Página principal. Ciclo de Dashvara, Tomo 2: El Señor de los Esclavos

10 Una elección

El sol aún brillaba en el cielo cuando Dashvara y Tsu se dirigieron hacia la puerta de la empalizada.

Antes que nada, ambos habían acordado que, fuera cual fuera el plan, ninguno de los Xalyas debía poder salir perjudicado por lo que Tsu iba a hacer. De ahí que lo primero que ambos decidieron fue no contarles nada sobre la fuga. Luego, determinaron que, puesto que Tsu no podía burlar fácilmente la vigilancia de los patrullas federales, lo mejor era inventarse una historia creíble y tratar de salir por la puerta grande. Si funcionaba, funcionaba. Si no funcionaba, Tsu había prometido que se contentaría con imaginarse que había hablado con esos drows. La imaginación resultaba a veces un sustituto bastante prudente a las acciones temerarias.

Los Xalyas, por supuesto, sospechaban algo. Dashvara les había dicho que iba a las marismas a recoger un último trozo de buena madera para esculpirlo una vez llegarían a Titiaka y que regresaría antes de que se marchara el sol. No les había mentido: era exactamente lo que pretendía hacer. Pero cuando Makarva, inquieto, había propuesto acompañarlos, Dashvara se había negado y la negativa había confirmado las sospechas de todos. En un común acuerdo, el drow y él habían abandonado el barracón antes de que nadie comenzara realmente a hacer preguntas. Zorvun se había contentado con fruncir el ceño. A saber lo que opinaba él de todo aquello…

Dashvara suspiró silenciosamente mientras recorrían los últimos pasos hasta la puerta recientemente arreglada. Tendió una mano y la abrió sin que nadie le llamara la atención. Dos federados que montaban la guardia del otro lado dieron un respingo cuando los vieron salir con andar tranquilo pero firme.

—Buenos días, federados —soltó Dashvara—. ¿Hay movimiento por los lindes?

Los guardias se consultaron, desconcertados.

—¿Vais a salir? —preguntó uno.

Dashvara enarcó una ceja.

—Os recuerdo que somos los Condenados de Compasión. Antes de que vinierais, salíamos todos los días a patrullar.

Tsu y él adelantaron unos pasos por la hierba sin que les cortaran el paso. Perfecto. Dashvara se volvió para añadir:

—Por cierto, no me habéis contestado. ¿Habéis notado movimiento por los lindes? En el barracón, no nos enteramos de nada de lo que pasa en las marismas últimamente. ¿Se han marchado ya esos Naskrah?

—¿Esos qué? —repitió uno de los guardias, nervioso.

El otro se encogió de hombros.

—Estos cuatro días han sido muy tranquilos, Condenado. No creo que corráis ningún peligro si no os alejáis demasiado de los lindes. ¿Vais a por leña?

Dashvara puso los ojos en blanco.

—A por madera para esculpir, federado. Intentar hacer fuego con la madera de esos árboles es más o menos como intentar hacer fuego con agua. Saludos, federado.

—Saludos, Condenados. —Ante la mirada interrogante de su compañero, el guardia murmuró—: Ellos sabrán lo que hacen.

Siguiendo a Tsu, Dashvara bajó hasta los lindes preguntándose por qué demonios habían imaginado que los federados les pondrían trabas para salir. Al fin y al cabo, Compasión era su sector y se suponía que era el único sitio en el que se podían mover libremente.

Bueno, suspiró. Hemos conseguido lo más fácil y ahora nos queda lo peor: encontrar a esos condenados drows sin que nos maten antes.

Se internaron en las marismas. Habían entrado ahí incontables veces durante aquellos tres años y Dashvara dudaba de que muchos Condenados se hubiesen pasado más de una semana vagando por Ariltuán como lo habían hecho ellos. Tanto Tsu como él conocían la zona perfectamente, pero eso no les impidió ensombrecerse en cuanto sus botas se hundieron casi un palmo en el cieno. La densa vegetación enseguida los ocultó de Compasión. Caminaron un rato, adentrándose en la ciénaga y escuchando los silbidos irregulares de las aves y de los insectos. Un gran pájaro de plumas rojas batió ruidosamente las alas, revoloteando más allá de las copas y Dashvara sonrió, pensando que tal vez fuera Escarlata, el pájaro de Miflin. En un momento, creyó percibir pisadas sospechosas y chapoteos. Se detuvo un instante y levantó la mano hacia uno de sus sables, inquieto. Normalmente, las mílfidas no se arriesgaban tan cerca de los lindes antes de que cayera la noche. Pero podía ser perfectamente una expedición de orcos.

—Si esos drows vienen de Shjak, deben de estar encantados con este terreno —comentó Dashvara con ironía, y reanudó la marcha. Se decía que las tierras de Shjak eran una zona boscosa de pinos y suelo relativamente seco.

—Tanto como nosotros, adivino —aprobó Tsu. Finalmente, desembocaron en un pequeño claro y el drow se detuvo—: Dash, creo que ya te has alejado suficiente.

Dashvara meneó la cabeza, turbado.

—No, Tsu. No puedo dejarte seguir avanzando solo.

Los ojos sangrientos del drow se clavaron en los suyos.

—Y yo no voy a dejar que te arriesgues más por mí. Ya es bastante que me has acompañado hasta aquí. Ahora, por favor, corta ese dichoso trozo de madera y vuélvete a Compasión. Di que me has perdido de vista.

Dashvara hizo un gesto exasperado hacia la espada que portaba Tsu al cinto.

—No sabes ni siquiera manejarla. ¿Y si te ataca una mílfida antes de encontrar a los drows?

—Me defenderé —replicó Tsu con el rostro pétreo—. Dash, recuerda que los drows de Shjak están en guerra con Diumcili. Si te ven a ti, te matarán. —Se desafiaron con la mirada y el drow murmuró—: Ya te he visto sufrir demasiado.

Dashvara sabía perfectamente a qué se refería. De los dos, tenía la impresión de que Tsu era el que había salido más traumatizado de aquellas interminables horas de tortura a la que lo había sometido bajo órdenes de Arviyag, tres años atrás. Suspiró echándole una ojeada lúgubre.

—Si no los encuentras, vuelve a Compasión —dijo al fin con el corazón en un puño. No podía creer que estuviera abandonando al drow en medio de ese hervidero de carnívoros…

Tsu esbozó una sonrisa.

—Si no los encuentro, lo último que se me ocurriría sería quedarme aquí, a pasar la noche con los orcos. —Vaciló—. Dash, si no nos volvemos a ver…

No continuó y Dashvara, sabiendo que al drow no le resultaba fácil hablar de sentimientos, completó:

—Si no nos volvemos a ver, los dos nos echaremos de menos como unos viejos amigos. Ojalá goces al fin de la libertad, Tsu.

El drow inclinó la cabeza y sus ojos destellaron, emocionados.

—Y ojalá tú la vuelvas a encontrar, amigo.

Sonriente, Dashvara le dio un abrazo fraternal de despedida. El drow era pequeño, incluso más que Shurta, y al contrario que este no era ni corpulento. Casi parecía un niño. Pero, claro, Dashvara sabía de sobra que distaba mucho de serlo. Recompuso una expresión más serena antes de apartarse y pronunciar con solemnidad:

—Que el Ave Eterna te guíe, hermano.

El drow sonrió con franqueza y, sin más palabras, se alejó y cruzó el claro, internándose entre las lianas, los árboles y el barro. Dashvara lo vio desaparecer, inmóvil y sintiéndose casi culpable por lo que tenía pensado hacer. Casi.

En cuanto perdió de vista a Tsu, lo siguió. Su amigo pretendía llegar vivo al asentamiento de los suyos y Dashvara se ocuparía de que así fuera. Y si lo pillaban a él… ya se preocuparía en su debido tiempo.

No era nada fácil seguir a una persona en medio de una ciénaga sin que te viera. Los orcos lo conseguían fácilmente porque trepaban por los árboles y sus manos les aseguraban que no iban a caer, por más que los troncos fueran húmedos y resbaladizos. Dashvara se contentó con avanzar por el barro con todo el sigilo del que fue capaz.

Eres un hombre de la estepa e intentas parecer discreto chapoteando por el barro… ¿Qué te apuestas a que Tsu acaba por descubrirte?

Sin embargo, el drow parecía ensimismado. ¿Acaso siquiera se daría cuenta si una mílfida se interponía en su camino? Dashvara reprimió un suspiro incrédulo cuando vio que Tsu iba ralentizando el ritmo. De repente, el drow se detuvo en medio de unos arbustos de enormes hojas; meneaba la cabeza. ¿Estaría absorto en algún monólogo interior? Tenía toda la pinta.

“¿Estás espiando a un amigo, Dash?”

Dashvara por poco no dejó escapar un resoplido. Se controló y echó una mirada de soslayo a Tahisrán, agazapado a su lado. ¿Cómo había conseguido seguirles la pista? Dashvara sabía que las huellas se deshacían enseguida en aquel fango… pero tal vez el agua enturbiada lo hubiese podido guiar, estimó.

Obviamente, no le contestó a la pregunta: el oído de un drow era más fino que el de un humano y no podía saber a ciencia cierta hasta qué punto Tsu hubiera podido oír un cuchicheo. Así que se contentó con señalar sus sables con el pulgar, hacer un gesto vago a su alrededor, señalar sus ojos y luego indicar a Tsu. La sombra pareció entender y permaneció inmóvil, expectante.

¿Vas a quedarte ahí parado hasta que despierten las mílfidas, drow?, gruñó Dashvara interiormente.

Casi inmediatamente, Tsu reanudó la marcha. Sólo para volver a detenerse una veintena de pasos más lejos. ¿Qué diablos le pasaba ahora?

“Parece indeciso”, observó Tahisrán.

Eso era evidente, pero Dashvara no lograba entender por qué. ¿Acaso había algo que él no veía desde su perspectiva? Era probable, ya que, agachado como estaba entre los arbustos, no es que pudiera ver gran cosa.

Tsu acababa de dar un paso más cuando soltó un grito ahogado de sorpresa, desenvainó el sable y… dejó escapar una risita nerviosa. Murmuró algo para sí, como para tranquilizarse, y tomó una bocanada de aire. Entonces, para asombro de Dashvara, dio media vuelta y se puso a andar con viveza. El Xalya intercambió con Tahisrán una mirada desconcertada. ¿Se suponía que lo que hacía el drow tenía sentido?

Fue en ese momento en que Dashvara oyó el susurro característico de un arma retirándose de su vaina. Un drow delgado, encapuchado y de rostro menos severo que el de Tsu se interpuso en el camino de este, ladeando la cabeza.

—¿Se puede saber de dónde diablos vienes tú? —preguntó en común. La voz recordaba a la de un niño sorprendido. Sin embargo, la estatura de aquel ser no era la de un niño, si acaso la de un adolescente.

Dashvara permaneció inmóvil como una piedra. Si había un drow ahí… tenía que haber más en los alrededores. Echó vistazos discretos en todas las direcciones y, pese a tratar de guardar la cabeza fría, creyó ver siluetas sospechosas un poco por todas partes.

“Tranquilo, te avisaré si te atacan por la espalda”, prometió Tahisrán.

Dashvara asintió muy levemente mientras Tsu, que no parecía menos tenso que él, contestaba:

—Me llamo Tsu. Vengo de la Torre de Compasión y soy un esclavo desde que nací. He venido a…

Se interrumpió cuando el otro drow envainó el sable y se quitó la capucha, mostrando una larga cabellera blanca y lisa. Dashvara no lograba ver bien su expresión, pero no parecía hostil. Sin embargo, Tsu se había estremecido y Dashvara se inquietó.

—Has venido a conocer a tu pueblo —completó el drow de pelo blanco. Su voz se había vuelto más profunda y serena.

Tsu, en cambio, parecía cada vez más alterado. Se pasó una mano por la frente, como para enjugar el sudor.

—¿Eres…? —farfulló—. ¿Eres un Hakassu?

—Lo soy —sonrió el Naskrah—. Eso no debería sorprenderte, hijo mío. Supongo que ya sabes por qué mi pueblo ha venido hasta aquí.

Añadió algo en un idioma desconocido y, tras una vacilación, Tsu negó con la cabeza y le contestó, pronunciando cada sílaba con indecisión. Dashvara reprimió un suspiro contrariado. A saber lo que se estaban diciendo ahora.

Bueno, qué importa mientras se lleven bien, pensó. Sólo cabe esperar que esos dos se alejen de aquí pronto. Ya va siendo hora de volver a Compasión. De hecho, la luz ya empezaba a escasear en el sotobosque y, si la noche lo sorprendía a mitad de camino, prefería no pensar en lo que podría pasar.

Agazapado en su arbusto, no se atrevía casi ni a pestañear. Oyó un ruido de salpicadura y vio de reojo un anfibio que se acercaba a él. Era un satritón, se relajó. No era peligroso mientras no lo tocase con su piel urticante. El satritón pasó a unos palmos escasos sin prestarle atención y se zambulló en el lodo como un topo. Pronto empezaron a zumbar los mosquitos a sus oídos y su paciencia acabó de resquebrajarse. Ni que fuese éste lugar para conciliábulos… ¿Es que esos dos no podían marcharse adonde fuese que se asentaban los drows?

Los ruidos de la noche despertaban, lúgubres e inquietantes como augurios de muerte. Dashvara se estremeció cuando, al buscar con la mirada a la sombra, fue incapaz de encontrarla. Se hubiera podido marchar sin que él se diera cuenta, pero su intuición le decía que seguía sentada junto a él. Y así lo comprobó cuando Tahisrán comentó:

“Es una pena que no me haya interesado nunca por aprender ese idioma. Lo cierto es que nunca se me dieron muy bien las lenguas de los Subterráneos. Y eso que estudié unas cuantas en la Escuela de Gon.”

Marcó una pausa mientras seguían oyéndose los susurros de los drows. Estos se habían alejado y, con la oscuridad creciente, sus voces se habían reducido a simples murmullos. Y seguían hablando…

“Es la lengua de drows de Shjak”, apuntó Tahisrán. “Oye, Dash, ¿sabes lo que son los Hakassu? ¿No?” Dashvara no supo muy bien cómo lo había visto sacudir la cabeza en esa oscuridad. “Pues yo lo sé”, confesó la sombra con tono modesto. “Los Hakassu son la familia real que gobernaba antaño las tierras de Shjak. Pasé por ahí hace muchos años, antes incluso de encerrarme en esa torre, en los Subterráneos, pero cuando volví por allí buscando a los padres de la niña los Hakassu habían dejado de gobernar y se habían convertido en algo así como una familia real sagrada. De modo que ese drow de pelo blanco es un miembro de esa familia sagrada. Lo que me pregunto es cuántos son. A lo mejor son muchos. He conocido lugares en que las familias contaban con cientos de miembros. Es decir, eran familias con primos de quinto grado y cosas así…” Sonrió mentalmente. “Espero que no te esté aburriendo. Total, no tienes mucho que hacer aparte de escucharme, ¿verdad? Te pasa un poco lo que a mí en aquella caja: no podía moverme y no me quedaba otra que seguir escuchando los parloteos de los piratas. No hay nada peor que ser confundido con algo sagrado, créeme. Esos Hakassu deben de estar hartos de ser ídolos para su gente.”

Marcó otra larga pausa. Y entonces lo informó:

“Se han ido.”

Dashvara agrandó los ojos. No podía ver nada. Quiso preguntarle: «¿Seguro?». Pero no se atrevió ni a suspirar. Aun así, no podía permanecer ahí por más tiempo: sus piernas le temblaban de cansancio y tenía la impresión de que, si se quedaba ahí agachado un minuto más, iba a empezar a salirle barro por las orejas.

Se levantó lentamente, apartándose de su escondite, y sus botas emitieron un chasquido al despegarse del fango como de un molde.

—No veo nada, Tah —murmuró.

“Dame la mano. Te guiaré.”

Dashvara reprimió una carcajada incrédula. Ave Eterna, ¿lo está proponiendo en serio?

“¿Dash? ¿Me has oído?”, preguntó la sombra, inquieta.

Dashvara sonrió a ciegas y no se le ocurrió una mejor idea que seguir el consejo de Tahisrán. Tendió la mano a oscuras y sintió que la sombra se la cogía con la suya, fría pero firme.

En silencio, empezaron a avanzar. Un chillido de mílfida se oyó, en la lejanía. Lo reemplazó el croar de unas ranas más cercano. Dashvara ahogó otra carcajada nerviosa.

—Tah… Esto es una locura. ¿De verdad ves algo tú?

“Ver, lo que se dice ver, no mucho. Pero soy perceptista”, dijo, como si eso lo explicase todo.

Dashvara sabía, por Tsu, que el perceptismo era un arte celmista capaz de sondear los alrededores con sortilegios. Lo que no sabía era hasta qué punto estos eran fiables.

Bah, se dijo. Tú confía en Tah y concéntrate en no meter ruido.

Instantes después, como si un espíritu maligno hubiese querido llevarle la contraria, su pecho se contrajo y una tos ronca lo sacudió. Tah dejó de estirarlo.

“Vaya”, murmuró, apenado. “Aún sigues enfermo, después de tanto tiempo.”

—Son estas marismas —explicó Dashvara, recuperando el aliento—. Tsu dice que no me vienen bien. Fue mucho peor durante la sexta fuga, créeme. Si Tsu no hubiese estado ahí con su pócima, probablemente no habría sobrevivido.

“Dash…”, carraspeó Tahisrán.

—Tranquilo, supongo que en Titiaka se me pasará —afirmó Dashvara—. Si es que conseguimos salir de aquí.

“Dash”, repitió la sombra.

Entonces, Dashvara se percató del deje turbado que vibraba en la voz mental de Tahisrán y notó un sudor frío.

—¿Qué?

“Nos están rodeando.”

Claro, no es como si hubiese sido especialmente sigiloso tosiendo como un energúmeno… Una extraña resignación invadió a Dashvara, aunque eso no impidió que su corazón se pusiese a latir como un caballo desbocado.

—Entonces huye, Tah —murmuró—. Ya te alcanzaré en la tumba si eso.

Se oyeron varios chapoteos precipitados y un gruñido.

—Dash, ¿qué demonios haces aquí?

Por poco se atragantó al reconocer la voz de Tsu. El alivio lo dejó unos segundos enmudecido.

—¡Tsu! —Sabía que los drows gozaban de una extraña visión nocturna y hubiera apostado a que el médico podía verlo. Silbó entre dientes con voz insegura—. ¿Que qué hago aquí? Bueno, he, ya sabes: cortando trozos de madera.

Una mano lo agarró del brazo y se tensó.

—¿Eres tú, Tsu?

—Sí, soy yo —masculló el drow—. ¿Me has estado siguiendo?

—Te he estado siguiendo —confirmó Dashvara.

Lo oyó soltar unas palabras en el idioma de Shjak. Eso, sin duda, significaba que, como había dicho Tahisrán, había más drows cercándolos. En cuanto Tsu calló, otra voz le respondió. Y otra, en el lado opuesto, intervino. Aquello parecía una coral.

Tahisrán ya no lo cogía de la mano y Dashvara se preguntó dónde se había metido. Tal vez una sombra pudiese vivir muchos años, pero dudaba de que, si un drow le daba un espadazo, sobreviviera. Cuando Tsu volvió a hablar, parecía tranquilo y Dashvara decidió que, si el drow estaba tranquilo, él también podía estarlo. Así que se relajó y, cuando el drow calló, preguntó:

—Oye, Tsu, ya que tienes a unos amigos aquí que te hacen compañía, ¿podrías pedirles que me dieran una linterna para volver a Compasión? A menos que pretendan matarme, claro. Entonces casi prefiero que no enciendan ninguna linterna.

—No vamos a volver con ninguna linterna, Dash. Hemos salido sin linterna, volveremos sin ella.

Dashvara dio un respingo.

—¿Volveremos? —repitió, confuso. Tsu ya lo estaba estirando del brazo—. Espera un momento, Tsu. ¿Vas a volver conmigo?

—Voy a volver contigo —confirmó el drow—. Venga, tranquilo. Tenemos escolta, no nos pasará nada.

Dashvara lo siguió, totalmente perdido. Mientras se apresuraba, oyó rumores de pasos muy ligeros y salpicaduras. Por alguna razón, los drows iban a dejarlo vivo. No alcanzaba a entender ni remotamente por qué. Ave Eterna, ¡cómo ansiaba salir ya de ese cenagal!

—Tsu… No lo entiendo —murmuró—. ¿No querías ser un hombre libre?

—Sí. Pero hay cosas más importantes. Deja de hablar y avanza.

Dashvara enarcó una ceja y siguió avanzando, confiando en que Tahisrán no se perdería. Estaban llegando a los lindes cuando empezaron a oír voces.

—¡Dash! —tronaba una voz.

—¡Tsu! —gritaba otra.

Eran los Xalyas. Dashvara percibió las luces de varias linternas entre los troncos retorcidos y se ruborizó de vergüenza. Tsu murmuró:

—Bien. Toma esto. —Le puso en la mano un bloque irregular. Era una pieza de madera, dura y resistente. ¿De dónde demonios la había sacado Tsu?—. Te daré la versión oficial —retomó el drow—: mientras tú cortabas tu trozo de madera, yo me he alejado a coger plantas medicinales. Me he perdido y me he encontrado con un orco que me ha dado un mensaje privado de parte de los drows para el capitán Faag y… tú me has encontrado y eso es todo. No hemos visto a ningún drow, ¿verdad?

Dashvara no lo dudó un segundo antes de asentir. Fuese cual fuese el acuerdo al que había llegado Tsu con los Naskrah, no deseaba oírlo en aquel instante.

—Ha sido breve tu libertad, Tsu. Es la última vez que me despido de ti si es para que vuelvas enseguida. —Le dedicó un rictus burlón y bufó con impaciencia—: Salgamos de aquí.

Se dirigió directamente hacia las luces, arrastrando unas botas más pesadas que dos yunques.

—Dash —dijo Tsu, reteniéndolo. Su voz temblaba un poco—. ¿Me viste dar media vuelta? ¿Me viste, a que sí?

La Gema se infiltraba tenuemente entre las ramas y Dashvara percibió un destello intenso en los ojos rojos del drow. Entendió que, en su pregunta, esa «media vuelta» tenía un sentido más profundo. Sonrió.

—Te vi, Tsu. Y, aunque tal vez me comporte como un egoísta diciéndolo, me alegro de que vuelvas con nosotros.

—Sí… —murmuró el drow, mientras lo seguía—. Yo también.

Dashvara oyó un largo y silencioso suspiro, pero no supo muy bien cómo interpretarlo.

Tranquilo, hermano. Las decisiones de ese tipo no suelen ser ni buenas ni malas… Simplemente son.