Página principal. Ciclo de Dashvara, Tomo 1: El Príncipe de la Arena

15 Rescate

Se dejó llevar más por el cansancio que por un verdadero razonamiento: se adelantó hacia la columna más cercana al dragón y se sentó, recostándose contra el mármol frío. Enseguida vio, por la expresión del religioso, que su conducta no era reglamentaria, pero decidió no azorarse. Un escozor molesto había comenzado a recorrerle la herida y se dijo que, probablemente, el efecto tranquilizante del cataplasma empezaba a desaparecer. Adoptó la posición más cómoda posible mientras los dos vigilantes se reunían al fondo de la sala a cuchichear entre ellos.

Ojalá no haya cometido un sacrilegio sentándome así porque si llaman a la guardia ahora estoy perdido, caviló.

Puso cara concentrada y serena y arriesgó una ojeada rápida hacia los lados. Zaadma había dicho que la entrada a las catacumbas estaba en la Capilla Mayor. La ventaja era que esta era la más iluminada de todas, gracias a la cúpula y los cirios. Lo cual, a la larga, también podía convertirse en un inconveniente.

Se dedicó a contemplar el lugar. La sala era ligeramente circular y las columnas tenían un color azulado. En ellas, estaban inscritas interminables caligrafías, seguramente frases sacadas de algún libro sagrado. A pesar de la oscuridad, Dashvara creyó reconocer la escritura sagipsa, la escritura común.

Bajó la mirada hacia las esquinas de la sala, buscando alguna abertura. No podía dejar de pensar que todo en ese interior rezumaba el esplendor de la Hermandad del Dragón. Tras pasarse un buen rato buscando una entrada, se percató de que los dos vigilantes seguían cuchicheando entre ellos. No habrían estado charlando tan tranquilamente si hubiesen querido despertar a algún dragón o a algún guardia. Entonces, los murmullos se interrumpieron y se oyó el ruido de una reja que se abría. Dashvara vio desaparecer al hombre alto por una sala colindante. No era humano, se dijo. Parecía un elfo, pero su piel era dorada. Un elfocano, tal vez, aventuró.

Siguió echando vistazos inquisitivos a la penumbra cada vez que veía que el vigilante de la entrada no miraba. A ambos lados de la enorme cabeza del dragón, había una reja que conducía a una pequeña capilla sumida en las sombras. Ante él, estaba dispuesta una mesa de madera gruesa con varias vasijas que reflejaban la luz tenue de los tres cirios encendidos… Un repentino sonido infernal resonó por todo el templo y, paralizado, Dashvara creyó por un instante que el mismísimo Dragón Blanco había despertado de su prolongado sueño. El restallido volvió a producirse dos veces. Dashvara temblaba. No tenía ni idea de qué podía significar todo eso.

Oyó unos pasos acercarse y alzó de nuevo la vista. El vigilante surgió de las sombras y se detuvo ante él.

—Es la hora del Ojo Ciego —anunció—. Los dragones de Rocavita se dirigen hacia el templo y llegarán en cualquier momento. Por favor, hermano, os ruego que os instaléis en una capilla menor si aún no habéis acabado con vuestras plegarias solitarias.

Dashvara asintió, tragándose su consternación. Por lo visto, los Templos del Dragón estaban muy concurridos de noche. Incluso por los traficantes, pensó con amargura. Se levantó y constató que se había quedado con los músculos agarrotados. Se llevó instintivamente el brazo a las costillas y el vigilante puso cara inquieta.

—¿Estáis enfermo? —se preocupó.

Dashvara le echó una mirada fulminante pero recapacitó. Si el vigilante lo creía enfermo, tal vez sospecharía menos de él.

No contestó y se dirigió hacia la capilla abierta más cercana con el andar orgulloso de quien no desea enseñar sus debilidades. Estuvo a punto de preguntarle al vigilante cuánto tiempo estarían rezando esos dragones de Rocavita, pero se contuvo. Cuanto menos hablase con él, mejor.

También estuvo a punto de precipitarse hacia él y darle un buen puñetazo en la cabeza. Vaciló y trató de adivinar si lo que lo retenía era algún razonamiento lógico o simple aprensión. Suspiró y se sentó en un rincón de la capilla, ante un pedestal de piedra sobre el que se alzaba una gran copa de plata. Simuló ensimismarse y el vigilante se alejó en cuanto empezaron a oírse salmos afuera. Dashvara se levantó de golpe. Si conseguía encontrar la puerta antes de que esos religiosos entrasen, podría desaparecer sin que nadie lo viera. Notarían su ausencia, por supuesto, ¿pero cómo hacer para que no la notasen?

Debería haber entrado con esos religiosos, pensó, mordiéndose el labio.

Se topó entonces con el elfocano, que bajaba de unas escaleras internas, y se dio cuenta de que él mismo acababa de salir de la capilla menor. Le dirigió una inclinación seca de cabeza, a la cual el elfocano contestó con suma tranquilidad antes de dirigirse hacia el gran dragón de piedra. Se oyeron ruidos metálicos de cadenas y los religiosos invadieron el interior. Dashvara casi se alegró de tal invasión. Eran más de cuarenta. Una decena iba vestida con unas túnicas blancas y un lazo morado a la cintura. Los demás llevaban ropa festiva y correcta y Dashvara adivinó que eran simples habitantes de Rocavita que venían a acompañar la procesión.

¿Y eso lo hacen todas las noches o sólo lo hacen hoy para fastidiarme?, refunfuñó el Xalya.

Sentándose de nuevo en el rincón de la capilla desde el cual podía ver parte de la Capilla Mayor, vio a todos los fieles arrodillarse ante la cabeza del dragón sin dejar de salmodiar. Tuvo que reconocer que la escena era sorprendente. ¿Pero hasta cuándo tenían pensado quedarse?

—¡Owrikasteir! —exclamó de pronto uno de los religiosos, sobresaltando a Dashvara. Un semi-enano semi otra cosa acababa de levantarse ante el dragón y juntó ambas manos en sus amplias mangas de la túnica—. ¡Dragón Blanco del Bien!, tú que nos salvaste del odio y de la muerte, tú que nos enseñaste el camino de la sabiduría y aplacaste los temores de nuestros antepasados, yo y mis hermanos te traemos nuestras almas esta noche para que las purifiques del aliento letal del Dragón Negro. Recibe, a cambio, nuestra mortal devoción.

Los salmos se habían extinguido y reinaba ahora en la enorme sala un profundo silencio de respeto y adoración. Dashvara reprimió un suspiro de impaciencia y volvió a recostarse contra la pared, acariciando con la yema de un dedo el cuerpo alargado de una serpiente roja dibujada en el suelo. Paciencia, se dijo.

Fue tan paciente que, cuando oyó un ruido de voces, abrió los ojos dándose cuenta de que se había quedado dormido. Esa simple constatación ya lo llenó de incredulidad e irritación, pero el ver a una silueta vestida de azul oscuro sentarse junto a él acabó de despertarlo por completo. Inició un movimiento para coger sus sables, pero se detuvo a medio camino, recordando dónde estaba. Y luego recordó que, de todas formas, no tenía ningún sable. Entrecerró los ojos y enseguida los abrió de par en par.

—¿Aydin?

El ternian sonrió levemente.

—Veo que mis consejos como curandero han fracasado estrepitosamente —murmuró.

Los religiosos se habían ido retirando a capillas menores, observó Dashvara. ¿Cuánto tiempo había dormido? Seguramente no más de una hora, determinó. Reprimió una mueca irónica. Con una eficacia tal, se hubiera dicho que había decidido salvar a su hermana esperando que el tiempo derrumbara el templo.

—¿Puedo preguntarte qué hace un pagano rezando a una divinidad en la que no cree? —preguntó Aydin.

Dashvara torció la boca.

—Puedes. De hecho, yo también podría preguntarte por qué le rezas a un dragón que se supone fue de buen corazón y luego vas y dejas que un hombre compre la vida de diez personas sin denunciarlo siquiera.

La tez pálida de Aydin perdió el poco color que tenía.

—¿De qué me estás hablando?

—Lo sabes perfectamente —cuchicheó Dashvara—. Estuviste ahí, en el poblado de Nanda. Y viste cómo diez jóvenes Xalyas fueron vendidas a ese miserable. Sabes que están en territorio de la República, en Rocavita. Y no lo denuncias… ¿por cobardía?

Un reflejo dolorido pasó por el rostro de Aydin aunque, inesperadamente, este sonrió.

—Yo nunca he negado que fuera un cobarde.

La mirada que le echó Dashvara lo dejó indiferente.

—Tengo esposa e hijos —murmuró el ternian—. Mi valentía es la de aceptar la cobardía. Mi egoísmo sería la de no aceptarla. Muchacho —suspiró—, ¿no irás a denunciar a Arviyag?

Dashvara ni siquiera oyó la pregunta. Se había incorporado a medias y trataba de darle algún sentido a las palabras de ese comerciante.

—Tienes esposa e hijos —repitió—. ¿Y esa es una excusa para comportarte como un granuja? ¿Qué educación pueden recibir los hijos cuando el padre se hace partícipe de una canallada de ese calibre? —De pronto, todo el desdén que sentía por ese hombre se desvaneció y soltó un resoplido divertido—. Me das envidia, republicano. Mi padre habría matado a sus hijos con sus propias manos antes de renunciar a su honor. Pero, al fin y al cabo, ¿quién sabe lo que realmente es el honor?

La expresión de Aydin se había quedado suspensa.

—Me has llamado granuja y canalla, ¿y luego me dices que te doy envidia? —Se pasó una mano por la frente y Dashvara se percató de que tenía las garras sacadas. Prosiguió—: Ten por seguro que la vida de esas desdichadas será más dichosa ahora que en tu pueblo de salvajes. No he venido aquí a discutir, hombre de la estepa —añadió al ver que Dashvara fruncía el ceño—. Este es un lugar sagrado. Y si he venido a hablarte fue tan sólo porque tenía curiosidad por saber qué hacías en un templo. Ahora, por la seguridad de mi familia, prefiero no saber nada —afirmó levantándose—. Que el Dragón te guíe.

Dashvara observó cómo se inclinaba hacia la copa de plata con aire respetuoso. No respondió y esperó a que se hubiese marchado para levantarse y echar un vistazo hacia la sala principal. Los religiosos salían de los oratorios y se reunían cerca de la entrada, en silencio; el elfocano apagaba los cirios que se habían encendido en las capillas menores. En cuanto al vigilante, Dashvara lo vio dirigirse hacia la puerta de entrada con el manojo de llaves.

Era el momento ideal.

Dashvara salió disparado hacia la Capilla Mayor, donde ya tan sólo brillaba un cirio, ante la boca marmórea del dragón. Se alejó de la luz con pasos de lobo, rodeó la capilla por detrás de unas columnas, buscando frenéticamente una entrada o unas escaleras… Se oyó un chirrido de cadenas. El vigilante abría la puerta. Dashvara inspiró hondo y se detuvo en seco cuando, al llegar hasta el fondo de la sala, vio algo que antes no había visto: la cabeza del Dragón Blanco estaba cercenada. Un pequeño pasillo de un paso y medio de ancho la separaba de un muro ricamente adornado. Zaadma no había dicho que la entrada se situaba en la Capilla Mayor. Había dicho que estaba en el dragón. Dentro de su cabeza.

Con un súbito temblor, echó un vistazo hacia la salida. Los religiosos se marchaban ordenadamente. Probablemente, el vigilante pensaría que se habría ido con ellos. El elfocano salía de una de las capillas y, Dashvara supo que, si se hubiese movido en aquel instante, lo hubiese visto con toda probabilidad. Esperó, inmóvil como una estatua, hasta que el religioso le dio la espalda. Entonces, echó a correr. Entró en el pequeño corredor y encontró la puerta, sumida en las sombras.

Seguramente fue el hombre que más gracias dio al Dragón Blanco de Rocavita aquella noche. Tanteó la madera vieja y procuró no sentirse desanimado cuando constató que no había cerrojo exterior. Un grueso candado cerraba ambos batientes.

No hay tiempo para ser sofisticado, pensó. Sacó la barra de metal de su bota y echó un vistazo prudente fuera del pasillo. El último religioso salía ya y el vigilante iba a cerrar la puerta…

En el preciso instante en el que la entrada del templo se cerró, Dashvara, agarrando la barra con ambas manos, dio un golpe a ciegas en el candado. No esperó a verificar si este se había roto y, cuando el vigilante empezó a mover las cadenas, Dashvara volvió a golpear con todas sus fuerzas. El estrépito fue tal que, por un segundo, se quedó paralizado. El candado había caído al suelo, destrozado.

Tendió una mano, estiró los eslabones y empujó. Antes de que el vigilante hubiese dado la última vuelta a sus cadenas, bajó el primer peldaño, se giró y cerró la puerta con rapidez.

Esta vez sí que me he quedado completamente a oscuras, pensó.

Frotó la placa metálica de Zaadma con esperanza y suspiró de alivio cuando vio luz. Apenas iluminaba los peldaños siguientes, pero al menos iluminaba algo. Sin pararse a preguntarse cómo funcionaba ese extraño objeto, guardó su barra de metal en una de las botas y comenzó la bajada.

Las escaleras eran de mármol blanco y a medida que avanzaba Dashvara se fijó en que la luz del disco se amplificaba. En el techo abovedado, había elegantes caligrafías y esculturas finamente labradas. Dashvara les dedicó una mirada rápida, sin detenerse. Cuando llegó abajo, divisó más allá del halo de luz grandes cavidades en la roca. En cada una, reposaba un féretro.

A mi madre le hubiese encantado este lugar, pensó.

El Torreón de Xalya tenía también unas catacumbas y, a decir verdad, eran mucho más asfixiantes y fúnebres que aquellas. En vez de roca negra, las catacumbas de Rocavita estaban cubiertas de pinturas blancas y doradas, como si a los muertos eso pudiese importarles.

Ahí donde acababan las escaleras, empezaba un ancho pasillo perpendicular. Vacilante, Dashvara echó una mirada a la izquierda y luego a la derecha. Aguzó el oído. No percibía ni un ruido.

Si no sabes dónde golpear, finta y tantea, le había aconsejado un día el capitán Zorvun.

Dashvara se encogió de hombros y escogió el camino de la derecha. Pronto se encontró con otras escaleras, también anchas y blancas, pero más cortas. El siguiente pasillo desembocaba en una sala cuadrada y luego en otras escaleras. Por un momento, pasando entre féretros y más féretros, se preguntó quiénes eran esas personas. ¿Muertos de Rocavita? Desde luego, no parecían tan viejos como la mayoría de las tumbas que reposaban debajo del torreón. Dashvara jamás hubiera imaginado que unas catacumbas pudiesen ser tan grandes.

En un momento, el mármol blanco dejó lugar a la roca gris y Dashvara creyó de pronto despertar de un sueño. Caminar entre muertos no era una de sus actividades predilectas. Pero al menos, no tenía que luchar contra ellos.

El pasillo que recorría ahora tenía toda la pinta de no haber sido visitado desde hacía décadas. Iba echando miradas curiosas hacia los lados cuando, de repente, topó con una reja. Con el ceño fruncido, observó que el hierro, aunque viejo, era de buena calidad. Probó con fútil esperanza abrirla, pero no se movió. Extendió la linterna entre los barrotes para tratar de ver qué había del otro lado. Tal vez tan sólo fuera una especie de gruta, razonó. La luz del disco se estaba diluyendo. Con un suspiro, lo frotó con vigor y el objeto relució con intensidad.

De entre las sombras, surgió un rostro cadavérico que le sonreía, siniestro.

Dashvara dio un respingo hacia atrás y se apartó prestamente, estremecido.

—No pasa nada —murmuró para calmarse—. Está muerto. Bien muerto.

Se pasó la lengua por los labios fríos y se dio la vuelta. Tendría que escoger otro camino. Estaba regresando a uno de los cruces cuando oyó un ruido estridente que lo dejó lívido.

A este paso te va a dar un pasmo antes de que encuentres a tu pueblo, gran señor de la estepa, se recriminó.

El estrépito se repitió y Dashvara contuvo sus temblores. En las catacumbas, los únicos seres vivientes eran los visitantes, se repitió.

Y déjate de historias sobre muertos-vivientes.

Oyó voces y entrecerró los ojos. ¿Tal vez fuesen las Xalyas? No, se dijo. Eran voces de hombres. Y se acercaban.

Echó un vistazo hacia su barrote de metal y ladeó la boca. No tenía forma de saber quiénes eran esos hombres. Tal vez fuesen simples vigilantes. Sabía, en el fondo, que no lo eran, pero eso no le impidió tirarse al suelo y rodar en una de las cavidades inferiores en las que no había féretro. Al menos eso pensó hasta que sus manos tocaron madera. Levantó su disco y comprobó que las cavidades inferiores eran túneles de unos dos pies y medio de altura en las que se alineaban ataúdes hasta que… hasta que la oscuridad se los tragaba.

Oyó una risa y unos pasos. Echó una mirada consternada al disco, que refulgía como una Luna llena. ¿Cómo hacer para apagarlo? Suponía que poniéndolo en un sitio frío se apagaría pero… Con una mueca, deslizó lo más sigilosamente posible la tapa del primer ataúd y, sin mirar, tiró el disco dentro y volvió a taparlo.

Pronto Dashvara percibió la típica luz voluble de una antorcha, acompañada por los ruidos de pasos. No eran más de dos, calculó.

—No seas ridículo, Stim —soltó una voz sarcástica—. Los muertos no hablan. ¿Cómo quieres que nos denuncien?

—No lo sé —le contestó el tal Stim, vacilante—, pero… Vand, estas son tumbas sagradas.

—Todas lo son, teóricamente —resopló Vand—. Venga, démonos prisa antes de que nos releven. Esta es la oportunidad de nuestra vida, amigo mío. ¿Vas a dejarla correr? —Se oyó una risita—. Anillos con piedras preciosas. Bellezas como no has visto nunca, Stim. Venga. Separémonos. Si ves una de esas criptas individuales, avisa. Esas son las de los gobernadores y la gente rica. Nos reunimos en este cruce, ¿de acuerdo?

—De acuerdo pero, Vand… —Stim se aclaró la garganta como para disimular el temblor de su voz—. No tienen que llegar antes de que volvamos. Si ven que hemos forzado la reja y si se enteran de que hemos dejado a las prisioneras solas…

—Vuelve tú si eres tan cobarde, muchacho —le replicó el otro con mordacidad—. Hasta luego.

Unos pasos se alejaron por otro pasillo. Stim permaneció un momento inmóvil. Y luego escogió el pasillo en el que se escondía Dashvara.

Así que esos eran los eficientes carceleros de Arviyag. Dashvara por poco dejó escapar una risita sardónica. Vio unas botas de cuero pasar frente a su cavidad y adivinó que, en cuanto el tal Stim se encontrase con aquella reja, se apresuraría a buscar a su compañero. Inspiró hondo, se tapó el rostro con el velo y salió rodando de su escondite. A toda prisa, se puso en pie y ya estaba alzando el barrote de metal cuando Stim se detuvo en seco. No tuvo tiempo ni de girarse. Dashvara le asestó un golpe rudo lo suficientemente fuerte para sumirlo en la inconsciencia. La antorcha cayó al suelo con un ruido sordo y el Xalya sostuvo el cuerpo inconsciente antes de tenderlo suavemente.

¿Por qué no lo he matado?

Por más que Dashvara buscase una respuesta precisa, no la encontraba. Ese muchacho, que debía de tener su edad, trabajaba para un esclavista. Pero Dashvara dudaba de que esa fuese una razón suficiente para acabar con su vida.

Recogió la antorcha y rebuscó en el cinturón y los bolsillos del carcelero en busca de llaves. No encontró nada. Se encogió de hombros y le quitó al muchacho una daga que guardaba al cinto antes de hacerlo rodar hacia una de las cavidades. Cuando despertase, sí que se llevaría un buen susto, pensó con una sonrisa macabra.

Regresó a su escondite y recogió el disco. Se lo metió en un bolsillo y acto seguido se puso a recorrer el pasillo por el que los dos esclavistas habían venido. Tenía la impresión de que estaba muy cerca de llegar a su objetivo.

Las paredes se volvieron irregulares y desaparecieron las cavidades con los ataúdes. Unos cincuenta pasos más lejos, topó con otra reja y constató que estaba entornada. Pasó del otro lado y pronto empezó a oír voces, así como un crujido metálico repetitivo. Se adelantó con prudencia y pasó no muy lejos de unas escaleras que subían. ¿La salida secreta, tal vez? No podía saberlo a ciencia cierta, pero el ruido no provenía de ahí.

—Nos matarán a todas —gimoteaba una voz de niña—. Es imposible, Fayrah. Aunque consiguieses abrir la reja, no sabemos dónde estamos. Podríamos estar en las negras mazmorras de Dazbon. O en los…

—Cállate, Lessi —la espetó otra voz cuchicheante.

Dashvara sintió una oleada de alegría al reconocer la voz de su hermana. Sin precipitarse, avanzó por el pasillo. No se molestó en ser sigiloso.

—¡Ahí vienen! —siseó una de las Xalyas.

Los crujidos metálicos cesaron de inmediato. Penetró en una sala que estaba totalmente a oscuras. Gracias a su antorcha, divisó unas siluetas inmóviles detrás de una gran reja. Casi todas las prisioneras estaban sentadas en el suelo. Dos de ellas tenían un banco y una permanecía junto a la reja con una expresión de puro terror en el rostro. Dashvara tuvo justo el tiempo de ver el trozo de metal que su hermana guardaba en la mano antes de que esta lo ocultase de su vista. Aquella efímera visión le dio esperanzas. Fayrah no había renunciado a ser libre, se alegró. Se acercó a los barrotes y contempló los rostros durante unos segundos antes de interesarse por la cerradura. Lo que mantenía la reja cerrada era una cadena gruesa con candado. No iba a ser fácil abrirla, determinó. Aun así, no podía desanimarse ahora que tenía a las Xalyas ante él. Dejó la antorcha en un candelabro, contra el muro, cerró la puerta de la sala y regresó junto a la reja quitándose el velo delante de la cara. Les sonrió a todas.

—Buenos días, princesas. He venido a rescataros —anunció.

El silencio se prolongó y Dashvara se extrañó de que Fayrah no lo reconociese de inmediato. Aprovechó el momento para soltar consignas:

—No os azoréis. Voy a sacaros de aquí. Probablemente me oiga alguien de modo que, cuando abra esta reja, no salgáis hasta que os lo diga, ¿de acuerdo?

Fayrah farfulló:

—¿Dashvara? No puede ser. Te vi morir.

Dashvara se turbó. ¿Es que ahora Fayrah veía alucinaciones?

—Todo va a salir bien, Fayrah —afirmó. Sacó el barrote de metal e inspeccionó más de cerca el candado. Parecía sacado de la mejor herrería akinoa, se lamentó.

Estaba considerando atacar un eslabón cuando Fayrah tendió una mano a través de los barrotes y le tocó el brazo.

—Estás vivo —murmuró. Su hermoso rostro reflejaba aún temor, como si creyese que, de pronto, su hermano se fuera a transformar en un carcelero.

Dashvara tragó saliva y le puso cara tranquilizadora.

—Todo va a salir bien —repitió—. Y ahora, si no os importa, vigilad la entrada mientras yo trabaje y avisadme si viene alguien. —Le tomó la mano a Fayrah y le dio un apretón para infundirle ánimo antes de agregar—: Apártate de la reja, hermana.

Fayrah se apartó, trastabillando hacia atrás, y Lessi, su mejor amiga, la sostuvo con una expresión de congoja que hubiera inspirado a los mejores artistas. Quién hubiera dicho que era la hija del valiente capitán Zorvun…

Dashvara se prohibió alimentar cualquier pensamiento fatídico y se puso manos a la obra. Rezando por que la puerta amainase el ruido, calculó el mejor ángulo y le dio un fuerte golpe a uno de los eslabones. El metal apenas se abolló. Siseó.

—Maldita cadena.

Tras varios golpes, dejó de preocuparlo el ruido. ¡Que se despertase toda Rocavita si era necesario! No iba a salir de ahí sin su hermana.

Al cabo de un tiempo que le pareció interminable, consiguió al fin hacer saltar la cadena. Hubiera sido más eficaz un hacha, pero aquel barrote de metal cumplió sobradamente con su objetivo.

—Fayrah, ayúdame a correrla —la apremió.

Entre ambos, empezaron a dar vueltas a la cadena tan rápido como les fue posible.

La sombra contra el suelo advirtió a Dashvara antes de que el chillido agudo de Lessi resonara. Se giró a toda velocidad para ver la punta de una capa desaparecer por la puerta abierta.

No se lo pensó dos veces. Dejó la cadena y salió corriendo tras el carcelero. El muy necio iba cargado con una caja y, como no quiso soltarla, Dashvara lo alcanzó en unos pocos pasos. Le dio un golpe en la nuca y el esclavista se desplomó soltando un grito ahogado. No cayó inconsciente y Dashvara tuvo que darle otro garrotazo para que dejara de gritar.

—Ave Eterna —jadeó. Constató que el carcelero aún no había soltado su bonita caja, perteneciente seguramente a algún gobernador de Rocavita. Meneó la cabeza—. Idiota.

Armándose del sable que tenía Vand, guardó el barrote y regresó a la sala en el instante en que Fayrah empujaba la reja.

Las Xalyas enseguida se agolparon hacia la salida, olvidando la orden de Dashvara. Este las miró con irritación.

—¡Salid en orden! —ladró—. Sois Xalyas. Comportaos como tales.

Enseguida, todas se calmaron. Fayrah se abalanzó hacia él y lo abrazó.

—¡Dashvara! —sollozó—. Creía… creía que todos habíais muerto.

Dashvara la apartó suavemente y posó una mano bajo su barbilla. ¡Los ojos de Fayrah manaban una inocencia tan pura!

—Por favor, hermana. Ahora debes ser fuerte. Colocaos en el pasillo. Vigilad que el carcelero no se despierte y, si despierta… —sacó otra vez su barrote y se lo dio a Fayrah—, dale un buen golpe.

Su hermana agrandó los ojos pero asintió sin protestar.

—Voy a buscar una salida —añadió Dashvara—. Si oís a más de una persona bajar de esas escaleras, corred por ahí. Encontraréis otras escaleras que os conducirán al templo. Ahí, hay un vigilante que tiene las llaves de la entrada.

Recogió la antorcha e iba a dársela a Lessi pero, viéndola temblar tanto, decidió dársela a otra. Posó una bota en el primer peldaño y se dio cuenta de que las diez Xalyas se habían quedado mirándolo, expectantes. Las escudriñó a todas poniendo cara determinada.

—No olvidéis que somos hijos del Ave Eterna. No dejéis que el miedo os abrume. Aún tenéis un pueblo y una vida que defender.

Sus palabras iluminaron los rostros de todas y Dashvara comenzó a subir las escaleras preguntándose cuántos milagros y cuántas catástrofes eran capaces de producir unas simples palabras.

Las escaleras eran cortas y volvió a sacar el disco de Zaadma en cuanto las sombras comenzaron a envolverlo del todo. Lo frotó muy ligeramente, rezando para que no luciera demasiado. Una luz tenue como la de una luciérnaga despertó.

Y un olor fétido lo abofeteó. Frunció la nariz y desembocó en algo que parecía ser el fondo de un enorme pozo tapiado. Amplificó la luz y se quedó un instante fascinado. Se encontraba en una sala circular de unos treinta pies de diámetro. Un fino corredor la cruzaba, bordeado de unas gruesas rejas tumbadas, que daban al vacío. El olor hediondo era casi asfixiante. Por lo visto, por ahí abajo pasaban las cloacas con todos los residuos.

Alzó la vista y lo que vio al fondo le infundió ánimos. Una puerta.

Consciente de que salía totalmente al descubierto, Dashvara cruzó la sala y tendió una mano hacia el batiente. Era de madera. Aguzó el oído. No oía nada más que el lejano discurrir del agua de las alcantarillas. Se metió el disco en el bolsillo y desenvainó el sable.

Ahora o nunca.

Giró el pomo de la puerta y casi dio un respingo cuando esta se abrió sin esfuerzo. Una ligera brisa refrescante lo azotó. Salió, agazapado, buscando signos de que hubiera algún hombre de Arviyag montando la guardia fuera. No vio nada. Tan sólo un largo corredor de tierra seca bordeado por un muro alto. La luz de la Gema apenas conseguía iluminar la callejuela.

Regresó adentro y corrió a buscar a las Xalyas. Dejarlas atrás tan sólo le había hecho perder tiempo, se dio cuenta. Las encontró donde las había dejado, aunque al oír sus pasos alguna se había levantado como una liebre inexperta. A Dashvara le dolió el corazón cuando pensó que, si en lugar de él hubiesen sido carceleros, las Xalyas no habrían durado ni diez minutos libres.

—Seguidme.

—¿Y este hombre? —preguntó una.

Dashvara recordó que se llamaba Aligra y que era una buena amiga de su hermano Showag. Tenía dieciséis años, era huérfana y, si bien recordaba, tenía fama de lunática. Su extraña pregunta lo confirmaba. Dashvara echó un vistazo al avaricioso carcelero y vio, sin grandes sorpresas, que seguía inconsciente. No contestó a la pregunta estúpida de Aligra y gruñó:

—En marcha.

Todas se pusieron a subir las escaleras. Dashvara pasó delante y estaban cruzando la sala hedionda cuando la puerta exterior se abrió de golpe. Dashvara maldijo entre dientes.

—¡Atrás! —rugió.

Las Xalyas fueron inmediatamente presas del pánico y retrocedieron en tropel. Las dos siluetas en el recuadro de la puerta se quedaron unos segundos como petrificadas. A Dashvara no le costó entender que se trataba del relevo. Temiendo que huyeran para prevenir a más compañeros, se abalanzó hacia ellos. Subestimó el coraje de los hombres de Arviyag, pues estos, sin proferir exclamación alguna, entraron y desenvainaron los sables. Se habían repuesto de la sorpresa a una velocidad desconcertante. Y, por lo visto, sabían luchar.

Son guerreros, ¿qué esperabas?

Dashvara, empuñando el sable y la daga, retrocedió un paso hacia el corredor. Al menos, la disposición de la sala le daría una ventaja: sólo podrían luchar por turnos. A menos que fueran tan temerarios como para luchar encima de las rejas, arriesgándose a meter el pie en un agujero, pero…

Todos sus pensamientos se desvanecieron de golpe cuando se apercibió de que uno de ellos sacaba un objeto de una bolsa atada a su cintura. Un dardo. Tan pronto como Dashvara lo esquivó, el hombre le arrojó otro. El segundo se le clavó en el hombro derecho pero el tercero nunca llegó. Dashvara se tiró casi literalmente sobre el otro adversario, ocultándose del tirador.

Las Xalyas estaban tan silenciosas que Dashvara estuvo tentado de echar un vistazo para ver si seguían vivas pero, obviamente, no lo hizo.

Nunca pierdas de vista a tu enemigo.

Esta vez, no tenía que ocultar sus ataques xalyas: el objetivo principal era sobrevivir. Desarmó al esclavista e iba a asestarle un golpe letal cuando el hombre, dando un paso hacia atrás, sacó una daga con su mano válida. Sus labios se abrieron en una mueca terrible.

—Eres bueno, pero no tanto.

Soltó una carcajada de imbécil y Dashvara marcó una pausa, sorprendido. Cualquiera hubiera dicho que no le había quitado el sable. ¿O es que había algún truco del que no se había enterado?

—¡No ataques! —le aconsejó su compañero—. Conténtate con que no avance. El veneno empieza a hacerle efecto.

De hecho, Dashvara sentía que su hombro le ardía como el fuego. Su mano derecha empezaba a agarrotarse. Tiró la daga y cambió el sable de mano antes de atacar de nuevo sin dejar a su adversario el tiempo de acomodarse al cambio. Con un rápido tajo, lo dejó desangrándose, boca abajo contra la reja, y arremetió contra el envenenador.

Algo, en su cabeza, estalló como una llama. ¿Y si el veneno era mortal? No podía saberlo. Era consciente de que lo más razonable hubiera sido neutralizar al hombre e interrogarlo sobre el tema pero… no quería morir mientras tanto y dejar a las Xalyas otra vez a merced de los esclavistas.

Lo desarmó más fácilmente que al otro y el hombre agrandó los ojos, trastabillando hacia atrás, hacia la reja.

—Tengo el antídoto. No me mates o morirás. Tengo el…

Dashvara le cortó la garganta. Inmediatamente, creyó que el mismísimo infierno acababa de explotar en su interior. Cayó de rodillas, con el cuerpo sacudido por convulsiones. Reunió las últimas fuerzas que le quedaban y exclamó:

—Xalyas, ¡vuestro señor os ordena que huyáis! ¡Ahora!

No cayó inconsciente aún. Se arrancó el dardo del hombro y se arrastró hacia el cadáver mientras oía pasos precipitados y gemidos de tensión. Una de las bolsas estaba vacía, la de los dardos. Otra contenía una cajita. La abrió con manos temblorosas y pestañeó para tratar de ver qué contenía. Eran polvos ordenados en celdillas. Antídotos, tal vez. O tal vez no. Probablemente no. Estaba claro que, tal y como lo había formulado aquel esclavista, el veneno de ese dardo era letal, de modo que Dashvara no se lo pensó dos veces antes de coger la cajita, echar la cabeza hacia atrás y verter todo lo que pilló en su garganta.

—¡Dash! —gritó Fayrah. Lo agarró del brazo. Lloraba desconsoladamente—. Dash, dime que no te estás muriendo…

Dashvara la contempló, tragó el último bocado de polvos y, súbitamente, empezó a reírse como un loco.

Le saltaron las lágrimas; las carcajadas sonaban, estruendosas, en aquella apestosa sala. Fayrah se lo había quedado mirando, boquiabierta. Las demás Xalyas parecían haberse ido todas, menos dos. Una de ellas yacía inconsciente.

—Aligra, despierta a Lessi y sal de aquí —pronunció Fayrah con voz temblorosa sin apartar los ojos de Dashvara—. Creo que mi hermano no va a poder ayudaros más.

Dashvara se desternillaba de risa.

—¡Ave Eterna, ya lo creo que no! —soltó, retorciéndose en el suelo—. ¡Pero no me estoy muriendo, hermanajajaj…!

Se atragantó y se puso a toser. Sentía que toda su mente iba a estallar. Un rayo de esperanza pasó por los ojos de Fayrah.

—¿En serio?

—Es lo que me has pedido que te diga —se burló Dashvara, intentando sentarse en el suelo. Cada inspiración le daba la impresión de tener estacas clavadas en todo el cuerpo, pero una extraña euforia lo embargaba. Su garganta graznó—. Hihi. No sé si ese veneno era mortal, pero con lo que acabo de tomar ¡fijo que me reúno con nuestros padres y nuestros hermanos! —Rió y, pese a que de ese modo se centuplicaba el dolor, siguió riéndose a carcajada limpia, deslizándose hasta el suelo mientras la luz era devorada por las sombras.

Fue entonces cuando sus oídos embotados percibieron la exclamación de sorpresa de Fayrah.

—¿Qu-quiénes sois?

—No tenemos otra elección —murmuró una voz que le pareció a Dashvara salir de ultratumba—. Venid con nosotros. Sacaremos a este idiota de aquí.

Antes de que se lo tragara la oscuridad, Dashvara vio el rostro de una mujer de ojos bonitos y labios finos y apretados. Le pareció tan cómica su expresión que estalló de risa y el dolor lo tumbó.