Página principal. Los Pixies del Caos, Tomo 2: El Despertar de Kala

10 El misterio del pozo

«No acompañes a un alma abatida con tus sollozos: sonríele y quédate a su lado.»

Yánika Arunaeh

* * *

De pie, arrimado contra un árbol de una plaza cercana a la desembocadura del Lur, observaba de reojo las ventanas de las casas. Inspiré el aire húmedo. Había llovido aquella noche y todo el aire olía a tierra. Sin embargo, aquel día, las nubes eran escasas y blancas y el sol cálido de verano comenzaba a secar los charcos.

«Desde luego toma su tiempo,» dije.

Livon alzó la mirada de su cubo de números y asintió con un simple “mm”. Aquella mañana, habíamos aceptado él y yo la tarea de recuperar a un adolescente fugado hacía tres días, hijo de Morg Hitappe, un mercader gnomo que deseaba ya partir de vuelta para Trasta y cuya urgencia había hecho inflar considerablemente la recompensa. El fugitivo en cuestión, un tal Xarifo, tenía catorce años, un expediente lleno de fugas según su padre y un carácter del demonio, con el cual competía el padre, a mi ver. Nos habíamos dado toda la vuelta a Firasa, habíamos preguntado por un «muchacho gnomo de catorce años, pelirrojo, pecoso, con ojos azules y cara sospechosa», pero hasta ahora todos los sospechosos señalados habían sido falsos. Sin embargo, esta vez, la información parecía ser fiable: una verdulera con excelente olfato había afirmado que el tal muchacho olía a moigat rojo, y esa era la valiosa especia con la que mercadeaba el padre. Según decía, había estado merodeando por aquella plaza durante toda la mañana hasta que había entrado en la Casa Roja, un casino privado de entrada restringida. Si tan sólo pudiésemos estar seguros de que era el muchacho que buscábamos… Pero el guardia de la entrada había afirmado que no había entrado ningún Xarifo Hitappe. Lógicamente, el travieso no había dado su nombre real. Y, por supuesto, él había conseguido meterse adentro los diablos sabían cómo mientras que nosotros nos habíamos llevado una negativa rotunda.

«¿Cuánto tiempo piensas estar resolviendo ese cubo, Livon?» pregunté sin dejar de mirar la entrada de la Casa Roja. «Llevas ya dos años dándole vueltas al cacharro. Eres persistente.»

“A mí me pone aún más nerviosa,” confesó Myriah por lo bajo, para que la bréjica tan sólo nos alcanzara a Livon y a mí. “Pero ni me deja echarle una mano… Siempre fue así con los juegos. Un poco lento. ¡Pero lo importante es que no se rinde!” lo encomió.

Sonreí a medias.

«A este paso, se le roñará el mecanismo.»

“¿El de su cabeza?” preguntó Myriah, bromista.

Mi sonrisa se ensanchó.

«Puede.»

Ajeno a nuestras burlas, Livon se levantó de un bote.

«¡Ahí va!» lanzó a media voz.

Era cierto. Después de dos largas horas de espera, había salido de la Casa Roja un muchacho pelirrojo con ropa escarlata extravagante que parecía recién comprada. Nos acercamos con rapidez y estábamos a unos escasos metros cuando Livon soltó:

«¡Perdona! ¿Eres Xarifo Hitappe?»

El pelirrojo giró la cabeza… y salió corriendo como un relámpago. Lo previsto. Y como corría con la rapidez de una liebre, a Livon le entró pereza.

«Atento, Drey,» soltó.

Asentí. Permutar con alguien que corría era más difícil, pero ya lo había hecho durante los entrenamientos. Le agarré las dos manos… Y él permutó. Al instante siguiente tenía al muchacho bien agarrado. Su asombro, sin embargo, duró menos de lo que había esperado y se agitó como un demonio.

«¡Socorro!» gritó.

Algunos transeúntes se pararon. Lo fulminé con la mirada. Ese tipo… era un gamberro de élite. Le pasé las manos detrás de la espalda y lo inmovilicé. No era un guerrero como Saoko o Naylah, pero los monjes del Templo del Viento aprendían un mínimo de defensa física y la órica que aplastaba al pobre diablo contra el suelo ayudaba.

«Estate tranquilo,» le lancé.

Livon nos alcanzó y, para el reducido público de curiosos, explicó:

«El muchacho lleva tres días fugado y se lo llevamos a su padre.»

“¡Nosotros, los Ragasakis!” rió Myriah, enorgullecida.

Livon hizo una mueca y lo imité… Attah. Por más que le pidiéramos ser discreta, Myriah era incapaz de contenerse. Después de estar más de un siglo sola en su varadia sin moverse, estaba pletórica y quería que todos se dieran cuenta de que existía, hasta los desconocidos. Lo más probable, sin embargo, era que ninguno ahí hubiese recibido bases celmistas y que su grito bréjico hubiera pasado inadvertido. O no, corregí, observando cómo el muchacho pelirrojo había alzado la cabeza, turbado.

«¿Raga… sakis?» repitió. Y gruñó: «Soltadme, yo no he hecho nada. En cambio, tú me has pringado mi nuevo pantalón, sucio kadael…»

Intensifiqué la órica y no le dejé terminar su improperio.

«¿Puedo apartarte ya la nariz del suelo o tendremos que llevarte hasta tu padre a rastras?»

Sin esperar a que me contestase, le permití que se levantara, pero seguí agarrándole las manos detrás de la espalda. Xarifo tenía una expresión de ira pura. O al menos así me la imaginaba, rectifiqué con una pizca de diversión. Tal vez tan sólo estuviese algo irritado y su expresión contraída se debía al dolor.

«Vamos, tu padre está preocupado,» lo animó Livon con una sonrisa apaciguadora.

Nos pusimos en marcha, aunque el gnomo lo hizo a regañadientes.

«Puedo andar yo solito,» me dijo al de un rato.

«Vale, pero si se te ocurre echar a volar, lo lamentarás,» le dije.

Y lo solté. Todo el resto del camino estuvo buscando una escapatoria, se le veía, pero Livon y yo lo respaldábamos con atención. Al cabo, le pregunté:

«¿Tan terrible es tu padre que huyes de él?»

La mirada venenosa que me lanzó se transformó extrañamente rápido en una mirada sombría.

«Sólo se interesa por su negocio. Si os ha mandado recuperarme, no lo ha hecho porque está preocupado. Como si me tragara un sowna.»

«¿Y entonces por qué lo ha hecho?» preguntó Livon.

Una leve sonrisa torció el rostro pecoso del gnomo.

«Le tomé prestado un dinero. Ya os lo digo: yo le importo una gota de resina. Él sólo quiere recuperar su dinero. Y el caso es que ahora no lo llevo encima. Mi padre se enfadará. Y no sólo conmigo. No os dará ninguna recompensa si no vuelvo con el dinero, creedme: cada vez que pasa, se pone rojo como el moigat rojo y no hay quien lo haga razonar. Pero si esperáis hasta mañana, lo devolveré con creces. Unos dos mil kétalos… Podría daros parte y pagaros el doble que Padre si me soltáis un poco las riendas. ¿Qué decís?»

Livon y yo intercambiamos una mirada pensativa. De modo que ese bribón le había robado dinero a su padre para jugar en la Casa Roja y disfrutar de la vida durante tres días y por lo visto ahora intentaba ponernos de su lado. Suspiré. Y ninguno de los dos le contestamos. Tras un silencio, protestó:

«Hey, os estoy hablando, kadaelfos. No estoy vacilándoos. Cuando hago un trato, lo cumplo. Si me dejáis hasta mañana, os pagaré doscientos cada uno.»

Eso era más del doble de lo que nos había prometido el padre. Me encogí de hombros.

«Cabe esperar que nuestro empleador, siendo tu padre, también cumplirá con su palabra. Andando.»

«¿Pero es que estáis sordos?» gritó el chaval.

Un puño de órica le hizo tragarse el sonido y él aspiró. Y siseó.

«Malditos magos imbéci…»

El puño de viento volvió a ahogar su palabrota.

Finalmente, llegamos al Gremio de las Especias, donde nos esperaba el padre. O más bien, donde se suponía que debía esperarnos. Sólo que resultó que, para no desaprovechar el tiempo perdido, Morg Hitappe se había ido a «pasar el rato», nadie supo decirnos dónde exactamente. El joven gnomo, más tranquilo, se burlaba de nosotros:

«Podéis esperar hasta mañana. No regresará.»

Attah… Si aquello nos tomaba más de un día, la paga, ya considerablemente baja en mi opinión, iba a dejar de ser rentable. No es que me preocupara el dinero, pero prefería no tener que deshacerme de la única gema que me quedaba… Y por supuesto por nada del mundo me desharía del diamante de Kron que me había dado Lúst.

«Esto empieza a ser molesto,» dejé escapar.

Nos habíamos instalado frente al imponente gremio y llevábamos ya tal vez un cuarto de hora esperando. A Livon no parecía importarle la espera: estaba muy concentrado con su cubo. Eso ya era una obsesión, resoplé. Con una mano en el bolsillo y la otra lista para prevenir cualquier intento de fuga, me dispuse a seguir evaluando el diamante, bien escondido. Llevaba tres días dándole vueltas de cuando en cuando, examinando su textura, buscando puntos flojos… Pese a no haber obtenido ningún resultado, no me desanimaba. En mis entrenamientos, había pasado por retos que me habían parecido imposibles y que ahora me parecían un juego de niños. Era todo una cuestión de paciencia y experiencia.

Tras un largo silencio en el que Xarifo Hitappe se rebullía y suspiraba de impaciencia, soltó:

«¿Sois monjes járdicos?»

Me arrancó de un sutil estudio de una de las facetas del diamante.

«No. ¿Por qué?»

«Mm. Por nada. Me recordáis a los monjes que se quedan plantados como idiotas ante los santuarios y no se mueven.»

Giré mi mirada hacia él y, ante su mueca despreciativa, mis labios se torcieron en una sonrisa torva. Pero no contesté.

«¿Sois de una cofradía?»

«Somos Ragasakis,» respondió Livon con su sempiterno tono amigable. «¿Has oído hablar de nosotros?»

«No. Pero es normal. Últimamente las cofradías de cazarrecompensas crecen como setas.»

A ver si los chichones también te van a crecen como setas en la cabeza, pensé. Su desprecio, más que exasperarme, me divertía.

«Seguro que no tenéis ni representación en el Consejo de Trasta,» añadió Xarifo.

«¿Para qué tenerla en Trasta si estamos en Firasa?» se sorprendió Livon.

«¿Eres tonto? Para obtener beneficios mayores y mejores clientes,» respondió el chaval. Y soltó una risa desdeñosa. «Apuesto a que nunca habéis estado en Trasta.»

«Pues no,» confesó Livon.

«Pff. Pueblerinos. No tengo nada en contra de ellos,» aseguró el gnomo. Y añadió: «Mientras no se hacen los presumidos agarrando a un trastano como yo. ¿Dónde habéis aprendido esos trucos de magia? ¿Con algún ermitaño?»

Ahogué mal mi carcajada. Pese a su desdén, se denotaba una punta de curiosidad. Livon contestó:

«Una ermitaña, de hecho. Fue una antigua integrante de la Academia de Hilramshil.»

«¿La Academia de qué? ¿Eso existe?» se burló Xarifo.

“¡No aguanto más a ese mocoso!” estalló Myriah. “¡Pues claro que existe Hilramshil, si es hasta la academia más famosa de todo el continente con la Academia de Dathrun, ignorante!”

Livon y yo suspiramos y Xarifo, desconcertado, iba a preguntar algo, probablemente sobre esa voz misteriosa que salía de la nada y entraba en su cabeza, pero lo olvidó todo cuando resonó un gruñido fuerte:

«¡XARIFO!»

Enseguida el muchacho se puso blanco. Morg Hitappe nos alcanzó en unas zancadas y acercó tanto el rostro al de su hijo que sus largas narices picudas se tocaron.

«¡Al fin te tengo, niño ladrón! ¡Por toda Firasa te he estado buscando! ¿No te dije que si me hacías otra jugarreta de esas te desheredaría? ¡Pues bien te lo has buscado! ¡Tres días! ¡Tres días gastando mi dinero como un descarado!»

Dejé de escuchar. Las reprimendas duraron varios minutos y pusieron a Morg de un rojo espantoso. El hijo parecía aguantarlas con más valía y hasta se defendió pese a estar en clara desventaja arguyendo que él hacía lo que quería con su vida y que no era culpa suya si su padre era un avaro y un tonto que no sabía más que negociar con moigat rojo… Parecían acostumbrados a ese tipo de pelea verbal y Livon y yo la observamos sin hacerles mucho caso, concentrándonos cada uno en nuestros asuntos. Finalmente, ya harto, el padre se acordó de nosotros y, tras arrastrar a su hijo adentro de una carreta y atarlo con cuerda, nos dio la recompensa. Ochenta kétalos cada uno. Sin contarlos, los sopesamos y nos dimos por contentos. Aunque no dejamos de echar una mirada ligeramente compasiva hacia el carromato donde había desaparecido Xarifo.

«Me siento mal por él,» comentó Livon. «Pero antes de llamar avaro a su padre, debería aprender a no robarle.»

“Y a tratar a la gente con respeto,” refunfuñó Myriah.

«Sin duda,» aprobé.

Nos pusimos en marcha hacia la cofradía. El sol ya se inclinaba hacia el oeste pero aún quedaban muchas horas antes de que se marchase. En verano, no se iba hasta las diez de la noche, o de la tarde, como decía Orih, y los firasanos cambiaban sus costumbres, atrasaban la cena, paseaban más y llenaban las terrazas y las calles comerciales. La Colina de las Campanas, sin embargo, estaba tranquila. Livon empujó la puerta de la cofradía y entramos. Tchag estaba roncando sobre un cojín iluminado por los rayos de sol. Loy trasteaba con un gran sacapuntas detrás del mostrador.

«¿Se ha estropeado?» inquirió Livon.

«Una de las cuchillas,» confirmó el secretario, muy concentrado. «Ah, Drey. Yánika y Orih pasaron por aquí. Dijeron que estaban cubiertas de tierra y que iban a tomar un baño.»

Asentí. Las dos se habían pasado el día jardineando en la nueva casa: ya en el Templo del Viento, a Yánika le encantaba sembrar semillas de todo tipo de verduras —aunque luego fuera reacia a comérselas— y para ello hacía falta desbrozar el terreno. Me alivió saber que no les había pasado nada: no era por ser pesimista pero, siendo Orih tan torpe, hasta arrancando mala hierba podía tropezarse.

Nos sentamos comentando el suceso del gnomo arrogante, Myriah se desahogó y Loy rió sin despegar la vista de su sacapuntas:

«Lidiar con la gente forma parte del oficio de cazarrecompensas. A menos que os encontréis misiones en tierras salvajes como Baryn… ¡Ah! Por cierto, ahora que lo pienso, tenía un papel urgente… ¿Dónde lo habré metido? Veréis, hace un par de horas me llegó una oferta de trabajo prometedora, si os interesa…»

«Con los ochenta kétalos nos da para varios días,» se quejó Livon.

«Ya, pero estaría bien que alguien aceptara su petición. Y hoy esto está tan tranquilo que a este paso tratándose de algo urgente…»

«¿De qué se trata?» pregunté.

«En realidad, no lo sé, me dejaron la hoja pero yo estaba muy atareado…»

«Con el sacapuntas, ¿eh? Con lo organizado que eres me extraña que hayas perdido el papel,» observó Livon mientras Loy revolvía el mostrador. Al fin, el secretario sonrió y agarró la petición.

«Aquí está,» sonrió. «Eso es. Es una petición del Gurú del Fuego.»

Livon alzó la cabeza con vivacidad.

«¿El Gurú del Fuego? ¡Haberlo dicho antes! ¿Tiene problemas?»

«Mm-mm,» dijo Loy, recorriendo la hoja con los ojos. «Ahora entiendo por qué no la guardé con las demás peticiones. Es una carta. El monje que la entregó, el tal Rozzy del que me hablasteis, no rellenó el formulario. No presenta cantidad precisa de dinero ni explica de qué va la misión. Sólo dice que invita a su casa a todo aquel dispuesto a aceptarla para explicarle el resto y nos dice que tiene a los Ragasakis en alta estima desde lo de su peregrinación por Skabra y blablablá… Su escritura es una de las más elegantes que haya visto,» añadió, admirativo.

Llegó hasta nosotros y nos pasó la carta, pero Livon apenas le echó un vistazo. Cogió a Tchag, despertándolo a medias de su modorra, y se levantó.

«Vamos, Drey.»

Asentí. La determinación de Livon de ir a ayudar a Aruss me había convencido. El Gurú del Fuego se merecía un buen trato, por buena persona y buen cliente. En el momento en que Livon tendía la mano hacia la manilla, la puerta se abrió. Aparecieron Orih, Yánika, Sirih, Sanaytay y Kali, todas embadurnadas en un fuerte olor a aceite de seolio. Salían directamente de las termas, entendí.

«¿Adónde vais?» se sorprendió Kali. Mi boca se hizo agua cuando vi el saco que llevaba a cuestas. Traía pasteles, entendí. Enseguida mi resolución de ir a ver al gurú vaciló, pero cuando Livon explicó el caso las cinco Ragasakis se animaron a seguirnos. Finalmente, el Gurú del Fuego iba a tener a toda una tropa de Ragasakis dispuestos a oírlo. Yánika y Orih todavía me contaban sus peripecias en el jardín con las lechugas y las acelgas cuando llegamos ante la casa del Gurú del Fuego. Es decir, ante el santuario de los Protectores Járdicos. Este se encontraba sobre un acantilado junto al mar y Kali aprovechó las vistas para señalarnos a Yánika y a mí el dichoso lugar donde vivían los nurones, hacia el sur. Obviamente, no vimos más que agua y arrecifes… los pocos arrecifes que Orih no había hecho explotar y que los nurones guardaban acérrimamente como rocas sagradas.

«Los protegen de los pescadores,» dijo Kali. «Porque, de poder navegar tranquilamente, esos serían capaces de tirarles redes viejas a los nurones nada más que para incordiarlos.»

«¿Tan mal se llevan?»

«Peor que el perro y el gato,» aseguró Kali. «No todos, por supuesto. Están los que, como yo, aceptan a los nurones del todo. Pero los hay que dicen que deberían ser expulsados de Firasa. Todo eso porque los nurones pescan mejor que ellos y porque les impiden pescar beryules. No sé si lo sabréis, pero los beryules son sagrados para ellos. Les limpian las casas de bichos submarinos y…»

«¡Deja tus peces, Kali, que entramos!» le lanzó Orih.

Kali despegó con desgana su mirada del mar y adiviné que, si no hubiésemos tenido prisas por ir a ver al Gurú del Fuego, me habría seguido hablando apasionadamente de los nurones de la Firasa submarina. Supuse que cada uno tenía sus obsesiones. Después de todo, yo seguía con mi mano bien firmemente apegada al diamante, buscando fallos.

El interior del santuario era sencillo pero hermoso y bien iluminado. Todas las puertas corredizas estaban abiertas, dejando entrar la brisa del mar.

Aruss se mostró a la vez formal y alegre de vernos. El sibilio tenía el largo cabello rojo recogido sobre la coronilla y llevaba la misma ropa que sus demás confráteres: túnica negra y pantalones holgados morados. Nos invitó a sentarnos y un Protector Járdico nos ofreció el té. Cuando lo reconocí, enarqué una ceja y Orih sonrió anchamente.

«¡Merek! ¿En serio te has metido a monje?»

Su amigo de infancia había trocado sus collares y ropas bastas de montaraz por el uniforme de su nueva cofradía. Por alguna razón, Tchag, ya espabilado del todo, se echó a reír y lo señaló, muy divertido.

«¡Es Merek!»

El mirol le echó una mirada perpleja y se contentó con inclinar la cabeza hacia Orih. Aruss explicó:

«Los aprendices de nuestra cofradía no pueden hablar durante el primer año. El silencio es una de las etapas de aprendizaje para ayudar a reunirse con la Esencia que nos rodea.»

Orih parpadeó, obviamente sin entender, y Merek se contentó con sonreír, volvió a inclinarse y desapareció por un pasillo.

«¿No me digas que los demás también se han hecho Protectores Járdicos?» se preocupó la mirol.

Aruss sonrió y negó con la cabeza.

«Los Atarah se quedaron en el cráter. Salvo Rakbo. Él se unió al gremio de los Escoltas Azules para proteger los caminos, con intenciones de hacer las paces consigo mismo y hacer el bien. En cuanto al Príncipe Anciano y sus compañeros… se mudaron sin dejar rastro, lo cual considero prudente.»

Sin duda lo era, aprobé. Permanecer en un cráter con una única salida era buscar problemas. Al fin y al cabo, eran vampiros, y los saijits no acostumbraban saludarlos amigablemente. No sin cierta razón.

«Así que todo va bien por esa parte,» se alegró Livon. «Pero… ha ocurrido algo malo en el santuario, ¿verdad?»

«No, Esencias Sagradas, aquí no llegan más que los buenos espíritus,» aseguró Aruss. «Pero no es el caso por todas partes.» Sentado de cuclillas ante nosotros, dejó la taza de té y explicó sombríamente: «Hace unas semanas, empezaron a desaparecer personas en los alrededores de la aldea de Zif-Erdol, a unos diez kilómetros de aquí al norte. La aldea pidió ayuda a unos aventureros, pero estos también desaparecieron. Dejaron rastros y se está expandiendo el rumor de que los espíritus de uno de los viejos santuarios járdicos están tragándose a la gente. Sólo que los santuarios járdicos no tienen espíritus: tienen tótems sobre la Esencia, nada más. Cerca del santuario abandonado, hay un pozo famoso llamado el Pozo de la Nada y uno de los aldeanos, que es járdico, vino aquí pidiéndonos que lo ayudemos a probar que quien traga a la gente es el pozo, no el santuario. Sea el pozo o sea una panda de bandidos… el caso es que las víctimas son reales.» Se inclinó concluyendo: «Os agradezco de nuevo haber acudido a mi llamada y os pido por favor que aceptéis investigar este caso para que no se pierdan más vidas.»

Mientras hablaba el Gurú del Fuego, un aura de determinación había ido creciendo en la habitación. Sin lugar a dudas Yánika precipitó la decisión de todos. Livon asintió firmemente, Tchag lo imitó, subido a su cabeza, y Sirih chocó un puño contra su palma diciendo:

«¡Por supuesto que aceptamos!»

El aura se animó, confiada y satisfecha. Me contuve de intervenir y me convencí de que, si los Ragasakis habían aceptado tan rápido sin ni siquiera oír hablar de recompensas, no era sólo por Yánika. Era por sentido del deber, por ganas de hacer algo bien… y por eso mismo, porque el aura de mi hermana les seguía la corriente a la perfección, les debía de resultar más difícil entender hasta qué punto esta podía influenciarlos…

* * *

Salimos hacia el dicho pueblo de Zif-Erdol horas después, bien pertrechados y con ánimo. Teniendo en cuenta que la aldea no se encontraba lejos, llegaríamos antes del anochecer y Aruss había asegurado que el feligrés járdico de aquel pueblo prestaría gustoso su granero para hospedarnos el tiempo que necesitáramos para resolver el problema. El Gurú del Fuego nos había propuesto una recompensa de dos mil kétalos, y doscientos más por persona desaparecida hallada.

Abriendo la marcha, se encontraban Livon, Tchag, Yánika y Sirih. Los seguíamos Jiyari, Sanaytay y yo. Orih tenía aún que realizar no sé qué tareas para una anciana vecina suya pero nos había asegurado que nos alcanzaría antes del anochecer. “¡Al fin y al cabo, los miroles corremos rápido!” había dicho. Y Sirih le había replicado: “Salvo tú…”

Mientras andábamos, nos acompañaba la melodía de flauta de Sanaytay. No parecía molestarle andar y soplar al mismo tiempo, aunque me pregunté si realmente estaba soplando en el instrumento o todo lo que oía eran armonías. Cuando se lo pregunté, se ruborizó confesando:

«Son ambas cosas. No necesito la flauta para hacer armonías de sonido pero… esta flauta… cómo decir, esta flauta…»

«¿Es importante para ti?»

Ella asintió con la cabeza.

«Perteneció a mi madre. Éramos flautistas en Daer y trabajábamos en las tabernas. Todavía era pequeña cuando ella murió.» Hubo silencio. «Un mes después, conocí a Sirih.»

Enarqué una ceja, sorprendido.

«¿No sois hermanas?»

«Como si lo fuéramos, monje entrometido,» lanzó Sirih. Se había dejado alcanzar y le echó una ojeada de reproche a su hermana. «¿Qué le estás contando, Sanay? Prometimos no hablar del pasado nunca más. El pasado es pasado y no volverá.»

La flautista se mordió un labio, incómoda.

«Es verdad.»

Y casi creí leer en sus pensamientos un: pero nuestro pasado tampoco se irá nunca del todo. ¿Tan terrible había sido su infancia de ladronas en la capital de Daercia? Preferí no preguntar.

Sanaytay había retomado su melodía tranquila mientras atravesábamos campos y colinas sin alejarnos demasiado del mar. En un momento, Jiyari preguntó, interesado:

«¿Qué es ese Pozo de la Nada? Suena como una leyenda.»

«En verdad, no lo sé,» confesó Livon. «Esta zona no la conozco bien. Pasé por aquí con Baryn, pero él no se interesa por los fenómenos sobrenaturales. Como monje yurí, prefiere los fenómenos naturales.»

«Como los escarabajos blancos,» reflexionó Yánika.

«O como las goórgodas,» murmuró Tchag, absorto. «A mí me confundió con una.»

«Cosas que pasan,» sonrió el permutador. «Como diría Baryn, ya hay bastantes misterios en la naturaleza como para buscarlos entre los espíritus.» Indicó un camino a nuestra izquierda. «La aldea debe de estar por ahí según nos la señaló Aruss.»

Bifurcamos y caminamos entre vallados, campos y enormes árboles solitarios. Al de un rato, avistamos una pequeña manzana de casas. No debía de haber ahí más de cuarenta habitantes. Un humano vestido con ropa basta de campesino pasó con su rastrillo no sin echarnos una ojeada curiosa. Livon saludó.

«Buenas tardes.»

«Buenas tardes a ti, viajero. ¿Qué os trae por estos lares?»

«Pues verás, nos dijeron que en Zif-Erdol había habido gente desaparecida y venimos a investigar. Somos Ragasakis.»

El campesino sacudió la cabeza pasándose una mano por su barba.

«No conozco tal nombre. Pero si venís por eso, bienvenidos. Aquí ya se ausentaron tres parientes, ya ve, más los cuatro aventureros que quisieron ayudar. Si en verdad el santuario se los tragó… Que en paz reposen todos, si es que se puede reposar en un lugar donde acecha el diablo. ¿Queréis ver el lugar? Os lo muestro. Pero, antes, que no os engañe: por aquí tenemos más cebollas que kétalos. No esperéis mucho.»

«Tranquilo, nos paga ya el Gurú del Fuego de Firasa,» aseguró Livon. «Él dice que el santuario no es culpable de nada, pero le echaremos un vistazo de todos modos.»

La frente bronceada del humano se arrugó.

«Ahora entiendo adónde se fue el Yabeko de Dris. A pedirle socorro al gurú járdico, ¿eh? Aunque no me quejo. Si agarráis al monstruo que hace esto, con gusto os invito a mi casa.»

«Y esos tres que desaparecieron del pueblo, ¿quiénes son?» pregunté mientras nos encaminábamos, siguiendo al campesino.

«Oh… uno de ellos es mi yerno. Aunque entre nosotros dudo que ese haya sido comido por ningún diablo, si acaso cuando nació. Se fue por malas deudas y malas compañías. Pues, si se le ocurre volver, mi hija lo recibirá a palos, y con razón…»

«¿Quiénes son los otros dos?» inquirió Sirih.

«La hija del Bardel,» contestó el aldeano. «La moza es cazadora y mañosa como ninguna. Trae liebres y el otoño pasado subió hasta los montes y bajó con un corzo bien gordo. Tan gordo que compartió con todos los vecinos. Hace dos semanas, salió a por agua del río y no la volvimos a ver.»

«¿El río?» repetí.

«Allá abajo corre, pronto lo vais a ver,» afirmó.

De hecho, lo vimos. Un pequeño río corría por el terreno relativamente llano. El campesino alzó su rastrillo para señalarnos algo del otro lado.

«Aquel es el santuario.»

Medio escondida entre las ramas de unos árboles, se alzaba una pequeña estructura de madera con tejado empinado y pintura roja desvaída. Cuando dejé de mirarlo, me fijé en que más de un aldeano se había acercado a curiosear.

«¡Rokuo!» dijo una humana de edad madura y bien maciza adelantándose con un cesto vacío en la mano. «¿Y estos?»

«Rasakis del Gurú del Fuego, a lo que he entendido,» contestó nuestro guía. «Los envía ese hombre para sacar a la moza Bardel y a ese torpe de Moshu.»

«¿Oh? Pues bien normal me parece,» aprobó la mujer con cierta irritación. «Por culpa de los járdicos pasó esta desgracia. Por abandonar sus santuarios y dejar que los diablos se críen dentro.»

«Esto…» intervino Livon, rascándose el cuello, sonriente. «Somos Ragasakis de Firasa, una cofradía de cazarrecompensas, y el Gurú del Fuego nos contrató para investigar el misterio y evitar que se repita. Por desgracia, no tenemos ninguna seguridad de que los desaparecidos sigan vivos.»

«¡Y pues claro que están muertos!» exclamó la mujer de la cesta. «Los diablos se los han comido. Lo que hay que hacer es usar agua bendita de la que os haya dado ese gurú para echársela a los demonios y que se vayan ya de una vez. A eso habéis venido, ¿no?»

«Er… Bueno, en cierto modo,» asintió Livon.

Sólo nos faltaban el agua bendita y los demonios, pensé. Jiyari inquirió:

«¿Dónde está el Pozo de la Nada?»

«¿El pozo?» repitió Rokuo ensombreciéndose. Señaló con el rastrillo. «Justo al lado del santuario. Yabeko dice que los diablos salen de ahí. A saber. Por aquí también lo llamamos el Pozo que Respira y mi abuela decía que hubo una época en que la gente del pueblo soltaba adentro leche de cabra para la buena fortuna. La semana pasada, echamos un cubo entero, pero los aventureros desaparecieron igual. Yo lo que digo es que mientras uno no cruce el río, está a salvo. La moza del Bardel lo cruzó de fijo: sería bella la moza pero también era muy curiosa. Debió de haber visto algo. Y lo mismo va para el Moshu. Tan torpe es que tropezando y tropezando se debió de ir hasta la boca del diablo.»

«Pobre chaval,» comentó uno entre el público meneando la cabeza.

«Echaremos un vistazo,» dije.

Ya estaba cruzando el río con Jiyari de piedra en piedra. Los demás nos siguieron y Rokuo nos lanzó desde la orilla:

«Avisaré a Yabeko, se pondrá contento cuando sepa que ese járdico no lo ha dejado plantado. No seáis demasiado atrevidos, ¡sabed que el diablo come hasta con el sol bien alto!»

Los árboles alrededor del santuario tenían las ramas cargadas de bulbos parecidos a las drimis. Cuando inspeccioné una preguntándome qué tipo de árbol sería, me fijé en que estaban atados con hilo. Livon explicó:

«La cebolla tiene fama de quitar el apetito a los demonios. En mi pueblo lo usaban mucho los pastores contra los lobos y adornaban hasta las piedras. Mirad. También han echado granos de arroz amarillo en polvo por las tablas de fuera, ante la puerta. Se dice que crea una barrera contra la malevolencia. En mi pueblo lo usaban contra los vampiros.»

«Pues yo conocí a un tipo que comía arroz amarillo todos los días y era un diablo de cabo a rabo,» comentó Sirih.

Tchag había alzado la nariz de una margarita, inquieto.

«¿Vampiros?» repitió. «¿Los buenos o los malos?»

Después del encuentro con el Príncipe Anciano, el imp parecía haber revisado su juicio generalizado sobre los vampiros, observé.

«Los que beben sangre saijit,» le contestó Livon. «Pero esos normalmente dejan el cuerpo sin sangre, no lo hacen desaparecer. ¿No notáis nada extraño?» añadió escudriñando el santuario. «Como una corriente de aire…»

Enarqué una ceja. Eso era tarea mía. Me adelanté hasta los escalones de madera que subían hacia la puerta del santuario y solté un sortilegio órico. Inspeccioné el lugar. En comparación con el perceptismo, mi sortilegio se contentaba con arremolinarse en el interior del templo sin percibir los objetos en concreto. Sin embargo, localicé rápidamente la corriente de aire: iba de las rendijas de la puerta a un lugar situado en el techo. Un agujero.

«El santuario es tan viejo que se cae a pedazos,» dije. «No noto nada raro.»

«Bueno,» se animó Sirih. «Entonces adelante.»

Antes de que nadie pudiera detenerla, se adelantó hacia la puerta y abrió. El interior estaba a oscuras, levemente iluminado por la luz del atardecer que se filtraba por los agujeros del tejado y la puerta. Adentro, había tres tótems járdicos gravados en la madera representando a un perro, un gran pájaro y algo que posiblemente había sido un saijit pero había sido tronchado por la mitad con una herramienta parecida a un hacha. Salimos de ahí sin haber visto nada sospechoso.

«Ya se va el sol,» observó Livon. «¿Miramos el pozo y volvemos?»

Aprobamos y nos dirigimos hacia el Pozo de la Nada. Este se encontraba a unos cien metros del santuario subiendo el río. Tenía un brocal de piedra pero no había polea ni cubo ni cuerda. Estaba por lo visto abandonado desde hacía mucho tiempo. Me apoyé sobre el borde para comprobar su solidez, aparté a un Tchag curioso diciéndole que tuviese cuidado y examiné el interior con mi órica. Fruncí el ceño. Y Sanaytay enseguida se inquietó.

«¿Lo… los has encontrado?» balbuceó.

«¿El qué?»

«Los cuerpos de los desaparecidos,» explicó Sirih, asomando la cabeza para mirar. «Pero no puedo creer que los aldeanos no verificasen. Imposible que estén ahí… ¿Los notas?»

«No. Este pozo parece más bien profundo… Pero lo verificaré,» afirmé.

Creé una bola de fuerza, la proyecté con una velocidad determinada y el viento súbito emitió un ruido extraño al precipitarse en el agujero negro. Me concentré esperando evaluar aproximadamente la profundidad en cuanto el aire de abajo me alcanzase… pero no noté nada. Bueno, sí: desde el principio notaba un aire leve que se movía rítmicamente de arriba abajo, con rapidez. ¿Sería por eso que los aldeanos lo llamaban el Pozo que Respira? La apelación era bastante acertada. Sin embargo… ¿cuál podía ser la causa? Con ganas de averiguarlo, volví a crear una bola de órica y repetí el experimento. Estuve así durante un rato. Entonces, viendo la luz menguar cada vez más en el cielo, Livon soltó:

«Ya volveremos mañana. No creo que desaparezca nadie durante la noche de todas formas.»

«Si resulta que desaparecieron por ese pozo,» apuntó Sirih, dejando de inspeccionar el suelo, «lo importante sería saber quién los tiró adentro.»

«Tomando en cuenta que desaparecieron cuatro aventureros en una misma noche,» dije, «yo diría más bien ‘quiénes’.»

Advertí sus miradas escudriñar los árboles alrededor del claro, pero la mía se posó de nuevo en el pozo. Mientras los demás se alejaban hacia el río, le eché un último vistazo. Ese Pozo de la Nada era extraño. Parecía casi como si no tuviera fondo. Le di la espalda y… de pronto sentí una corriente más fuerte que venía del pozo, aspirando el aire. La sensación me recordó algo, la imagen de un techo rocoso, y un suelo que me aspiraba sin dejarme en paz, una piedra fría que me atravesaba con sortilegios y dolía. Dolía… Jadeé. Jiyari y Yánika se giraron al mismo tiempo, y la sensación murió tan pronto como vino.

«¿Drey?» se preocupó el rubio.

Meneé la cabeza y me alejé del pozo. Eso… ¿había sido una alucinación de mi mente? No era la primera vez que tenía la sensación de ser testigo de un dolor inmenso que me llegaba suavizado a través mi Datsu, pero hasta ahora tan sólo me había ocurrido en pesadillas… ¿Sería un recuerdo de Kala? Suspiré, hundí mi mano en el bolsillo y volví a mi entrenamiento con el diamante de Kron. Tal vez este no surtía efecto, pero calmaba casi tan bien como el Datsu.