Página principal. Los Pixies del Caos, Tomo 1: Los Ragasakis

11 Fantasmas

«¡Ayuda! ¡Ayuda!»

Una vieja elfa cruzó el umbral de la Casa de los Ragasakis haciendo grandes aspavientos con su cachava. Llevaba una túnica ricamente adornada y sus ojos estaban muy abiertos. Curioso, cerré la Historia de los pueblos de Rosehack y me levanté. Loy ya estaba junto a la anciana, apaciguándola y preguntando solícito:

«¿Sucede algo, señora?»

«¡Minueta! ¡Ha desaparecido! Se la ha llevado un fantasma. ¡Por favor, os lo ruego, encontradla! Mi pequeña…»

Orih, Yánika, Livon y yo éramos los únicos en estar en la cofradía con Loy aquel día. Nos acercamos todos.

«¿Cuándo sucedió?» preguntó Livon.

«¡Hace unas horas! Estábamos paseando en el parque como todas las mañanas, al pie de la colina, cuando, al pasar donde la Capilla Roja, apareció el fantasma… ¡Sentí el frío como si me pasara a través! Y entonces… ¡Minueta ya no estaba!»

«¿Qué edad tiene?» preguntó Loy.

«Oh… mañana es su quinto cumpleaños. Ella nunca se despega de mí. Pero hoy… salió corriendo como si el viento la llevara, ¡no sé qué hacer! Estoy dispuesta a daros todo mi dinero, pero haced que vuelva, por favor…»

Livon sonrió.

«La encontraremos.» Su tono optimista y decidido no dejaba duda. «¿Qué ropa llevaba?»

La anciana meneó la cabeza.

«¿Ropa? Lleva un lacito rojo encima de la cabeza. Y un collar dorado con el nombre de mi familia: Bisykaï. Oh, y tiene pelambrera castaño rubio, salvo… su cola, su cola es de un blanco precioso.»

Nos quedamos todos en suspensos. De pronto, Orih se carcajeó.

«¿Tu nieta tiene cola?»

«¡Cómo te atreves a reírte ahora, insensible!» se ofendió la anciana, talandrándola con la mirada. «Es una perra. Minueta, he dicho que se llamaba. ¡Cuándo he dicho yo que era mi nieta!»

«¡Perdón, he oído mal!» se atragantó Orih, aún riendo.

Yánika amenazaba con reírse ella también y le solté una mirada de aviso. No era el mejor momento para que todos ahí nos pusiéramos a carcajearnos ante la vieja. Pillando mi mensaje, mi hermana luchó contra sí misma y se alejó discretamente. Livon alzó una mano para apaciguar el ambiente.

«Anciana,» dijo, «cuando doy mi palabra, la cumplo. Encontraré a su perra, no se preocupe. ¿Vienes, Tchag?»

«¡Ajá!» contestó el imp, animado.

Sin más dilaciones, ambos salieron de la Casa. De modo que Livon realmente iba a aceptar el trabajo. Intercambié una mirada con Orih y Yánika… Y la primera me sonrió.

«¡Alégrate! Llevas ya dos semanas en la cofradía y no has hecho más que entrenarte con Livon, vaguear como yo y comer pasteles. Y ese es mi papel, no puedes hacer lo mismo. Zélif suele decirlo: la fuerza de los Ragasakis está en la diversidad de sus habilidades. Así que… a por tu primera misión, Drey Arunaeh. ¡A rescatar a la perra Minueta Bisykaï de las garras del fantasma!» Había profundizado la voz y alzado un puño teatral. Resoplé. De alguna manera lo hacía sonar todo aún más ridículo de lo que era. Apuntó: «Yo me quedo con Yani y la vieja.»

«¡A quién has llamado vieja!» le gruñó la vieja.

Puse los ojos en blanco mientras la anciana despotricaba sobre el respeto a los mayores y me giré hacia Yánika.

«¿Seguro que no…?»

«Estaré bien, hermano,» me cortó ella. Sus ojos negros sonrieron cuando añadió: «No tienes por qué preocuparte siempre por mí. No te obsesiones.»

Sabía que se irritaba cada vez que me volvía demasiado protector, de modo que no insistí y me contenté con corresponderle con un:

«Entonces, hasta luego.»

Antes de salir, observé cómo Loy sacaba ya su formulario preguntándole amablemente a la anciana cuánto estaba dispuesta a pagar. Oí: cincuenta kétalos. Diablos. ¿No había dicho ‘estoy dispuesta a daros todo mi dinero’? Como decían en Dágovil, los viejos ruidosos son los más rácanos de todos.

Ya en la calle, busqué a Livon. No estaba visible por ninguna parte. Mar-haï, ¿tantas prisas llevaba? Recordé que la vieja había hablado de un parque al pie de la colina y empecé a bajar la cuesta. De todas formas, para buscar a un perro fugado, lo mejor era dispersarse.

Un fantasma, pensé. ¿Qué había querido decir la vieja con que le había pasado algo frío a través? Los fantasmas, las criaturas inmateriales, esas cosas no existían. Había amasijos móviles de energía aún más inmateriales que los espectros, pero esos no pensaban, no se controlaban, eran meros fenómenos naturales. Y sólo aparecían en lugares inestables energéticamente.

Tras dar unas vueltas entre los árboles del parque y no ver a Livon, pensé: ¿Habrá algo extraño en este parque? ¿O la vieja se lo ha inventado todo?

Era pasado mediodía y el parque estaba vacío. Flores de todos los colores cubrían la hierba y una brisa fría las acarició. Hice una mueca de burla. A lo mejor era esa corriente de aire la que la vieja había confundido con un fantasma.

Avancé por un camino sombreado, crucé un pequeño puente de madera y… de pronto vi a un perro de pelo castaño claro agitándose al pie de un árbol. Apenas lo divisé, salió corriendo desapareciendo entre los arbustos. Sin dudarlo, me abalancé. Oí al perro ladrar, aceleré y, al llegar a un claro, lo vi al fin a la luz del sol. Llevaba un palo entre los dientes y un niño trataba de quitárselo, riendo… Me detuve en plena carrera.

«Attah…» mascullé. El perro no tenía cola blanca. Me había equivocado de presa.

«¿Qué estás haciendo, Drey?» dijo de pronto una voz tranquila y curiosa.

Mi corazón se saltó un latido y bruscamente se desbocó. Esa voz… la hubiera reconocido entre mil. Me giré hacia la silueta que acababa de arrimarse a un portentoso roble. Solamente verlo ahí, de pie, tan cerca de mí, me hizo agrandar los ojos como si hubiera visto a un verdadero fantasma.

¿Qué demonios hacía él ahí?

Su mirada azul me observaba igual de intensamente. Me recompuse un poco, dejando escapar:

«Estaba buscando a un fantasma, pero parece que ya he encontrado a uno.»

Los labios de mi hermano se curvaron. Giré la cabeza hacia los lados, sondeando los árboles y los arbustos con rapidez. El drow de pelo pincho no parecía estar en las cercanías. Hice una mueca. ¿Cuánto tiempo llevaba siguiéndome mi hermano?

El niño y el perro ya se alejaban por el claro y, en el silencio del parque, tan sólo se oían el murmullo de una fuente lejana, el trino de los pájaros, el oleaje de las hojas y las corrientes de la brisa. Aquello no ayudó a relajarme. ¿Por qué diablos ahora?, me decía. ¿Por qué ahora? Ajeno a mi tensión, un apacible mar de hielo rodeaba a Lústogan. Rompí el silencio.

«¿Por qué, Lúst? ¿Por qué después de tres años vuelves a aparecer de la nada?»

Para sorpresa mía, mi voz tembló un poco. Mi hermano se acercó y se detuvo ante mí. No había cambiado nada. Sus ojos seguían igual de tranquilos, su rostro igual de frío. Si acaso, había cambiado de ropa: había trocado la oscura túnica de destructores de los Monjes del Viento por ropa de viaje sencilla y común. Su Datsu violáceo ocupaba ambas partes de su rostro, intacto. Hacía unos días, Sirih me había dicho que ese sello me daba pintas de chamán y Orih había corroborado, añadiendo que a Yánika le iba mucho mejor. En los Pueblos del Agua, no era extraño que los miembros de los gremios, monasterios y cofradías se tatuaran símbolos en el cuerpo. Sin embargo, no todos tenían un sello. Y el sello de los Arunaeh, el Datsu, era muy particular.

«No pude avisar que me iba,» dijo al fin. «¿Me has echado de menos?»

No había ironía en su voz, pero no contesté a su pregunta.

«El Gran Monje me expulsó de su cofradía,» dije.

Lústogan pareció divertido.

«¿Te entristece?»

Fruncí el ceño.

«Tú querías convertirme en Gran Monje.»

«Y podrías haberlo sido,» meditó Lústogan.

Hice una sonrisa ladeada.

«El viejo me dijo que, si le traía el orbe, votaría a mi favor para convertirme en Gran Monje.»

Lústogan me atravesó con la mirada.

«¿En serio?»

Puse los ojos en blanco, resoplando.

«Simplemente, no me interesa todo ese lío. ¿Y Padre? ¿Estaba al corriente de que robarías el orbe?»

Aún recordaba el humor negro de Padre, aquel día: raras veces había visto su Datsu tan desatado.

Desviando la mirada, Lústogan hundió las manos en los bolsillos de su chaqueta y se giró hacia el riachuelo que corría unos pasos más lejos.

«Él tenía pensado negociar y pedírselo prestado al Gran Monje,» dijo con calma. «Pero, aunque hubiera aceptado, eso hubiera significado dar a conocer la debilidad del clan Arunaeh. Así que me adelanté.»

Y eso era lo que había contrariado tanto a Padre, entendí. Previendo la negativa del Gran Monje, mi hermano se había llevado la culpa de todo, evitando que los Arunaeh entraran en guerra abierta con los Monjes del Viento. Aun así… el ambiente de tensión que había creado no se borraría con una simple disculpa. Tuve un escalofrío y mi mirada se perdió entre las aguas del riachuelo cuando pregunté:

«¿Por qué lo robaste?»

Lo vi alzar los ojos hacia el cielo y sonreír levemente.

«Así que no lo sabes… No me extraña. Padre no es mucho de hablar.»

Tú tampoco… Se giró hacia mí.

«Pongámonos cómodos, te lo explicaré.»

Con movimiento ligero, se alejó unos pasos para ir a sentarse sobre la hierba, cubierta de flores silvestres. Tras una vacilación, lo imité y lo miré, expectante. ¿Cuántas veces habíamos estado así los dos sentados, maestro y alumno, él dándome lecciones y yo escuchándolo con atención? Sonreí para mis adentros. Como en los viejos tiempos. Sin embargo, ahora Lústogan no iba a hablarme de órica: me iba a explicar por qué había traicionado a la Orden del Viento. No se hizo esperar.

«Como recordarás, el Orbe del Viento tiene una fuerza prodigiosa, pero sobre todo tiene una precisión que ningún maestro órico puede alcanzar por sí solo. Por eso se volvió el mejor instrumento a mi alcance para usarlo sobre el Sello. Lo robé y salí en busca de la fuente del Sello.»

Parpadeé. Usarlo sobre el Sello, me repetí. ¿Mi hermano había usado esa mágara tan poderosa sobre la reliquia de nuestra familia? ¿Y Padre estaba de acuerdo con eso?

«No lo entiendo,» confesé. «¿La fuente del Sello? ¿No está en la isla de Taey?»

«Recuerda cómo está hecho el cristal, Drey. Nuestra reliquia es un enorme pilar que atraviesa la roca desde las profundidades y cuya punta termina en nuestra capilla. Nace mucho mucho más abajo.»

Lo miré, sin entender aún. No era la primera vez que oía hablar del Sello como de un árbol de cristal que tuviera unas raíces y una punta pero…

«¿Para qué ir tan abajo? ¿Tiene acaso más poder cuanto más bajas?»

«No, es lo contrario,» afirmó Lústogan. «La punta es más potente. Sin embargo, el mal venía de las raíces. Ese cristal no es un cristal normal. Se comporta como una planta. Tiene raíces. Y crece. Muy lentamente, pero tal vez dentro de dos mil años hubiera llegado al techo de nuestra capilla. Tardé un año en aprender a manejar el orbe y casi otro año en encontrar las raíces, pero al final las encontré y traté de repararlas. Con el orbe, por supuesto.»

Agrandé los ojos. ¿Repararlas? ¿De modo que el Sello no funcionaba correctamente? Eso era nuevo para mí. El tesoro del clan se había roto… ¿por culpa del sello de Yánika?

Un pájaro trinó, echó a volar, y Lústogan lo siguió con la mirada antes de soltar:

«Me lo encontré todo agrietado.»

Lo dijo con calma, pero adiviné que el descubrimiento lo había impactado. Se encogió de hombros.

«Algo hizo estallar la parte inferior de la reliquia. Y de eso hace años. Intenté restaurarla, pero estaba tan alterada que necesitaba a un experto brejista para ello, así que al final, hace cinco meses, regresé a casa y Madre bajó conmigo. Me dijo: soy la Selladora, he sido formada para ello desde niña, conozco el Sello de memoria… Mar-haï. No tomamos en cuenta el hecho de que su Datsu ya no es como antes. Le dio un ataque de nervios en plena operación y nuestra reliquia se… Bueno, salió todo mal. Lo único que pudimos hacer al final fue seccionar un trozo de las raíces que aún estaba intacto y llevárnoslo a la isla. Dentro de quinientos años, tal vez, el nuevo pilar habrá crecido lo suficiente para ser usado.» Su voz tenía un claro deje de autoburla. Se giró hacia mí y, cambiando bruscamente de tema, dijo adoptando un tono fraternal: «Deberías volver a Taey. Madre no deja de escribirte cartas sin mandarlas porque no sabe dónde estás. Me encargó que te encontrara. A Padre ya no le importa que vuelvas con Yánika. De momento el Sello no es un peligro para ella. Y, además, creo que Madre ha entendido al fin que sus dotes de Selladora ya no son lo que eran. No se atrevería a experimentar con su hija.»

Calló. Yo lo miraba, impactado. Nunca había pensado que el Sello, la reliquia por excelencia de los Arunaeh desde hacía generaciones, pudiera romperse. Cuando había oído que Madre había dejado de colocar Datsus, había creído que era porque ella ya no podía. No se me había ocurrido que el propio Sello… Diablos. Hasta ahora nunca había meditado sobre ello, pero la pérdida del Sello significaba que mi clan ya no podría colocar un Datsu a los recién nacidos. Por eso mi prima Alissa, unos meses menor que Yánika, no llevaba Datsu, entendí: Madre ya sabía en aquel entonces que el Sello no funcionaba correctamente. Mar-háï… Si mi familia se veía incapaz de reproducir los sellos bréjicos en sus nuevos miembros, entonces… Bajé los ojos hacia mis manos, sintiendo cómo mi propio Datsu se desataba levemente para calmar mis emociones. Sin Datsu, los Arunaeh volverían a ser potencialmente tan sensibles y manipulables como cualquier otro saijit. En definitiva, la pérdida del Sello significaría un duro golpe para el clan entero.

«¿Qué le pasó al viejo Sello?» pregunté.

Vi su mueca.

«Si de verdad quieres saberlo… Cuando Madre soltó su sortilegio, se volvió completamente negro.» Negro, me repetí, sobrecogido, y traté de imaginar al cristal rosáceo volverse negro como un diamante de Kron mientras él afirmaba: «Incluso en la capilla. Sigue vibrando de energía… pero no es una energía relajante y equilibrada como la que había antaño. Es todo lo contrario. Se ha prohibido la entrada a la capilla, pero toda la isla está cubierta de esa tensión extraña, un miasma bréjico… Todavía sigo sin entender qué hizo Madre.» Frunció el ceño, recordando. «Ahí abajo, en la fuente, el pilar vibraba tan fuerte que la roca alrededor empezó a romperse. Fue un milagro que saliéramos vivos de esa. De no ser por el Orbe del Viento, los dos habríamos acabado sepultados debajo de un montón de roca.» Ladeó la cabeza y meditó: «Padre está irritado, diría que más por nuestra imprudencia que por el Sello o el robo del Orbe. Él siempre ha sido muy comedido.»

Su sonrisa divertida me arrancó un suspiro. Adiviné que, pese a la desgracia del Sello, Lústogan no se arrepentía de haber vivido una aventura como aquella. Todo material extraordinario lo atraía como la sangre a un kérejat. Aun así, de imprudente mi hermano no tenía mucho. Generalmente, se aseguraba siempre de tener al menos una vía de escape. En la construcción de túneles, siempre era el primero en cerciorarse de la seguridad de las vigas y nunca olvidaba ponerse la ropa de protección especializada para destructores. Como bien decía, de nada sirve saber destruir una roca si te destruyes con ella.

«¿Qué fue del Orbe del Viento?» pregunté.

«Mmpf. Padre se lo quedó,» confesó. «Una pena, porque tenía grandes proyectos para esa reliquia.»

«Seguro,» resoplé. Me pregunté qué planearía hacer Padre con el Orbe, si devolvérselo al Gran Monje o qué, pero finalmente me desinteresé del tema y declaré: «No voy a volver. Ahora no. Puedes decírselo a Madre si quieres.»

La reacción de Lústogan no se hizo esperar: sus ojos azules me atravesaron, como intentando leer mi mente.

«Qué mal,» replicó. «Díselo a Madre tú mismo. Yo tampoco planeo volver pronto. Mar-haï… ¿Es que no te importa que esté preguntando por ti todo el rato?»

Apreté los dientes. Me fastidió que Lústogan me echara en cara mi poco apego a mi familia, porque era falso. Que no deseara verlos ahora no significaba que no fueran importantes para mí. Resoplé, molesto.

«Madre está preguntando por mí incluso si estoy a unos metros de distancia y lo sabes.»

Lústogan se echó a reír.

«Eres su hijo favorito, Drey, ¡no te irás a quejar encima! Además, lleva tres años sin verte,» añadió, más serio. «Y después de lo del Sello… está aún más deprimida. Tú serías capaz de alegrarla simplemente yendo a saludarla.»

Mi hermano tenía callo para hacerme sentir culpable. Sin Sello capaz de experimentar con Yánika, no tenía ya razón para huir de la isla. Al menos no la hubiera tenido en Donaportela. Pero ahora estaba en Firasa y…

«Ya veo,» retomó Lústogan. «Saoko, el tipo que te ha estado espiando, me ha dicho que te has metido en un grupo de jóvenes cazarrecompensas. Ruidosos y demasiado alegres, según me ha dicho. ¿Son divertidos?»

Lo miré, sorprendido, vacilé y afirmé:

«Lo son.»

«¿Y fiables?»

Me encogí de hombros arrancando una hierba distraídamente.

«No los conozco hasta ese punto pero… son gente curiosa. No son muchos y no tienen lemas grandiosos como otras cofradías. Los suyos se basan en no traicionarse, en ayudarse y en pasárselo bien. Me gustó la idea. Y a Yánika también. Ella ya no se despega de Orih.»

«¿Orih?»

«Es una mirol de las montañas,» expliqué. «No sé muy bien qué habilidad tiene aparte de ser increíblemente torpe y contar tonterías, pero siempre es muy positiva y es tan rara que hasta cae bien.»

«Mm… ¿Qué hay del otro kadaelfo?» preguntó Lústogan.

Inspiré. Así que el tal Saoko de pelo pincho lo había puesto al corriente de todas mis andanzas con detalle… Contesté de todas formas sin reservas:

«Se llama Livon. Es un permutador.» Sonreí de lado, divertido. «Tiene poco de erudito, fue pastor de cabras de niño, y no sabe hacer otra cosa que permutar, pero en las tres semanas que lo conozco ha salvado ya a dos ahogados, ha adoptado a una criatura a la que nadie quería y nos ha enseñado a Yánika y a mí todos los alrededores de Firasa como un guía profesional. Incluso permutó desde un árbol arriesgando su vida para proteger a Yani de los dokohis…» Sonreí anchamente. «Pero lo más extraño es su manera de confiar ciegamente en los demás, como si nos conociéramos de toda la vida. Ayer sin ir más lejos, se tiró de un barranco sólo para ver cómo era eso de caer amortiguado por la fuerza órica. ¿Te imaginas? Está un poco chiflado pero… me cae bien… creo.»

Pronuncié las últimas palabras bajando el tono, incómodo. En el Templo, jamás había dicho que nadie fuera de mi familia me cayera bien. Había crecido en medio de los monjes como un pequeño prodigio que no se tocaba, entre las plegarias a Tokura, el silencio, el entrenamiento y la soledad, casi hasta convencido de que hablar de sentimientos era un tema tabú, o sin interés, o ridículo. Y aún lo pensaba un poco, pese a mí. Pero no podía evitar constatar lo evidente: que disfrutaba de la presencia de los Ragasakis. Y no me apetecía nada tener que abandonarlos tan pronto para regresar a una isla perdida en el mar de Afáh.

Seguí hablándole a mi hermano de los miembros de los Ragasakis y él me escuchó con atención: las dos hermanas armónicas, Sirih y Sanaytay, Yeren el curandero albino obsesionado con la dieta de cada miembro, y su rival de cocina, Kali, que pasaba el día en la taberna de sus padres y llegaba a la cofradía a la tarde con todos los pasteles que habían sobrado… Lústogan no se perdía una palabra. Mi hermano podía a veces ser frío, seco, imprevisible, y de sociable no tenía mucho, pero como maestro siempre le había interesado mi vida. Sospechaba que en su mente lo analizaba todo a modo de puzzle en el que mi aprendizaje quedaba en el centro. Fuera como fuera, en el momento, hice abstracción y disfruté de su compañía y de sus preguntas.

«Y bien,» dijo Lústogan en un silencio. «No me parece mal que le tomes gusto a la vida, Drey, pero… ¿y tu entrenamiento? ¿No lo habrás olvidado?»

Resoplé ruidosamente.

«No voy a estar entrenándome toda la vida. Estos tres años hemos vivido Yánika y yo como reyes y apenas he necesitado trabajar. Alguna ventaja debe tener ser destructor: paga bien.»

Me crucé con su mirada penetrante y desvié la mía, exasperado. Adiviné lo que iba a seguir y me adelanté:

«Ya lo sé…»

«Drey,» me cortó Lúst. «Si he pasado diez años de mi vida entrenándote, no es por nada. Tienes genio en la órica y sería estúpido desperdiciarlo. Así que… no deberías perder demasiado el tiempo con esa cofradía banal: puedes llegar a ser un gran destructor, Drey. Tu problema es que no tienes ambición.»

Se levantó. No necesité alzar los ojos para sentir los suyos, tranquilos, posados sobre mí, observándome, esperando mi decisión. Me mordí la lengua. Mi entrenamiento… sí, para algo mi hermano había estado enseñándome tanto todo ese tiempo, ¿verdad? Tantas horas pasadas buscando los puntos flojos de las rocas y estallándolas, puliendo piedra, trabajando metales… tenían que tener algún sentido. Sin embargo, por más que lo buscara, no lo encontraba. Ensalzar la reputación temible de mi familia me importaba una drimi, y yo no tenía a una elfa hermosa que liberar de un caparazón como Livon. Sólo tenía… Fruncí el ceño y, finalmente, me puse en pie.

«Tienes razón, hermano. No tengo ambición. Nunca la tuve. Ni me interesan tanto como a ti los experimentos sobre rocas. Seré un destructor, pero no soy un científico. Yo sólo quiero proteger a Yánika. Y, por qué no, conocer a esos Ragasakis.»

«Y ese es tu punto flojo: siempre quieres entender a los demás.» Lo oí inspirar, pensativo. «¿Sabes? Hasta el diamante más puro puede quebrarse si encuentras su punto flojo. Sólo te aviso. Ese ser al que llamas hermana… algún día podría causar tu desgracia.»

Me quedé helado. En ese momento, recordé la promesa que Lúst me había hecho hacía muchos años. “Si un día te causa dolor, no la volverás a ver,” me había dicho. Me puse a temblar ante el mero pensamiento hasta que mi Datsu se liberó y sentí mis sentimientos atenuarse drásticamente. Cerré fugazmente los ojos y murmuré:

«¿Qué demonios te ha hecho Yani para que la desprecies así?» Lústogan enarcó una ceja y añadí con desafío: «Es nuestra hermana, Lúst. La quiero con toda mi alma.» Clavé mis ojos en los suyos siseando: «¿Es que no lo entiendes?»

«Lo que entiendo es que tu Datsu está alterado,» comentó Lústogan. «Te lo dije: no tengo nada personal contra tu hermana. Su poder es un peligro, eso es todo. Y tras pasar tanto tiempo a su lado, me temo que ya estás pagando las consecuencias.»

Lo miré, perplejo.

«¿De qué estás hablando?»

Mi hermano puso los ojos en blanco dándome a medias la espalda.

«Te hablaré de ello en otra ocasión. Sólo una cosa más, Drey, y te dejaré tranquilo con tus amigos. Si el Sello estaba agrietado, ahí abajo, no fue por Yánika. Cuando ella recibió el Datsu… el Sello ya estaba roto.»

Parpadeé, asombrado. El día en que Madre había depositado el Datsu sobre Yánika había marcado profundamente el clan de los Arunaeh. Yo no lo había presenciado, estando en ese momento en el Templo y no en la isla, pero siempre había insistido en repetir que Yánika no tenía la culpa de nada, que era Madre la que había realizado mal el ritual, que si todo había salido mal… era por culpa de Madre. No la culpaba tampoco pero… ahora me daba cuenta de que había sacado conclusiones injustas. Pues, si el Sello realmente había sido roto antes, ni Yánika ni Madre habían tenido la culpa de nada. Me sentí ligeramente avergonzado. Bien me había dicho mi abuelo materno un día: “Los Arunaeh no echamos la culpa, muchacho: constatamos”. Y por lo visto yo había constatado mal. Pero entonces, ¿por qué se había roto el Sello? El penúltimo en haber recibido el Datsu era yo. Le llevaba cinco años a mi hermana: eso significaba que o bien el Sello se había estropeado conmigo… o bien se había estropeado después. ¿Pero cómo?

Me turbé con una súbita idea al pensar las extrañas pesadillas que tenía de cuando en cuando. Ese sentimiento de tener recuerdos bien reales de otra vida llena de sufrimientos, esa impresión de que mi Datsu se desataba más de lo habitual… ¿podía tener que ver con la condición del Sello? Pero entonces, ¿por qué el Datsu de Madre se había estropeado con Yánika y no conmigo? Meneé la cabeza.

«¿Quién lo rompió, entonces?»

Lústogan se encogió de hombros.

«No saques conclusiones precipitadas. El asunto queda por esclarecerse… Lo que está claro es que fueron al menos dos personas las que estuvieron al pie del Sello antes que nosotros. Según Madre, uno de ellos era brejista.»

¿Brejista? Lo miré, perplejo. Ese brejista no podía ser un Arunaeh: ningún Arunaeh rompería el Sello de su propio clan. Y eso restringía las posibilidades, pues los brejistas hábiles eran realmente pocos. Entonces, capté la mirada observadora de Lúst. Este carraspeó.

«No le des muchas vueltas de momento. Ya descubriremos la verdad.»

«¿Ya te vas?» pregunté, algo decepcionado.

«Sí. No voy a molestarte más de momento. Le daré tu dirección a Madre. ¿Te parece?»

Asentí.

«Haz lo que quieras.»

Lo vi sonreír.

«Prepárate para recibir una montaña de cartas.»

Resoplé. Qué remedio… Me adelanté.

«Espera, Lúst. ¿Qué has querido decir con que mi Datsu… está alterado? Sólo quiero saberlo.»

Lústogan me miró de bies y, para sorpresa mía, inspiró con desgana.

«Lo siento, Drey. Nuestros padres me hicieron prometer que no te hablaría de ello. Tendrás que volver a casa para tener más explicaciones,» se burló. Alzó una mano, alejándose ya. «Disfruta de tus vacaciones, hermanito.»

Quise irme tras él para sacarle la verdad, pero recapacité. Insistir con Lúst era como intentar sonsacarle algo a una roca. Lo vi alejarse por el campo de hierba, suspenso. Sus palabras me habían dejado un resabio de inquietud. ¿Qué quería decir con que mi sello se alteraba por culpa de Yánika? Si tan sólo supiera lo que significaba todo eso… Aunque tampoco parecía preocuparle mucho a mi hermano.

De todas formas, me dije, si mi Datsu se alteraba, que se alterase. No iba a separarme de Yánika por ello.

Pensé entonces en mi hermana y me pregunté cuánto tiempo había pasado desde que había salido de la Casa. Rara vez en esos tres años había estado alejado de Yani tanto tiempo. ¿Estaría bien? Tomé el camino de vuelta, algo inquieto.

“No te obsesiones…”

Las palabras de Yánika me detuvieron en seco. Maldita sea. No me obsesionaba. Era sólo que… mi conversación con Lústogan me había llenado de malos presentimientos.

Salía ya del parque cuando recordé a la perra de los Bisykaï y al presunto fantasma y me pregunté qué diablos estaba haciendo. Se suponía que tenía que ayudarle a Livon. Eché un vistazo a mi anillo de Nashtag. No eran aún ni las cuatro de la tarde. Aún tenía tiempo de indagar.

La vieja había hablado de una capilla roja en el parque y no tardé en encontrarla. Se parecía a la capilla junto al Templo del Viento, sólo que en vez de ser de mármol, era de roca roja. Meradita, la reconocí, pasando una mano por una de sus columnas. Era roca sedimentaria y estaba erosionada en numerosos sitios. El suelo del interior, en cambio, estaba bien cuidado y varias estatuillas y velas habían sido depositadas ahí como ofrendas. Debía de ser una capilla multi-religión, pues avisté entre estas los dos círculos de la Anciana, deidad warí, mezclados con una estatua húwala y un versículo que no me sonaba de nada.

Y ni rastro del fantasma.

Sonreí para mí. Era de esperar. Bostecé e iba a bajar los peldaños cuando una súbita corriente de aire me hizo voltear.

«¡Drey!» exclamó de pronto una voz.

Me giré en varios sentidos, desconcertado. ¿Quién…? Al fin, reparé en el imp. Acababa de pasar la cabeza entre dos columnas.

«¿Tchag? ¿No estabas con Livon?»

«Drey, ¡ha ocurrido algo horrible!» dijo con voz llena de pánico. «Abajo… abajo… ¡Por aquí!»

La urgencia en su tono me hizo reaccionar. Salí corriendo de la capilla y vi al imp señalar una especie de pequeño portillo al pie del edificio.

«¡Se metió ahí!»

Parpadeé.

«¿Livon se metió ahí?»

«Lo atacó algo, una masa negra muy rara, y arrastró todo el cuerpo hasta ahí. ¡No pude hacer nada!» se lamentó. «Por favor, ayúdalo…»

Una masa negra, me repetí. Eso… era una información muy vaga. Pero cabía la posibilidad de que fuera un doagal: eran criaturas gelatinosas y negras. En tal caso… Livon estaba en peligro. Me concentré.

«¿Qué haces? ¿Qué haces?» me urgió Tchag, agarrándose a mi chaqueta. «¡Tenemos que salvarlo!»

«Estoy en ello,» gruñí.

Acabé mi sortilegio, saqué un saquito de polvos de mi bolsillo y, al fin, abrí el postigo de par en par. Descargué de inmediato la órica arrastrando los polvos grises. Justo a tiempo: percibí un enorme bulto moverse, pero yo sabía que la criatura no podía ser tan grande: simplemente se estaba despegando del cuerpo de Livon por culpa de la pimienta. La acabé de despegar con fuerza órica. El doagal era tan poco pesado que mi viento pudo controlarlo fácilmente. Lo lancé lejos, apuntando a una zona donde el sol pegaba de pleno: lo vi retorcerse de dolor, en silencio, pues no tenía boca. Attah… Esas criaturas siempre me habían dado grima. Desvié la mirada hacia la abertura oscura.

«¡Ahí está!» exclamó Tchag.

Iba a meterse pero lo retuve por sus pantalones verdes.

«Lo saco yo. Tú vigila que no se acerque el bicharraco.»

Sólo faltaba que el imp entrara en aquel agujero y se convirtiera en espectro… Tendí una mano y, tras tantear un poco, di con el brazo de Livon. Estiré con esfuerzo y acabé sacándolo de ahí. Tras una mirada rápida constaté con alivio que la criatura no le había hecho ningún daño.

«¿Está vivo? ¿Está bien?» preguntó Tchag. Lo tocó en la mejilla y puso cara de horror. «¡Está muerto!»

«Está dormido,» aseguré.

«¡Dormido!»

«Esa criatura…» Eché un vistazo al bicharraco que trataba desesperadamente de volver a la zona en sombra. Ante los ojos ansiosos de Tchag, expliqué: «Es un doagal. En Dágovil, son una plaga. Se esconden en el techo de los túneles y las cavernas, se tiran encima de la víctima y la envuelven para enfriarla. Es una de las ventajas: que no pueden comer hasta que su presa no se haya enfriado lo suficiente. El calor las mata. Y, por lo visto, la pimienta tampoco les gusta,» añadí con una media sonrisa. La técnica de echarle pimienta en polvo la sacaba de un mercader con el que habíamos viajado Yani y yo hacia Donaportela: éste decía usarla contra variados monstruos, incluidos los bandidos, y me había regalado un pequeño saco de pimienta en polvo en nuestra despedida. Quién hubiera dicho que me serviría algún día y me daría resultado.

Tchag había inspirado ruidosamente.

«¿N-n-nos comen? ¿Comen saijits?»

Me hizo gracia que se incluyera en la categoría de los saijits. Asentí y me levanté.

«Son carnívoros.» Arrastré a Livon hacia el sol, porque cubierto como estaba de la sustancia del doagal, debía de estar helándose. Hecho eso, envié aún más lejos la criatura, en pleno centro de un prado soleado. «Bien. Se mueven tan lento que lo más probable es que no llegue a buen puerto vivo. Mira que acercarse tanto a la Superficie… Ni los doagals se salvan de la estupidez. Ahora que lo pienso, tal vez fue eso lo que asustó a la perra de la vieja. Tienen un olor leve pero muy particular.» Miré la abertura oscura con el ceño fruncido. «Me pregunto si habrá ahí alguna víctima más.»

Solté un sortilegio órico y recorrí el agujero con aire. No era ni de lejos tan eficaz como un sortilegio perceptista capaz de rastrear energías, pero no me pareció dar con hueso alguno. Eso sí, encontré una curiosa grieta por la que probablemente el doagal había llegado. ¿Livon habría sido su primera víctima? Era difícil estar seguro. Tal vez los doagals lo digirieran todo y no dejaran rastro… Oí de pronto una tos. Livon se enderezó tosiendo.

«Aaaar… ¿Qué me ha pasado? Me siento cómo si me hubiera caído en un… en un… ¡en un cenagal!»

«Te cayó eso encima,» dije, señalando a la criatura.

Ante su mirada confundida, le expliqué lo ocurrido y acabé diciendo:

«Menos mal que tenía la pimienta, porque ni las armas contundentes ni cortantes son eficaces contra esas criaturas.»

Cuando callé, él tenía los ojos clavados en el doagal.

«Es asqueroso,» dejó escapar. «Atacar de esa forma… Y eso que lo vi, debajo del alero, pero no reconocí lo que era. Quise verlo de más cerca y… Bah. Cómo iba a imaginarme que habría un doagal en la Capilla Roja…»

«Idiota,» salté, alucinado. «¿La viste y dejaste que se te cayera encima?»

«Eje… No me dio tiempo a esquivar,» se justificó girándose hacia mí. «Perdón, Drey. Y gracias. Firasa no es tan seguro como parece. Hay que andarse con cuidado.»

¿Y me lo dices a mí?, resoplé interiormente. Grazné:

«Dale las gracias a Tchag: sin él nadie habría sabido dónde estabas.» Advertí cómo se le iluminaban los ojos al imp y alcé los míos al cielo. «Será mejor que volvamos y te quites ese producto de encima.»

«Antes tenemos que asegurarnos de que el doagal no cause más problemas,» protestó Livon.

Sacó su puñal del cinto. ¡Mar-haï!, bufé, incrédulo. No me había hecho ni caso. Resoplé:

«Guarda eso, Livon. Un doagal es inmune a un ataque cortante. Si quieres cargártelo, hazlo con fuego.»

Finalmente, usamos la llama de una vela de la capilla que aún brillaba, Livon hizo una pequeña fogata y yo empujé adentro el doagal con mi órica.

«¡Adiós fantasma!» se alegró Livon.

Lo miré con curiosidad. Había visto a más de una víctima de doagals salir con vida —en las minas de Dágovil no era un accidente tan raro—, pero Livon era la primera persona que veía repuesta tan pronto. Era como si el producto helador del doagal apenas lo afectase. Es más, tras la pequeña siesta pasada con el doagal parecía hasta más enérgico.

Gracias al fuego, también inspeccionamos el interior del agujero y no encontramos rastro alguno de posibles víctimas. Hice estallar una roca en el interior para tapar la grieta.

«Así no volverán a pasar,» opiné, saliendo del agujero. «Por cierto, la suerte no te acompaña. Realmente pareces ser el único que ha caído en su trampa.»

«Y menos mal,» dijo Livon. Tomamos el camino de vuelta mientras añadía: «Tengo que avisarte: no es la primera que me pasan cosas raras. De hecho… me pasan a menudo. Un día, Loy me dijo que de pequeño tuvo que picarme la Pulga de la Malasuerte. ¿Conoces la leyenda? ¿No? Bah… sólo cuenta que una picadura de esa pulga te trae desgracias hasta que hayas cumplido una hazaña realmente heroica.»

«La pulga hacedora de héroes, ¿eh?» bromeé.

Livon hizo una mueca mientras salíamos del parque.

«Es una bobada,» admitió, «pero hubo una época en la que me la creía de verdad. Sobre todo hace tres años cuando… bueno,» murmuró, de pronto incómodo, ralentizando, «cuando perdí a mi mejor amigo.»

Agrandé los ojos, deteniéndome, y Livon me echó una mirada embarazada en plena calle. Extrañado, Tchag dejó de fisgonearlo todo para girarse hacia nosotros con curiosidad. Su mejor amigo…

«Rayn,» explicó Livon, molesto, «pilló la gripe por mi culpa. Vino a visitarme todos los días cuando yo estaba enfermo y luego él… Bueno, por eso al final realmente me creí lo de la Pulga de la Malasuerte. Loy acabó por convencerme de que estaba equivocado y maldijo el día en que me habló de esa leyenda pero… Diablos, a veces cuesta no ser supersticioso. Mira, apenas me conoces, y ya te has topado con tres espectros y un doagal…»

«¿Pero qué me estás contando?» lo interrumpí con fastidio.

Livon tragó saliva y se encogió de hombros.

«No. Nada. Sólo… te aviso.»

«¿Me avisas de que te ha picado una pulga de pequeño?» me burlé. Hubo un silencio y, tras retomar la marcha, dije: «Estos últimos años, he viajado bastante y he visto todo tipo de miserias. Hay desgracias que no puedes evitar, y no sólo pasan a tu alrededor: pasan por todas partes.»

«Lo sé,» murmuró Livon. «Me siento tonto. No quería sacar el tema. Sabía que a ti esa superstición te parecería una bobada. Rayn también opinaba que lo era. Él era hijo de sombrereros y, como decía, para que luzca bien el sombrero, antes hay que saber guardar la cabeza sobre los hombros. En serio, no soy supersticioso.»

Lo miré de reojo sin comentar nada. La facilidad con que Livon me hablaba de sus inquietudes me turbaba. Creo que era la primera vez que trataba de confortar un mínimo a otra persona que no fuera Yánika. Entonces, el permutador se sonrojó y gruñó pellizcándose las mejillas.

«Aaaj… ¡Perdón! Estoy pensando de manera extraña. Es extraño.»

«Extrañísimo.» Le enseñé los dientes, entretenido. «Seguramente es el doagal que te ha ralentizado las neuronas. Vaya, ya me decía yo, todavía tienes a un pequeño doagal ahí, sobre la cabeza, será por eso.»

«¡¿Qué?!» exclamó el permutador cogiéndose el cráneo con ambas manos. Estallé de risa. «¡No tiene gracia!» protestó. El mohín que me puso Tchag me hizo entender que a él tampoco le parecía nada gracioso. Sin embargo, el permutador finalmente sonrió, se relajó y, rascándose una sien, añadió: «Podría haber sido, sabes. Si supieras todas las cosas que me pasan… ¿Sabes que este invierno me atacó un águila en pleno mercado?»

Parpadeé.

«Dánnelah…»

«Como te lo cuento. El amo del águila se había despistado, o se hizo el despistado, no sé, el caso es que el pájaro voló directo hacia mí, y permuté con el amo.»

Solté una ruidosa carcajada imaginándome la escena.

«¿Y el águila le atacó al amo?»

«Por poco lo hace, pero se contuvo a tiempo,» aseguró Livon. «Eso sí, el amo se llevó el susto de su vida y no lo volví a ver paseándose con el pajarraco ese.»

«Caray… ¿Se disculpó, no?»

«Que va a disculparse: vino a la cofradía a acusarme de haberlo hechizado y finalmente tuve que disculparme yo para evitar problemas. En Firasa no está permitido usar la permutación sin buenos motivos… Yo los tenía, pero como ese tipo se creía casi que le había robado el alma…» Meneó la cabeza. «A veces olvido que no todos saben cómo funciona la permutación.»

Afirmé, divertido:

«Ni siquiera yo lo sé muy bien. Pues sí que te pasan cosas raras.»

Livon rió:

«¡Ya ni las cuento!»

Y, retomando todo su buen humor, siguió charlando mientras regresábamos a la Casa. Yo sonreía. Dijera lo que dijera mi hermano, prefería por mucho escuchar a Livon que pasarme el día entrenando solo con roca. Que él pensase que estaba perdiendo el tiempo tomándome unas vacaciones… me daba igual. Totalmente igual.

«¿Drey? ¿De modo que ya te había atacado a ti un doagal?» preguntó Livon, sacándome de mis pensamientos.

Resoplé de lado, socarrón.

«¿A mí? No. No soy tan torpe. Pero sí que he visto a más de un minero morir de hipotermia por culpa de esos bichos.»

Lo oí tragar saliva pero percibí también su curiosidad y, divertido, me puse a mi vez a contarle mis trabajos como aprendiz del Viento y mis encontronazos con los monstruos de los Subterráneos.

«¡Parece un lugar divertido para vivir!» se maravilló Livon al de un rato.

Jadeé. Mar-haï. Después de que yo le dijese que Dágovil estaba lleno de malas sorpresas, de ardoxias, kraokdals y dragones de tierra… Me carcajeé.

«¡Y lo dices en serio!» solté, riendo. «¿En qué es divertido ser devorado por un kraokdal o que se te caiga un túnel encima por culpa de un dragón de tierra?»

Mi pregunta lo dejó pensativo.

«Mm. Supongo que lo divertido está en salir vivo de eso,» contestó, y sonrió anchamente, explicando: «Es como un juego. Myriah solía decírmelo: la vida es un juego, un juego contra la muerte. Al final siempre pierdes, pero lo importante es echar una partida larga y a la vez divertida. Ella no sólo es permutadora: también es jugadora de Erlun. Es una profesional. Cuando jugaba con ella en la cueva, ¡siempre me ganaba!»

Una profesional… tal vez, pero acabó metiendo la pata quedándose atrapada en esa varadia, pensé. Meneé la cabeza y, ante la mirada animada de Livon, sonreí pero no contesté. Ya llegábamos a la Casa. Cuando empujamos la puerta, Orih exclamó:

«¡Aquí vienen los trabajadores!»

Un simple vistazo a Yánika me informó de que se encontraba bien: estaba leyendo un libro, cómodamente sentada en los cojines. Loy se inclinó sobre el mostrador recolocándose las gafas y diciendo:

«Lamento anunciaros que os vais a quedar sin recompens… ¡Livon!» resolló de pronto. «¿Qué demonios te ha pasado?»

Livon sonrió y se pasó una mano por el rostro, brillante de gelatina, diciendo:

«¡Hemos encontrado al fantasma!»

Contó la aventura del doagal a la pequeña comitiva de Ragasakis. Yeren y Naylah también estaban ahí y, cuando Livon acabó, el curandero comentó:

«Deberías quitarte ese producto cuanto antes, Livon. Con esa capa de frío… deberías estar tiritando, lo menos.»

«Estoy bien,» aseguró Livon. «Es lo bueno de ser pastor de cabras, ¡que uno se acostumbra al frío!»

«Acostumbrarse al frío no significa que no puedas morir de ello,» lo sermoneó Yeren.

La voz del drow albino sonaba tan suave que apenas parecía una reprimenda. Sin hacerle caso, Livon agrandó de pronto los ojos y exclamó:

«¡Vaya, Drey! Se nos ha olvidado el perro.»

Orih se carcajeó y Loy carraspeó.

«Bueno… Como decía, la clienta retiró la petición. Cuando regresó a casa, se encontró con la perra delante de la puerta.» Livon lo miró, atónito. «Pero… Supongo que si entregáis el cuerpo del doagal en la Consejería os darán alguna recompensa.»

Livon y yo intercambiamos una mirada. Y suspiramos.

«Ya-naï,» dije.

Y Livon explicó:

«Lo quemamos.»