Página principal. Ciclo de Dashvara, Tomo 3: El Ave Eterna

12 El huérfano de los orcos

Con los preparativos del viaje, la semana siguiente pasó volando. Al estar Kuriag Dikaksunora muy ocupado escribiendo y contestando cartas y respondiendo a invitaciones de titiakas y republicanos de la ciudad, los Xalyas se ocuparon como quien dice de todo. De todas formas, ellos eran los que mejor conocían las necesidades para viajar por la estepa.

Para ponerse en forma, retomaron un entrenamiento intensivo en el patio del albergue, manejando sables, arcos y lanzas. Cuando Kuriag les propuso entrenarse con los Ragaïls de la embajada, rechazaron en rotundo. Esos guerreros-magos le traían a Dashvara muy malos recuerdos de la Revuelta.

La víspera de la partida, Dashvara, los Trillizos, Lumon, Boron y Makarva fueron a visitar a Zaadma y Rokuish al Dragón de Oro para dejarles los ciento y algo dragones que les habían sobrado y, de paso, ver cómo iban creciendo Rahilma, Aodorma y Sizinma. Ni Zaadma ni Rokuish protestaron mucho antes de aceptar el dinero, y menos cuando Dashvara les aseguró que en la estepa no lo iban a necesitar.

—Nuestras primas parecen haberse calmado desde la última vez —observó Zamoy, acercándose a la gran cuna donde las tres criaturas dormían.

—Rahilma y Aodorma, sí —dijo Zaadma—. Pero Sizinma sigue igual de insoportable.

—Debe de ser la reencarnación de Miflin —concluyó el Calvo. El Poeta le dio un codazo en plenas costillas—. ¡Au!

—¿Qué tal va el proyecto de la herboristería? —inquirió Makarva.

Zaadma suspiró ruidosamente.

—¡Buah! Esta ciudad se está convirtiendo en un infierno. Ahora resulta que es necesario tener un diploma de la Ciudadela para abrir una herboristería. Estamos planteándonos instalarnos en Twach. ¡Ahí al menos todavía te dejan vivir sin necesitar un diploma! Está a medio día de viaje de aquí en carreta, no sería tanto jaleo. Y con este dinero que nos habéis traído, ahora no me cabe duda de que saldremos adelante, aun con estas tres condenadas diablillas —sonrió.

Cenaron con ellos en el cuarto de la taberna y, al despedirse, Dashvara creyó oportuno renovar su oferta a la pareja.

—Si algún día os da por volver a la estepa, nuestro clan os recibirá con gran alegría —les dijo.

Rokuish sonrió, emocionado, y se levantó para estrecharle la mano.

—Gracias, hermano. Aquí lo mismo: si alguno de vosotros decide viajar a la República, que no se olvide de pasar a visitarnos. —Le palmeó el hombro con una expresión profundamente conmovida—. Sé prudente y que la suerte te sonría.

Casi le dio la impresión a Dashvara que se despedía de él para siempre. Tal vez fuera cierto. Sobre todo si los Esimeos los pillaban de camino. Apartando esos pensamientos, salió de la taberna con sus hermanos y echó una mirada sombría al cielo tormentoso antes de ponerse la capucha de su nueva capa y echarse a la calle bajo el aguacero. Estaban caminando en silencio por las calles de Dazbon cuando, de pronto, Zamoy gritó:

—¡Hermanos!

Todos se sobresaltaron y lo miraron, alarmados.

—¿Qué pasa? —le preguntaron.

Debajo de su capucha azul oscura, Zamoy sonrió con todos sus dientes y exclamó:

—¡Que mañana nos vamos a casa!

Dejó escapar un grito de victoria y salió corriendo con el Pelambrudo, rumbo a La Perla Blanca. Dashvara intercambió una sonrisa con sus compañeros y reanudaron la marcha bajo la lluvia. Se iban a casa, sí, aunque, interiormente, no podía dejar de pensar en los Esimeos. Se toparían con ellos en camino sin la menor duda.

Pero eso no significa que no podremos pasar, pensó mientras caminaba. Los veneradores de la Muerte no tienen por qué saber que esos guardias estepeños con uniforme titiaka son Xalyas… ¿verdad? Mostró una sonrisa torva. No hasta que se lo gritemos a la cara.

* * *

Cuando, a la mañana siguiente, los estepeños montaron sus caballos y salieron del albergue, siguiendo a Kuriag Dikaksunora, sus corazones vibraban de alegría. Iban cargados de provisiones, de armas y, sobre todo, de esperanza. Se les enfrió un poco el ánimo cuando, ya saliendo de la ciudad, vieron a doce Ragaïls acercarse al grupo. Por un instante, Dashvara temió que vinieran con problemas, pero Kuriag tan sólo los saludó como si esperase el encuentro y reanudó la marcha al trote. Percibiendo la ojeada interrogante del capitán, Dashvara suspiró y taloneó a Amanecer para alcanzar al Legítimo. Carraspeó.

—Excelencia.

El joven elfo giró levemente la cabeza. No cabalgaba mal, pero se veía así y todo que no era un jinete aguerrido.

—¿Sí? —replicó con cierta tensión.

Dashvara esbozó una sonrisa.

—No hace falta que agarres tanto las riendas. Relájate. A nadie le gusta llevar a un mono inquieto sobre el lomo.

Kuriag apretó los labios pero, en vez de ofenderse y mandarlo a plantar hierba al desierto, le hizo caso. Intentó justificarse:

—En Titiaka apenas cabalgaba.

—Se nota —aseguró Dashvara con mofa no disimulada. Recibió la ojeada molesta del Legítimo y le sonrió antes de hacer una mueca y preguntar—: ¿Por qué contratar a Ragaïls?

Kuriag frunció el ceño. No contestó de inmediato.

—No los he contratado yo —dijo al fin—. Es Faag Yordark quien me los manda para mi protección. No he podido rechazar.

¿En serio?, pensó Dashvara. ¿O es que te asusta que los Xalyas te dejemos plantado?

Pero acalló sus dudas. Además, la respuesta de Kuriag podía ser cierta. Al fin y al cabo, a los Yordark tampoco les interesaba que el nuevo jefe Dikaksunora se perdiera para siempre en la estepa de Rócdinfer.

Y recuerda, Dash, que a nosotros tampoco nos interesa que Kuriag desconfíe de los Xalyas…

Con una punta de exasperación, Kuriag añadió:

—Djamin es uno de los mejores capitanes ragaïls de Diumcili y se prestó voluntario para acompañarnos. Es un honor tenerlo entre nosotros… Espero que no surjan inútiles riñas.

Dashvara puso los ojos en blanco y, como el dicho capitán ragaïl se acercaba a su vez en su montura, aseguró:

—Me ocuparé de controlar a los míos, Excelencia.

Y se dejó distanciar para dejar sitio a Djamin. Este no le dio mala impresión. Era un humano maduro, de tez bronceada como los estepeños y, de no ser por sus ojos azules, hubiera podido confundirse con un Xalya. Intercambió con él un gesto seco de cabeza antes de dejarse distanciar. Siguió observándolo unos instantes mientras él hablaba con Kuriag y entonces regresó junto a un Zorvun impaciente de tener nuevas. Le explicó a este la presencia de los Ragaïls y el capitán asintió, pensativo.

—Supongo que la compañía era previsible —comentó.

Estaban llegando ya al Camino del Dragón y, al notar que el ritmo ralentizaba, Dashvara alargó el cuello. Avistó a dos saijits esperando al borde de este, con una montura. Reconoció enseguida a la alta silueta del caito. Era Asmoan, el científico agoskureño, el entusiasta del Ave Eterna… y el demonio. A su lado, cargado de dos sacos bien abultados, con una expresión que alternaba entre el hartazgo y la burla, estaba Api, el chaval moreno. Dashvara enarcó una ceja reprimiendo un suspiro. Y bueno, finalmente iban a tener que viajar no solamente con doce Ragaïls sino también con uno no, dos demonios.

—¡Buenos días! —exclamó Asmoan—. Perdonadme el contratiempo, tengo un pequeño problema: mi caballo ya va demasiado cargado ¡y no sé dónde poner la carga más pesada! —Posó una mano elocuente sobre el hombro del chaval—. Es Api, mi asistente.

Kuriag pronto solucionó el problema de los sacos que llevaba el muchacho haciéndolos cargar sobre otra montura. Preocupándose entonces por el asistente, preguntó:

—¿Alguien que no le importe llevarlo?

Habría acabado antes ordenando. Los Xalyas se miraron. Los Ragaïls se rascaron la cabeza o hicieron como que no habían oído. Y Dashvara carraspeó.

—Irá conmigo.

Tampoco era plan de que Kuriag colocara al demonio en la montura de una de las Xalyas. El joven enseñó todos sus dientes y se inclinó.

—Será un placer viajar contigo. Por cierto —añadió, mientras Dashvara le agarraba del brazo para ayudarlo a izarse—, una vez me subí a un dragón pero nunca he montado sobre un cab… ¡Demonios! —resopló—. Se está más alto de lo que creía.

—Agárrate bien —replicó Dashvara.

El muchacho se agarró y pronto se reanudó la marcha, a ritmo más bien lento. Los republicanos que pasaban por ahí se detenían a mirar el desfile de caballos con curiosidad. Api preguntó:

—¿O sea que estos son los famosos caballos estepeños?

Dashvara gruñó en asentimiento. Api retomó:

—Asmoan dice que en unos días estaremos ya en la estepa, pero que habrá que cruzar unos túneles. Los túneles de Aïgstia. Un verdadero laberinto, dijo. Según le contaron, claro, porque él no conoce la zona. Espero que sepáis adónde vais, vosotros, porque no me fío ni un pelo de los mapas de ese científico.

Dashvara, sentado delante de él, reprimió un suspiro.

—Procuraremos no perdernos —aseguró.

Hubo un silencio y entonces un alegre:

—Pues estupendo. Caray, no voy a echar de menos Dazbon —opinó—. Aunque las llanuras vacías tampoco son mi lugar favorito, pero entre eso y las marismas de Ariltuán creo que prefiero lo primero.

Dashvara enarcó una ceja.

—¿Estuviste en Ariltuán?

—Sí, ¿por qué? —replicó el chaval con natural vivacidad.

Dashvara meneó la cabeza.

—Mis hermanos y yo estuvimos guardando las fronteras de Diumcili junto a las marismas durante tres años —explicó.

—Vaya —dejó escapar Api, suspenso.

Dashvara se humedeció los labios.

—¿Puedo preguntarte cómo saliste tú vivo de ahí?

—Oh. Pues fácil —contestó el chaval—. Mi madre adoptiva me dijo: largo de aquí o te estrangulo, pequeño demonio. Y me fui corriendo antes de que me estrangulara.

Zamoy, quien cabalgaba cerca, silbó entre dientes.

—Simpática.

—¡Y lo era! —aseguró Api, riendo—. Yo, en cambio, soy un verdadero demonio. Es verdad. Los orcos me recogieron como a un hijo suyo y yo tan sólo conseguí sacarlos de quicio. ¡No era ni capaz de trepar a los árboles sin caerme media docena de veces al día! Así que en cuanto cumplí los nueve, me dijo mi madre: vete y búscate la vida en el gran mundo. Han pasado seis años y sigo buscando —bromeó.

Preguntándose hasta qué punto su historia era cierta, Dashvara intercambió una mirada divertida con Zamoy y este carraspeó:

—Quieres decir que te criaste con orcos.

—Ajá —confirmó Api con naturalidad—. En realidad, eran orcos de las marismas.

No dijo más y Dashvara respiró, más tranquilo. Había temido que el chaval fuera a romperle los oídos durante todo el viaje con historias inventadas. O tal vez no fueran inventadas, quién sabe. Pero, entonces, el chaval retomó:

—Siempre me acordaré de Shifi. Era mi mejor amigo. Y el que mejor trepaba a los árboles.

Como nadie contestaba, escondido en su saco, Tahisrán intervino:

“Dash, pregúntale adónde fue después de marcharse de las marismas. Tengo curiosidad.”

Dashvara suspiró e hizo el encargo. Adivinó el encogimiento de hombros de Api.

—Un poco al azar —contestó—. Me fui hacia el levante y acabé en una ciudad llamada Ied. Tardé una semana entera en atreverme a entrar, porque no había visto nada semejante. Tantas casas y tanta gente rara. Los que más me asustaban eran los que tenían la piel blanca, ¡imagínate el susto que me llevé la primera vez que me lavé y me vi en un espejo! —rió—. Total —prosiguió— que conocí ahí a un tipo que me enseñó la lengua común del oeste y un montón de otras cosas. Venía del desierto de Bladhy —explicó—, y me contó muchas maravillas del desierto y de la estepa, así que me dije: un día, me iré al oeste. Y aquí me tenéis.

Dashvara meneó la cabeza con lentitud.

—¿Sabes, muchacho? No has elegido la mejor época para viajar por la estepa. Está plagada de Esimeos.

—Pero… son saijits, ¿verdad? —preguntó el muchacho, confuso.

Dashvara esbozó una sonrisa torva.

—En teoría.

Hubo un silencio.

—En breve, ¿cómo son esos Esimeos? —inquirió el chaval.

—Miserables —contestó Zamoy enseguida.

—¡Perversos! —añadió Makarva desde atrás.

—Traidores como serpientes —escupió Aligra.

Atsan Is Fadul agregó con calma:

—Los Esimeos veneran la Muerte y la ciencia.

Para exasperación de Dashvara, el joven demonio se rebullía en la montura para girarse hacia los que contestaban. La respuesta de Atsan le arrancó un leve sobresalto y Dashvara sintió sus brazos aferrarse con un poco más de fuerza a su cintura. Sin embargo, su tono era ligero cuando dijo:

—Ya veo. ¿Y no se supone que la Torre del Ave Eterna está rodeada de Esimeos?

—Exacto —confirmó Dashvara con tranquilidad.

Esperó la siguiente pregunta, que imaginó ser un: ¿cómo, entonces, tenéis pensado escoltar al científico y al Legítimo hasta ahí sin que os masacren? Pero la pregunta no vino. El muchacho debía de haberse quedado pensativo.

A medida que se alejaban de Dazbon aceleraron el ritmo. Pese a que el día era soleado, los azotaba un viento persistente y frío. Uno de los inconvenientes de tener a ese joven demonio sobre su caballo era que Dashvara ya no se atrevía a acercarse a Yira. Probablemente Atasiag tuviera razón diciendo que era remoto que alguien percibiera la energía mórtica de su naâsga pero, como no sabía de qué eran capaces los demonios, la duda lo mantuvo alejado.

Llegaron a Rocavita antes del mediodía. La simple vista de la villa sobre la alta colina le rememoró a Dashvara la interminable noche que había pasado ahí tres años atrás para salvar a las mujeres xalyas, atravesando catacumbas y alcantarillas… Lo cierto era que en su memoria se había llevado una imagen oscura de Rocavita, pero al verla de nuevo tuvo que reconocer que aquellas casas blancas apiñadas rodeadas de viñas tenían su encanto.

Pese a todo, cuando llegaron a la plaza mayor de la villa y Kuriag ordenó una pequeña pausa, Dashvara reprimió un suspiro impaciente. Si empezaban a hacer pausas cada par de horas, no iban a llegar a la estepa hasta la primavera… Al ver dirigirse al Legítimo hacia una taberna junto con su esposa, Asmoan y el capitán ragaïl, Dashvara mandó a Atok que los siguiera a modo de guardaespaldas. No era plan que le pasara algo a Kuriag antes incluso de salir de la república. Los demás aguardaron en la plaza y aprovecharon para comer. No dijeron casi una palabra, no sólo por respeto a los Honyrs sino también por la presencia de los once guerreros de élite titiakas instalados no muy lejos. Los dos grupos no se dijeron nada pero intercambiaron miradas evaluadoras, no hostiles pero claramente desconfiadas. De un lado los guardias opresores, del otro los esclavos que volvían a su estepa…

—El viaje promete —murmuró Dashvara.

Api le echó una mirada curiosa. Tumbado sobre los adoquines de la plaza con aire muy relajado, el joven demonio había sacado varios higos alargados y los mascaba con energía. No había pronunciado casi una sola palabra desde su historia sobre los orcos. Tenía una extraña forma de mirar con descaro a todo el mundo, con un brillo burlón, como si le hiciera gracia el mínimo detalle.

—¿Cómo se llama el del saco? —preguntó de pronto.

Dashvara maldijo interiormente. Diablos. ¿Habría hablado la sombra demasiado alto? Echó una viva ojeada a los Ragaïls, esperando que no hubieran oído la pregunta…

—¿Ese? —dijo una vocecita—. Es Tah.

Dashvara giró de nuevo la cabeza para ver al pequeño Shivara acercarse con la peonza en la mano. Suspiró ruidosamente y no fue el único.

—Tah —repitió Api.

—Tah —confirmó el niño y se detuvo mirando el higo con intriga antes de preguntar—: ¿Qué es eso?

El demonio sonrió.

—¿Esto? Mi mentor las llamaba amulikas —contestó—. Es fruta del este. La fruta de las dos Rosas, la llaman algunos. Lo malo es que se me están acabando. ¿Quieres una?

Le dio una y Shivara se acuclilló a su lado, metiéndose la fruta entre los dientes.

—¡Es duro!

—Pues claro, es fruta seca. Hay que masticar. ¿Te gusta?

Shivara esperó unos instantes antes de asentir. Dashvara advirtió la leve tensión de Morzif, sentado algo más lejos, y esbozó una sonrisa no del todo tranquila.

Si supieras, buen Herrero, que el chaval no sólo fue criado por orcos sino que además es un demonio, no dejarías que tu hijo se le acercara.

Sin embargo, pese a su extraño comportamiento y sus aún más extraños orígenes, Api no parecía ser mala persona.

Cuidado, Dash. Al final acabarás siendo más confiado que Arvara y creerás que hasta Todakwa de Esimea puede ser buena gente.

El pensamiento lo turbó. ¿Cuántas veces había soñado y repetido el nombre de Todakwa en su mente? ¿Cuántas veces había jurado matarlos, a él y a Lifdor de Shalussi? Eran los únicos cabecillas que quedaban en pie, según sabía.

Pero tú ya no persigues una venganza, se recordó. Lo importante ahora es que tu clan acepte a los Honyrs y renazca de sus cenizas.

Para cuando dejó de darle vueltas a sus proyectos, el pequeño Shivara ya se había tragado dos amulikas. Ahora el demonio le estaba contando no sé qué de hadas y castillos, y más de un Xalya escuchaba.

—Para que luego digan que las leyendas no son ciertas —resoplaba—. ¡Las hadas existen! La prueba es que esa ternian a la que conocí salvó a una en los Subterráneos, una casi tan jovencita como tú. Llevaba un vestido blanco como la espuma y vivía en una torre sin haber visto jamás el sol ni haber hablado casi con nadie. ¿Te imaginas? Y, de pronto, un día…

Súbitamente, Api se interrumpió y se enderezó sobre los adoquines.

—¡Ah! Creo que el viaje continúa —declaró, animado.

De hecho, los extranjeros acababan de salir de la taberna junto con Lessi. Al fin. Los Xalyas se movieron con impaciencia y Dashvara agarraba ya las riendas de Amanecer, preparándose a montarla, cuando Kuriag lo llamó. Suspiró y acudió estirando a su montura detrás.

—Me gustaría presentarte formalmente al capitán Djamin —explicó Kuriag—. Este es Dashvara, el señor de los Xalyas. Y este es Zorvun, su capitán… y mi suegro —añadió con una sonrisa entre divertida y molesta.

El capitán ragaïl y los dos Xalyas intercambiaron saludos formales mientras se miraban a los ojos.

—Mis hombres y yo —dijo el Ragaïl— juntaremos nuestro esfuerzo al vuestro para asegurar la protección del Legítimo Dikaksunora y su esposa en esas tierras salvajes.

Dashvara asintió sin una palabra y Zorvun replicó:

—Será un honor, er… viajar con la guardia de élite diumciliana.

Sí, menudo honor…

Dashvara volvió a aprobar inclinando secamente la cabeza y ahí acabó el primer intercambio. Fue algo frío, pero hubiera podido ser peor. Remontaron a caballo y pronto dejaron Rocavita atrás. Recorrieron durante un rato el camino bordeado de campos antes de avistar la abertura negra que conducía a los túneles de Aïgstia. En teoría, por culpa de los rodeos y la escasa luz de las linternas, incluso tomando atajos por donde no podían pasar las carretas, tardarían tres días enteros en cruzar esos túneles. Eso si todo iba bien. Y, luego, a saber con lo que se encontraban.