Página principal. Ciclo de Dashvara, Tomo 1: El Príncipe de la Arena

16 La Hermandad de la Perla

—Hihi…

Dashvara sonreía solo en su sueño. Perseguía un lobo furiento y le agarraba la cola. La criatura le enseñaba los dientes y él se reía y lo llamaba «hermano». El lobo gruñía y se marchaba, exasperado. Entonces, caía al suelo, pero la estepa se convertía en vacío y caía y caía sin cesar, hasta que se ponía a volar como el Ave Eterna y se convertía en águila; y luego en…

Una brusca sacudida en su interior lo sacó de su maravilloso sueño. Notó un terrible dolor de cabeza y jadeó. Todo estaba a oscuras. Abrió los ojos y suspiró de alivio al ver que no se había quedado ciego. Se encontraba en una habitación sumida en la penumbra. Vio la sombra de varios muebles y una pequeña ventana en la parte superior de un muro. Volvió a cerrar los ojos, sintiendo que algo en su interior no andaba bien, pero los volvió a abrir casi enseguida al recordar un hecho.

—Fayrah —susurró.

La había salvado. Recordaba que estaba ahí cuando él había sido envenenado. Había logrado matar a sus carceleros y esperó que todas hubiesen conseguido huir.

Entonces lo recordó todo y suspiró, desanimado. Unas personas habían llegado y los habían llevado el Ave Eterna sabía adónde. Pensó, más optimista, que si hubiesen sido esclavistas seguramente habrían acabado con él.

Vio una puerta a su izquierda y luego constató que tan sólo llevaba los pantalones. Le habían quitado la camisa y comprobó que, en el lugar de su herida causada por Zefrek hijo de Nanda, alguien había vuelto a poner una especie de cataplasma.

Echó un vistazo a la mesilla junto a la cama y, viendo el jarrón de agua, lo cogió con ambas manos, ignorando el repentino mareo. Dio un sorbo. El agua era fresca y buena. Se levantó con la impresión de estar manteniendo el equilibrio en un suelo movible y se roció el agua sobre la cabeza. Enseguida se sintió mucho más despierto.

Titubeó hasta la puerta y aguzó el oído. No se oía nada. Dada la poca luz que entraba por la ventana, parecía que el alba aún no había cobrado vida. Paseó una mirada inquisitiva por la habitación. Vio una silla y, por un momento, pensó romperla para agenciarse un garrote, pero luego razonó. Si esos desconocidos le habían dejado una silla, si lo habían estado cuidando, significaba que no podían ser tan malos. ¿Verdad?

No lo afirmaría, pero podría ser, caviló.

Cuando giró el pomo y la puerta se abrió, se quedó un momento suspenso. Escudriñó el pasillo. Este yacía en la penumbra y el silencio. Dio un paso hacia delante, parpadeó y luchó contra un nuevo ataque de mareo. Era como si su mente estuviese sufriendo un asalto de latigazos. Permaneció en pie de milagro.

Abría los ojos sin atreverse siquiera a pestañear cuando percibió de pronto un movimiento en la sombra. No, rectificó: percibió un movimiento de sombras. Una masa compacta de oscuridad se acababa de mover, junto a uno de los muros. Creyó adivinar la forma de unos brazos y de una cabeza, de unas manos y una boca… Esa silueta era humana. O por lo menos saijit. Pero sólo tenía sombras.

Tragarte todos esos polvos no te ha hecho ningún bien, si acaso te ha salvado de la muerte, pensó para sí, aturdido.

Se tambaleó y posó una mano contra el muro opuesto al que estaba esa criatura ilusoria que no podía existir. Y de pronto, oyó una voz en su cabeza.

“¿Puedo ayudarte?”

El tono era profundo y solícito. Dashvara, con los ojos tan abiertos que empezaban a picarle, no cesaba de contemplar la sombra.

—Ave… Eterna —farfulló débilmente.

Quiso moverse de ahí, pero no pudo. Algo incomprensible le estaba ocurriendo: sus miembros no le contestaban. Se había quedado paralizado. Por un momento, creyó que se trataba de la impresión causada por tanto absurdo. Intentó convencerse de que esa sombra no existía. Se la estaba imaginando. Se relajó y volvió a intentar moverse. En vano.

El crujido de una puerta lo habría sobresaltado si hubiera podido mover uno de sus miembros. Su cabeza empezaba a dolerle más que un fuego interno y su cuerpo le vibraba como apuntalado por mil agujas. En ese instante, Dashvara casi lamentó no haber muerto.

La sombra se desvaneció y en su lugar apareció una luz al fondo del pasillo. Una silueta de carne y hueso se acercó a pasos rápidos.

—No deberías haber salido de tu cuarto —masculló la recién llegada.

Dashvara vio sus orejas puntiagudas y creyó reconocer sus ojos y sus labios finos, pero en el momento no cayó en la cuenta: se contentó con mirarla fijamente sin poder moverse.

La mujer, soltando un suspiro exasperado, apartó la vela que llevaba y lo cogió del brazo… apenas lo hubo tocado, sonó un chisporroteo acompañado de un vivo relámpago: la desconocida, sin el más mínimo ruido, se desplomó al suelo.

Dashvara se quedó tan anonadado que tardó en darse cuenta de que su cuerpo había recobrado la movilidad. La llama de la vela se había apagado al caer ésta y la desconocida no se levantaba.

¿Qué diablos me está pasando?

Deseó que todo aquello no fuese más que una terrible pesadilla pero su experiencia le había enseñado que era preferible ver la realidad tal y como era aunque pudiese parecer incomprensible al principio. Serenándose, iba a arrodillarse junto a la desconocida cuando súbitamente su cuerpo se convulsionó y empezó a toser de tal forma que hubiera caído de rodillas de todos modos.

El ataque de tos le duró como nunca le había durado ninguno y cuando al fin pudo retomar un poco la respiración creyó que, siguiendo el ejemplo de la mujer, iba a quedarse desmayado ahí mismo. El sabor metálico de la sangre le llenaba la boca. Tragó y se sentó en la piedra, tratando de alinear dos pensamientos. En lugar de eso, oyó voces.

—¿Qué le has hecho, patán? —rugió una silueta que corría en su dirección. Dejó la linterna sobre el suelo y se precipitó hacia la mujer inconsciente. El hombre, un humano cariancho y ceñudo de pelo rubio, tenía el rostro contraído por la preocupación y el recelo. Sus ojos azules relucieron cuando se clavaron en los de Dashvara—. ¿Qué le has hecho? —repitió.

Dashvara iba a contestar que no tenía ni idea pero se atragantó y cuando se aclaró la garganta escupió sangre.

—Por la Divinidad —murmuró el rubio—. ¿Estás herido?

Dashvara negó con la cabeza y contestó con voz ronca y monótona:

—Si no estoy soñando, dime, republicano, qué me está pasando.

Durante unos segundos, el hombre permaneció inmóvil. Luego echó una ojeada a la mujer y su rostro se aclaró al ver que esta parpadeaba.

—¿Qué…? —refunfuñó ella. Se enderezó con viveza y soltó un bufido que deformó su bello rostro—. ¡Ese imbécil me ha golpeado con un relámpago!

Intentó levantarse y su expresión vengativa no le dejó a Dashvara la menor duda sobre sus intenciones. Afortunadamente, el rubio la detuvo.

—¡Azune, cálmate! Explícame lo que ha ocurrido —ordenó.

Azune, de pie, a dos pasos escasos de Dashvara, pareció hacer tremendos esfuerzos para tranquilizarse. Sus ojos pardos centelleaban, amenazadores.

—He oído ruido —explicó al fin con voz tensa—. He salido del cuarto para ver. Y lo he visto inmóvil en medio del pasillo. Le he dicho que volviese a su habitación pero no me ha escuchado y, cuando he querido tocarlo, ha saltado un relámpago y me he desmayado. —Su frente joven se arrugó, colérica—. Ese hombre es un celmista. Un conjurador. Te juro que digo la verdad.

—Si no la dijeras, no serías digna de la Hermandad —replicó su compañero, echándole una mirada meditativa a Dashvara. Este último trataba de levantarse, pero las punzadas repentinas empezaban a cegarle la mente.

Genial, pensó. E iba a terminar algún pensamiento lleno de ironía cuando una oleada abrasadora lo quemó a la velocidad del rayo. Soltó una maldición y no supo de dónde sacó las fuerzas para levantarse de nuevo.

—Perfecto —dijo—. Estamos todos vivos. No ha pasado nada grave. Ahora dejadme morir en paz. O al menos dejadme dormir. Porque sospecho que si sigo consciente un minuto más me voy a volver loco como el joven Amerio, que en paz descanse, y… —soltó una risotada y la ahogó enseguida al darse cuenta de que no venía a cuento—. Ave Eterna, si pierdo la cabeza, prometedme que me mataréis —farfulló y soltó una carcajada—. ¡Sería terrible vivir sin cabeza!

Su risa se ahogó esta vez en otro ataque de tos. Cayó de rodillas ante los dos saijits estupefactos y una vocecita tonta le dijo que era humillante arrodillarse ante desconocidos.

—Cállate —masculló, escupiendo sangre. Tenía la mente aún más embotada que en sus peores borracheras—. Yo ya no soy un hombre. Soy un desperdicio. A menos que esté soñando. Sí, tal vez esté soñando y el Torreón siga en pie. Showag, Mildran y Saodar —pronunció—. Están vivos. ¿Os dais cuenta? Mis padres están vivos. Todos están vivos. Y los Shalussis están muertos —añadió con una sonrisa terrible—. Los Esimeos y Akinoa están muertos. Que los atormente el fuego que me atormenta ahora. Que los hunda en lo más profundo del abism…

La oscuridad lo cercó de golpe y ya no hubo nada más que silencio.

Cuando despertó, volvía a encontrarse en la cama de la habitación. Pero esta vez todo estaba mucho más a oscuras. Tan sólo un tímido rayo azul de Gema se infiltraba por la claraboya. Dashvara se enderezó y constató que todo estaba en su sitio: su cabeza no le dolía y razonaba fríamente, sus ojos no se cerraban solos, su mente no debía enfrentarse a ejércitos de bolas de fuego desgarradoras… todo el sufrimiento parecía haber sido sólo un mal sueño. Un extraño dolor sordo en el pecho seguía molestándolo un poco, pero eso eran nimiedades.

Bien, se dijo. Ahora que estaba en condiciones de pensar, tenía que averiguar dónde estaba, quién demonios le había estado cuidando y dónde estaban Fayrah y las demás.

Apenas comenzó a retirar las mantas, creyó ver una sombra moverse y se detuvo en seco escudriñando el cuarto. Todo estaba en silencio. Meneó la cabeza, apartando sus fantasmagóricas visiones, y se levantó. Sigilosamente, salió al pasillo y cuando empezó a recorrerlo tuvo la inquietante sensación de que algo lo seguía. Se giró vivamente, pero no vio nada más que oscuridad.

No pienses en espíritus y concéntrate en encontrar a las Xalyas y salir de aquí.

Suspiró y comenzó a bajar las escaleras del final del pasillo. Una luz tenue brillaba abajo. Cuando llegó al último peldaño, se detuvo junto al vano. Iba a asomar la cabeza para echar un vistazo a la sala, pero una repentina voz, la de Azune, lo dejó clavado donde estaba.

—Bueno, Duque, si quieres saber mi opinión, yo opino que eres un…

—Necio —completó la voz del rubio. Se oyó un sonido sordo—. Hermana, recuérdame el lema básico de la Hermandad de la Perla.

La voz de Azune se hizo flemática:

—Proteger a los inocentes y castigar a los culpables. ¡Lo sé, Rowyn! Pero ese estepeño ha mandado a tomar vientos todos nuestros planes. Y ahora pretendes ayudarlo…

—¿No estarás sugiriendo que debería vengarme de él? —La voz de Rowyn rezumaba diversión y burla.

—No, pero si de verdad lo andan buscando por haber robado el Dragón de Primavera y si se enteran de que nosotros lo ocultamos… eso podría perjudicar a la Hermandad, ¿no crees?

—No ha robado el Dragón de Primavera y tú lo sabes.

—¡Ja! No lo encontramos sobre él, pero podría tener un cómplice —replicó Azune.

—No fue a las catacumbas a robar, sino a salvar a su pueblo, Azune. No te engañes. Y si aún lo dudas, puedes preguntárselo directamente: nos está escuchando.

Dashvara reprimió una maldición y salió a descubierto. Encontró al rubio de pie, juntando las manos detrás de la espalda, y a la joven elfa sentada en una butaca. Aunque en ese instante, Azune se había levantado a medias por la sorpresa. Su expresión cerrada le recordó que escuchar conversaciones ajenas era descortés. Inclinó levemente la cabeza.

—Perdonad mis modales. No quería interrumpiros.

El rubio esbozó una sonrisa.

—¿Lo ves, Azune? Será estepeño, pero sabe disculparse. ¿Cómo te sientes? —inquirió mientras Azune volvía a sentarse en la butaca con cara malhumorada.

Dashvara los observó a ambos con rapidez. Por lo que había entendido, ambos pertenecían a la Hermandad de la Perla. Jamás en la vida había oído hablar de ella, pero si se dedicaba a proteger inocentes no debía de ser malvada.

—Estoy mucho mejor. Gracias por vuestros cuidados, aunque no entiendo muy bien a qué se deben. ¿Dónde está mi hermana? ¿Y las demás Xalyas?

Rowyn hizo un elegante ademán, señalando un sillón vacío.

—Me alegro de que te estés reponiendo. Por favor, siéntate. Las Xalyas están perfectamente. A estas horas, las tres están durmiendo.

Dashvara no se había movido de su sitio pero al oír sus últimas palabras dio un respingo.

—¿Las tres? ¡Pero si eran diez! —exclamó.

Hubo un breve silencio.

—Cierto —concedió Rowyn—. Las demás huyeron antes. Ignoro dónde están. Por favor, no grites o despertarás a las tres muchachas. Son las cuatro de la mañana.

Dashvara se calmó y luego decidió que tal vez fuese mejor así. Cabía esperar que los esclavistas tampoco sabían dónde estaban esas siete Xalyas restantes. Pero… ¿las cuatro de la mañana? Si bien recordaba, la última vez que se había despertado apenas amanecía. Eso significaba que había pasado al menos una noche y un día entero en esa casa.

—Por favor, siéntate —lo invitó de nuevo Rowyn, como si estuviese tratando de serenar a un caballo nervioso.

Dashvara no le prestó atención.

—¿Quiénes sois y qué es esa historia de Dragón de Primavera?

Rowyn le echó una ojeada burlona a Azune antes de insistir:

—Siéntate y te lo explicaré.

Bajo una mirada amable y un par de ojos indescifrables, Dashvara se sentó en el sillón. Este era igual de cómodo que el que tenía su señor padre pero menos raído.

—Bien —dijo el rubio, sentándose a su vez en una silla—. Tu hermana Fayrah nos contó un poco lo ocurrido. El asalto de vuestro torreón, su estancia en un poblado shalussi y el viaje a través de los Túneles de Aïgstia…

—¿Os habéis atrevido a interrogarla? —bufó Dashvara.

Azune soltó una risita sardónica.

—Le salvamos la vida y luego nos habla en ese tono de jefecito salvaje. Duque, ¿por qué te molestas en hablar a ese…?

—Ya basta —tonó Rowyn. Retomó un tono tranquilo—. Interrogué a Fayrah por si tenía alguna información relevante sobre los esclavistas que se traen prisioneros de la estepa. Soy un Hermano de la Perla y trabajo para destruir ese tráfico de esclavos —explicó—. Mi nombre es Rowyn. Y ella es Azune.

Dashvara lo miró a los ojos. Sabía que no había que fiarse de las apariencias, pero en aquel momento quiso creer que Rowyn decía la verdad.

—Mi nombre es Dashvara de Xalya —se presentó formalmente—. Hijo de Vifkan y Dakia de Xalya, caballero del Dahars, príncipe de la Arena y luchador del Viento.

Rowyn sonrió.

—Un placer.

Azune soltó una risita.

—Por la Perla, está más loco que un…

Calló ante la mirada imperante de su compañero. Rowyn observó a Dashvara con aire sereno.

—Bien. Respeto tu intención de liberar a las Xalyas aunque no acabo de entender cómo hiciste para entrar en las catacumbas desde el Templo sin que te vieran… pero no importa. El caso es que lo conseguiste, para desgracia nuestra pues nosotros pretendíamos seguirlos hasta su guarida en Dazbon… así podríamos haber descubierto quién está detrás de esto y encontrar una prueba tangible para denunciar a los dirigentes y poner fin a este tráfico.

Dashvara percibió la sonrisilla irónica de Azune mientras Rowyn se recostaba contra el respaldo de la silla. Prosiguió:

—Tu intervención ha retrasado los planes, ya que tendremos que esperar a la siguiente caravana y sospecho que los esclavistas reforzarán las precauciones.

—Por no mencionar que con tanto ajetreo hemos perdido la pista de Arviyag —murmuró Azune.

—¡Bah! No te preocupes de Arviyag, Azu. Ese hombre no se esconde —aseveró el Hermano de la Perla con aire sombrío.

Dashvara carraspeó y tomó la palabra.

—Supongo que esperáis que me disculpe por haberos causado tantas molestias. —La simple idea le arrancó una sonrisa sarcástica—. Debo concederos que vuestro objetivo me inspira respeto y entiendo que el mío no tenía pretensiones tan altruistas.

Rowyn alzó sus pobladas cejas.

—¿No es altruista querer salvar a diez mujeres prisioneras?

Dashvara frunció el ceño.

—No lo es. Esas mujeres son Xalyas. Es mi pueblo. Y mi pueblo soy yo.

Eran esas mismas palabras las que pronunciaba el señor Vifkan cada vez que recibía la noticia de la muerte de un Xalya. Un poco presuntuoso, pero cierto. Sonrió ante la mirada pensativa de Rowyn y declaró, burlón:

—Mi rescate sólo se fundaba en mi egoísmo. Bien —retomó—. Aún no me habéis explicado por qué me andan buscando las autoridades. ¿No se supone que la República de Dazbon lucha contra la esclavitud?

Rowyn asintió pero fue Azune quien contestó:

—Tu suposición es correcta. No te acusan de liberar a unos esclavos, sino de haber robado el Dragón de Primavera. La tumba del Primer Gobernador de Rocavita fue profanada ayer, durante esa misma noche.

Dashvara observó su expresión inquisitiva. Estaba claro que ese Dragón de Primavera era un objeto valioso. Genial…, pensó. Sólo faltaba que ahora lo andasen buscando los guardias republicanos. Meneó la cabeza.

—Decidme, ese dragón, ¿podría caber en una caja de aproximadamente este tamaño? —preguntó, apartando los brazos de unos dos pies de largo—. Los dos carceleros entraron en las catacumbas a robar joyas. Y uno regresó junto a la celda con una caja así.

—Te creo —aseguró Rowyn—. Pero resulta que esos dos han desaparecido durante esa noche, así como los cadáveres que dejaste. De modo que, en toda lógica, todas las sospechas convergen hacia ti. —Dashvara suspiró y Rowyn continuó—: Se te describe como un hombre con rasgos estepeños, altura media, barba mal cuidada y… —sonrió— un fuerte olor a oliva. Créeme, si no quieres pasarte la vida en prisión, tendrás que confiar en nosotros.

Dashvara observó cómo Azune apretaba la mandíbula. Reflexionó con rapidez. Ese Rowyn parecía muy interesado en que confiara en él y no alcanzaba a entender por qué. Aunque, ciertamente, ambos lo habían ocultado de las autoridades y le habían ayudado a curarse. No hay peor enigma que el de una persona que actúa desinteresadamente, caviló. Fatigado de darle vueltas a las mismas dudas, alzó la vista y se encontró con los ojos azules de Rowyn. Recordó el lema básico de la Hermandad de la Perla enunciado por Azune y ladeó la boca.

—He matado a dos hombres —pronunció—. ¿Eso acaso no me convierte más en culpable que en inocente? ¿Por qué me ayudáis? —concretó.

A Rowyn parecieron divertirlo las preguntas.

—Según dijo tu hermana, esos hombres desenvainaron antes que tú. Por consiguiente, no te dejaron elección. En cuanto a por qué te ayudamos, la respuesta es sencilla: has destrozado nuestros planes y ahora nos debes un favor. Por consiguiente, te sacaremos de Rocavita y te llevaremos a Dazbon a ver a la Suprema. Ella decidirá el resto.

Dashvara estuvo a punto de preguntarle con qué derecho ordenaba tan alegremente sus decisiones, pero se lo pensó mejor. Al fin y al cabo, su objetivo era ir a Dazbon, dejar a su hermana en un lugar seguro, y luego volver a la estepa a rematar el trabajo. Si esos Hermanos de la Perla le facilitaban la tarea, mejor que mejor.

—Os acompañaré —afirmó—, pero no sin las tres Xalyas que están aquí.

—Estupendo —se alegró Rowyn—. Esperaremos tres días a que se calmen las cosas y, si no viene ninguna caravana sospechosa, saldréis para Dazbon. Tú los guiarás, Azune.

La elfa dio un respingo.

—¿Yo? Pero…

—Tú los guiarás —repitió Rowyn. La vibración característica de quien da una orden le recordó a Dashvara cuánto echaba de menos la tranquila y potente voz del capitán Zorvun. Apartó sus recuerdos, exasperado, y observó cómo Azune asentía secamente con la cabeza, de mala gana.

Bueno, suspiró Dashvara, optimista. Al menos no había sido recogido por los esclavistas. En ese momento, pensó en Zaadma y Rokuish. Seguramente habrían oído hablar de esa historia de robo, reflexionó. Tal vez pensasen ahora que o bien había conseguido salvar a las Xalyas y se había marchado lejos de Rocavita, o bien había muerto. En todo caso, no había olvidado el disco de luz que seguía teniendo en el bolsillo de su pantalón. Tendría que encontrar alguna forma de devolvérselo a Zaadma, se prometió.

Se percató de que los ojos se le cerraban a medias y los abrió de nuevo. Con una expresión compasiva, Rowyn soltó:

—Deberías volver a tu cuarto. El veneno que te ha inyectado ese granuja era ponzoña de serpiente roja, ¿sabes?

Dashvara lo miró con fijeza, escéptico.

—¿De veras? Creía que no existía ningún antídoto contra su veneno.

Rowyn hizo una mueca molesta.

—Existe un antídoto temporal, pero ¿definitivo? No que yo sepa. Y si existe, lo conocen sólo unos pocos. —Marcó una pausa y admitió como con pesadumbre—: Me temo que los polvos que tragaste después tan sólo neutralizaron el efecto temporalmente. El veneno de serpiente roja es… muy potente.

—No hace falta que me lo digas —replicó Dashvara, ahogando su aprensión. Ya había visto a más de un Xalya morir por culpa de una serpiente roja: las tierras xalyas, además de áridas, eran un cementerio para los distraídos. Sin embargo, ninguno antes de morir había tenido esos ataques extraños que había padecido él. Todo indicaba que la mezcla de polvos había provocado efectos inesperados.

Observó a Rowyn con atención. Ese hombre me ha salvado la vida, pensó. Al igual que Rokuish y Zaadma. Pero a Rokuish se le veía a leguas que era una buena persona y Zaadma, a pesar de su extraño carácter, también había demostrado serlo a su manera. Ese hombre, en cambio, tenía el aplomo de un capitán de guerra, le sonreía como un padre o un hermano mayor y, sin embargo, lo envolvía un halo de misterio que le impedía confiar en él. Dashvara sentía curiosidad por conocer más a fondo la Hermandad de la Perla y hubiera querido saber qué tipo de favor podía pedirle esa Suprema, pero apenas hubo abierto la boca le entró tal ataque de tos que su curiosidad se esfumó. La tos lo sacudió hasta que, otra vez, le volvió a doler todo el cuerpo.

Rowyn se acercó con un pañuelo y Dashvara se hubiera arredrado si todos sus esfuerzos no se hubiesen concentrado en recuperar la respiración. El rubio retiró el pañuelo ensangrentado.

—En cuanto lleguemos a Dazbon, llamaremos a un curandero —prometió. Un pliegue profundo arrugaba su frente.

Dashvara se levantó.

—Empiezo a dudar de que fuese una buena idea tragarme todos esos polvos —masculló. Rowyn lo cogió del brazo, solícito, y Dashvara resopló—. Puedo andar solo, republicano. Desearía ver a Fayrah.

El rubio se encogió de hombros.

—Si no te importa despertarla…

Dashvara frunció el ceño, receloso.

—Quiero verla. No despertarla. ¿O es que tú también aprisionas a la gente?

Por primera vez, Rowyn pareció irritarse un poco.

—Yo no aprisiono a nadie, Xalya. Sígueme. Duermen las tres en el mismo cuarto. Está en otro pasillo.

Lo guió con una vela hasta la habitación, la abrió con discreción y Dashvara, tras echarle una mirada indescifrable a Rowyn, entró. Ahí había cuatro camas, tres de ellas ocupadas. La luz de la Gema iluminaba las mantas y los rostros despreocupados de las tres Xalyas. Aligra dormía con las manos formalmente juntadas sobre su pecho. Lessi se acurrucaba abrazando su almohada. En la cama más cercana, durmiendo con la inocencia de una avecilla, estaba Fayrah. Dashvara se sintió tan aliviado y alegre de verla al fin a salvo que cayó de rodillas ante la cama, con los ojos humedecidos fijos en su hermana.

Ave Eterna. Cerró los ojos, presa de una emoción que no lograba descifrar. ¿Por qué un hombre que lo ha perdido casi todo se aferra tan desesperadamente a lo poco que le queda?

—Dash —susurró una voz.

Abrió los ojos y se encontró con la dulce sonrisa de Fayrah. Su hermana tendió una mano y le cogió la suya, callosa y ruda.

—¿Qué tal estás? —murmuró.

Dashvara sonrió.

—Bien, hermana. Siento haberte despertado.

Fayrah alzó la mano hacia la frente de Dashvara y él, temiendo que adivinase el fuego que lo carcomía por dentro, la apartó y la besó con ternura antes de murmurar:

—Duerme. Mañana tendremos todo el tiempo para hablar.

Se levantó y, constatando que su hermana cerraba los ojos otra vez, salió del cuarto y cerró la puerta. Rowyn se había apartado un poco en el pasillo, pero Dashvara adivinó que los había estado escuchando. Ignoró su mirada afable y se dirigió directamente hacia su cuarto. En el camino, sin embargo, no pudo contenerse: se detuvo y se giró hacia el republicano.

—Dime, ¿por qué me ayudas? —preguntó—. Digo, ¿cuál es la verdadera razón?

Rowyn desvió la mirada con una mueca entretenida y pensativa.

—Bueno, aún no lo sé a ciencia cierta pero, de todos modos, que sepas que yo no necesito una razón para ayudar a una persona.

Dashvara maduró sus extrañas palabras durante unos segundos. Se aclaró la garganta.

—Ya veo. En cualquier caso, si tus intenciones son buenas, entonces cuenta conmigo para devolverte el favor. —Le sonrió y le dio un golpecito en el hombro antes de añadir—: Buenas noches, republicano.

El rubio inclinó levemente la cabeza, sonriente.

—Buenas noches, estepeño.

Dashvara cerró la puerta de su cuarto y permaneció unos instantes de pie, inmóvil, examinando su estado. No se sentía bien, eso lo tenía claro, pero ahora que el ataque de tos había pasado tampoco se sentía mal, simplemente… extraño.

Un diagnóstico admirable, pensó con ironía. Como decía Maloven, hubiera sido mejor pescador que curandero, aun sin haber visto nunca el mar. Qué importaba, de todas formas: lo importante era que seguía vivo y que aún no había perdido la cordura.

Fue a tumbarse y contempló las sombras del techo. Tras haberse pasado todo el día durmiendo, fue incapaz de conciliar el sueño. En un momento, se pilló recordando su vida pasada, sus cabalgatas por la estepa junto a Showag y sus amigos de infancia, sus conversaciones no siempre muy productivas con el shaard, sus discrepancias con su padre… Suspiró ruidosamente y le entró otro ataque de tos. Intentó reprimirlo, pero le fue imposible. Era como si un demonio le hubiese poseído y controlase absurdamente su cuerpo.

De pronto, volvió a ver la sombra, sentada al pie de la cama. El ataque de tos se interrumpió de golpe y sintió que su corazón le latía a la velocidad de los cascos de un caballo al galope. Se había vuelto a quedar paralizado, se percató, espantado. Muy lentamente, extendió una pierna para intentar tocar esa sombra con el pie. Tenía que cerciorarse de que su mente le estaba jugando una mala broma. Los espectros, si acaso existían, se escondían lejos de la civilización. No entraban en una casa de saijits.

Le faltaba un palmo escaso para alcanzar ese amasijo de sombras que ocultaba la luz de la Gema, cuando este se apartó con un movimiento inequívocamente humano. Dashvara, liberado de pronto de su inmovilidad, se puso a temblar.

—¿Estoy soñando? —balbuceó—. ¿Eres un espectro?

Creyó ver unos ojos aún más negros que las sombras. Y entonces, oyó su voz.

“No soy un espectro. Soy una sombra. Mi nombre es Tahisrán y tú me has sacado de mi letargo.”

Dashvara soltó una carcajada incrédula por lo bajo. Inmediatamente sintió que otro ataque de tos amenazaba con sacudirlo pero esta vez logró ahogarlo.

—Qué diablos —masculló—. ¿Tahisrán, eh? Una sombra. Estupendo. Quién lo hubiera imaginado. Y ahora, sácame de la duda: ¿estoy soñando, hablo con mi propia mente o me estás contando la verdad?

La sombra se movió a la luz y Dashvara pudo ver perfectamente su contorno. Reprimió un alarido de terror. Era un espíritu sacado de las catacumbas, entendió de pronto. Había molestado su reposo y ahora venía a vengarse… Dashvara hizo un rictus y se dijo a sí mismo: disparates. Los muertos no se levantan.

“No estás soñando si estás despierto”, razonó la sombra con calma. “Te he dicho la verdad. Llevaba muchos años encerrado en la muerte, porque me sentía desesperado y desanimado. Antaño, fui un elfo. Pero un terrible accidente me sacó de mi cuerpo. Fue por culpa de una Baya del Infierno. Y como la gente teme generalmente las sombras, emigré a los Subterráneos. Un día encontré a una niña perdida, la ayudé a sobrevivir y la dejé para ir a buscar a sus padres. Los busqué durante años por toda la Tierra Baya. Pasé por el Imperio de Iskamangra. Por las Tierras Altas. Por el desierto de Bladhy. Por Kunkubria y por tierras lejanas cuyos nombres ignoro.”

En estado de shock, Dashvara vio a la sombra agachar la cabeza.

“Al cabo, perdí la esperanza”, susurró mentalmente. “Cuando regresé, ya no encontré a la niña. Sé, en lo más hondo de mi corazón, que está muerta. Lo único que me dio un poco de luz en mi existencia, y la he perdido.”

Dashvara casi creyó oír el suspiro desgarrador de la sombra. Y estuvo seguro de verla esbozar una sonrisa sincera cuando añadió:

“Pero como decía la niña: no está bien estar triste. De modo que he decidido seguirte y continuar haciendo cosas.”

A Dashvara le temblaban los labios.

—¿Aaa… a hacer qué? —tartamudeó.

La sombra se encogió de hombros y dio un paso hacia atrás, saliendo del halo de luz, y desapareció murmurando simplemente:

“Cosas.”

Dashvara se quedó escudriñando las sombras con el corazón helado. No podía haberse inventado su mente una historia así, aunque hubiese estado su sangre a la temperatura de un volcán. De modo que, o bien alguien le estaba haciendo una jugarreta con ilusiones mágicas, o bien de verdad había estado conversando con una sombra.

Posó de nuevo la cabeza contra su almohada y suspiró. Esta vez, sí que iba a ser incapaz de cerrar siquiera los ojos, se dijo. Porque, dependiendo de qué «cosas» pretendía llevar a cabo esa criatura, no podía sentirse tranquilo. De hecho, sus manos temblaban solas como las de un niño temiendo la oscuridad.

En esas circunstancias incomprensibles es cuando un hombre se encomienda a entidades que no entiende.

Liadirlá, kayástaram —rogó Dashvara con fervor. Y, como para asegurarse de que su oración fuese oída por el Liadirlá, murmuró en lengua común—: Ave Eterna, no me dejes.

Sintiendo un rayo de sosiego salido de quién sabe dónde, acabó conciliando el sueño en un cuarto con una sombra dentro.