Página principal. Ciclo de Dashvara, Tomo 1: El Príncipe de la Arena

10 La lágrima de la gratitud

Cuando Dashvara despertó, lo primero que vio fue una flor plateada con dos antenas azules que pendían a un palmo de sus ojos. Se tensó y estornudó violentamente. Al enderezarse, tuvo la impresión de mover toda la jungla que lo rodeaba. Cuando constató que uno de los pétalos blancos de la flor había caído, Dashvara lo recogió y se lo metió en el bolsillo con cara inocente. Entonces, frunció el ceño al percatarse de un detalle. El carromato estaba parado.

Zaadma canturreaba en el fondo del carruaje. Dashvara la vio regando las flores con una cantimplora y soltó un bufido por lo bajo.

—¿Desde cuándo estamos parados? —preguntó.

—Buenos días, caballero xalya —lo saludó Zaadma sin contestar.

Dashvara se irguió, se armó de paciencia y bajó del carromato. El paisaje era más parecido al que había en el territorio xalya: hierba rala por todas partes e interminables colinas. No había ni un árbol a la vista. Acarició los hocicos de los caballos. Tuvo que reconocer que ambos se habían merecido un buen reposo.

—¿Vas a acabar con toda el agua que tenemos? —inquirió Dashvara, acercándose a la parte trasera del carromato.

Zaadma negó con la cabeza.

—Sólo tenemos dos cantimploras de agua. Estoy usando vino.

Dashvara se quedó en suspenso un instante y entonces lo entendió.

—Claro. El comerciante de vinos. Así que además del carromato y los caballos te ha dejado su mercancía.

—Sólo un barril. Ese tiene cosas mías. Y aquel está vacío. Además, no me los ha «dejado». Shizur me prestó el carromato y los caballos esta noche para que cargase las plantas dentro. Se supone que tenía que volver con él al día siguiente… —Un destello culpable pasó por sus ojos—. Me temo que nuestra amistad va a sufrir un duro golpe después de esto.

Dashvara echó otro vistazo a su alrededor. El sol se había levantado hacía una o dos horas, evaluó. Sobre sus cabezas, el cielo estaba azul, pero al noreste estaba negro. Dashvara entornó los ojos, observando el fenómeno con un mal presentimiento. Las nubes se acercaban rápido.

—Zaadma —pronunció—. Nos viene una tormenta encima.

Ella siguió la dirección que señalaba el Xalya y su rostro se volvió pensativo.

—Creo que el vino no les viene bien a las flores. Tenemos un barril vacío. Podríamos sacarlo.

Dashvara la miró fijamente.

—¿Y esperar tranquilamente a que se llene de agua mientras los Shalussis nos andan buscando? —Se encogió de hombros—. Iré a desatar un caballo y me iré yo solo. Si tanto deseas morir, te dejo con tus plantas y tus barriles…

Zaadma gruñó por lo bajo.

—¡Está bien! Echaremos para atrás la tela del carromato. Mientras no haga mucho viento, podremos avanzar y llenar de agua el barril al mismo tiempo.

Dashvara no protestó y mientras Zaadma desataba un poco la tela y abría el barril vacío, él se subió de nuevo al carromato echando ojeadas sombrías a las nubes oscuras. Animó a los caballos con las riendas y continuaron.

—¿Adónde nos dirigimos exactamente? —preguntó.

—¿De veras te interesa ahora ese detalle?

Dashvara echó otra ojeada hacia las nubes.

—Te has dirigido todo este tiempo hacia el suroeste —observó—. Supongo que pretendes cruzar el Laberinto Rocoso para ir a Dazbon.

—¿El Laberinto Rocoso? —repitió Zaadma, divertida—. ¿Así lo llamáis los Xalyas? Pero si hay señales que indican el camino. Es imposible perderse.

Dashvara enarcó una ceja pero no contestó. Por el momento, lo principal era alejarse lo máximo de las tierras Shalussis.

Ya sólo quedan tres, pensó, animado. Lifdor de Shalussi. Shiltapi de los Akinoa. Todakwa, del clan de los Esimeos… A este ritmo, si no muero, acabaré con ellos en menos de un año ¿y luego qué?

El viento empezó pronto a soplar y cayeron las primeras gotas. No se oyeron truenos ni se vieron relámpagos pero el aguacero duró. La lluvia arreció y Zaadma se entusiasmó, mirando el interior del barril cada segundo para ver cómo iba llenándose. En un momento, incluso quiso recuperar el agua con la tela del carromato y la desató para intentar volverla a atar de manera que el agua fluyera dentro del barril. El viento recrudecía y Zaadma maldecía ininterrumpidamente, cada vez más irritada contra las ráfagas. Cuando Dashvara oyó un grito más fuerte por encima del vendaval, se giró exasperado, con las riendas en una mano, agarrándose con la otra a un tabla del banco. Resopló al ver que la tela del carromato se había ido volando por la pradera y se le escapó una carcajada ruidosa.

—¡Mis plantas! —chilló Zaadma, desesperada.

Abrazó varios tiestos para tratar de protegerlos de las ráfagas, cada vez más violentas. Dashvara estiró sobre las riendas cuando vio a uno de los caballos dar un paso de lado, arrastrado por el viento. No era plan de que se lastimase. Se apeó, encorvado por el vendaval, y buscó la tela del carromato con la mirada. Se había ido hasta los confines del mundo, consideró. Además, el viento seguía arrastrándola. Se encogió de hombros y se acercó a los caballos para tratar de calmarlos. Les murmuró palabras de sosiego al oído y, al percibir una exclamación de Zaadma, se preguntó, divertido, si la misma técnica funcionaría con la alquimista.

Al fin, el viento empezó a amainar y la borrasca pasó, dejando una brisa agitada, un olor a tierra mojada y un extraño silencio.

Los caballos resoplaron. Dashvara les dio a ambos una palmada amistosa sobre el hocico y volvió a subir al carromato, hundido. Zaadma se abrazaba a su narciso con los ojos cerrados y la trenza descompuesta. Tenía las mejillas anegadas de lágrimas y Dashvara se preocupó.

—¿Zaadma? ¡Zaadma! ¿Estás bien?

Cuando Zaadma abrió los ojos, su mirada terrible lo acalló.

—Yo estoy bien —dijo. Marcó una pausa y sollozó—: Pero mis flores…

Dashvara frunció el ceño y miró el narciso de luna. Parecía haber sobrevivido. Luego miró el resto e hizo un mohín.

—Ya veo. Qué desastre.

Todos los tallos estaban aplanados y el suelo del carromato estaba cubierto de pétalos. Zaadma inspiró hondo como para intentar recobrarse. Se la veía tan afectada que Dashvara tuvo el reflejo de acercarse para ir a consolarla. Zaadma dio un respingo.

—¡No te acerques! El narciso es lo único que me queda.

Dashvara se detuvo y guardó el silencio un momento. Al fin, dijo:

—Bueno, ¿quieres que saque los tiestos de aquí?

La mirada asesina que le devolvió Zaadma le recomendó no seguir hablando de sus plantas.

—Está bien —masculló el Xalya.

Regresó a la parte de delante e iba a poner a los caballos en movimiento cuando Zaadma se lamentó:

—¿Por qué habré quitado la tela del carromato?

Dashvara le echó una mirada sobre su hombro. Tras una vacilación, sonrió y pronunció:

—En la vida, hay que tomar muchas decisiones y, a veces, uno se equivoca. No hay más explicación.

Agitó las riendas y el carromato empezó a moverse. Pasó tal vez una hora hasta que Zaadma decidió ir a sentarse junto a él. Parecía haberse recobrado.

—Al menos mi narciso ha sobrevivido —relativizó—. No sabes la de maravillas que se pueden hacer con un narciso de luna. Los antiguos alquimistas decían que, con mucha práctica, incluso se podía provocar la resurrección. Claro que no son más que leyendas. Pero te aseguro que con un narciso de luna se hacen milagros. —Marcó una pausa y añadió con la voz temblorosa—: Y con mis kalreas cruzadas hubiera podido fabricar un remedio contra las infecciones intestinales… —Su voz se quebró e inspiró ruidosamente por la nariz—. Con ese invento me habría ganado la consideración de los grandes alquimistas de Dazbon. Qué diablos —dijo de pronto—. Lo que yo necesitaba era un remedio contra la estupidez.

Dashvara sonrió mientras Zaadma añadía en un suspiro:

—Hubiéramos hecho mejor en llevarnos el cuerpo de Nanda en vez de… —Suspiró otra vez, ruidosamente—. Ahora que lo pienso, tal vez hubiera sido una buena idea llevárselo. Al menos ese no habría volado como mis flores.

La sonrisa de Dashvara se ensanchó.

—Ciertamente —respondió—, sólo nos faltaba viajar con un cadáver sepultado entre los tiestos. Bah, vamos, ¡no te atormentes! —Se pasó una mano por el pañuelo hundido sobre la cabeza y agregó—: ¿Sabes?, me alegra comprobar que tus intereses van más allá del dinero. Podrías haberme dicho que eras una alquimista.

Zaadma puso cara orgullosa.

—¿Y habría cambiado tu opinión sobre mí? ¿Tan sólo por una cuestión de oficio? En Dazbon, era aprendiz alquimista. Pero no era más que una niña alocada. Hacía experimentos prohibidos que no provocaban más que problemas, me fugaba de la Ciudadela Celmista para ir a las casas de juego e incluso me hice pasar una vez por una curandera cuando tenía dieciséis años. Como alumna, fui un fracaso total. Te lo aseguro. Luego vinieron las dificultades y cuando me enamoré de aquel Shalussi, ese Aldek, cometí el error más tremendo que pudo haber cometido un saijit en su vida.

Saijit, se repitió Dashvara, pensativo. Recordaba que Maloven utilizaba a veces el término saijit para referirse a un conjunto de razas del que formaban parte los humanos, así como los elfos, los ternians, enanos, tiyanos… Sin embargo, durante toda su infancia, Dashvara nunca había visto más que a humanos de la estepa. Y no estaba acostumbrado a oír la palabra «saijit». Al contrario que Zaadma, observó. Pues claro: ella era una republicana.

—Cuando me pillaron esos salvajes, aquellos que me asquearon del vino, ya nada fue igual —proseguía Zaadma, ensimismada—. Me encontraron dos Akinoa de buen corazón. Me llevaron hasta su pueblo medio muerta y cuando me recuperé… me convencí de que era menos peligroso quedarse en la estepa que volver a Dazbon. Verás, en Dazbon tuve algún que otro problemilla —explicó, evasiva—. Así que fui viajando durante unos meses de pueblo en pueblo y de granja en granja. Y un día, unas mujeres me echaron a patadas de su casa. Salí malherida y sin agua ni nada. Fue entonces cuando topé con Walek. Me salvó la vida, porque yo ya estaba resignada a dejarme morir. Me llevó al poblado de Nanda, me hospedó y me cuidó como a una niña. —Su rostro se enterneció—. Se enamoró de mí perdidamente. No puedo negar que al principio lo seduje intencionadamente para que siguiera protegiéndome. El pobre hombre tiene el corazón más blando que un pétalo de siseliada, aunque, eso sí, es «un Shalussi con honor» —se burló. Suspiró, ensombrecida—. Al cabo, su familia le dijo que nuestro matrimonio era inaceptable, puesto que yo no era una Shalussi. Por supuesto, él se doblegó ante el veredicto de los sabios. Créeme, entre las costumbres shalussis, hay algunas que son muy respetables, pero las hay mortalmente ridículas.

Carraspeó y retomó:

—Al día siguiente, vino Nanda en persona a decirme que me ofrecía una casa a cambio de que dejara a Walek en paz. ¡Como si yo hubiese sido la culpable de todo! A Walek le sentó como una piedra en el estómago que su jefe tratase de alejarme de él con claras intenciones de convertirme en su amante. Los diablos saben cuánto me costó consolarlo. Me juró que acabaría matando a Nanda y yo le hice jurar que no lo haría. —Le dedicó a Dashvara una mueca indefinible—. Hace ya tiempo entendí que vosotros los estepeños lo arregláis todo a cuchilladas.

Dashvara no contestó y ella prosiguió con más alegría:

—En fin, ya te imaginas lo que pasó luego. Descubrí que Nanda sufría de temblores y tenía problemas de respiración. Le propuse ayudarlo, no por compasión, sino para hacerle chantaje. Era un hombre hipócrita y avaricioso hasta la médula, pero era rico y podía sacar de él lo que quería mientras yo le diese a él lo que deseaba. Lo tenía entre mis redes y él me tenía entre las suyas. —Marcó una pausa y sonrió—. El muy bestia era supersticioso. Desde que le preparaba la poción, me tenía miedo porque me había tomado por una Bruja de la Oscuridad, de esas a las que adoran los Esimeos. —Soltó una risita—. Yo nunca lo desengañé. Y bueno, yo creía que al cabo de un tiempo su salud mejoraría: era joven, apenas tenía cincuenta años. Creía que un día ya no me necesitaría y me dejaría volver a Dazbon con una buena recompensa.

Zaadma calló. Dashvara había ido frunciendo el ceño mientras ella hablaba. Tenía la impresión de que aquella mujer era más astuta y retorcida que una bruja. Seducía a Walek, luego chantajeaba a Nanda… ¿Quién le decía que no era ella la culpable de esa maldita enfermedad de la que padecía el jefe shalussi? Aun así, estaba claro que no había tenido mucha suerte en la vida y Dashvara sabía que una persona, arrastrada por la sencilla necesidad, podía convertirse en un verdadero demonio.

Tras un largo silencio, Dashvara murmuró:

—Pero su salud no mejoró y no quiso dejarte marchar.

Zaadma asintió.

—El muy imbécil estaba convencido de que yo conocía el remedio definitivo a su enfermedad y que se lo ocultaba. —Sus ojos se humedecieron y su mandíbula se tensó—. “Te he protegido de los demás guerreros” —pronunció con tono irónico, repitiendo las palabras del Shalussi—. Ese hombre mentía más que hablaba. Aunque, si he de serte sincera, fui yo quien seduje voluntariamente a varios guerreros Shalussis para obtener su protección, porque… ya sabes, quería volver a Dazbon. Así que, al principio, ideé el plan de engatusar a un guerrero fuerte, revelarle la enfermedad de Nanda en cuanto pudiese fiarme de él y convencerlo para que lo matara. Pero nunca me atreví a llevar el proyecto a cabo por temor a que Nanda me descubriera. No sabes cuánto me alegro de que lo hayas matado.

Dashvara se sentía molesto. Guardó la mirada fija hacia el horizonte. ¿Por qué diablos le estaba contando su vida Zaadma con tantos detalles? ¿Tal vez porque es una habladora compulsiva?, sugirió una vocecita burlona en su cabeza. Tras un silencio, Zaadma soltó una risa por lo bajo.

—En fin, ¿quién habría adivinado que un salvaje me reconduciría hasta Dazbon?

Dashvara reprimió una mueca.

—Mi intención no es ir a Dazbon.

—Pero este es mi carromato y el narciso, el vino y esos caballos irán adonde yo diga —avisó Zaadma.

Dashvara esbozó una sonrisa.

—Es el carromato de Shizur, no el tuyo. —Echó un vistazo hacia atrás y confirmó—: De todas formas, no pretendo robarte tu carromato ni tus caballos.

—¿Ah, no? —se extrañó Zaadma, desconfiada—. ¿Entonces, te irás a pie?

La sonrisa de Dashvara se ensanchó mientras miraba la polvareda en el horizonte.

—A pie no —contestó—. A caballo.

Zaadma siguió la dirección de su mirada y palideció.

—¿Esos son los Shalussis? ¿Nos están persiguiendo?

Dashvara asintió y estiró levemente de las riendas.

—¿Pero qué haces? —protestó Zaadma con pánico en la voz—. ¡Si ralentizas, nos pillarán!

—Dos caballos con un carromato no pueden huir de unos jinetes shalussis —explicó Dashvara con calma.

—Así que vamos a morir —suspiró Zaadma tras un silencio.

Dashvara sonrió con tristeza.

—¿Estás asustada?

—¿Yo? —Zaadma tragó saliva—. ¿Es que tú no lo estás?

Dashvara no dejó de sonreír, aunque interiormente tuvo que admitir que, pese a saberse muerto espiritualmente desde hacía más de dos semanas, sentía aprensión.

—¿Quieres hacerme un favor? —replicó sin contestar—. Despeja el suelo del carromato.

—¿Que despeje…? —Zaadma resopló, mirándolo con cara incrédula—. Espera un momento, ¿no me digas que piensas luchar contra ellos?

—Vienen a matarme. No vamos a poder negociar y no voy a dejar que me maten con la cabeza gacha así que… ¿tienes alguna alternativa?

Zaadma no contestó y, tras una vacilación, se levantó con las piernas temblorosas y fue a poner orden en el carromato. Momentos más tarde, Dashvara miró hacia atrás. Ahora se veían siluetas negras a lo lejos, cabalgando a toda prisa. Bajó la vista y gruñó entre dientes.

—He dicho que despejes la zona, no que la ordenes.

Zaadma le echó una mirada fulminante.

—No voy a tirar los tiestos fuera.

—Pues si no lo haces, lo haré yo.

—¡Ni se te ocurra!

Ambos se miraron con cara de pocos amigos. Al cabo, Zaadma abrió el barril con el agua de lluvia y empezó a tirar la tierra de los tiestos dentro, junto con las plantas. Dashvara la observó, atónito.

—Empiezo a dudar de que no hayas dejado la cordura lejos de aquí —comentó.

—La cordura la tengo muy bien, gracias —retrucó ella.

Zaadma no dejó de vaciar y apilar tiestos. Tras un largo momento, Dashvara pudo contar los jinetes que los perseguían. Eran cinco. Hubiera esperado que habría habido más hombres dispuestos a vengar la muerte de Nanda. A menos que aquello sólo fuera la avanzadilla. En cualquier caso, cinco eran ampliamente suficientes para acabar con un solo hombre. Dashvara frunció el ceño. Los Shalussis avanzaban rápido. Los alcanzarían demasiado pronto. Azuzó los caballos y estos pasaron del paso al trote. Acto seguido, llamó a Zaadma:

—¡Ocúpate de las riendas!

La alquimista estaba protegiendo su narciso de luna como podía, entre los barriles. Aún quedaban varios tiestos sin quitar.

—Deja esa maldita planta si quieres vivir —siseó Dashvara.

Zaadma agarró las riendas con brusquedad. Tenía los ojos agrandados por el miedo.

—Tengo el presentimiento de que vamos a morir y odio tener esa impresión.

—Que los caballos sigan a este ritmo —se contentó con decir Dashvara antes de levantarse de un bote y agarrar con una mano el sable de Orolf y con la otra el de Nanda.

Avanzó en el carromato y desmontó las tres cerchas de madera que habían ayudado a sostener el toldo: tan sólo podían molestarlo en sus movimientos y con cualquier golpe de sable se romperían de todas formas. Entornó los ojos. El trueno de los cascos contra la tierra era cada vez más fuerte. No podía reconocer los rostros desde tan lejos, pero reconoció sin dificultad uno de los caballos.

Zefrek, hijo de Nanda, has venido a vengarte, entendió con un escalofrío. El caballo negro cabalgaba el primero, conduciendo los guerreros a una victoria segura.

—No vas a poder matarlos a todos, Xalya —soltó Zaadma.

Dashvara asintió con gravedad.

—Probablemente, no.

—Mmpf, «probablemente» dice —masculló Zaadma por lo bajo—. Salvaje chiflado…

Los rostros de los dos jinetes más cercanos se distinguían ahora claramente. Uno era un hombre poco mayor que Dashvara, con los mismos rasgos cuadrados que Nanda. El otro era uno de los guerreros más leales de Nanda.

Zefrek soltó un grito de guerra shalussi cuando ya apenas una veintena de pasos lo separaban del carruaje. Dashvara lo vio alzar la mano derecha y soltó un bufido, tirándose al suelo.

—¡Zaadma, agáchate!

Ella no tuvo tiempo de moverse. Por suerte, el cuchillo que tiró el maldito Shalussi no fue en su dirección: pasó por encima de la cabeza de Dashvara y se plantó en uno de los barriles. Soltando uno de los sables, Dashvara retiró el cuchillo y brotó un chorro de vino. Lanzó el arma hacia el otro jinete. Con el capitán Zorvun, se había entrenado al lanzamiento de cuchillos, pero nunca había destacado como con los sables. Por eso se llevó una buena sorpresa cuando el cuchillo se le clavó en el brazo del sable y el guerrero, perdiendo el equilibrio, cayó a tierra gritando. Pronto se quedó atrás.

—¡Bien hecho! —lo felicitó Zaadma con la voz aguda.

—¡Más rápido! —le pidió Dashvara al ver que Zefrek iba a adelantarlos.

Zaadma hizo chasquear las riendas y los caballos redoblaron de esfuerzos. Las ruedas del carruaje giraban a toda prisa. Cualquier irregularidad en el terreno podría causar una catástrofe sin precedentes.

Zefrek se acercó con el sable blandido y Dashvara le lanzó uno de los arcos de madera desmontados. Del otro lado del carruaje, Andrek realizó un volteo con su arma y Dashvara, cogiendo uno de los tiestos, se lo arrojó con toda la fuerza de la que fue capaz. No le dio a él, sino al caballo, y debió de dolerle porque se encabritó y Andrek tuvo que concentrarse en volver a tomar el control de su montura. Se quedó atrás. Dashvara lo sintió por el caballo.

—¡No me tires más tiestos, por la Divinidad! —exclamó Zaadma—. Tienen monedas de oro dentro…

Dashvara enarcó las cejas. En ese momento, Zefrek, en un arrebato de tontería, dio un salto desde su caballo negro y aterrizó ágilmente en el carromato. Zaadma soltó un grito.

—¡No he dicho nada, tú mátalos!

Dashvara se agachó prestamente para recoger su segundo sable. Cruzó la mirada del Shalussi y se estremeció.

—Has matado a mi padre —ladró Zefrek.

Dashvara le dedicó una mueca pensativa.

—Sólo he acortado sus sufrimientos —lo corrigió.

Y atacó. Y por poco no resbaló: el suelo se estaba llenando de vino por el barril roto y la madera se estaba quedando húmeda y pringosa. Evitó un golpe de escudo y recuperó el equilibrio rezándole al Ave Eterna para que la suerte estuviera de su lado.

Zefrek soltó un grito salvaje. Y se abalanzó.

Dashvara esquivó y contraatacó, pero Zefrek paró el golpe con el escudo. De pronto, el carruaje dio un giro hacia la derecha y Dashvara siseó sin atreverse a echar un vistazo; sin embargo, adivinó que Andrek estaba intentando detener a los caballos. Zaadma gritó y el carruaje pareció por un momento estar a punto de volcarse… Dashvara y Zefrek se mantuvieron en equilibrio pero el barril roto, en cambio, volcó y se puso a rodar hacia la parte trasera. Dashvara no fue arrastrado de milagro. Manando vino y más vino, el barril golpeó a un Zefrek que trataba de quedarse en pie. Entorpecido con su escudo, el Shalussi estaba tan concentrado queriendo evitar el tonel que se distrajo.

Nunca pierdas de vista a tu enemigo.

Zefrek recibió un tiesto vacío en plena cara que lo dejó medio embobado. Dashvara embistió, le golpeó la mano con el sable causándole un tajo profundo, lo desarmó y lo echó para atrás, contra las tablas de madera que retenían el barril caído. Iba a tirarlo por encima, fuera del carruaje, cuando inesperadamente Zefrek espabiló y le arrojó el escudo. Dashvara lo esquivó de milagro y se llevó una sorpresa cuando constató que Zefrek lo había dejado caer. Tuvo apenas el tiempo de ver el destello metálico antes de que la daga se le clavara en el costado. Soltó un rugido de dolor e iba a asestarle un sablazo letal al Shalussi cuando, súbitamente, las tablas cedieron y ambos cayeron fuera del carruaje. Dashvara golpeó violentamente contra el suelo y dio vueltas y más vueltas por la tierra, tragando polvo. Se oyó un berrido y luego un estruendo de madera rota mezclado con un estrépito parecido a una explosión. Cuando Dashvara sintió que ya dejaba de girar, abrió los ojos, aturdido, con el costado ardiéndole como el fuego. Tenía que levantarse si no quería morir, se recordó.

Fue mucho más duro hacerlo que pensarlo. Cuando consiguió ponerse en pie, creía que acababa de subir todas las escaleras del Torreón de Xalya a la carrera con un saco lleno de piedras. No quiso mirar su herida y alzó la vista. Se quedó atónito, contemplando el carruaje. Por así decirlo, se había volatilizado la parte delantera. Zaadma cabalgaba sobre uno de los dos caballos y había dejado atrás el carromato destrozado y el cuerpo gimiente de Andrek tendido en el suelo.

Procura llegar a Dazbon sana y salva, le deseó Dashvara. Titubeó. La vista se le nubló y pestañeó para constatar que Zefrek yacía inconsciente a unos pasos de distancia, con el rostro y la mano ensangrentados.

Unos cascos de caballo y un repentino alarido desgarraron el silencio. Dashvara se giró torpemente, convencido de que la muerte en persona acababa de llamarlo. Vio a Walek y a Rokuish que se abalanzaban sobre sus monturas hacia él, el uno gritando como un loco, el otro en un silencio de muerte. El Xalya no se lo pensó dos veces: corrió tan rápido como pudo hasta donde se le habían caído los sables. La pradera bailaba ante sus ojos trastornados por el sufrimiento.

Esto es el fin, pensó. No iba a llegar a tiempo.

El caballo de Rokuish se interpuso en su camino y se irguió. Dashvara dio un salto precipitado hacia atrás para que no lo arrollase y perdió el equilibrio. La herida en el costado le arrancó un gemido de dolor cuando se derrumbó.

—¡Ave Eterna! —farfulló, sin respiración. Levantó una mano roja de sangre y la volvió a posar sobre su herida, como si pudiese así curarla.

La vida es tan frágil y tan hermosa, pensó, mareado.

Walek rugió:

—Remata al muchacho, ¡yo me ocupo de la bastarda!

Se oyó un trueno de cascos al galope. Dashvara apartó la vista del caballo de Rokuish y constató que Walek se había marchado en busca de Zaadma.

—Maldita sea —gruñó y, sin saber muy bien de dónde sacaba la energía para gritar, rugió—: ¡Vuelve, Walek, Zaadma es inocente!

El Shalussi no lo escuchó. Con dificultad, quiso enderezarse pero la punta de un sable contra su pecho se lo impidió. Alzó la vista, cruzó los ojos negros de Rokuish y volvió a tumbarse en la tierra, apartándose del filo con el corazón en un puño.

—Al menos, moriré entre los brazos de un amigo —murmuró para sí.

El rostro de Rokuish expresaba horror puro. Estaba dudando, se sorprendió Dashvara. Permanecieron así un rato, tensos como la cuerda de un arco. Tan sólo se oía la respiración jadeante de Andrek y la suya propia, entrecortada. Dashvara sintió la punta del arma deslizarse hasta su garganta. Era el segundo sable de Orolf, se fijó. Llevaba grabada la forma de una serpiente roja a lo largo de la hoja. Alzó otra vez la vista hacia su amigo Shalussi. Los labios de Rokuish temblaban. Curiosamente, Dashvara consiguió dedicarle una débil sonrisa y murmuró con esfuerzo:

—Si vacilas ante un inocente, no eres un cobarde. Si vacilas ante un criminal, sí que lo eres.

—¿Por qué? —preguntó vivamente Rokuish—. ¿Por qué lo mataste?

—Porque me lo pidieron mi padre y mi pueblo.

Dashvara sintió de pronto que una paz extraña se apoderaba de él. No había hecho todo lo que le había pedido su padre, pero lo había intentado. Rokuish agrandó los ojos.

—¿Qué quieres decir con eso? ¿Nanda mandó matar a tu familia nómada?

Dashvara inspiró lentamente, rechazando el dolor.

—Ingenuo Rokuish —suspiró—. No soy un Shalussi nómada. Soy un Xalya.

—¡Un Xalya! —exclamó Rokuish, anonadado—. No puede ser…

—Soy el hijo primogénito del último señor de la estepa —prosiguió Dashvara—. Y mi deber como hijo es matar a todos los líderes que participaron en la traición contra mi pueblo. Sin embargo… —Tragó saliva y un sabor a sangre invadió su boca—. Ahora me doy cuenta de que matarlos no resolverá nada. Otros hombres como ellos los sustituirán y los guerreros seguirán matándose entre sí y los pueblos seguirán despreciándose. —Miró a Rokuish y casi se sorprendió de que lo dejara hablar—. Los guerreros de mi pueblo mataron a tu padre y los del tuyo mataron al mío. ¿Por qué tanto absurdo, Rokuish? —susurró—. ¿Por qué tanta estupidez?

Hubo un largo silencio. Entonces, Rokuish dijo:

—Vika la curandera examinó la herida de Nanda. Dijo que lo atacaste por la espalda.

Dashvara sintió que sus labios se estiraban en una sonrisa amarga.

—Un verdadero Xalya jamás habría hecho eso —replicó. Las fuerzas lo abandonaban rápidamente.

Rokuish frunció el ceño.

—Si tú mataste a un Shalussi para vengar a tu padre, yo también debería matar a un Xalya para vengar al mío.

Dashvara vio la punta del sable acercarse. No sintió miedo, sino tristeza.

—Es comprensible —murmuró solamente.

Notó cómo la punta fría tocaba su piel. Sólo entonces empezó a sentir miedo. Morir lentamente era mucho peor porque te dejaba pensar demasiado.

Que el Ave Eterna perdone mis actos indignos y me acoja bajo su ala protectora, rezó. Y añadió con ironía: ¿Quién hubiera dicho que me mataría un hombre que apenas sabe manejar un arma?

Rokuish retiró el sable. Dashvara lo contempló, alucinado.

—No puedo matarte —declaró Rokuish con la mandíbula tensa—. Y no por cobardía. No puedo matarte porque sé que, en el fondo, eres un buen hombre. Aunque seas Xalya.

Dashvara enarcó una ceja. Y sonrió.

—Tú sí que eres un buen hombre, Rok. Aunque, de todas formas, voy a morir.

Rokuish bajó la mirada hacia la herida y palideció.

—Ya veo. Vika podría curarte.

Dashvara se carcajeó, un relámpago lancinante le recorrió el torso y escupió sangre.

—Zaadma podría salvarme. Ella es alquimista. Dice que hace milagros… Si no eres un cobarde, Rokuish, ve tras Walek e impídele que le haga daño. —Tragó sangre y añadió con un hilo de voz—: Zaadma también es una buena persona.

El sufrimiento le impidió seguir. Ante el silencio dubitativo de Rokuish, Dashvara cerró los ojos.

Qué importa ahora. Mátame, hermano. Ten la misma piedad que yo tuve inconscientemente con Nanda y acaba con este suplicio.

—La traeré aquí y te salvará —prometió de pronto Rokuish.

Oyó unos pasos vacilantes y luego unos cascos de caballo contra la tierra que resonaron en su cabeza como una danza de tambores.

Dashvara entreabrió los párpados y, a través de la niebla de la muerte, vio el cielo azul. Una lágrima, en sus ojos, brilló bajo el sol ardiente antes de evaporarse. Una lágrima de gratitud.