Página principal. Ciclo de Dashvara, Tomo 2: El Señor de los Esclavos

9 El Ave Eterna

Los federados parecían haber traído el buen tiempo consigo. Sentado sobre el estrado, al sol, Dashvara esculpía una pieza de madera escuchando distraídamente la flauta de Tsu e ignorando el zumbido de las moscas. Aún no sabía qué forma darle a su nueva criatura, no lo había pensado, pero, como solía decir Maltagwa: “Toda planta necesita tiempo para crecer”. Con las ideas, pasaba lo mismo. Eso no le impedía seguir haciendo saltar astillas con su puñal.

Llevaba tres horas ahí, sin hacer nada. Lo cierto era que llevaban cuatro días en el barracón sin moverse. Estaban rodeados de tiendas y soldados federados que iban y venían regularmente. El capitán Faag incluso había enviado patrullas dentro de las marismas; y un equipo de expertos se había pasado todo un día trabajando para retirar la cuerda de humo depositada por los drows.

—¡Seis y seis! —aulló Makarva con una risotada triunfal.

El joven Xalya estaba sentado un poco más lejos, jugando a las katutas con Zamoy, Boron y Lumon. Miflin estaba de espectador, pero sus ojos se habían extraviado hacia las nubes blancas que se deslizaban en el cielo. Buena parte de los demás estaban también sentados en el estrado, disfrutando del sol. Lógicamente, a nadie le gustaba estar viendo ir y venir a tanto federado, pero cualquiera prefería eso mil veces a permanecer encerrado durante una semana en un barracón oscuro.

Los enfermos estaban mejor. Todavía seguían débiles pero ya empezaban a ingurgitar algo más que puré de zanahorias y a masticar algo más que hojas de dorcho. Aun así, cuando Zorvun había reclamado un poco de leche de Rebuzna, Tsu se la había prohibido rotundamente; según decía, no les convenía. Su negativa había hecho refunfuñar a Zorvun un buen rato: todos sabían que al capitán le encantaba la leche.

Dashvara sonrió. Sus ojos siguieron el andar pesado de una escuadra de soldados que pasaba hundiéndose en el barro. Los oyó gruñir algo en dialecto de Diumcili y creyó entender que echaban de menos las tierras de Shjak.

Aquellos federados eran sorpresivamente respetuosos: no les habían quitado ni el barracón, ni la burra, ni el caballo. Y no les pedían que hiciesen nada.

—¿No es maravilloso, Tahisrán? —murmuró, bajando de nuevo la vista hacia su escultura.

La sombra se hallaba metida en el saco, junto a él. Se pasaba las noches curioseando en el campamento y los días metido en aquel saco. Los Xalyas habían empezado a acostumbrarse.

“¿Qué es maravilloso, Dash?”, preguntó Tahisrán. La sombra llevaba sólo unos días con los Xalyas y ya era capaz de entender el oy'vat. A saber cuántos idiomas había aprendido durante sus peregrinaciones.

Dashvara atacó un nudo en la madera con el ceño fruncido.

—No lo sé, Tah, no sé por qué he dicho eso.

Se oyó una risita mental.

“Bueno. ¿Así que ahora me llamas Tah?”

Dashvara esbozó una sonrisa.

—Tú me llamas Dash. Además, tengo por costumbre acortar los nombres. Aunque si quieres te pongo un apodo.

Hubo un silencio pensativo y luego una negativa.

“No, gracias. Me gusta cómo suena Tahisrán.”

—Queda majestuoso —aprobó Dashvara.

“Queda como debe quedar”, replicó la sombra. “En caéldrico, el idioma antiguo de las tierras del este, significa Lluvia de Luz. Si me llamases Tah, tan sólo me llamarías Luz.”

La sonrisa de Dashvara se ensanchó.

—Eso te va de maravilla, Tah. Al fin y al cabo, no hay sombra sin luz.

Zamoy soltó un rugido cuando sus dados le dieron dos unos.

—¡Tramposos! —se lamentó.

—¿Les hablas a los dados, Calvo? —inquirió Makarva con curiosidad.

—Dash habla con una sombra, no es mejor —replicó Zamoy.

—Justo —concedió Makarva, y girándose hacia Dashvara preguntó—: Por cierto, ¿Tahisrán ya ha averiguado algo sobre esa misteriosa mujer que tanto te apasiona, Dash?

Dashvara hizo una mueca. Había querido preguntárselo a la sombra, pero no delante de todos. Todavía seguía dándole vueltas a lo sucedido en el pabellón de Faag y a ese destello extraño y mágico que había envuelto a Saazi por un breve instante antes de desaparecer. Sashava había comentado algo sobre los efectos alucinógenos provocados por la fatiga y los nervios, lo cual no era de extrañar considerando que el Cascarrabias despreciaba la magia más que ningún Xalya. Dashvara, sin embargo, sabía lo que había visto: Saazi había intentado soltar un conjuro y algo, probablemente esas cadenas que llevaba, se lo había impedido. De todas formas, lo más extraño era que el capitán Faag consintiese en tener en su tienda a una prisionera que hablaba tan osadamente contra el sistema que él y sus hombres defendían.

—Sinsentidos —soltó en voz alta tras otras tantas cavilaciones. Y aunque Makarva ya se había concentrado de nuevo en el juego, interrogó—: ¿Tahisrán?

“No sé…”, dijo la sombra, vacilante. “He oído voces. Y he captado una conversación sobre drows. Esa mujer tiene toda la pinta de ser una esclava, Dash. Y creo que tiene algo que ver con los drows. Es decir que podría ser una drow”, aclaró.

No le enseñaba nada que no hubiera supuesto. Dashvara echó un vistazo hacia Tsu, sentado con su flauta. El primer día, algunos federados habían «confundido» al drow con un enemigo y habían amenazado con matarlo. Por fortuna, se detuvieron al encontrarse con que una decena de Xalyas se habían interpuesto en su camino. Nadie se había vuelto a meter con Tsu, pero a Dashvara no le resultaban muy tranquilizadoras las miradas recelosas que echaban los federados al pasar.

Bah, se dijo. Desconfían de todos, no sólo de Tsu. Al fin y al cabo, somos Condenados, y entre los Condenados suele haber criminales. ¿Pero acaso esos soldados no lo son también? ¿Acaso no lo somos todos? Yo he matado a orcos de las marismas para impedirles que mataran el ganado y los he matado para impedir que me maten a mí los federados. Es un círculo absurdo del que saldría gustoso si pudiera.

Las palabras de la drow en el pabellón de Faag le volvieron en mente: “Eres un esclavo, pero puedes dejar de serlo”. ¿Existía acaso una afirmación más evidente? Dashvara hincó el puñal en la madera. Sí, puedo matarme aquí mismo y dejar de ser esclavo de nadie. Incluso dejaría de ser esclavo de mí mismo. Pero la solución deja mucho que desear.

Sentía compasión por aquella drow. Parecía estar tan sola…

Frunció de pronto el ceño. ¿Y qué había de esos Naskrah, esos drows? Tal vez estuviesen ahí por alguna razón. Tal vez su intención no fuera la de conquistar el Cantón de Atria, sino la de recuperar a una de los suyos. Eso explicaría por qué habían aparecido poco antes de que la Compañía de la Compasión llegara.

Dashvara sacudió la cabeza.

Ya estás otra vez fantaseando. Además, ¿qué te importa lo que realmente esté pasando? Esa drow no es la única esclava que hay en Diumcili y, dentro de dos días, te marcharás. No vas a echar a perder la primera oportunidad seria de fuga en un año haciendo cosas absurdas, ¿verdad?

Se le había ido formando en la cabeza la idea de ir él mismo a espiar el pabellón de Faag… La desechó con brusquedad. Su curiosidad podía quedársela para cuando no fuera del todo inepta.

—Oh —dijo de pronto Boron.

Su tono de voz atrajo la atención de Dashvara y todos se giraron hacia donde miraba el Plácido. Entre las tiendas, avanzaba un caballo blanco guiado por un humano rubio que caminaba delante. Apenas Dashvara lo avistó, Zamoy soltó una risita:

—¡El Barrigón! —murmuró.

Lumon enseguida se giró hacia Miflin.

—¿Han pasado quince días ya? —preguntó.

Era el Poeta el que llevaba la cuenta de los días. Miflin se pasó una mano por su cabeza calva y asintió.

—Quince días exactos.

Makarva y Dashvara intercambiaron una sonrisa pícara.

—¿Qué palabra le pedimos que busque esta vez? —preguntó el primero.

Habían estado repasando las palabras más extrañas que conocían, pero aún no habían llegado a un acuerdo.

—Yo creo que ilawatelko podría no estar mal —insistió Dashvara.

Mientras Makarva se mordía el labio, no del todo convencido, Tsu dejó de tocar la flauta.

—¿Ilawatelko? —inquirió, curioso—. ¿Qué es eso?

—Un animal de la estepa —explicó Dashvara—. Es una especie de gacela, pero en pequeño. Los más grandes miden apenas dos pies. Venga, Mak, ya está llegando. Si no se te ocurre una palabra mejor que ilawatelko…

—Bah, ni siquiera se va a molestar en buscar en su diccionario —objetó Makarva.

Dashvara esperó pacientemente a que sugiriese algo mejor, y al cabo Makarva refunfuñó.

—Ilawatelko pues —cedió mientras el capitán se levantaba para acoger al inspector.

El Barrigón estaba muy cambiado. Había adelgazado, tenía aspecto un poco más desarreglado y los ojos oscurecidos por unas profundas ojeras. Dashvara se mordió el labio, compasivo. No parecía haberle ido muy bien su primera gira por la Frontera.

Demonios, Dash, ¿siempre estuviste así de compasivo o es la torre la que destiñe?

—Buenos días, inspector —soltó el capitán con tono afable.

—Buenos días —soltó el inspector, deteniéndose.

Concentrado otra vez en su pieza de madera, Dashvara escuchó a medias la conversación que entretuvieron ambos al principio, pero luego le llamó la atención algo que dijo el Barrigón:

—También vengo a despedirme ya que a partir de mañana dejo de ser inspector fronterizo. Se ha nombrado a otro, por supuesto, pero, de todas formas, vosotros no lo veréis si es cierto que os vais a Titiaka.

Todos dieron un respingo.

—¿A Titiaka? —repitió el capitán—. ¿Cómo sabéis que nos vamos a Titiaka, inspector?

El Barrigón abrió la boca y la volvió a cerrar.

—Bueno —vaciló y bajó la voz como un confabulador—: Eso al menos es lo que me han contado. Por lo visto, habéis llamado la atención de un poderoso comerciante de la capital. Un tal Atasiag Peykat. Si he entendido bien, el Consejo le debía un favor y le han propuesto regalarle una guardia personal. Seguramente algunos opinarán que la elección de Atasiag es arriesgada, pero yo creo que ha hecho un buen negocio. Al fin y al cabo, entre los Condenados tenéis muy buena reputación.

Se interrumpió, dándose tal vez cuenta de que estaba saltándose el silencio profesional de los inspectores. Atasiag, pensó Dashvara, sobrecogido. ¿No era ese el mismo hombre que había salvado a Tahisrán del barco pirata?

—Ya veo —dijo el capitán Zorvun—. Gracias por la información. Bueno, ¿queréis inspeccionar el lugar más detenidamente o habéis venido sólo a despediros? —cuestionó.

En los últimos días, habían aprovechado el tiempo libre para realizar una limpieza a fondo del barracón. El inspector seguramente iba a quedar impresionado, sonrió Dashvara. Sin embargo, el Barrigón negó con la cabeza.

—No. Confío en que mantendréis este lugar en buen estado hasta que llegue el otro pelotón. No quiero demorarme.

El capitán asintió.

—Y yo no quisiera ser entrometido pero… ¿vuestra dimisión tiene algo que ver con la acogida que os han hecho en otras torres? —preguntó con suavidad.

El Barrigón se tensó un poco.

—Ciertamente, creo que este oficio no me conviene —se contentó con responder—. Que tengáis un buen viaje hacia Titiaka, soldados.

—Ojalá encontréis vuestra verdadera vocación, federado —le deseó el capitán con sinceridad.

Dashvara sonrió y, al ver que el Barrigón estiraba la brida del caballo para alejarse entre las tiendas, se giró hacia el saco.

—Tah, ¿puedes darme la escultura que hay ahí dentro? —Vio el saco removerse y abrirse un poco para enseñar la escultura de Bashak. Dashvara suspiró—. No, no esa, la que terminé hace unos días.

Oh, dijo la sombra, rebuscando. ¿Esta?

Dashvara sonrió cuando vio salir una pieza de madera en forma de águila.

—Gracias, Tah.

Con la escultura en una mano, echó a correr hacia el Barrigón bajo las miradas extrañadas de los Xalyas y de los federados. Ya casi lo había alcanzado cuando lo llamó:

—¡Hey, inspector!

El Barrigón se giró y se detuvo, sorprendido.

—¿Sí?

Dashvara le dedicó una sonrisa amigable.

—Creo que te olvidas de algo. ¿Te acuerdas de aquella figura que estaba esculpiendo la última vez?

El Barrigón enarcó una ceja.

—Me acuerdo, sí. ¿Ya la has acabado?

Dashvara asintió con firmeza y le tendió el águila.

—Cuando la empecé, aún no sabía qué forma darle, pero cuando apareciste me diste una idea. Y esculpí esto para ti, inspector.

El federado puso cara realmente asombrada y cogió el regalo con su mano libre. Lo examinó antes de alzar de nuevo la vista.

—¿Es un águila?

Dashvara se encogió de hombros, sonriente.

—¿Tú qué crees?

—Que tiene toda la pinta de serlo. Está muy bien hecha. —Echó un vistazo a la escultura, se turbó y carraspeó—. ¿De verdad quieres regalármela?

Parecía incrédulo. Dashvara alzó brevemente las cejas.

—¿Acaso te parece tan extraño que alguien te regale algo, inspector?

El Barrigón lo miró a los ojos durante unos segundos y entonces una leve sonrisa estiró sus labios.

—Gracias, Dash.

Dashvara reprimió un sobresalto. Así que el Barrigón recordaba su nombre…

—De nada —replicó con desenfado—. Por cierto, eso que tienes en la mano es mucho más que un águila, inspector. Es el espejo de tu Ave Eterna. Cuando mires la escultura sólo tú podrás ver el reflejo, y confío en que este guiará tus pasos como lo hizo la escultura que me regaló en su día un viejo sabio.

El Barrigón estaba inequívocamente emocionado. Un buen hombre, decidió Dashvara.

—Gracias —repitió el federado—. He oído hablar de esa Ave Eterna en una ocasión cuando estudiaba en la Ciudadela de Dazbon y… creo que entiendo lo que quieres decir. —Marcó una pausa y, de pronto, se metió la escultura en el bolsillo y retiró de su saco el famoso diccionario—. Sé que no es lo mismo regalar algo hecho con sus propias manos que algo comprado pero… quisiera que te lo quedaras. Mi abuela decía que siempre es bueno tener un diccionario a mano. Era traductora.

Dashvara sonrió con todos sus dientes y tomó el diccionario casi con reverencia.

—Si insistes, me lo quedaré. Gracias, inspector.

Intercambiaron una mirada de mutuo reconocimiento y el Barrigón inclinó la cabeza.

—Buena suerte, soldado.

—¡Buena suerte! —le deseó Dashvara.

Observó al federado mientras este estiraba de nuevo la brida del caballo. Cuando desapareció de su vista, se interesó por la cubierta del libro. Era de cuero viejo y usado, pero las páginas eran de papel de lamitril y estaban en buen estado. Aquel diccionario debía de valer varios dragones, estimó Dashvara. Cabía esperar que nadie se lo fuera a robar.

Bien, hoy he dado un pedazo de madera a un federado y le he hablado del Ave Eterna. Sonrió burlonamente. Siempre supe que un día el señor de la estepa cumpliría una hazaña digna de recordar.

Cuando regresó al barracón, Makarva enseguida despegó la mirada del tablero de katutas.

—Eres un romántico, Dash —se mofó—. ¿Le has preguntado por el ilawatelko?

Dashvara alzó el diccionario con una ancha sonrisa.

—No, pero tengo algo mejor. Y ahora mismo se me ocurre otra palabra que buscar. —Se aclaró la garganta, abrió el diccionario al azar y leyó—: «Artimaña: estratagema inventado por Makarva de Xalya para engañar a sus adversarios, particularmente a sus hermanos. Sinónimo: makarvada. Antónimo…»

Makarva se le abalanzó encima con una gran carcajada y le quitó el diccionario de las manos.

—¡No seas makarvoso! —lo previno—. ¿Así que el Barrigón te ha regalado esto?

—¿Antónimo? —inquirió Zamoy, con intensa curiosidad—. ¿Qué antónimo puede tener una makarvada?

Mientras se sentaba otra vez en el estrado, junto a Tahisrán, Dashvara reflexionó.

—¿Una boronada, tal vez? Boron, tú nunca nos engañas, ¿no?

Los ojos de Boron el Plácido destellaron con inocente burla.

—No estoy tan seguro de ello, Dash —confesó.

—¿Cómo? —se lamentó Makarva—. ¿Nos has estado engañando todo este tiempo?

Los jugadores de katutas estallaron en protestas fingiendo una profunda decepción. Los interrumpió Miflin recitando:

Plácidamente el Plácido confiesa
que ser tacaño en burlas no interesa.

Makarva, Dashvara y Zamoy carraspearon e intercambiaron miradas elocuentes. El primero hojeó el diccionario con aplicación.

—Veamos… Trastorno del Poeta —buscó, pasando las páginas—. No, no viene. ¿A demencia poética, tal vez?

—Busca por miflinismo —lo aconsejó Zamoy.

Ante las sonrisas irreprimibles de sus compañeros, Miflin suspiró comentando:

Buscando en diccionarios
palabras inventadas
poco podréis, hermanos,
más que hacer makarvadas.

Estallaron en risas, el Poeta incluido. Cuando volvió a coger su pieza de madera y su puñal, Dashvara advirtió la expresión burlona del capitán Zorvun. Meneó la cabeza, riendo interiormente.

Si él se comporta como un niño de cinco años… ¿qué hay de nosotros? Aunque, como decía un sabio, un hombre debe rechazar de la niñez lo malo y conservar lo bueno. Quien lo rechaza todo es un muermo y quien hace lo contrario… bueno, acaba siendo un granuja hipócrita como tantos.

Tras unos minutos, Dashvara sopló sobre la pieza de madera para quitar el serrín y levantó la mirada hacia las copas de los árboles retorcidos de las marismas. La bruma nunca acababa de irse en Ariltuán.

—¿Tahisrán? —preguntó de pronto.

“¿Mm?”

Tardó en hablar y se olvidó de lo que le quería preguntar. Se encogió de hombros.

—¿Cuántos años tienes?

El silencio se alargó. Dashvara empezaba a pensar que a lo mejor la pregunta era algo indiscreta cuando Tah contestó:

“No lo sé, Dash. Unos cuantos. Hace tiempo que dejé de contar. Total, no envejezco.”

Dashvara abrió mucho los ojos.

—¿Eres inmortal?

Percibió una sonrisa mental.

“No”, admitió la sombra con calma. “Me gusta pensar que nada es inmortal. Sin embargo, si me preguntas si soy capaz de morir de viejo, sería incapaz de contestarte. No conozco la respuesta. Si he de serte sincero, esa es una cuestión en la que trato de no pensar muy a menudo. Cuando el tiempo no tiene límites, deja de tener sentido. Y no hay nada más desconcertante que algo que no tiene sentido.”

Dashvara permaneció inmóvil un instante. Lo que decía la sombra daba que pensar. ¿A quién le podía asustar la inmortalidad? No a un mortal, desde luego pero ¿qué miedo era peor, el que sentía un mortal por la muerte o el que sentía un inmortal por la eternidad? Sonrió, alucinado por sus propios pensamientos.

Finalmente, tú no eres el verdadero filósofo del grupo, Dash: la sombra te gana por descontado.

Dejó el puñal en una tabla para rascarse el cuello. Su mano topó con un bulto y Dashvara se sobresaltó, alarmado.

—¡Tsu! —dejó escapar—. Creo que tengo otra garrapata.

El drow dejó de tocar la flauta y asintió sin inmutarse.

—Entremos. Te la quitaré.

Con la llegada del inspector, los Xalyas habían salido todos y ahora el barracón estaba del todo desierto. En nada de tiempo, Tsu le quitó al maldito parásito.

—¿Qué haríamos sin ti, Tsu? —sonrió Dashvara—. A veces te envidio —admitió mientras se servía un bol de agua—. No te afectan los parásitos. Y en tres años no has estado nunca enfermo.

—Tuve un catarro el invierno pasado —le recordó el médico con una sonrisilla de drow—. El calor me agobia, pero el frío es lo peor.

Marcó una pausa y sus ojos rojos escudriñaron a Dashvara mientras este bebía. El agua estaba agradablemente fresca: la habían recuperado aquella misma noche, durante un aguacero.

—Dash —dijo de pronto Tsu—. Quería hablarte de algo.

El tono bajo y vacilante alarmó a Dashvara y lo intrigó. Vio al drow sentarse a la mesa, manoseando su flauta. Estaba nervioso, y eso no era usual. Dashvara se sentó frente a él, atento.

—¿De qué se trata?

Tsu tardó en responder, pero eso, en realidad, tampoco era tan extraño: el drow siempre había sido un hombre que tendía a ordenar sus frases antes de soltarlas. Afuera, se oían las voces de los Xalyas y los rumores más lejanos del campamento federado. Una mosca se posó a unos centímetros de la mano de Dashvara, pero este permaneció formalmente sentado y esperó con paciencia. Al fin, Tsu dejó la flauta sobre la mesa, espantando a la mosca.

—Sé que te va a parecer una locura —dijo— pero, en toda mi vida de esclavo, no he conocido a ningún drow libre y me gustaría avisarte de que voy a intentar hablar con uno de esos Naskrah esta noche.

Dashvara se quedó sin aliento. Tsu ladeó la boca en una sonrisa de disculpa.

—Creo que debía avisarte —insistió—. Al menos a ti.

Dashvara intentó recobrarse.

—Tsu —resopló en voz baja—. Toda la empalizada está vigilada por federados. ¿Cómo vas a pasar sin que te vean? Y aunque lo consiguieses, ¿qué te dice que los drows te van a acoger con los brazos abiertos? En la estepa, éramos todos humanos, y mira cómo nos dábamos de tortas. Que seas un drow no significa que todos los drows vayan a acogerte como a… —se interrumpió, dándose cuenta de que estaba derivando. Le estás soltando argumentos estúpidos porque temes perderlo, ¿verdad? No quieres ayudarlo a tomar su libertad. Tú quieres que se quede contigo para que siga tocando la flauta y continúe quitándote garrapatas. Confiésalo, Dash. Te comportas como un egoísta. Por una vez que Tsu encuentra la posibilidad de huir y volver con su pueblo, tú vas e intentas convencerlo de que no se vaya. Más infame, imposible.

Suspiró.

—Lo siento, Tsu. Tienes razón. Deberías intentarlo. Seguramente esos drows te acogerán bien. Es la oportunidad de tu vida. Debes aprovecharla. —Cruzó sus ojos rojos y los sostuvo con decisión—. ¿Tienes un plan?