Página principal. Ciclo de Dashvara, Tomo 1: El Príncipe de la Arena

19 La Ilustrísima República

¿Por qué no puedo acompañar a mi padre? —preguntó Dashvara, contrariado. Estaba sentado en la torre del shaard y miraba al anciano con la cabeza erguida—. ¿Por qué me encierras aquí, maestro?

Maloven, como siempre, observaba el lejano horizonte, absorto. Le respondió con tono sosegado.

Nadie te encierra en ningún sitio, pequeño. Simplemente, hay ciertas cosas que una persona no puede hacer. Así como mi pierna me impide correr, tú no puedes cabalgar junto a tu padre para defender las tierras. Pero podrás hacerlo algún día, hijo. —Se giró hacia él con las manos en la espalda y sus ojos centellearon—. Un día preveo que defenderás las tierras xalyas de una tormenta terrible. Pero —sonrió— aún debes crecer y aprender…

* * *

Cuando Dashvara despertó, tuvo la impresión de salir de un pozo infinito. Estaba tumbado en un colchón muy cómodo y veía luz a través de sus párpados. Se sentía… bien. Aunque estaba empapado de sudor.

No muy lejos, oía un rumor de voces y ruidos que no fue capaz de reconocer, entre los que destacaban gritos extraños de ave. Entornó un ojo y se quedó contemplando largo rato la habitación. La luz del sol la iluminaba armoniosamente. Abrió el otro ojo cuando percibió un ruido de pasos. Aydin apareció por una puerta. Se detuvo en seco al verlo despierto.

—Vaya —se contentó con decir.

Avanzó y, llenando un vaso de agua, se lo acercó a Dashvara. Este se sentó. Hacía calor en la habitación. Por eso estaba transpirando. Claro.

—Ternian. ¿No me digas que estoy en tu casa?

—En mi casa estás, humano.

Dashvara lo detalló con la mirada durante unos segundos antes de apurar el vaso y constatar:

—Me has salvado.

—Otra vez —sonrió el curandero.

Dashvara hizo una mueca.

—Siento lo que te dije en el templo. Retiro lo de granuja.

—¿Sólo eso?

Dashvara le echó una mirada sombría pero esta vez Aydin no se achantó. El Xalya se encogió de hombros.

—Un sabio dijo un día que quien le salva la vida a quien lo insulta es o un loco o un caballero. Claro que según él ambas cosas eran lo mismo. —Al ver que el rostro de Aydin se fruncía, añadió, burlón—: Retiro todo lo que tú quieras, curandero. ¿Cómo demonios has conseguido que salga de esta?

—No te has salido de nada —replicó Aydin—. Las energías de tu cuerpo siguen estando hechas un desastre. El veneno del dardo te habría matado y algo en esos polvos te ha salvado la vida pero ha provocado lesiones importantes en tu energía interna. Estás desequilibrado.

Dashvara hubiera querido no escuchar nunca sus palabras. Se sentía enérgico y del todo repuesto. O al menos, se sentía mucho mejor que cuando se estaba muriendo, rectificó.

—Desequilibrado, ¿eh? —repitió con sarcasmo.

—Se trata de un término médico —aclaró Aydin—. Padeces de desequilibrio energético interno y yo no sé cómo curarlo.

Si no había curación, ¿para qué preocuparse? Dashvara cambió de tema.

—¿Dónde está Azune?

—Ni idea. Se marchó poco después de que llegarais. —Aydin se levantó—. ¿Quieres comer algo?

Dashvara asintió y se levantó a su vez. Pronto ambos estuvieron sentados a una pequeña mesa con un plato de galletas deliciosas.

—Así que eres miembro de la Hermandad de la Perla —aventuró Dashvara.

Aydin puso los ojos en blanco.

—No. Soy acólito de la Hermandad del Dragón. Pero soy un simpatizante de los Hermanos de la Perla.

Dashvara masticó su galleta, pensativo.

—Simpatizante y colaborador —observó—. Espiabas a Arviyag, ¿verdad? —Aydin no contestó. Dashvara esbozó una sonrisa—. Finalmente, tal vez no seas tan cobarde.

El ternian sacudió la cabeza.

—¿Eres un miembro de la Perla? No, ¿verdad? Pues, entonces, no te metas en asuntos que no te conciernen.

A Dashvara no le gustó el tono de voz.

—Me temo que me conciernen más a mí que a ti. Los prisioneros que compra esa basura son Xalyas.

—Sí. Eso me ha contado Azune —replicó Aydin con las garras sacadas—. También me ha dicho que les habías estropeado los planes. Ahora lo tendrás más difícil para liberar a los nuevos prisioneros.

Dashvara recordó entonces que la segunda caravana de los esclavistas iba a llegar a Dazbon hacia el medio día. Se agitó, impaciente.

—¿Han llegado ya? —inquirió.

Un destello sardónico brilló en los ojos de Aydin antes de apagarse sombríamente.

—Es más que posible. —Alzó la cabeza y su rostro se iluminó cuando miró por la ventana—. Ah. Aquí viene tu salvador. Es un doctor, no un simple curandero y, créeme, si no consigue curarte él, no lo conseguirá nadie. Venga, échate en la cama.

Dashvara se tragó su impaciencia y obedeció. Pronto se abrió la puerta y el muchacho, Hadriks, apareció con una cara curiosamente enrojecida por la irritación. Detrás de él, venía un hombre canoso y cenceño como un palo. Tan sólo una gruesa cadena de plata rompía la monotonía de su ropa negra.

—¿Dónde está el enfermo? —preguntó entrando como en tierra conquistada.

Aydin se había quedado pasmado por alguna razón que no alcanzaba a entender Dashvara. Antes de que nadie contestara, el recién llegado se dirigió rápidamente hacia la cama y posó su maletín sobre un taburete mientras hablaba en un fluir continuo.

—¡Por la Divinidad, qué calor! Ya estoy deseando que venga el otoño de verdad. ¿Por qué nunca te has decidido a vivir en el Distrito Bello, Aydin? Estas caminatas me matan. Bien, bien, bien. ¿Qué tenemos aquí? ¡Ja! No parece que se esté muriendo. Debería haber imaginado que exagerabas, muchacho. ¡Por cómo me lo has descrito, me esperaba casi a encontrármelo muerto! Estos jóvenes y sus delirios —rió con una risa seca—. Siéntate, ciudadano, y mantente quieto unos instantes, ¿quieres?

Dashvara lo miró a los ojos pero el médico no lo miraba: depositó unas manos enjutas y secas sobre sus pectorales y los fue examinando como si estuviese buscando algún remedio escondido debajo de su piel. Aydin y Hadriks los contemplaban, incómodos. Dashvara oyó al primero susurrarle al muchacho:

—¿Y el doctor Fenendrip?

Por encima de la cabeza canosa del médico, Dashvara vio a Hadriks hacer una mueca de disculpa.

—Está de vacaciones, maestro. Sólo estaba el doctor Exipadas en el despacho. Me preguntó que qué hacía ahí y yo…

Aydin había empezado a asentir y Hadriks calló, tragando saliva. Dashvara suspiró. Comenzaba a hartarse de las palpaciones de ese doctor Exipadas.

—Veamos… —masculló el doctor—. Sí. Toma, mantén este cuenco firmemente debajo del antebrazo, así, muy bien.

Sacó un pequeño instrumento cortante de su maletín. La expresión de Aydin alarmó enseguida a Dashvara.

—¿Qué vas a hacerme? —preguntó, apartando el cuenco.

—Una sangría, nada más —aseguró tranquilamente el doctor—. Un pequeño corte para que expulses los humores nefastos.

Dashvara se quedó boquiabierto y entendió al fin cuál era su propósito. Algo en su interior llameó en una repentina explosión. Se contuvo con dificultad. Pocas veces habló tan fríamente.

—Lárgate de aquí enseguida —susurró.

El doctor marcó una pausa y, por primera vez, alzó la mirada hacia su paciente. Lo que vio en sus ojos lo dejó más pálido de lo que ya era.

Aydin carraspeó, extremadamente molesto.

—Doctor. Doctor Exipadas, no creo que una sangría sea el remedio más apropiado. Yo creo que…

El rostro del doctor Exipadas se endureció.

—¿Estoy soñando o estás cuestionando mi trabajo, curandero? ¡Extiende ese brazo, te digo!

Cuando el doctor Exipadas acercó su cuchillo, Dashvara no pudo aguantarse más: cogió el cuenco y se lo estampó en la cara. Acto seguido, se levantó, metió el cuchillo dentro del maletín junto a unos trozos del cuenco roto, lo cerró y se puso a arrastrar al doctor hacia la puerta abierta. Exipadas gritaba como un puerco al que llevaban al matadero. Dashvara lo expulsó afuera, junto con su maletín.

—¡Criminal! —aullaba el enjuto doctor, cubriéndose la cara ensangrentada—. ¡Vas a lamentarlo, créeme, y mucho! ¡Tengo amigos poderosos!

—Alégrate de que no te haya desangrado yo, chupasangre —escupió Dashvara, asqueado. Observó que varias personas que pasaban por la calle echaban ojeadas curiosas a la escena. Cerró la puerta en el momento en que el otro gritaba:

—¡Esto no va a quedar así!

Dashvara se giró hacia Aydin y Hadriks. Ambos lo contemplaban, enmudecidos. Sólo entonces pensó en que tal vez su acción precipitada pudiese perjudicar a Aydin. Pero, al mismo tiempo, apostaba a que, si no hubiese reaccionado, Aydin no hubiera hecho nada para frenar a ese cretino engreído. Rompiendo el silencio, Hadriks soltó una carcajada. La silenció de inmediato bajo la mirada fulminante de su maestro.

—No sé cómo tomarme esto —confesó Aydin.

Dashvara se aclaró la garganta.

—¿Sí? Bueno… ¿Era alguien importante?

Con una tranquilidad que era solo fachada, Aydin lo informó:

—Exipadas Andeyed es el cuñado de Altagar Parvel, maestro senador de Dazbon.

Dashvara meditó unos segundos sin saber muy bien cómo interpretar el caso. Al cabo, tan sólo se le ocurrió justificarse:

—No iba a dejar que me desangrase, ¿no? Bah, además, no le he hecho nada.

—¿Que no le has hecho nada? —repitió Aydin con una risita sarcástica.

—Bueno… Mi método tampoco era tan malo —se defendió Dashvara—. Sólo lo he sacado de tu casa.

—De mi casa. Ah. Sí. Sí, tu método ha sido directo. Eficaz. Creo que se te ha olvidado el detalle del proyectil.

—¿Qué proyectil?

—El cuenco que le has lanzado.

—No se lo he lanzado, se lo he empotrado —matizó Dashvara.

—Haces bien en remarcar el detalle —replicó el ternian con ironía—. Cuando venga el Mestre con sus oficiales a interrogarte, no olvides señalárselo.

Dashvara alzó las cejas, alarmado.

—¿El Mestre?

—El que se ocupa de arrestar a la gente.

—Ajá. Ya veo. —Dashvara se sintió avergonzado—. No quería atraerte problemas, Aydin.

—Ni yo quería meter a esa sabandija en mi casa. —Hadriks palideció y Aydin posó una mano tranquilizadora en su hombro—. No te preocupes, Hadriks. Ahora ya sabes que cuanto menos se ve al doctor Exipadas más sano anda uno. La verdad, cuanto menos se ve a los doctores del Hospital, mejor. Sólo se salvan Fenendrip y alguno más. ¿Qué haces? —preguntó de pronto, sorprendido.

Dashvara acababa de vestirse con la túnica y ahora se ponía las botas.

—Voy a irme de aquí. No quiero crearos más problemas. Además, tengo cosas que hacer.

Se dirigía hacia la puerta cuando Aydin se interpuso en su camino.

—Ni hablar. Si Azune vuelve y se entera de que te has ido, me condenará a los infiernos. No pienso dejarte ir hasta que vuelva ella.

Dashvara lo observó con extrañeza. En ese momento, se oyeron golpes firmes contra la puerta.

—¡Milicia urbana! —gritó una voz potente afuera.

—Mil dragones… —maldijo Aydin. Abrió. El rostro de un humano fornido apareció en el recuadro. Detrás de él, estaba la cara ensangrentada del doctor Exipadas, que parecía exhibir su herida como una prueba de su inocencia. En verdad, tan sólo tenía un pequeño corte en la mejilla y el resto de la sangre provenía de su nariz. El miliciano saludó:

—Buenas tardes. Una pregunta. ¿Ha estado este hombre en su casa recientemente? —Aydin asintió—. Dice haber sido golpeado abusivamente por un paciente suyo, ¿puedo hablar con él?

Dashvara por poco no soltó una carcajada. ¿Golpeado abusivamente? Aydin se apartó, dejando que el miliciano viera a Dashvara y que a su vez este pudiese verlo a él. El guardia iba vestido con un uniforme gris; tenía abrochada en el pecho la insignia de una mano negra.

—Explícale exactamente cómo ha ocurrido —le aconsejó Aydin.

—¡Este hombre ha intentado asesinarme! —chilló Exipadas.

Dashvara resopló y contó detalladamente el caso como una víctima ejemplar. El miliciano escuchó con tranquilidad, sin prestar atención a los quejidos del doctor. Finalmente, hizo un breve gesto con la cabeza.

—Según la Ley, si el enfermo se niega a una sangría, el doctor no puede realizarla. Considero que vos actuasteis en defensa propia y que el doctor no podía obligaros a nada. No hay más que hablar.

El doctor se había quedado boquiabierto. Dashvara sonrió, gratamente sorprendido.

—Gracias, miliciano —soltó.

El humano inclinó ligeramente la cabeza como saludo.

—¿Queeé? —bufó Exipadas—. ¡No! ¡Miliciano! —llamó—. ¡Ordeno que lo arrestéis! ¡Miliciano!

Cuando le cogió la manga al miliciano, el rostro de este se volvió gélido; el doctor se arredró.

—Os sugiero que os alejéis de esta calle, doctor —dijo el agente.

—¡Cómo osáis…!

—Por favor, no profiráis insultos de los que podáis arrepentiros luego —lo cortó el miliciano con rectitud—. La Ley es la Ley.

El rostro pálido de Exipadas enrojeció y pareció estar a punto de echar humo por las orejas. Apuesto a que esos son los humores nefastos de los que me quería librar a mí, pensó Dashvara con sarcasmo.

—Ese patán lo pagará de todas formas —gruñó el doctor, antes de dar media vuelta y echar a andar a grandes zancadas por la calle. Cuando Dashvara giró la cabeza hacia el otro lado, el miliciano ya estaba lejos.

Con un suspiro, Aydin volvió a cerrar la puerta.

—Bueno. Esperemos que el asunto haya quedado zanjado.

Hadriks soltó una risita.

—¡Le has hecho morder el polvo a un patricio!

—Sí, menudo éxito —ironizó Aydin. Tenía las garras sacadas. Dashvara se preocupó.

—¿Crees que ese cretino podría intentar vengarse de un accidente tan nimio?

Aydin levantó los ojos al cielo.

—¿Accidente nimio? Te recuerdo que no estás en tus tierras salvajes, Xalya. En Dazbon, existe una Ley. Y un Tribunal. Tal vez Exipadas sea un «cretino», como dices, pero si tiene amigos entre el Consejo de los Siete, podría complicarte la vida y bien.

Dashvara se encogió de hombros.

—No te preocupes por ello. Bien, tal vez tenga un desequilibrio energético, pero me siento estupendamente, así que…

—Así que vas a tumbarte y a aguantarte —replicó Aydin.

Su tono inflexible de curandero experimentado tuvo cierto efecto sobre Dashvara. Se miraron unos instantes y, al cabo, el Xalya refunfuñó:

—Supongo que, después de todo, te debo esto.

Se volvió a tumbar en la cama y, tras preguntarle si sabía leer, Aydin le trajo un libro. Dashvara sonrió al leer el título. Las aventuras del pastor Bramanil y su gato Mawrus el saboteador.

—¿Conoces a Rowyn el Duque? —preguntó.

La expresión burlona del ternian le dio a entender que volvía a pisar un terreno aventurado.

—Lo conozco. Hadriks, quédate aquí, ¿quieres? Y no hables demasiado.

Salió de la habitación y se oyeron ruidos de pasos alejarse. El muchacho estaba sentado en una de las dos sillas de la pequeña mesa, al otro lado del gabinete. Jugaba a cartas solo. Dashvara extendió el cuello. Los dibujos de las cartas, obviamente, no los había visto nunca.

—¿Son cartas dazbonienses? —inquirió, curioso.

Hadriks se encogió de hombros.

—Cartas marineras, se las llama. Ahora estoy jugando un solitario. —Sonrió cada vez más abiertamente—. ¿Sabes jugar a las republicanas?

Dashvara negó con la cabeza y se sentó en la cama, dejando el libro.

—Las cartas que conozco no son para nada así. De hecho, tendíamos más a jugar a las katutas. Se juega con un tablero —explicó. Una súbita oleada de recuerdos lo invadió. Makarva, Lumon, Boron, Sigfen… mis hermanos de patrulla y yo éramos jugadores de katutas empedernidos. Dashvara reprimió una sonrisa triste. Y así y todo, qué mal jugábamos. Maldita sea. Bloqueó sus recuerdos.

—Ya sé lo que son las katutas —se mofó Hadriks—. El juego lo inventó un dazboniense.

Dashvara dio un respingo, asombrado. Las katutas eran un juego ancestral de los Xalyas. Era un poco como si le hubiese dicho Hadriks que la lengua sabia la habían inventado los republicanos.

—Sinsentidos. Las katutas las inventaron los Antiguos Reyes. Ese dazboniense importaría el juego.

—Te juro que fue un dazboniense —protestó Hadriks—. Pregúntaselo a Aydin. Le encantan las katutas.

Sin abandonar su mueca escéptica, Dashvara se levantó.

—Confía en mí, se lo preguntaré. ¿Cómo se juega a las republicanas?

En las horas siguientes, Hadriks y él echaron varias partidas de cartas.

—¡No puede ser! —bufó Hadriks en un momento.

—¿Malas cartas? —preguntó Dashvara con tono satisfecho mientras contemplaba las suyas. Esta vez había tenido suerte.

—Mmpf —fue todo lo que le contestó el muchacho, concentrado en su juego.

Echó una carta baja con los labios apretados. Dashvara sonrió y jugó a su vez. Cuantas más cartas echaban, más se ensombrecía Hadriks. Perdió el As de Oro ante una avalancha de Secretarios. Y entonces soltó:

—¡Ja!

Dejó caer su última carta. Un Magistrado de Distrito. Dashvara frunció el ceño. Sólo le quedaba un Intendente. Con la jugada, Hadriks le impedía ganar la mano, entendió.

—Serás bastardo —gruñó, echando al Intendente, mientras el mozo se reía—. ¿No decías que tenías malas cartas?

—Las tenía, ¿no has visto mi juego desastroso? Lo único aceptable era mi Magistrado. Simplemente, no deberías haberte deshecho del Senador tan rápido. Eso es lo que tiene jugar con un principiante.

Dashvara puso los ojos en blanco, divertido.

—Oye, ¿a los senadores no les molesta este juego de las republicanas? Porque sospecho que habrá más de uno que suelte barbaridades contra sus cartas.

—¡Bah! Los senadores los primeros —replicó Hadriks—. Mira, una vez ocurrió que el capitán de la milicia entró en el Senado para avisar de algo y los pilló a todos jugando a las republicanas y uno de ellos gritaba «¡Un Senador! ¡Que me toque un puñetero Senador!». —Dashvara soltó una carcajada imaginándose la cara del capitán. Hadriks sonrió anchamente—. Te lo juro. Bueno, es una leyenda popular —admitió—, pero ¿qué te apuestas a que es cierta?

Sin dejar de sonreír, Dashvara desvió la mirada al oír pasos junto a la puerta.

—No hago apuestas sobre leyendas populares —replicó.

Alguien llamó y Hadriks se apresuró a levantarse para ir a abrir. Eran Rowyn y Azune.

—¿Dónde está Fayrah? —preguntó Dashvara antes de que ninguno de los dos tuviese tiempo de respirar.

El rubio transpiraba abundantemente y se sacudía la túnica para airearse. Sin embargo, su rostro se relajó al ver al Xalya de pie.

—Veo que Aydin te ha sacado del infierno. Te aconsejo que no salgas para meterte en otro: ahí afuera hace un calor de mil demonios. ¿Qué tal te sientes?

—Apostaría a que es la vigésima vez que me lo preguntas desde que nos conocemos, republicano.

Rowyn sonrió ante la réplica. Azune preguntó:

—¿Dónde está Aydin?

—En el mercado, en su puesto de mágaras —contestó Hadriks.

A Rowyn se le iluminó el rostro cuando se sentó a la mesa.

—Jugando a cartas, ¿eh? ¿A las republicanas?

Hadriks asintió.

—Le he estado enseñando, pero todavía se deja engañar como un principiante.

Dashvara volvió a sentarse insistiendo:

—¿Dónde está mi hermana?

—¿Eh? Oh. Las tres están perfectamente —aseguró el kampraw con ligereza—. Las he dejado en una posada. El Dragón de Oro. Bueno, Lessi está un poco mareada por todo el bullicio de la ciudad y por el mal olor.

Dashvara enarcó una ceja. La hija del indestructible capitán Zorvun. Por supuesto.

—¿Y la caravana con los demás prisioneros? —inquirió.

Azune gruñó con ironía:

—Caramba, no sabía que la Suprema tuviera barba. Vamos, Duque, contesta a la pregunta de nuestra jefa.

Hadriks soltó una carcajada y Rowyn puso cara paciente. Dashvara no fue tan comprensivo.

—Lo siento, Azune, pero te recuerdo que esos prisioneros son mi pueblo. No se bromea con esas cosas.

Azune resopló.

—Me he pasado la noche cabalgando para salvarlo y ni una palabra de gratitud. ¿Es que no te han enseñado a decir «gracias»?

Dashvara no supo qué contestar a eso. Tras un silencio, carraspeó.

—Gracias.

—Si es para decirlo con ese tono, mejor te callas —bufó Azune.

Dashvara comenzó a irritarse.

—No he puesto ningún tono, republicana. ¿Qué quieres que te diga? No estoy habituado a decir gracias a los extranjeros, ¿vale? Dadme un tiempo de adaptación.

Todo rastro de ofensa desapareció del rostro de Azune, aunque no ese destello burlón.

—Nos llamas extranjeros y estás en nuestra ciudad. ¿Me he perdido algo? En fin, francamente, Rowyn, cuanto menos digamos mejor.

El Hermano de la Perla jugueteaba con las cartas, pensativo. En ese instante, suspiró largamente.

—Azune tiene razón. Será mejor que no te metas en nuestros asuntos ahora. Es demasiado tarde. Tenemos un plan para rescatar a tus compañeros. Los liberaremos y acabaremos con Arviyag y su gente. Pero no podemos permitir que interfieras en nuestro trabajo.

El Duque no iba a contestar a sus preguntas, adivinó Dashvara. Se sintió apesadumbrado. Hubiera podido intentar agenciarse un arma y amenazarlos, pero esa simple idea, a menos que fuese el desequilibrio energético, le produjo un retortijón de tripas que lo obligó a mantenerse rígido como una estatua.

—Lo siento, estepeño —suspiró Rowyn tras un silencio molesto.

Realmente parecía sentirlo. De hecho, parecía que actuaba a regañadientes. Azune, en cambio, parecía satisfecha.

—No lo sientas, republicano —respondió Dashvara—. Dime, ¿y esa conversación que me prometiste con tu Suprema?

Azune soltó una carcajada forzada.

—Mi hermano no te prometió nada. Te dijo que irías a verla. Eso es todo. No deformes las palabras de los demás.

Dashvara le echó una mirada sombría.

—Tengo la impresión de que la has tomado conmigo, semi-elfa.

—Tengo la impresión de que te importa una rana que Arviyag sea puesto entre barrotes mientras tú recuperes a tu pueblo.

Dashvara la fulminó con la mirada.

—¡Eso no es cierto! Y si el favor que os debo es el de acabar con todos los esclavistas de la República, sea. Lo cumpliré.

El rostro de Azune tembló y su máscara irónica se desmoronó por un instante.

—Ya basta —intervino Rowyn con tono cansado—. Si os dejase continuar, acabaríais los dos prometiendo extirpar la esclavitud de toda la costa del Océano Caminante. Qué digo, de toda Háreka. Vamos, Azune. Tenemos trabajo que hacer. Estepeño —apostrofó mientras se acercaba a la puerta—. Me alegro de que vayas mejor. Descansa y mañana volveremos para llevarte a ver a la Suprema y luego te conduciremos al Dragón de Oro.

—No. Prefiero ir al Dragón de Oro ahora —aseguró Dashvara.

—Lo siento —suspiró el kampraw—. No tenemos tiempo. En todo caso, podría llevarte Hadriks. Pero supongo que a Aydin no le gustará. No libera a sus pacientes hasta que los declara completamente curados —sonrió—. Seguid jugando a cartas. Pasad una buena tarde.

Ya estaban saliendo los dos Hermanos de la Perla cuando Dashvara preguntó:

—¿No iréis a actuar esta misma noche?

Rowyn cerró la puerta sin contestar. Dashvara maldijo entre dientes. Volvió a coger las cartas para barajarlas con movimientos nerviosos. Si Rowyn y Azune pretendían entrar en el refugio de los esclavistas esa misma noche… se iba a perder algo que no quería perderse por nada del mundo.

—Malditos republicanos —volvió a maldecir.

—¿Vas a barajar durante mucho tiempo? —inquirió Hadriks, sentado ante él.

Dashvara empezó a repartir.

—Dime, Hadriks. ¿Sabes dónde vive el comerciante Shizur?

El muchacho frunció el ceño.

—¿El comerciante de vinos? ¿El amigo de tu prima que no es tu prima?

—¿Cómo sabes que Zaadma no es mi prima? —replicó Dashvara.

Hadriks mostró una sonrisa traviesa.

—Bueno. Primero, porque la prima se llama Zaetela y no Zaadma. Segundo, porque Azune dijo que eras un Xalya. Y tercero…

—Está bien, está bien —lo cortó Dashvara—. ¿Entonces?

—¿Entonces qué?

—Shizur —gruñó el Xalya.

—Oh. Vive en el Distrito de Otoño. Cerca del Canal de Amatistas.

Dashvara trató de repasar mentalmente los planos de la ciudad que había examinado en casa del mecenas de la Perla.

—Cerca de la confitería Shubor —precisó Hadriks tras una pausa—. ¿Por qué lo preguntas? ¿Tienes alguna cuenta pendiente con él?

Por el brillo de sus ojos, Dashvara adivinó que se imaginaba ya alguna pelea formidable. De reservado, aquel muchacho había pasado a revoltoso, observó con una mueca.

—No tengo ninguna cuenta pendiente con Shizur, no.

Hadriks miró sus cartas, luego alzó la vista, se cruzó con la de Dashvara… y se mordió el labio.

—¿Qué?

—Me gustaría pedirte un favor.

Como temía, aquellas palabras iluminaron el rostro del muchacho.

—¿De verdad? ¿Cuál?

—Ve a casa de Shizur y pregunta por Zaadma y Rokuish. Entérate de si viven ahí o si se han instalado en otra parte. Pero, si están ahí, no les digas dónde estoy.

—Va a ser difícil que no lo adivinen viéndome a mí —apuntó astutamente Hadriks.

Dashvara se pasó la lengua por los labios secos.

—Ya…

La puerta se abrió de golpe y Aydin entró, sosteniendo a una mujer desfallecida.

—¡Por el Dragón! —exclamó Hadriks, apresurándose para ayudarlo. Viendo las proporciones de la mujer, Dashvara se apuntó a echarles una mano—. ¿Es Lira, la de Tantoro el curtidor? ¿Qué le ha pasado?

—Mareo. Calor —explicó Aydin con esfuerzo. Tenía la frente empapada de sudor. Tumbó a su paciente en la cama—. Tráeme agua.

Hadriks obedeció al instante. Aydin le dio una palmadita a la mujer, resopló y se dejó caer en un taburete contra el muro.

—Unos días más con este calor y nos encontrarán a todos los dazbonienses en un charco.

Dashvara había vuelto a sentarse a la mesa y se preguntaba ahora si con esa nueva inquilina el ternian le daría el visto bueno para salir de su casa. Hadriks regresó al fin con el agua y, antes de nada, Aydin tomó un largo trago. Luego le acercó un vaso a la paciente y le mojó la frente, el cuello y las orejas. En cuanto Lira agitó la cabeza, Aydin hizo un gesto de la mano hacia Dashvara y Hadriks.

—Salid de aquí —murmuró.

Hadriks tomó a Dashvara del brazo y ambos salieron a la habitación contigua. Lo guió más allá, hasta la cocina. Un detalle lo intrigó.

—¿Dónde está la familia?

Hadriks se estaba mojando la cabeza con agua para resistir mejor al calor.

—¿Te refieres a la familia de Aydin? Bueno. Sus dos hijos estudian en la Ciudadela. Uno va para magarista y otro va para guerrero celmista.

Dashvara sabía que esos oficios tenían que ver con la magia; bueno, con la magia que algunos no llamaban magia porque les parecía un término inculto. Siguió el ejemplo de Hadriks empapándose con agua y retomó:

—Un magarista ¿es un creador de objetos mágicos?

Hadriks tuvo una sonrisa indulgente.

—Sí. Objetos encantados con energías asdrónicas. Aydin vive de eso, aunque utiliza encantamientos fáciles. Yo aprendo de él. Cuando tenga suficiente nivel podré pedir a la Ciudadela una beca para estudiar ahí.

Dashvara asintió pensativo. Maloven ya le había intentado explicar algunas veces lo de las energías asdrónicas y dársicas. Recordaba las lecciones, y no con gran alegría. No siendo Maloven ningún mago todas sus explicaciones siempre habían sido teorías vagas. De todas formas, Dashvara tenía la sensación de que, aunque Maloven hubiese sido el mejor hechicero de toda Háreka, no se habría sentido más atraído por el tema. Como solía decirle él mismo a Fayrah cuando eran niños: no se puede saber de todo.

Dashvara volvió a pensar en las palabras de Hadriks y sonrió. Había dicho “cuando tenga”; no había ni siquiera considerado la hipótesis de que pudiese fracasar en el intento.

—No dudo en que te convertirás en el mejor mago encantador de objetos —apuntó Dashvara arrimándose cómodamente contra un muro—. ¿Y el guerrero celmista? ¿Qué hace? ¿Suelta relámpagos asdrónicos? ¿Sopapos de ácido?

Hadriks meneó la cabeza ante el tono bromista de Dashvara.

—Los hay que son celmistas escuderos, y otros son conjuradores… entre otras cosas —añadió, tras una vacilación que daba a entender que no tenía gran idea sobre la materia—. Los escuderos hacen escudos y los conjuradores hacen… cantidad de conjuros. Entre ellos están los perceptistas, los desintegradores, los invocadores, los… Bah —se interrumpió—. Como digo, hay cantidad. Dicen que los mejores guerreros celmistas acaban sus últimos años estudiando en el Bastión. Son… otras esferas. No se los suele ver en la calle.

—¿Y en qué emplean sus conjuros? —preguntó Dashvara con curiosidad.

Hadriks ladeó la boca en señal de ignorancia.

—En defender la República, supongo.

Dashvara hizo una mueca sonriente. Casi se sintió identificado con esos guerreros celmistas.

—Una manera como otra de disfrutar de la vida —aprobó—. ¿Y la esposa de Aydin?

Hadriks lo miraba con diversión ante tanta pregunta.

—Es escultora.

—Oh.

Dashvara trató de acallar su curiosidad, en vano. No podía dejar de pensar en Bashak y en su figurilla de madera. Siempre le había gustado la idea de dar forma a una materia, aunque él no se consideraba lo suficientemente paciente para llevar esas tareas a cabo.

—Esculpe sobre mármol, sobre todo —continuó Hadriks, adivinando tal vez el interés del Xalya—. Pero también esculpe barcos. Hace unos meses acabó de esculpir la proa, la borda y el camarote del Alamagna. Es el navío personal de la familia de los Parvel.

Dashvara asintió con los brazos cruzados. Tras una vacilación, sacó el disco de luz de Zaadma de su bolsillo y se lo mostró a Hadriks.

—Pertenece a mi prima que no es mi prima —explicó con una sonrisilla—. Quisiera que se lo devolvieras. No lo frotes con las manos o se encenderá.

Hadriks había agrandado los ojos.

—¿Es una mágara?

—Supongo. ¿Podrías devolvérsela? Yo no puedo porque Shizur podría haberme visto ya. Ya me entiendes.

Hadriks asintió.

—¿Te refieres al Dragón de Primavera? Debe de ser frustrante ser acusado en falso —lo compadeció. Dashvara carraspeó.

—Frustrante, no lo sé. Molesto, a lo menos.

—Molesto —repitió Hadriks, poco convencido—. Sí. A lo menos. Me voy enseguida —declaró con más energía—. Si está en casa de Shizur, en menos de media hora habré vuelto. Corro rápido.

Dashvara estuvo tentado de decirle que no se trataba de ninguna carrera, pero lo vio tan animado que se contentó con darle un golpecito en el brazo y decirle:

—Estás volviéndote más temerario de lo que esperaba. Recuerda, chaval: temerario lo justo, imprudente nunca.

Hadriks ya estaba saliendo de la cocina cuando acabó de hablar; dudó de que lo hubiese escuchado. Aguzó el oído. Oyó un ruido de puerta y… de pronto oyó un bufido y unas voces. ¿Algún problema con la señora del curtidor? Dashvara se apresuró hacia la puerta pero Aydin apareció antes, con los ojos más fríos que un viento del norte. Alzaba la placa metálica de Zaadma como si estuviese sosteniendo una serpiente roja. Dashvara se estremeció inconscientemente.

—¿Qué es esto? —exclamó el curandero.

Dashvara se lo quedó mirando, estupefacto. No es que conociera al ternian desde hacía mucho, pero jamás hubiera imaginado que pudiera tener esa mirada tan terrible.

—Te alojo, te curo, te doy de comer ¿y luego me lo pagas con esto? —Le tiró el disco a la cara y Dashvara, atónito como estaba, ni lo esquivó.

Por ser Xalya y haber patrullado sus tierras durante años tenía un buen aguante a las sorpresas. Pero el salto de humor del ternian lo pilló del todo desprevenido. ¿Qué diablos le ocurría de pronto al curandero? En un silencio de muerte, se agachó y recogió el disco. Este brillaba tenuemente.

—De verdad que no…

—Fuera de mi casa —tronó Aydin.

Dashvara lo detalló con la mirada. Parecía un hombre al que le hubiesen amenazado con matar a su hijo. No era un buen momento para discutir, entendió.

—Está bien. Me marcho. Pero…

—Fuera de mi casa —insistió Aydin con tono gélido—. Y deja a Hadriks en paz.

Dashvara no se demoró. Pasó junto al curandero y salió al comedor. Ahí se cruzó con el muchacho, lívido como una mortaja.

—Que el Ave Eterna te guíe, chaval —murmuró.

Se dirigió hacia el gabinete y comprobó que Lira ya se había marchado. Abrió la puerta y se giró hacia atrás. Aydin lo había seguido, como para asegurarse de que no fuera a provocar alguna nueva catástrofe incomprensible. Dashvara se armó de coraje.

—Si me permites, ¿puedo preguntar qué tiene de…?

La pregunta murió en su garganta, apagada por esa mirada frígida. Aydin parecía haberse vuelto tan frío como una estatua de nieve. Ni con la oleada de calor que entraba por la puerta se derretía. Ya le había causado suficientes problemas, decidió. Pedirle un favor a su aprendiz había acabado con su paciencia, por lo visto. Le dedicó un gesto seco con la cabeza y salió.

El sol golpeaba de pleno la calle empedrada. Dashvara se puso a andar sin saber adónde ir. Anduvo durante largo tiempo, entre gente, carruajes y ruido. Sin duda, Dazbon era más impresionante que Rocavita. Era un sinfín de callejuelas, canales, puentes, talleres y plazas con pequeños parques… Pero Dashvara no consiguió sentirse embelesado por nada. Olía mal, hacía calor y todo era demasiado grande.

Cuando algo parece demasiado bello o demasiado de cualquier cosa, deja de parecer hermoso. Ensimismado en pensamientos filosóficos, Dashvara recorría la larga calle de un canal más ancho, observando su alrededor como en un sueño. No actúo como si estuviese en Dazbon, comprendió. Él, en su corazón, aún seguía subido a Lusombra, recorriendo las colinas, oteando el horizonte.

Suspiró. Escuchó los gritos agudos de unas aves blancas y grandes. Gaviotas, dedujo. Maloven había vivido un año en Dazbon; le había contado un poco cómo era. Pero, como siempre, el pequeño Dashvara no se interesaba por lo que, según creía, jamás conocería en su vida.

Desembocó al final del canal, en una plaza, ante un elegante edificio cuya puerta de acceso tenía la forma de un ojo. El río se bifurcaba en dos grandes corrientes hacia el mar. Mirando a contracorriente, hacia el norte, Dazbon ascendía en una colina con una acusada pendiente. Por un lado, se divisaba la Gran Cascada, espumosa y blanca; por el otro, estaba la Escalera: una interminable escalinata de tal vez cincuenta pies de ancho, de piedra color arena y peldaños regulares subía y subía hasta lo alto de la colina, lejos arriba. Las casas del Distrito de Otoño se apiñaban a ambos lados.

Dashvara volvió a bajar la vista, cegado por el sol, que empezaba a descender. Tenía que encontrar ese Dragón de Oro y asegurarse de que Fayrah, Lessi y Aligra estuvieran bien. Y una vez hecho esto, iría en busca de los Hermanos de la Perla. Si no querían que interfiriese en su trabajo, tendrían que aceptar que trabajara con ellos. Sólo tenía que encontrar un método para obligarlos a aceptarlo.

Dashvara esbozó una sonrisa mientras buscaba algún alma gentil que le pudiera indicar el camino.