Página principal. Ciclo de Dashvara, Tomo 1: El Príncipe de la Arena

18 El Sendero de la Lluvia

Así como a la mañana se sentía enérgico y curado, a la tarde volvió a recaer en sus ataques de tos. Hacia el crepúsculo le entraron tales mareos que, cuando vino Fayrah a llamarlo para la cena, le aseguró que no tenía hambre y que no iba a bajar. Ella estuvo a punto de comentar algo pero, ante la mirada imperante de su hermano, se contentó con decirle con voz dulce:

—Descansa, hermano.

Dashvara cerró el libro que tenía entre las manos. Este trataba de las medidas de seguridad que había instaurado el Senado durante el último siglo. En el seno urbano, se hablaba de licencias de armas y de reglas de higiene para combatir la rabia transmitida por unos roedores llamados sirelokes. En las fronteras del este, se hablaba del grave peligro que suponían las criaturas del desierto de Bladhy. Los guardias dazbonienses repelían cada invasión de escama-nefandos, detenían belicosas tribus de orcos y luchaban empecinadamente contra los nadros rojos, a los que llamaban también «budrays». Disponer de unas tierras ricas en recursos tenía sus ventajas, pero también sus inconvenientes: todos las envidiaban, incluso las criaturas más demoníacas que podían existir en Háreka.

Dashvara dejó escapar un suspiro. Tenía el pecho hecho un asco y la garganta en fuego. No conseguía deshacerse del resabio de la sangre. Como la luz de la ventana ya no le daba para leer, había encendido una vela, y aun así se le cerraban los ojos inconscientemente.

Más me vale reponerme porque si voy a quedarme así durante toda la vida, me va a resultar complicado aguantarme.

Oía ruidos de voces en la casa y, recapacitando, sintió la necesidad de unirse a los demás. Tal vez Rowyn tuviese una historia del pastor Bramanil y su gato. Se enderezó, más animado, y… una tos incontrolable lo sacudió.

—Maldita sea —jadeó cuando esta cesó.

Tenía los puños cerrados y hubiera acabado gustoso a puñetazos con la tos si hubiese sido posible. Oyó un chirrido y la puerta se abrió. No vio a nadie en el recuadro. Dashvara escudriñó las sombras.

—¿Fayrah?

Una voz suave le contestó:

“Soy Tahisrán. Te traigo un remedio.”

La sombra se adelantó en la habitación con un vaso en la mano. El vaso estaba volando. Volando… sostenido por unas simples sombras.

Dashvara era un guerrero de la estepa y, como guerrero de la estepa, no le asustaban muchas cosas que hubieran hecho palidecer al más aguerrido de los republicanos. Pero ver una sombra sosteniendo un vaso… eso era más de lo que su mente podía llegar a soportar.

Cuando Tahisrán le tendía el vaso, Dashvara se arredró y se levantó de un bote hacia el otro lado de la cama.

—No te acerques. —Su voz tembló—. Tú… esto… Espera un momento a que me calme, ¿vale? —Esperaron ambos unos segundos en silencio y al cabo Dashvara, sin sentirse lo más mínimamente recobrado, retomó con incredulidad—: ¿Has preparado eso… para mí?

La sombra asintió, dejó el vaso sobre la mesilla y se giró para cerrar la puerta mientras explicaba:

“Antaño, fui discípulo de la Escuela de Gon, en las Repúblicas del Fuego. No soy un celmista endársico, me especialicé en perceptismo, pero me conozco unos trucos. Mi maestro padecía de una tos semejante a la tuya y este remedio lo aliviaba mucho.”

Dashvara jamás en su vida había oído hablar de la Escuela de Gon, pero claro, según sabía, las Repúblicas del Fuego estaban a tropecientas mil leguas de Dazbon, más allá del Desierto de Bladhy. Dashvara se acercó tímidamente a la mesilla.

—¿Cómo lo haces? —preguntó.

“¿Hablas de la poción? El principal ingrediente es una planta que tiene flores blancas. Una kalrea. Le añado un poco de energía brúlica. Bébetela. Te calmará la tos”, aseguró la sombra.

Dashvara tragó saliva, se sentó en la cama junto al vaso e iba cogerlo cuando confesó:

—No hablaba de la poción. Lo que quería saber es cómo haces para sostener un vaso si tus manos… bueno, están hechas de sombras, ¿no?

Dashvara vio claramente la sonrisa burlona de Tahisrán.

“No soy sólo sombras, humano. Soy una sombra.”

Dashvara enarcó una ceja.

—Ah. —Marcó una pausa—. Eso lo explica todo. ¿Y pretendes que confíe en que no me vas a envenenar y me beba esto?

Tahisrán asintió otra vez y Dashvara percibió ironía cuando agregó:

“Al fin y al cabo, ya estás envenenado.”

Recordárselo no era muy amable, pensó Dashvara con un suspiro. Sin darle más vueltas a la extraña ofrenda, cogió el vaso y tragó su contenido. No sólo olía a kalrea, también sabía a ella. Apenas hubo dejado el vaso otra vez en la mesilla, lo recorrió un violento escalofrío y se puso a castañetear. Sus ojos se le oscurecieron, su corazón se le aceleró… Luchando por permanecer consciente, Dashvara soltó un rugido.

—¡Me has envenenado!

La sombra avanzó un paso con expresión extrañada.

“Esto no es normal”, reflexionó. “Deberías estar durmiendo plácidamente. A mi maestro le venía de maravilla…”

Dashvara abrió la boca, estornudó y un dolor fulgurante le recorrió todo el cuerpo, seguido de una explosión de furia ciega. Alzó la vista hacia la sombra con una mueca terrible.

—Eres sombra muerta… ¡Te vas a enterar! —bramó.

Dashvara se levantó y se abalanzó hacia la sombra. Esta se le escurrió y Dashvara chocó violentamente contra el muro como un toro enloquecido. Ignorando el dolor punzante que le atravesaba como una flecha de ácido, se giró e iba a arremeter de nuevo cuando la puerta se abrió en volandas y entraron Rowyn y los demás a la carrera soltando gritos.

Dashvara sintió que un bloque de hielo le caía encima de golpe. Los brazos fuertes de Rowyn lo mantuvieron inmóvil y Dashvara se agitó débilmente.

—¡Maldita sombra! Voy a matarla, Rowyn. Te juro que voy a matarla.

Tenía los ojos desorbitados y se le escapaba sangre de la boca a borbotones, o al menos esa era la impresión que tenía. El efecto de aquella pócima había sido demasiado inmediato para dudar de que fuera una casualidad. Esa sombra lo había estado engañando soltándole historias disparatadas y consiguiendo incluso que Dashvara sintiese compasión por ella… ¡y resultaba ahora que lo había envenenado! Lo había asesinado. A menos que nunca hubiese existido, a menos que…

Dashvara se derrumbó y Rowyn lo ayudó a tumbarse en la cama.

—No parece que se esté curando con el tiempo, Duque —observó la voz sombría de Azune.

Dashvara escudriñó febrilmente las esquinas en busca de la sombra. ¡Cuánto le hubiera gustado poder fulminarla con una sola mirada!

Un bello rostro distorsionado por la inquietud apareció ante sus ojos. Dashvara, súbitamente, se enojó contra sí mismo. No podía dejar a Fayrah sola ahora. Hubiera sido demasiado ridículo. Trató de sonreír y tendió una mano para coger la de su hermana.

—Estoy bien —gruñó. Un ruido de succión sanguinolenta acompañó sus palabras. Dándose cuenta de que mentía como un bellaco, se carcajeó y la sangre chasqueó en su garganta—. Nunca he estado mejor —añadió mientras reía y tosía—. Qué diablos. Ahora lo entiendo. Esto es la panacea de la vida, hermana: la muerte.

Un brillo de terror pasó por los ojos de Fayrah y Dashvara, recobrando cierto juicio, se recriminó duramente.

—No me escuches, hermana. Estoy delirando. Pero… —su voz se redujo a un mero hilo— si muero, Fayrah, no importa cuánto sople el viento, sigue luchando…

* * *

Volvió a despertar horas después, en plena noche, oyendo ruido a su alrededor. Dashvara constató que seguía vivo, aunque él hubiera apostado a que había muerto y resucitado; incluso a que lo habían matado varias veces. Se sentía completamente ajeno a lo que sucedía a su alrededor. ¿Qué le importaba lo que pudiese pasar si, de todas formas, moría y resucitaba y moría y resucitaba sin parar?

¿Desde cuándo me hago preguntas tan estúpidas?, razonó una vocecita en su mente.

Dashvara meneó la cabeza.

—¡Se despierta! —murmuró una voz. Era Azune.

Dashvara parpadeó y vio a Rowyn arrodillado junto a la cama con un pliegue profundo en la frente.

—¿Cómo te sientes, estepeño?

—Me siento vivo, republicano —contestó Dashvara. Incluso él se asustó al oír su voz, reducida a un mero graznido moribundo.

Rowyn se giró hacia Azune.

—Ayúdame a levantarlo, Azu.

Dashvara reprimió un gruñido de sorpresa cuando Rowyn lo ayudó a enderezarse.

—¿Adónde quieres que vaya, republicano?

—Azu va a llevarte a un curandero de Dazbon —contestó Rowyn—. En dos horas como mucho llegáis. No puedes quedarte aquí.

—¿No puedo? —repitió Dashvara, aturdido. Siguiendo razonamientos insondables, recordó lo que le había dicho a Rokuish: “Una persona que no cree que una pluma puede luchar contra el viento se dejará llevar creyendo imposible luchar contra lo imposible.”

—No debes —afirmó Rowyn con aire lúgubre—. O me temo que morirás. El veneno te está matando.

—¿Cuál de ellos? —preguntó Dashvara, sin saber muy bien por qué.

Rowyn frunció el ceño, meneó la cabeza y lo ayudó a levantarse.

—Azu, ayúdame…

—Ya puedo caminar —protestó Dashvara—. Todavía no estoy muerto.

Sin embargo, ambos Hermanos de la Perla lo ayudaron a salir del cuarto y a bajar las escaleras. Tan sólo cuando llegaron abajo Dashvara recordó a la sombra. Echó una mirada fulminante hacia atrás, convencido de que esta lo seguía, pero no vio nada más que oscuridad. Con una sonrisa sarcástica, se dejó caer sobre una silla. Azune llegaba con unas tijeras y Dashvara la contempló, perplejo, mientras se las pasaba a Rowyn.

—No te muevas —le recomendó el Duque—. Voy a cortarte la barba.

Dashvara se quedó boquiabierto y por un momento su mente se volvió del todo lúcida.

—¿Qué? Ni hablar. No vas a tocarme la barba, republicano.

Rowyn sonrió, apaciguador.

—Están buscando a un ladrón barbudo estepeño, ¿recuerdas? Sólo se trata de un disfraz. Ni que fuera a cortarte el cuello.

Dashvara le echó una mirada asesina y se levantó apoyándose como pudo sobre la mesa.

—Procura que no te lo corte yo a ti —refunfuñó.

Rowyn palideció.

—Azune, explícaselo.

La semi-elfa resopló.

—Explícaselo tú mientras yo le doy un buen garrotazo. No quiero cabalgar con un loco despierto, Row. Además, si le da un ataque de tos, nos vamos a caer del caballo fijo. Lo mejor es que viaje con él inconsciente.

O muerto, pensó Dashvara. Un inmenso cansancio invadió el corazón del Xalya y este se tambaleó entristecido, hasta su silla.

—Está bien. Malditos republicanos. Cortadme la barba, y hasta el brazo si lo deseáis. Total, para lo que voy a durar…

—Te cortaremos la lengua si sigues hablando —masculló Azune.

Rowyn se puso manos a la obra. Fatigado como estaba, Dashvara por poco no derramó lágrimas al ver su preciosa barba caer al suelo empedrado del comedor. Al notar su desazón, Rowyn carraspeó.

—No te la estoy quitando entera. Sólo la estoy podando.

Dashvara no contestó. En un momento, tosió y Rowyn estuvo a punto de ensartarlo con sus tijeras. Cuando vio una gota de sangre sobre la nariz del republicano, suspiró.

—Perdón. Te he salpicado.

Rowyn acabó su trabajo antes de limpiarse y tenderle un brazo a Dashvara.

—Arriba, señor de los Xalyas. No te desanimes: seguro que sales de esta.

—Todos salimos —murmuró Dashvara, levantándose lentamente—. Pero nunca se sabe si vivos o muertos.

Rowyn tragó saliva.

—Por la Divinidad —masculló—, incluso Axef lo supera en optimismo. ¿Seguro que no quieres que te acompañe, Azu?

—No —negó ella con rotundidad—. Tú cuida a las Xalyas y vete a dormir. El estepeño llegará a Dazbon.

Dashvara tuvo una sonrisa terrible.

—Todos llegamos. Pero nunca se sabe si vivos o muertos.

Resoplando, le pusieron unas botas y una gruesa túnica que olía a lavanda y, mientras lo guiaban afuera, Dashvara se sorprendió pensando en Zaadma y en sus plantas. En el pequeño establo en el que entraron, había tres caballos. Azune abrió el compartimento de una yegua blanca y Dashvara se quedó contemplándola, atontado. Se parecía a la montura de su padre. Tenía la misma prestancia y la misma belleza. Pero, obviamente, no era la misma.

Azune montó e iban a subir a Dashvara entre ambos cuando el Xalya se resistió.

—Subiré solo —afirmó.

Subió y se sintió tan mareado que por poco no volvió a caer. Azune lo mantuvo firmemente sentado y Dashvara se lo agradeció: no había peor humillación para un Xalya que caerse solo del caballo.

—Pasa por el Sendero de la Lluvia —le susurró Rowyn a Azune—. La caravana saldrá mañana y llegará hacia el mediodía. Si quieres, espérame en el Camino del Dragón.

Azune asintió.

—Ahí estaré.

Rowyn sonrió y le echó un vistazo a Dashvara.

—No te mueras antes de tiempo, muchacho.

Dashvara estaba rígido como un bastón porque intentaba impedir un nuevo ataque de tos.

—Y tú cuida de mi pueblo —gruñó por lo bajo—. Si les ocurre algo, tendrás que vértelas conmigo, vivo o muerto.

—Déjate de amenazas y procura no caerte del caballo —replicó Rowyn con expresión preocupada.

Dashvara resopló.

—Un Xalya… nunca se cae del caballo —jadeó. Incapaz de contenerse más, se puso a toser como un demonio y Azune maldijo entre dientes.

—¡Va a despertar a todo el vecindario!

—¡Que la Perla os proteja! —los saludó Rowyn mientras la semi-elfa espoleaba su montura.

Salieron de Rocavita al galope y Dashvara tuvo que agarrarse a Azune para no perder el equilibrio. Le parecía que todo su cuerpo se estaba transformando en una sopa de arena ardiente. Estuvieron galopando un tiempo interminable por el Camino del Dragón, guiados únicamente por la luz de los astros nocturnos. Durante el viaje, Dashvara luchó para permanecer consciente y trató de no llenar de sangre la túnica de Azune.

La caravana, se dijo, tras un largo silencio tan sólo interrumpido por el ruido atronador de los cascos contra la piedra. Rowyn había dicho que la caravana llegaría a Dazbon al día siguiente. ¿Eso quería decir tal vez que ya había llegado a Rocavita? Agrandó los ojos. Si eso era cierto, significaba que ahora en la República de Dazbon había probablemente más Xalyas que en la estepa.

Pero esta vez tendrán que liberarse solos, pensó amargamente mientras abría los ojos en grande para no cerrarlos eternamente. A menos que consiga sobrevivir a esto.

Lo único que vio cuando llegaron a Dazbon fue una gran colina que bajaba, cubierta de tejados sumidos en la oscuridad. Oyó un ruido potente cuando pasaron junto a la Gran Cascada pero Dashvara no pudo verla. Escogiendo un sendero que atravesaba un bosquecillo, Azune relajó el ritmo antes de alcanzar las primeras casas.

—¿Qué tal estás, estepeño? —preguntó.

Dashvara, por un momento, creyó que no conseguiría despegar los labios de lo mucho que los había estado apretando. Cuando los despegó, sintió un hilillo cálido recorrerlos.

—Bien —graznó.

Pese a la funesta situación, Azune soltó una risita sarcástica.

—Bien, dice. Apuesto a que, aunque te atravesasen con tres espadas, dirías que estás bien.

Dashvara no respondió: tenía la terrible impresión de que si volvía a abrir la boca toda la sangre de su cuerpo manaría como una cascada envenenada.

Entraron en la ciudad. La mente enturbiada de Dashvara tan sólo pudo encontrar dos adjetivos para calificarla: maloliente y laberíntica. De pronto, el caballo blanco se detuvo. Dashvara sintió que Azune se deslizaba hasta el suelo y, habiendo perdido su apoyo, se agarró a la silla con manos temblorosas. Sólo faltaba ahora que se cayera y se partiese la cabeza.

Con premura, Azune llamó a una puerta. Esta tardó en abrirse y, cuando al fin se abrió surgió un recuadro de luz y se oyó una voz inquieta.

—¡Azune! Querida, ¿qué ha pasado?

—Yo no tengo nada, Aydin. Es mi compañero. Está muy mal.

El sobresalto que le causó a Dashvara oír el nombre de Aydin se transformó en una catástrofe: sacudido por un nuevo ataque de tos, perdió el equilibrio. Azune lo recogió de milagro.

—Ayúdame a llevarlo adentro —soltó Aydin.

Entre el ternian y ella lo metieron en la casa, medio consciente. Dashvara se encontró finalmente tumbado en una cama con un rostro flotando ante sus ojos. Cuando reconoció al comerciante, su corazón se le retorció.

—No quiero que me cure un cobarde —articuló.

Aydin meneó la cabeza y sus ojos rezumaron desafío cuando dijo:

—Y yo no quiero curar a un idiota.

Dashvara lo miró a los ojos y entonces sonrió… y se desmayó.