

«No ha dicho nada realmente falso. No sé si lo sabréis pero, quitando a Yánika, los Arunaeh no sentimos igual que los demás saijits.»

Por sus caras, descubrí que ya lo sabían. Percibí la mueca culpable de Yánika.

«Hermano, yo se lo dije a Orih el día en que se enfadó por lo de la caridad en Donaportela, para que entendiese que no lo hacías queriendo, y luego… luego en las termas estuvimos hablando del Datsu y Sirih y Sanay y Kali también estaban. ¿Hice mal?»

Suspiré. Ahora entendía por qué Orih había actuado de manera tan extraña durante nuestra estancia en Donaportela. Meneé la cabeza.

«Yo ya se lo dije a Livon. Pero no hables más de nuestro sello, Yani… Son asuntos de familia.»

Sentí su ligera vergüenza y a la vez percibí seguridad, como si se estuviera convenciendo a sí misma de que lo que había hecho se justificaba plenamente. Tal vez porque los Ragasakis eran nuestros compañeros y tenían derecho a saber. Pero, en realidad, el Datsu no incumbía más que a los Arunaeh. No era cuestión de compañerismo.

Tras un breve silencio, Sanaytay se movió, invadida por un súbito nerviosismo, y se bajó para agarrar al raptado. Su hermana la ayudó. Olvidé de súbito mi molestia cuando vi la cara del secuestrado y lo reconocí, asombrado. Era el muchacho gnomo al que habíamos devuelto a su padre aquella misma tarde. Xarifo Hitappe. ¿Qué demonios hacía ese ahí? Dánnelah… Supuse que nos lo explicaría en cuanto despertara.

Me giré hacia Livon. Este seguía mirando el pozo, pero no se había tirado a rescatar a Orih. Al menos algo era algo. Ni él ni Tchag podían quedarse lejos de Yánika o los espectros volverían a tomar posesión de sus cuerpos. Tragándome las pocas ganas de hablarle en esos momentos, solté:

«Di, Livon. Será mejor que nos sigas.»

Y me puse en marcha. Al de un rato, Livon se prestó a ayudarles a las armónicas con el gnomo. Y tras cruzar el río, soltó con sinceridad:

«Drey. Lo siento. Soy un idiota.»

«Eso ya te lo he dicho muchas veces,» repliqué. «Pero me alegro de que no te hayas tirado al pozo finalmente. Sólo habrías conseguido empeorar las cosas.»

«Lo sé… Pero no me refiero a eso.»

Sonreí. En mi interior, me sentía más ligero.

«Lo sé,» le retruqué. «Olvídalo. Me han dicho cosas mucho peores. Algunos nos llaman los demonios del hielo, los Gélidos, los Inquisidores de la Muerte… Estoy acostumbrado.»

Dejamos los dos cuerpos en el granero y llamamos a Yabeko de Dris, nuestro anfitrión. Además de ser maestro de escuela, dijo tener ciertas competencias en medicina y lo dejamos examinar al gnomo y sobre todo al barbudo, cuya vida parecía pender de un hilo. Mientras las armónicas partían a por la carreta que habían dejado los dokohis con el poni, Jiyari y yo atamos a Livon a una viga bajo los ojos vigilantes de Yánika.

«¿Sientes su espectro?» le pregunté a esta.

Mi hermana negó con la cabeza. Y entonces, a la lumbre de la linterna, los ojos de Livon destellaron, no blancos, sino grises y determinados.

«La salvaré.»

«La salvaremos todos,» aseguré.

Livon levantó una mirada empecinada y casi demente hacia mí.

«La salvaremos,» repitió. «Drey. Yánika. Gracias. No sé qué me ha pasado, pero tengo la impresión de que os debo algo. Estaba tan enojado de que se llevaran a Orih… Pero luego, permuté y me sentí tan mal. Como si me hubiesen absorbido en una lámpara, como los djinns de los cuentos. No podía salir. Y justo después abro los ojos y me encuentro agarrando a Orih sobre el pozo. Empujaba. Yo… estaba empujando. Tuve tanto miedo que la solté.»

Y Orih se cayó, completé. Me senté contra el muro del granero.

«De modo que no recuerdas nada.» Mi mirada fue a pararse sobre el barbudo al que estaba atendiendo Yabeko al otro lado de la sala. «Me pregunto si él recordará algo.»

Mis ojos volvieron hacia Livon, o más exactamente hacia el collar de hierro negro que llevaba ahora al cuello. El único que seguramente recordaba… estaba dentro de ese aro metálico. Y si este había sido creado por Liireth… entonces probablemente recordaría muchas cosas interesantes. Ahora que lo pensaba, ¿por qué Zélif no habría mandado examinar los collares de los dokohis a los que Saoko había matado, dos meses atrás? ¿Era acaso imposible sacar los recuerdos de un espectro? El Espectro Blanco de Taey los tenía, pensé. Madre había comunicado con él por bréjica. No había sacado gran cosa pero… Mar-háï, ¿por qué le daba vueltas a ello? Sin duda Zélif debía de haber considerado más fácil sacarle información al dokohi capturado. Además, ella no tenía a brejistas expertos a mano, contrariamente a mí.

«Drey.»

La voz susurrada de Livon rompió un largo silencio e interrumpió mis cavilaciones. Yánika estaba tumbada en su jergón, pero seguía despierta y por su aura entendí que la desaparición de Orih la inquietaba sumamente. Jiyari, en cambio, dormía a pata suelta.

«Ese moratón en la cara…» murmuró Livon, «¿quién te lo ha hecho?»

Lo miré a los ojos. Supe que ya tenía cierta idea de quién. Me pasé los brazos detrás de la cabeza con desenfado.

«El mismo que me ha llamado insensible, ¿quién va a ser?»

«No te he llamado insensible,» se defendió Livon.

«¿No? Pues me has dicho que no entendía la vida real. Como si todos, a mi alrededor, fueran peones. Como si viviera en un mundo de sentimientos difusos y no fuera capaz de entenderlos. Hay cierta verdad en eso, pero hay un límite.»

«Drey… ¡en serio que lo siento! No pensaba lo que decía,» aseguró Livon, avergonzado.

Le dediqué una mirada burlona.

«En verdad me he sentido algo deprimido cuando me has soltado eso, pero a lo mejor sólo fue mi imaginación y no puedo entender ni siquiera lo que siento…» La expresión abatida de Livon me arrancó una carcajada baja. «Perdón, tal vez esté mostrándome insensible ahora contigo y no lo note.»

«Te estás burlando,» se quejó Livon.

Mi sonrisa se ensanchó.

«Tal vez.»

Hubo un silencio. Yabeko dejó al humano barbudo y se acercó.

«Está muy mal y no entiendo lo que le pasa,» nos comunicó. «Haré llamar a un curandero de Firasa de inmediato.»

«Entonces llama a Yeren, de los Ragasakis,» dijo Livon. «Yeren Shovik.»

Le dio las señas y Yabeko enseguida salió del granero. No le dije nada, pero por su manera de examinar a su paciente más me había recordado a un sacerdote járdico exorcisando a un poseído que a un curandero.

Tras otro largo silencio, regresaron las armónicas con la carreta y el poni diciendo que no habían encontrado nada interesante adentro. Poco después, estaban ya durmiendo, y el sopor amenazaba con invadirme a mí también cuando le oí jadear a Jiyari en sueños:

«Yo no sé… no sé dónde está Rao… lo juro que no sé… dueleee, lo juro… Lotus es bueno… por piedad… Lotus nos va a salvar, salvar…»

El sudor goteaba en su frente. Palidecí. Porque sabía con qué estaba soñando: con los días de tortura a la que nos habían sometido las Máscaras Blancas. De modo… de modo que era Jiyari quien había delatado a Lotus involuntariamente. Un impulso de compasión me invadió, borroso y a la vez intenso. Jiyari tan sólo tenía ocho años cuando había sucedido todo aquello… Y había sufrido como todos nosotros.

Me golpeé la frente y rectifiqué: como todos ellos, los Pixies del Desastre.

Estuve dudando de si despertar a Jiyari de su pesadilla, pero pronto su expresión se relajó y se hizo más apacible. Su sueño debía de haber tomado un buen giro, me alegré. Giré la cabeza al percibir un movimiento. Yánika se había enderezado y se acurrucó junto a mí en silencio. No conseguía dormir. Estaba triste. En aquel instante, pensé irónicamente un: Feliz cumpleaños. Pero no se lo dije, obviamente. Tal vez tenía dificultades para entender los sentimientos pero, diablos, no estaba tan ciego como podían pensarlo algunos. Yo también me sentía mal por Orih. No me lo inventaba. Normalmente evitaba darle vueltas a esas cosas, pero aquella noche me decidí a cavilar sobre ellas, a buscar una respuesta clara a mis sentimientos… No la encontré.

Los primeros albores del día del treceavo cumpleaños de Yánika nos pillaron a Livon, a mi hermana y a mí con los ojos abiertos. Y, con los primeros rayos de sol, nos acogió la pregunta soñolienta y mental de Myriah:

“¿Ha pasado algo?”