Página principal. Ciclo de Dashvara, Tomo 3: El Ave Eterna

11 Las alas de un Xalya

—Este tiene la pezuña estropeada —observó Alta.

—¡Ah, no, hombre, no! —protestó el vendedor—. Es la forma habitual de esta raza. Con esas pezuñas, corren más rápido que el viento.

—El viento es muy voluble —replicó Alta—. Tan pronto como galopa, se para. Este no nos lo llevamos.

Dashvara apoyó el rechazo negando con la cabeza en silencio. El vendedor suspiró. Empezaba a entender que a Alta no se le pasaba ni el más mínimo defecto.

Metió el mal caballo en su compartimento y se dirigió al fondo de las cuadras. Lumon llegaba corriendo detrás de ellos. Les informó:

—A nosotros nos quedan aún seis caballos. ¿Qué tal os va a vosotros?

—Diez —contestó Dashvara.

—Alta es peor que el Quisquilloso —explicó Miflin, sonriente.

—Pues Sirk Is Rhad no es mejor —sonrió Lumon—. Atsan y él no solamente tienen que hablar con el vendedor para decidirse: también tienen que hablar con el caballo.

Dashvara y los Trillizos se carcajearon amablemente pero Alta razonó:

—Un caballo no se elige así como así. Dudo de que nos dé tiempo a elegirlos todos hoy.

—Sobre todo si tenemos que ir a esa boda —suspiró Dashvara.

—Dijo que no sería necesario que estuviéramos todos ahí —recordó Miflin con tono elocuente.

Dashvara miró al Poeta con una mueca burlona.

—Creía que te gustaban las fiestas, Poeta. Además, las que se casan son la hija del capitán y la hermana de tu señor. ¿No irás a perderte el evento?

Miflin estaba buscando algún argumento para librarse cuando Alta los interrumpió, exclamando:

—¡Este tiene mucho mejor aspecto!

El rostro del vendedor de caballos reflejó alivio. Cuando Dashvara posó los ojos sobre el nuevo caballo, ladeó la cabeza con una extraña impresión de reconocimiento. Tras examinar el animal de arriba abajo, Alta declaró:

—Este caballo es nuestro.

—¡Una maravillosa elección, señores! —se alegró el vendedor.

—Ya… —carraspeó Alta y se giró hacia sus hermanos—. Quería decir que este caballo nos pertenecía. En Xalya. Debieron de venderlo los bárbaros.

Sobrecogido, Dashvara se acercó al caballo y, al fin, lo reconoció. Era Soleante, el caballo de Boron. Parecía estar en buena forma. La expresión del comerciante reflejaba ahora concentración, como si tratara de saber si eso podía elevar el precio de la venta.

—Antaño tenía mejor aspecto —dejó escapar Alta—. Anda desnutrido.

—¡Desnutrido! —exclamó el vendedor, indignado—. ¡Cuido de estas bestias noche y día y les doy la mejor avena…!

—Dime —le cortó Alta—. ¿Dónde compraste este caballo?

El republicano se apaciguó enseguida.

—Me lo vendió un patricio —fanfarroneó—. Es un caballo estepeño de la mejor raza, fuerte y resistente como una montaña. Puede aguantar muy largos viajes y apenas se cansa.

—Conozco las cualidades de los caballos estepeños —aseguró Alta—. ¿Tiene a más de este tipo?

—Tres más, señor. Y alguno más estepeño no menos increíble. ¿Queréis verlos?

Desapareció en una intersección de sus vastas caballerizas y regresó con cinco caballos y tres mozos de cuadra. Dashvara reconoció tan sólo a la yegua, por su singular pelaje: esa había pertenecido a un oficial de su padre. Tras estudiar los caballos estepeños con detenimiento, Alta pareció satisfecho por todos, y acabó por aceptar a otros cuatro que eran caballos medio estepeños. Llegó entonces el regateo, del que Alta salió bien parado: en total, pagaron menos de ochocientos dragones para los diez caballos y los llevaron a las caballerizas del albergue. El grupo de Sirk Is Rhad acababa de llegar con los siete caballos restantes y el lugar empezaba a estar abarrotado. Boron reconoció a Soleante al instante y su placidez se mezcló de una viva emoción que lo hizo derramar alguna lágrima. Dashvara y sus compañeros le dieron unas palmadas en el hombro, alegrándose de su buena suerte. Mientras se ocupaba de probar y ajustar una silla recién comprada sobre una yegua alazana, Dashvara no dejó de pensar en Lusombra. Al percatarse de ello, le murmuró a su nueva montura una disculpa al oído y agregó:

—A ti te llamaré Amanecer. Iremos a la estepa juntos. Y te hablaré de Lusombra. Estoy seguro de que te habrías llevado bien con ella.

Al echar una mirada a su alrededor y ver a su pueblo ocupándose de tanto caballo estepeño, el corazón de Dashvara se hinchó de alegría. El asunto iba más que bien.

Una voz conocida fuera del edificio le arrancó una sonrisa y, alejándose de Amanecer, asomó la cabeza por el portón abierto. Ahí, en el patio del albergue, estaba Atasiag Peykat, formando un círculo con otros titiakas, con su bastón de mando y una expresión de gran serenidad. Entre los presentes, estaba por supuesto Kuriag Dikaksunora, vestido aún con su habitual túnica blanca. Su rostro reflejaba una intensa felicidad. Los demás titiakas le soltaban bromas en diumciliano, todas típicas chanzas para el futuro casado.

—¡Y encima os vais de luna de miel a la estepa! —exclamó un joven con tono animado.

—La novia es ni más ni menos una princesa estepeña, al fin y al cabo —intervino otro, inclinándose ante el Dikaksunora—. Y los rumores dicen que es de gran belleza.

—Su corazón es más grande todavía —replicó Kuriag con firmeza y se ruborizó cuando varios rieron.

—Auguro ya mucha felicidad en vuestra vida, Excelencia —dijo uno que llevaba el símbolo de los Yordark—. No sé si os comenté que mi hermano mayor, Faag, tiene una alta opinión sobre vos.

—Er… sí, creo que ya lo ha hecho, gracias —sonrió Kuriag, ligeramente incómodo.

—Vaya. ¿Y cuánto tiempo pensáis hacer durar vuestra luna de miel? —preguntó el Yordark.

—Aún no lo he decidido —admitió Kuriag Dikaksunora—. Pero no estaré nunca del todo ausente del Consejo, ya que dejaré a Atasiag Peykat como representante en mi puesto mientras dure mi viaje.

—¿Efectuasteis ya los trámites de herencia? —se extrañó un miembro de los Shoveda.

—Absolutamente todos —asintió Kuriag—. Debo decir que no lo hubiera conseguido sin la ayuda de los Alfodrog y los Yordark, así como de mi madre.

Un joven pelirrojo vaciló antes de comentar:

—Es una lástima que ningún miembro de vuestra familia próxima vaya a poder acudir a vuestra boda, ¿salvo error…?

—Mi madre me dio su bendición por carta —aseguró Kuriag—. Pero el duelo que aún pesa sobre nosotros le impidió tomar el barco. Además, mis hermanos menores necesitan apoyo moral para… reponerse de nuestra pérdida.

Los rostros se cubrieron de comprensión y conmiseración.

—Una gran pérdida para toda la Federación —pronunció solemnemente el Shoveda.

—Terrible —aprobó el pelirrojo—. Jamás podremos agradecer lo suficiente las grandes hazañas de vuestro padre, Excelencia. Engrandecieron nuestra patria.

Kuriag Dikaksunora desvió la mirada hacia el suelo y Dashvara vio sus labios apretados, que podían señalar tanto tristeza como tensión.

—¡Por el amor de Cili! —exclamó Atasiag—. No nos entristezcamos en este día de fiesta. La felicidad de nuestro joven amigo alegrará sin duda el espíritu de su progenitor, allá donde esté.

—Tiene mucha razón, señor Peykat —se apresuró a decir el joven Yordark.

—Y no estará de más que dejemos a Su Excelencia un pequeño respiro antes del gran acontecimiento.

—¡Muy cierto! —aprobó el Shoveda.

—Os veremos en el templo, Excelencia —se despidió el pelirrojo.

Pronto se alejaron y tan sólo quedaron Atasiag Peykat y Kuriag Dikaksunora en el patio. Dashvara se atrevió al fin a acercarse.

—Ya tenemos los cuarenta y cinco caballos, como prometido —anunció—. Todos sanos y de raza estepeña en mayor o menor grado. —Saludó a Atasiag con un ademán—. ¿Qué tal tu estancia en la cárcel, Eminencia?

Atasiag sonrió, estudiándolo con la mirada.

—Agotador. No he parado de recibir visitas «excepcionales», ya que generalmente no están permitidas las visitas. Además de las visitas de Tahisrán, claro.

Dashvara enarcó una ceja, sorprendido, al oírlo hablar de la sombra en presencia del Dikaksunora. Sin embargo, este parecía saber de quién estaban hablando. Se encogió de hombros.

—Incluso encerrado has estado haciendo negocios, por lo que veo.

Atasiag asintió con calma.

—Y más de uno. Espero que tratéis a vuestro nuevo amo tan bien como me tratasteis a mí —añadió, medio burlón medio sincero.

Su vista se alzó, más allá de donde estaba Dashvara, y este se percató de que, uno a uno, los Xalyas habían ido saliendo de las caballerizas.

—Lo trataremos como se merece —replicó Dashvara.

—Me parece correcto —intervino Kuriag, antes de que Atasiag opinara nada más—. Gracias por haberos ocupado de los caballos: habéis sido eficaces. Morzif y Ged llegaron con las armas hace un par de horas. Dicen que no son las mejores del mundo, pero que servirán.

Dashvara asintió. Atok ya le había contado todo eso, y más: al parecer, iban a ir armados hasta los dientes, con sables, lanzas, arcos, carcajes repletos y hasta armaduras de cuero. Movido por un impulso de honestidad, le tendió a Kuriag la bolsa de dinero que este le había dado a la mañana.

—Nos sobraron ciento y pico dragones —explicó.

El elfo esbozó una sonrisa.

—Quedaos con el dinero. Para vuestros caprichos. Aún tengo unos asuntos administrativos que resolver y no partiremos hasta dentro de una semana. Seguro que le encontraréis buen uso. Si no tenéis ninguna pregunta, iré a cambiarme para la boda.

Inclinó levemente la cabeza y Dashvara le correspondió con más brusquedad, tal vez porque la prodigalidad del Dikaksunora comenzaba a hacerlo sentirse molesto. Lo siguió con la mirada mientras el Legítimo subía la escalinata y entraba en el albergue.

—Bueno, Filósofo —dijo Atasiag—. Ya tienes tus caballos y tus armas. Supongo que estarás satisfecho.

Dashvara sonrió pero contestó:

—Lo estaré aún más cuando salgamos de Dazbon. Adivino que nos echarás de menos —añadió con ligereza.

Atasiag puso cara burlonamente pensativa.

—Mm… Tal vez —admitió. Paseó una mirada rápida por los rostros de los Xalyas antes de añadir—: Zarparé esta misma tarde para Titiaka, después de la ceremonia. Tengo que asegurarme de que todo está en orden en el Consejo antes de que Kuriag salga a cazar leyendas. Así que nuestros caminos se separan aquí.

Dashvara asintió y, con el corazón emocionado, dio un paso hacia delante y le dio un fuerte abrazo al titiaka.

Estás abrazando un demonio, Dash, pensó súbitamente, anonadado.

¿Pero qué importaba? Pese a todo, Atasiag había ayudado a su pueblo.

—Sí —carraspeó Atasiag cuando Dashvara se apartó—. Creo que os echaré de menos.

Sus ojos brillaban un poco. Agitó suavemente la cabeza y dio un paso hacia atrás antes de inclinarse.

—Ha sido un placer conocerte, señor de los Xalyas. Cuida de Yira, ¿eh? —Marcó una pausa mientras Dashvara asentía y añadió con tiento—: Por cierto… si no os importa, ¿podríais hacerme un último favor? Tengo unas cuantas pertenencias que quisiera llevar al barco. Algunas pesan bastante. Como el… famoso arcón.

Dashvara sonrió y, tras echar una mirada interrogante a sus compañeros y ver las expresiones divertidas de estos, asintió.

—Cuenta con nosotros, Eminencia.

* * *

Finalmente, tan sólo diez Xalyas asistieron a la boda y, a petición expresa de Kuriag, Dashvara fue uno de ellos. El Templo de Cili donde se desarrollaba la ceremonia se situaba en la embajada. No le encantaba la idea de meterse de nuevo en ese lugar pero… el que pagaba mandaba, ¿verdad?

Lo primero que le maravilló fue la cantidad de titiakas que Kuriag Dikaksunora había conseguido reunir en tan poco tiempo. O más bien la cantidad de titiakas que se habían por así decirlo invitado a la fiesta, con claras intenciones de hacerse amigo del nuevo jefe de familia de los Dikaksunora. Reconoció algunas caras, pero la mayoría le eran desconocidas.

La ceremonia, en esencia, no se diferenció mucho de la que había protagonizado Atasiag Peykat al casarlos a Yira y a él. El problema es que se alargó mucho más que esta última. De pie, en el fondo de la sala, Dashvara escuchó el interminable sermón del sacerdote de Cili reprimiendo suspiros de impaciencia. Hubiera jurado que el sacerdote recitó el Libro Sagrado entero antes de regar los lazos de las dos parejas con agua pura. Lanamiag Korfú estaba aún algo pálido, pero se erguía con más energía y se comportó con Fayrah como un perfecto caballero, enrollando los lazos y luego arrodillándose y besando la mano de su esposa como si hubiera ensayado el gesto mil veces. A su lado, a Kuriag se lo notaba más joven e inexperto. Una vez la ceremonia acabada, empezaron los músicos a tocar canciones alegres y los invitados pasaron al gran patio de la embajada para disfrutar del banquete. Dashvara se abstuvo de moverse durante todo aquel festejo, deseoso de evitar cualquier conflicto con Lanamiag Korfú. Este estaba inmerso en su mundo de dicha y ni siquiera pareció verlo cuando pasó a escasos pasos de donde se encontraba. Atasiag no tardó en despedirse calurosamente de Lessi y Yira y subirse con Lanamiag y Fayrah en un bote prestado de la embajada que los conduciría directamente a su barco personal y de ahí zarparían rumbo a Titiaka. Fayrah abrazó a Lessi, pero no pareció acordarse de los guardias xalyas, agrupados fuera del muelle. Tan sólo cuando el barco ya estaba alejándose, su hermana alzó la vista, alzó una mano a medias… y se levantó, haciendo balancearse el bote.

—¡Que el Ave Eterna te proteja, sîzan! —gritó.

Sonriente, Dashvara realizó un gesto de cabeza y la saludó. No supo por qué, en ese momento, le vinieron recuerdos de su niñez, cuando aún tan sólo era un crío y corría junto con Fayrah y su pequeño hermano Showag por la hierba o recorría los pasadizos secretos del Torreón… El barco estaba ya lejos cuando murmuró:

—Nunca dejarás de ser una Xalya, sîzin.

O al menos eso esperaba.