Página principal. Los Pixies del Caos, Tomo 1: Los Ragasakis

12 Estallido

«Hermano.»

Tras una cena agradable en la terraza de La Calandria, estábamos tumbados ya en nuestras camas respectivas, pero yo aún no había apagado mi piedra de luna. Me había quedado pensando en Lústogan y en Madre. La voz de mi hermana me sacó de mis pensamientos. Aún no estaba dormida.

«¿Qué, Yani?»

«Pues… Orih me ha propuesto que mañana vayamos juntas a comprar ropa.»

Enarqué las cejas.

«¿Ropa?»

«Sí… Dice que la mía es demasiado caliente y que estamos casi en verano. Es verdad que paso calor con la que tengo,» confesó. Marcó una pausa. «¿No te molesta si voy con Orih? Puedes venir conmigo si quieres.»

Me pregunté qué era lo que prefería, que la acompañara o que la dejara ir sola con Orih. Su aura estaba llena de indecisión, pero no supe muy bien por qué.

«¿Quieres que te acompañe?»

«No,» dijo ella de golpe. Y añadió: «Sí…»

Me giré hacia ella, sorprendido. A la luz de la piedra de luna, la vi juntar ambas manos sobre las mantas mientras admitía:

«Tengo miedo. No quiero estropearlo todo. Orih me cae muy bien. Y Loy es muy gracioso con sus historias, ¿a que sí? Y Naylah… es tan hermosa, y habla con tanta seguridad… Quisiera tener la misma confianza.»

No había acabado aún de hablar cuando me senté en el borde de su cama, conmovido. Posé una mano sobre las suyas.

«Yánika…»

«¡Hermano, no quiero hacerles daño!» exclamó, abrazándome.

Le correspondí, sintiendo cómo mi hermana intentaba retener su aura para no entristecerme a mí también. Sus esfuerzos me dolieron más aún si cabe.

«Yani. Yani, no te fuerces tanto. Te cansarás. Si has de llorar, llora, Yani. No te contengas conmigo. Me lo prometiste.»

Yánika inspiró y su aura me golpeó de pleno. Mis ojos se llenaron de lágrimas, pero las contuvo mi Datsu y, tras un silencio, noté que el aura se relajaba. Le besé la frente.

«Todo irá bien, Yani. Tú siempre eres la más positiva de los dos, ¿recuerdas? No tienes por qué tener miedo de ti misma.»

Yani se enjugaba las lágrimas. Murmuró:

«Quiero… quiero decírselo a ellos. A Orih. Y a Zélif.»

Hice una mueca, molesto.

«No lo sé, Yánika. Esto no es algo que se pueda divulgar a la ligera. No creo que a Zélif se le ocurra usar tu poder de mala manera pero… Espera un poco, Yánika. Déjame a mí encargarme de eso, ¿quieres?»

La vi asentir. Y suspiré.

«Sabes… Esta tarde, me encontré con Lúst.»

Sentí su asombro y conté:

«Al parecer, el Sello de nuestra familia estaba roto en sus raíces, desde incluso antes de que nacieras, y Lústogan y Madre usaron el Orbe del Viento para repararlo. Les salió mal el intento, pero ambos están bien.»

Yánika sonrió.

«Me alegro.»

Era sincera. Pero yo no me explicaba cómo podía alegrarse de que estuvieran bien dos personas a las que apenas había visto en su vida. A Madre no la recordaba, aunque había recibido numerosos juguetes y cartas de su parte. Y Lústogan… la había ignorado las más de las veces. Sin embargo, un día, cuando Yánika me había preguntado a ver si nuestro hermano la odiaba, la había desengañado. No, Lústogan no la odiaba. Lústogan no odiaba a nadie. De hecho, ningún Arunaeh era capaz de odiar realmente a nadie. El Datsu nos protegía de sentimientos tan inútiles. Sólo el Datsu de Yánika era diferente en eso.

La vi tumbarse de nuevo y la cubrí con las mantas mientras ella preguntaba:

«¿Se ha ido? ¿Lústogan se ha ido?»

Sentí una ligera angustia y adiviné por qué. Ya debía de imaginarse al indiferente Lústogan robándole a su hermano favorito para mandarlo a entrenar. Sonreí para apaciguarla.

«Sí, se ha ido.»

La vi agrandar levemente los ojos.

«¿Os habéis enfadado?»

Sonreí, esta vez por diversión.

«No, hermana. Lúst y yo tenemos nuestras diferencias… pero nos nos cabreamos. No tendría sentido.»

Yánika pareció meditar y, subiéndose mejor las mantas, afirmó:

«Vale. Iré con Orih mañana a hacer compras. E iré sola.»

Mi sonrisa regresó.

«De acuerdo. Seguro que te lo pasas bien. Mañana te daré el dinero.»

Mis reservas de kétalos empezaban a menguar, y es que el hospedaje en La Calandria no era especialmente barato, pero no iba a quitarle la alegría a Yánika por cuestiones de dinero. Encontraría un trabajo y solucionaría el problema.

«Por cierto,» dije, tumbándome ya en mi cama, «¿qué te parece si alquilamos una casa? Una solo para nosotros.»

La oí inspirar y un aura liviana y complacida me alcanzó.

«Una casa,» repitió.

«Una pequeña y bonita, con flores en las ventanas,» dije, soñador. Estaba seguro que le gustaría.

«Suena bien,» confesó ella.

Reí quedamente.

«Más que bien.»

Enfundé la piedra de luna en su estuche y la habitación se quedó a oscuras. Pero, pese a la oscuridad, podía sentir a Yánika. Siempre sabía cómo se sentía. Siempre sabía que estaba ahí. Cerré los ojos y dije:

«Felices sueños, Yánika.»

«Felices sueños, hermano,» me contestó.

La oí bostezar. Y, al de un rato, su respiración se hizo más reposada. Pero su aura seguía igual de apacible. Sus sueños en verdad debían de ser felices.

* * *

El mercado estaba abarrotado. Las gallinas cacareaban, los vendedores ensalzaban sus mercancías y los clientes rellenaban sus cestas. Me asomé junto a un tenderete, sondeando el lugar. Ahí.

Ahí, ante la vitrina de una tienda, se encontraban Orih, Naylah, Sirih, Sanaytay y Yánika. Estaban muy ocupadas hablando. Yani no hablaba, pero en ese momento vi a la mirol darle un codazo amistoso y decirle algo, arrancándole una sonrisa y un firme asentimiento de cabeza.

Suspiré. Bueno. Pues parecía que estaba bien.

«¡Hey, mozo!»

Tardé un instante en entender que el vendedor del tenderete me estaba hablando a mí. Parpadeé, cegado por el sol.

«¿Qué?» solté.

«¿Cómo que qué? ¿Vas a comprar algo o te vas a quedar ahí parado como un espantapájaros?»

El señor impaciente vendía gorros. Iba a alejarme sin contestar pero recapacité y le compré una gorra azul. Colocándomela, satisfecho, retomé mi camino.

En una hora, las cinco Ragasakis visitaron cuatro tiendas. Naylah acabó cargada como ninguna. La única que no compró nada fue Sirih. En cuanto a Sanaytay, nunca la había visto tan animada: la flautista se paseaba entre los tenderetes sonriente, devoraba las vitrinas con la mirada, y su largo cabello negro flotaba detrás de ella y se arremolinaba mientras la joven daba vueltas sobre sí misma para no perderse nada.

Al final, me va a ver, pensé.

Retrocedí entre la muchedumbre. Y me golpeé contra alguien.

«¡Drey! Vaya, qué sorpresa. Con esa gorra azul y esa camisa de mangas largas casi no te reconozco. ¡Si pareces casi un firasano!»

Girándome, reconocí a Staykel el Ahumador. Iba solo. Me retuve de echar una ojeada hacia las cinco Ragasakis que se alejaban por la calle y lo saludé amigablemente:

«Staykel. ¿Comprando nuevos ingredientes para tus granadas?»

Hacía unos días, me lo había encontrado solo en la Casa y, tras un silencio incómodo, le había preguntado sobre su trabajo de fabricante. Me había estado hablando sobre ello dos horas enteras con tono apasionado: que si las granadas de humo colorido, que si las granadas tóxicas, las adormecedoras, las irritantes… No era de los que hablaban sin preocuparse del interés de su interlocutor, al contrario, pero algo en las granadas de humo y sus ingredientes me había hecho pensar en lo útil que podían resultarme a mí como celmista del viento y mi vivo interés había debido de mostrarse.

«Qué va,» contestó Staykel, alzando al cielo su nariz puntiaguda. «He bajado a la calle para ir a comprar pimienta. Se nos ha acabado y Praxan es una fanática de la pimienta bien picante: no puede comer un plato sin convertirlo en una montaña de fuego incomible. Mi señora no tiene paladar,» suspiró.

Resoplé, divertido.

«Te daría el saco de pimienta que tengo, pero lo vacié ayer sobre el doagal.»

«¡Es verdad! Loy me contó lo ocurrido. Un doagal en Firasa… Menos mal que supiste tratar con ese bicho.»

«En realidad, se me ocurrió usar la pimienta gracias a ti,» confesé. «De otro modo, ni me habría acordado de que la tenía. Tal vez algún día me pase por tu taller para comprarte algo.»

«Cuando quieras,» sonrió el Ahumador. «Sólo advierto que no bajo los precios por ser Ragasaki. ¡El negocio es el negocio!»

Puse los ojos en blanco.

«Naturalmente.»

La sonrisa de Staykel se ensanchó y entonces pareció recordar algo.

«¡Oye! Hoy se reunían los representantes de los gremios, ¿verdad? ¿Viste a Zélif?»

Enarqué una ceja.

«Sí, Shimaba y ella se marcharon para la reunión hace así como dos horas. ¿Por qué?»

Una media sonrisa se dibujó en el rostro del Ahumador.

«Bah… ¿también fue mi abuela? A ver si los Bambuístas y los Protectores Járdicos no arman jaleo esta vez.»

«¿Armaron jaleo la última vez?» me sorprendí, intrigado.

«No es nada raro,» aseguró con desenfado. «Esos tipos tienen la mandíbula floja. Esa vez, tuve que reemplazar a mi abuela y estuve ahí escuchando una discusión sobre si es correcto cortar árboles viejos para plantar bambúes rojos. Sólo se puso interesante cuando Ramdo de los Bambuístas se levantó todo rojo y le llamó barbilampiño inútil a Aruss, el Gurú del Fuego járdico. El joven gurú guardó la calma como un santo, pero sus asistentes se escandalizaron y diablos la que se montó,» rió.

Sonaba a verdadera guardería, pensé, divertido. Algo que en el clan Arunaeh jamás pasaba: las reuniones anuales a las que había acudido siempre habían sido tranquilas y razonables. Pregunté:

«¿Y los demás no intentaron calmarlos?»

«Ahí está la cosa,» dijo Staykel, recordando el incidente con burlona diversión. «Intervino Barklo Farshi, ya sabes, el líder de los Caballeros de Ishap. Se comporta como el comandante de esta ciudad. Es bastante carismático, aunque algo… Bueno, cómo decir, ya viste a su hijo menor, Grinan Farshi, cuando nos vino con su alabarda demoníaca. Pues tiene un poco de ese espíritu recto y solemne, pero en peor: sus principios no los mueve ni un dragón. Así que intervino y los puso a todos firmes con unas pocas palabras y una de sus miradas de halcón. Imagina.»

Lo imaginé sin dificultad recordando al joven caballero de Ishap de yelmo rojo que había venido a la cofradía a por respuestas dos semanas atrás… Un hombre apuesto y heroico, según Orih.

«¿De modo que no tenéis ningún gobernador de la villa?»

«No realmente,» confirmó el Ahumador. «Juntas Generales de los gremios y cosas de esas. En realidad, funciona bastante bien. ¡En fin! Será mejor que vaya ya a por la pimienta.»

Asentí, nos despedimos y me quedé pensativo. Mm… Ahora que lo recordaba, Loy había dicho que Néfikel era el hermano mayor de Grinan. El tercer fundador de la cofradía de los Ragasakis había dejado la Orden de Ishap quince años atrás para unirse a Zélif y a Shimaba… Tal y como Loy lo había presentado, era como si hubiera traicionado a su cofradía y a su padre… total para desaparecer unos años después sin dejar rastro. Me pregunté si el tal Barklo y el tal Grinan les guardaban inquina a los Ragasakis por ello.

Tras sondear mis alrededores, suspiré. Había perdido totalmente de vista a las cinco compradoras. Sabía que era probablemente innecesario estar espiando a mi hermana de esa forma, pero… aunque la hubiera convencido a ella de que todo iría bien, su indecisión de anoche me había inquietado. Así que me moví de nuevo en su búsqueda. Se me pasó por la cabeza que, en ese mismo instante, el Pelo Pincho estaría espiándome a mí y una sonrisa estiró mis labios. No tardé en encontrar a las Ragasakis, sentadas en el banco de una plaza. Estaban tranquilamente charlando. Y Yánika con ellas.

Me sorprendía. Me sorprendía cómo Yánika últimamente había logrado vencer su timidez y trabar amistad con Orih. Claro que, estando con una persona tan cariñosa y parlanchina como la mirol, era difícil no seguirle un poco la corriente.

Me senté a una terraza bastante lejana y, mientras me bebía un zumo, seguí con mi vigilancia. Estaba acabando mi vaso cuando, de pronto, la vi. Enrollada al brazo de un hombre que caminaba por la calle del mercado, giraba su cabeza triangular amordazada hacia los paseantes mientras su amo clamaba:

«¡La Danza de las Serpientes, a las diez de las noche, en el Palacio de Cristal! ¡La Danza de las Serpientes, a las diez de las noche, en el Palacio de Cristal!»

De todas las personas a las que conocía, Yánika era la que mejor controlaba sus emociones: al fin y al cabo, no le quedaba otra si quería controlar su poder. Sin embargo, ni ella se libraba de algunas fobias. Yani le tenía horror a las serpientes. No era un simple miedo: era un terror puro e irracional. En el Templo del Viento, los taikas azules se ocupaban la mayor parte de las veces de mantenerlas alejadas. Pero yo recordaba aquella vez, aquella vez en que una serpiente amarilla, inofensiva para los saijits, se había acercado por el campo azul… Si tan sólo llegara a imaginársela, su aura se volvería una explosión en cadena de nervios y pavor… y en un lugar tan poblado como la plaza, podía ser…

Una catástrofe.

Me levanté dejando una moneda sobre la mesa y me abrí un camino hacia el domador de serpientes tan rápido como pude. Había que hacerlo callar como fuera. Mar-haï, ¿una danza de serpientes, había dicho? ¿Qué clase de espectáculo era ese?

Lo alcancé al fin y me planté ante él.

«Disculpa, ¿puedes callarte un momento?»

El gran caito, barbudo y de ojos claros de halcón, bajó la mirada hacia mí.

«¿Qué?»

«Te lo estoy pidiendo. Diez minutos. Es importante.»

«¿Pero qué estás contando? Apártate, chaval.» Y entonó: «¡La Danza de…!»

Le empotré la mano en la boca con fuerza órica para que se tragara sus palabras y sus ojos enseguida relampaguearon. Apartándome, descolgué mi bolsa de dinero —debía de contener unos treinta kétalos— y se la di, insistiendo:

«Diez minutos. Por favor.»

Dentro de diez minutos, serían las doce del mediodía y Orih me había prometido que me devolvería a mi hermana a la hora en punto. El domador frunció el ceño, pero debió de ver algo en mis ojos porque, tras echarle un vistazo a su serpiente, acabó por asentir, curioso.

«Me va. Pero sólo diez minutos.»

«Gracias.»

Salí disparado hacia la plaza y hacia el banco donde estaban sentadas las Ragasakis… sólo que ya no estaban ahí. Maldita sea. ¿Dónde…? Quitándome la gorra azul, sondeé mis alrededores. ¿Habrían tomado el camino de vuelta ya?

«¿Drey?»

Me sobresalté, me giré… y me crucé con los ojos alegrados de Livon.

«¡Qué bien que te encuentro! No había nadie en la Casa más que Loy… He dormido como un oso lebrín. Pero sigo teniendo ese olor a doagal, ¿verdad? Huelo como un monstruo.»

«Eres un monstruo, Livon,» repliqué, bromista, y señalé una calle menos poblada. «Volvamos a la Casa, ¿quieres?»

«¿Ya?»

«Las chicas deben de estar de vuelta. Se han ido de compras esta mañana.»

Livon soltó una carcajada aliviada mientras tomábamos la dirección de la Colina de las Campanas.

«Compras… ¡Una suerte que estaba durmiendo!»

Llegábamos al pie de la colina cuando avisté a lo lejos al grupo entrando ya en la Casa. Todo iba bien.

«¿Dónde está Tchag?» pregunté.

«¡Desayunando! Ayer sobraron tantos pasteles de Kali, que se está empachando.»

De hecho, cuando entramos, encontramos al imp engullendo con deleite el último pastel de un plato. Era de imaginar. Ni siquiera Yeren se atrevía a darle lecciones de dietética de lo contento que se ponía el imp cuando comía. La vida de Ragasaki lo trataba bien. Hasta estaba engordando.

Al entrar, esperaba oír el barullo de voces de las cinco jóvenes, pero me equivoqué. Las cinco se habían parado ante el mostrador, donde Zélif se había sentado, posando la barbilla en una pierna plegada, absorta. De modo que el consejo de gremios había acabado. Y alguien debía de haberle preguntado ya qué tal le había ido porque parecía estar pensando en una respuesta. Mientras tanto, me acerqué a Yánika, curioso.

«¿Qué has comprado?»

Mi hermana me enseñó todos los paquetes, posados sobre unos cojines.

«Esto. ¡Y Orih me ha regalado el dibujo de un gato!»

Puse cara divertida.

«Ya tendrás un cuadro para adornar la casa.»

Yánika sonreía.

«Veo que te has comprado una gorra.»

Agrandé los ojos al notar su aura burlona y carraspeé.

«Pues sí…»

Interrumpiéndonos, Zélif anunció al fin con gravedad desde el mostrador:

«Ragasakis. Las gremios de Firasa están muy revueltos. Alguien ha secuestrado al gurú de los Protectores Járdicos y estos culpan a los Bambuístas. Los hemos convencido de que ambos gremios investiguen quién es el responsable antes de tomar cualquier represalia. Pero, como ninguno de ellos confía en los de Ishap, nos han encomendado a nosotros la tarea de encontrar al gurú. Y he aceptado.» Se ruborizó. «A cambio… los demás gremios han prometido que pagarían a la Kaara para sacar más información sobre los dokohis y… sobre Liireth.»

Su tono desveló frustración cuando agregó:

«También han pedido que se transfiera al dokohi capturado a la cárcel de la ciudad, guardada por los de Ishap. Lo transferiremos esta misma tarde. En cuanto al gurú…» Sus ojos se centraron en Naylah. «Se dice que fue capturado hace tres días en Skabra mientras se bañaba en las termas. ¿Crees que podrás encontrarlo?»

Naylah posó un puño sobre su costado, solemne.

«Sin dudarlo.»

Decía Yánika que la lancera era hermosa. Sonreí para mis adentros. Sin duda, lo era, pero también era impresionante, sobre todo cuando adoptaba esa pose de guerrera conquistadora… justo después de haberse pasado la mañana yendo de tienda en tienda.

«Los Protectores Járdicos aseguraron que quien les trajera a su jefe sano y salvo se llevaría una recompensa de dos mil kétalos,» apuntó Zélif.

Naylah asintió firmemente y se giró hacia los demás con ojos depredadores, como si… Palidecí. ¿Estaría buscando a voluntarios?

«Livon, Orih, Drey, Sirih, Sanaytay,» clamó. «Venís conmigo.»

Voluntarios y un cuerno, resoplé. ¡Nos designaba a dedo! Ni siquiera se había complicado: había designado a todos los presentes quitando a Zélif y Loy.

«¿Y yo?» murmuró Yánika en el breve silencio que se había impuesto. Un aura solitaria la envolvía…

Le pasé una mano por su mata de trenzas, divertido.

«Si voy yo, tu vienes, Yani. Que no te quepa duda.»

Se alegró.

«¿Y yo?» intervino Tchag entonces.

El imp estaba encaramado al mostrador en una de sus posturas más improbables. Livon sonrió.

«¡Tú también te vienes, por supuesto!»

Los ojos brillantes de alegría de Tchag me arrancaron una media sonrisa burlona. Meditativa, Orih preguntó:

«Si el gurú desapareció en las termas… ¿eso quiere decir que nosotros vamos a ir a las termas, verdad?»

La sola idea le había iluminado la cara. Sirih alzó la barbilla con ojos chispeantes.

«A eso se le llama un rescate saludable y agradable… ¿A que te anima, eh, Sanay?»

Su hermana se ruborizó con una sonrisilla tímida y asintió. Las tres parecían ya estar disfrutando de los famosos baños de Skabra. ¿Tan buenos eran? Naylah chasqueó la lengua como un látigo.

«Escuchad. No nos vamos de vacaciones, Orih Hissa. Si vamos a Skabra, es para encontrar a un gurú secuestrado y evitar así un conflicto entre gremios.» Cargó con su pila de compras y clamó: «Preparaos todos para el viaje. Mañana a la mañana a las ocho me marcharé por la ruta del oeste con Astera y no esperaré a nadie.»

Salió de ahí, pero no antes de que yo reparara en la mirada satisfecha que echaba a sus paquetes comprados. Oí el suspiro de Livon.

«A las ocho… ¿tan pronto?»

Sirih gruñó.

«Más te vale ser puntual. La única compañera a la que Nayu esperaría sería a Astera.»

«Pero es una lanza,» se lamentó Orih, tirándose sobre los cojines. Agarró una lanza imaginaria mientras decía con tono dramático: «Si la esperara, no llegaría nunca a ella y ambas morirían trágicamente de desconsuelo…»

Sanaytay sacó la flauta entonando una melodía triste. Sus pálidos labios sonreían, bromistas… Entonces, los cabellos rojos de Sirih se volvieron plateados como los de Naylah y, tendiendo los brazos, la armónica exclamó:

«¡Astera!»

«¡Nayu!» le respondió Orih, haciéndose la lanza lejana.

«¡Astera!»

«¡Nayu!»

Una carcajada se le escapó de pronto a Yánika. Livon y yo la acompañamos y pronto hubo un coro de risas descontroladas. Mar-haï, Yánika… Sintiendo mi Datsu liberarse levemente, iba a tender una mano hacia ella, pero, en ese momento, Zélif pasó entre nosotros con ligereza y me enseñó una amplia sonrisa, con sus ojos reducidos a unas meras rendijas. Entendí su mensaje. Y tuve al fin la certidumbre de que la líder había descubierto el poder de Yánika. Al fin y al cabo, era perceptista. Meneé la cabeza, sin conseguir alarmarme. Y bueno, reír no era malo. Mientras no los matase de risa, todo iba bien.