Página principal. Ciclo de Dashvara, Tomo 1: El Príncipe de la Arena

6 Vida shalussi

Encontró al tal Rokuish roncando contra la barrera que cerraba el corral con los caballos. El sol estaba ya muy inclinado hacia el oeste y la sombra de las caballerizas protegían amablemente al joven dormido.

El Xalya se arrimó a la barrera y contempló el recinto. Había un total de quince bestias, de las cuales la mitad tenían más pinta de caballo de tiro que de guerra. Entre ellos, había uno negro. Chasqueó los labios y el animal levantó la cabeza, la agitó y se acercó a la barrera con docilidad. Dashvara sonrió cuando le acarició el hocico. Era un buen animal y se parecía mucho a Lusombra, la yegua que había montado durante aquellos últimos cinco años. Al menos ningún Shalussi, Esimeo o Akinoa podrá nunca montarla, se dijo. Hacía cuatro meses, Lusombra había sido robada por un Ladrón de la Estepa. Bueno… robada era un decir. Los Ladrones de la Estepa no se dedicaban a robar caballos normalmente y lo cierto era que tampoco se dedicaban a robar a secas. El presunto ladrón había sido encontrado por el capitán Zorvun y su patrulla en plenas tierras xalyas, sin caballo ni agua ni armas, y se había decidido llevarlo al torreón. Finalmente, tras varios días conversando con el prisionero, Dashvara había cometido una de las tantas locuras que exasperaban al señor su padre: le había ayudado al Ladrón de la Estepa a huir ofreciéndole su propio caballo. Aún recordaba las últimas palabras que le había pronunciado el misterioso estepeño: “Te devolveré el favor, Xalya.” Se había llevado el puño al corazón y había salido cabalgando a la velocidad del rayo entre las sombras de la estepa. Los dos compañeros patrullas que montaban la guardia aquella noche se habían contentado con menear la cabeza sin dar la alarma: al fin y al cabo, se decía que, si un Xalya defendía su libertad con uñas y dientes, un Ladrón de la Estepa la defendía hasta morir.

Dashvara sonrió. Por alguna razón, de todos los clanes y tribus que conocía, los Ladrones de la Estepa siempre habían sido a los que más había respetado. Según aquel Ladrón de la Estepa al que había salvado y cuyo nombre desconocía, la máxima preocupación de su pueblo era defender la estepa de Rócdinfer de las avariciosas manos de los «civilizados». No era tarea fácil.

Un ronquido más ruidoso que el anterior lo hizo girarse hacia el Shalussi. Se le había deslizado el pañuelo negro de la cabeza hacia delante y ahora apenas se le veía el rostro.

Dashvara se sentó ante él sobre la hierba y echó una ojeada hacia el cielo. Ya se estaba yendo el sol. Al de un rato, como veía que Rokuish no despertaba, se levantó y entró en el edificio. Los compartimentos para los caballos estaban todos limpios. Vio una mesa colocada contra un muro, con dos bancos, y en esa mesa vio un trozo de queso.

Enseguida se le hizo la boca agua. Echó un vistazo a su alrededor, como si estuviese a punto de cometer un tremendo robo.

“Azotarás al ladrón que roba a tu vecino”, había dicho un día el shaard Maloven con su habitual pomposidad.

Azotar, ya azoté a tres bandidos con mi propio látigo, Maloven, pero una cosa es robar y otra cosa es comer, reflexionó.

Su pensamiento le arrancó una sonrisa irónica pero eso no le impidió coger el queso y engullirlo con deleite. Era queso de cabra. Cuando salió de las caballerizas, Rokuish no se había movido un ápice.

¿Manso como un burro, eh?

Dashvara resopló para sus adentros.

—Ojalá todos los Shalussis fueran como tú —murmuró.

Y ojalá los Xalyas pudieran dormir tan tranquilamente como lo haces, añadió en silencio con amargura.

Se dio la vuelta y se dirigió hacia el río. Bebió a grandes sorbos: tenía la impresión de que se había quedado tan seco como un lienzo al sol forjando aquellos malditos eslabones.

Levantó la cabeza bruscamente cuando oyó una música alegre de guitarras. Se giró hacia la colina con el ceño fruncido, se levantó y empezó a subir. En la plaza ante la casa de Nanda y junto a la torre de vigía, se encontraba un grupo de Shalussis con guitarras llamando a toda la población. Los vecinos habían acudido y ahora estaban sentados en círculo alrededor de un hombre con collares de oro. Nanda de Shalussi.

Dashvara se detuvo en la penumbra del crepúsculo, a varios pasos del círculo de luz que proyectaban las antorchas.

—¡Pueblo de Nanda! —exclamó el cabecilla mientras el poblado se sumía en un silencio expectante—. Todos sabéis aquí que hace una semana el último bastión de los antiguos reinos de la estepa fue destruido. El Torreón de Xalya ha caído y los guerreros xalyas que amenazaban nuestras tierras han sido derrotados gracias a los Shalussis. ¡Gracias a nuestros guerreros!

Inclinó la cabeza con respeto hacia una dirección y un pálido Dashvara divisó a los guerreros que habían viajado con él hasta el pueblo.

—¡Y gracias a nuestro jefe! —gritó una voz entre ellos.

Era el compañero de Walek. Nanda sonrió.

—No somos unos acaparadores como los Xalyas —continuó—. No queremos dominar toda la estepa: sólo queremos vivir en paz en nuestras tierras, sin tener que preocuparnos por más conquistas y opresiones. La dignidad de los hijos del Tirano ha muerto. Sois hombres libres, Shalussis. La venganza de nuestro pueblo ha sido saldada al fin y dirigida por mí, ¡Nanda de Shalussi!

Si algún día tuve reparos en matarte, hoy acabas de quitármelos todos, Nanda de Shalussi, escupió mentalmente Dashvara, mientras el pueblo acompañaba el grito de Nanda con aclamaciones. Hay una gran diferencia entre vengar la muerte de tu familia y vengar la opresión de un pueblo cometida por un rey tirano que murió hace doscientos años. ¿O es que tu objetivo no era tanto la venganza como el oro, truhán?

Dashvara se sentó al fin en el suelo para no llamar la atención y se dedicó a calmar los latidos de su corazón.

—Lloremos, sin embargo, también —pronunció Nanda—, porque hemos perdido a cinco hombres valientes. Tres hombres estaban casados y tenían hijos. Dos tenían padres que los habían educado como Shalussis de bien. Lloremos, hermanos, por nuestros caídos.

Los guerreros no lloraron precisamente, pero mantuvieron un silencio respetuoso. Nanda se acercó a un niño que sollozaba disimuladamente y posó una mano sobre su cabeza.

—Llora, hijo. Mañana serás un hombre fuerte.

Se enderezó y concluyó:

—El botín de esta lucha ha sido generoso. Los creadores de comida redoblarán el esfuerzo y no pasaremos hambre este año. —Sonrió—. Los comerciantes de Dazbon vendrán dentro de una semana. Venderemos a nuestros prisioneros y parte de las ganancias serán repartidas por todo el pueblo como muestra de mi generosidad. Y ahora, ¡a festejar!

El pueblo soltó gritos agudos de agradecimiento y los guitarristas volvieron a tocar música. Se levantaron todos y se pusieron otra vez a gritar como energúmenos. Dashvara meneó la cabeza, alucinado.

Esa es una prueba patente de quiénes son los Shalussis en realidad, ¿lo ves? Unos salvajes capaces de las peores monstruosidades por un puñado de oro. Se detuvo en seco y contempló la plaza con un escalofrío. ¿Y ahora se ponen a bailar?

Los Shalussis, sin dejar de gritar rítmicamente, levantaban los puños al cielo y danzaban en un corro, sonriéndose entre sí.

—Ave Eterna —murmuró Dashvara. Y selló sus labios, maldiciéndose.

Perfecto. Todos están muy contentos de que los míos hayan sido masacrados. Qué alegría. ¿De veras que no pueden encontrar otros motivos menos macabros para hacer sus fiestas?

Daban asco. Se levantó e iba a alejarse cuando Orolf salió de la multitud, llamándolo.

—¡Odek! ¿Qué tal te fue con Bashak?

El herrero sonreía y llevaba de la mano a una niña pequeña de pelo enmarañado que acababa de meterse en la boca un pulgar lleno de tierra.

—Er… —dijo Dashvara levantando la vista—. Muy bien. Voy a trabajar como guerrero. Con un tal Rokuish.

Orolf le dio una fuerte palmada sobre el hombro.

—Entonces, tendrás que empezar a entrenarte y a comer más. Ven a cenar a mi casa. Mi mujer cocina de maravilla.

Ven a comer a casa de los que te quitaron la sangre de tu sangre, tradujo el espíritu macabro de Dashvara. Un escalofrío le recorrió.

—No, gracias, Orolf. No tengo hambre.

El herrero frunció el ceño, sorprendido, echó un vistazo hacia una dirección y entonces pareció entender algo.

—No vayas a la Mano Blanca esta noche —murmuró—. Walek te esperará ahí para matarte si te acercas a esa… mujer. Es un guerrero con las ideas confusas. Todos le dicen que se case y que olvide a esa Silkia pero por lo visto esa serpiente lo tiene encadenado. El local aquel es un veneno para el pueblo.

Dashvara escuchó con interés sus palabras.

—Así que Walek quiere matarme.

—No creo que lo quiera. Simplemente no quiere que te acerques a esa mujer. Si tienes dos dedos de frente, muchacho, no te acerques a ese antro.

—¿Por qué sigue abierto si a nadie le gusta? —preguntó el Xalya.

Orolf hizo una mueca.

—Jamás he dicho que no le gustara a nadie. Además, fue una especie de «regalo» que le hizo a Nanda un importante señor de Diumcili para mantener la buena relación comercial. Verás, Nanda le vende prisioneros y pepitas de salbrónix y Arviyag, el enviado de Diumcili, le da oro. Aunque, para serte sincero, no he visto a Nanda entrar en ese local ni una sola vez. A nuestro jefe le embriaga más el oro que el humo de Diumcili —bromeó—. Créeme, chaval, mantente alejado de esa mujer y todo te irá mucho mejor.

El herrero lo saludó y se marchó con su hija hacia la fiesta. Los guitarristas habían empezado a bajar la colina. Detrás de ellos, llevando las antorchas, los pueblerinos bailaban y, de cuando en cuando, soltaban una ráfaga de gritos de júbilo que desgarraba la noche.

Dashvara los observó marcharse. Festejaban la victoria. Su victoria. Y la muerte de su padre. De su familia. De tantas personas… Le daban ganas de vomitar.

—¿Qué haces aún ahí fuera, querido? —preguntó de pronto una voz lejana y sensual.

Dashvara alzó la vista hacia la Mano Blanca y divisó un rostro pálido en la ventana del segundo piso. Resopló e iba a alejarse para encontrar algún sitio donde dormir cuando se detuvo. Caviló. ¿Y si Walek realmente pretendía matarlo si se acercaba él a esa mujer? ¿Qué pasaría si él matara a ese Shalussi en defensa propia? No podían acusarlo de asesinato, ¿verdad?

Pero le faltaba un sable para defenderse y no tenía claro que Walek fuera lo bastante caballeroso para darle uno en caso de duelo. Aun así, no había olvidado el barrote de metal escondido en su bota. Dependiendo de cómo se presentara la situación, podía usarlo eficazmente.

“Sé prudente como una serpiente. Y, cuando llegue el momento, mata.” Se estremeció al recordar las palabras del señor Vifkan.

¿Acaso ha llegado el momento, padre?, se preguntó. Meneó la cabeza y echó una mirada hacia la casa de Nanda de Shalussi. No podía pasarse la vida en aquel pueblo de salvajes esperando día tras día a que su padre le contestara: «ahora». El señor su padre ya jamás le contestaría, al igual que el capitán Zorvun. Ahora, le tocaba escoger el mejor camino y asumir las consecuencias de sus actos, fueran buenos o malos.

Tomó una inspiración y se encaminó hacia la Mano Blanca con todos sus sentidos en alerta. Esperaba que en cualquier momento una sombra se despegara de alguna esquina con el sable sacado. Podía desarmarlo si era lo suficientemente hábil. Y entonces lo mataría.

Estaba tan concentrado que cuando resonó una voz a sus espaldas pegó un bote de mil demonios:

—¡Te estaba buscando! Me dijiste que vendrías esta noche ¿y te encuentro aquí, delante de la puerta de la Mano Blanca?

Mientras se giraba, divisó de soslayo a una silueta que se movió detrás de un arbusto. Otra cruzaba la plaza con aires de mujer engañada.

—Zaadma —murmuró Dashvara entrecerrando los ojos. ¿Qué mosca le había picado ahora? Ella siguió lamentándose en voz alta:

—¿Tú que me prometiste quererme hasta el fin de los días te arrojas entre los brazos de otra tan rápido?

Se oyeron los batientes de una ventana cerrarse bruscamente y Zaadma soltó una risita maligna.

—Eres un idiota —añadió en voz baja cuando llegó hasta Dashvara—. Hay dos hombres escondidos detrás de un arbusto esperando a que te acerques a la puerta para matarte.

Dashvara trató de tragarse su enojo y fracasó.

—Maldita bastarda —siseó—. Ya lo sabía.

Zaadma se detuvo en seco. Un perfume a flores flotó en el aire de la noche.

—Oh. Así que tu intención era morir. Bien. Estupendo. Pues ve. Después de insultarme así, no tengo ningún reparo en entregarte a esos hombres. En realidad, eres como todos. ¡Ey, Silkia! —exclamó de repente con una voz mucho más normal—. Te estaba engañando. Este hombre es un ingenuo corazón. Seguro que se ha enamorado de ti. Apostaría incluso a que te traería un tesoro lleno de monedas de oro sólo para ti. ¡Silkia! Hey, ¡Silk…!

Calló cuando Dashvara la cogió por los hombros y empezó a sacudirla como una maraca.

—¡Suéltame!

Dashvara la soltó, sintiéndose de pronto avergonzado. Jamás en la vida había zarandeado a una mujer.

—Lo siento. Y siento haberte llamado bastarda. No quería decir eso.

No puedo creerlo, ¿te estás disculpando? Zaadma lo miró a los ojos. Los tenía brillantes, como si estuviese a punto de echarse a llorar.

—Vete al infierno —estalló. Le dio la espalda y se alejó a grandes zancadas.

—¿Es verdad lo que ha dicho Zaadma? —preguntó de lejos Silkia.

Dashvara hinchó sus pulmones de aire y espiró ruidosamente. No le contestó a Silkia. Dos guerreros shalussis armados eran demasiados. No podría desarmar a uno mientras el otro lo atacaba.

Bruscamente, echó a correr. Alcanzó a Zaadma abajo de la colina.

—¡Espera! —le dijo.

La mujer se dio la vuelta y soltó un bufido antes de seguir andando.

—¿Ahora me persigues, Shalussi?

—Antes me perseguías tú a mí —replicó Dashvara, avanzando con rapidez junto a ella.

Como ella no decía nada, continuó:

—Orolf, el herrero, me avisó de lo que planeaba hacer Walek. Por eso precisamente quería fingir entrar en la Mano Blanca. Para que saliera a la luz.

—¿Y a mí qué me importa toda esa historia? —retrucó ella.

Dashvara se quedó un momento sin saber qué contestar.

—Bueno… La verdad es que supongo que poco. Pero tú viniste a avisarme. Haciendo teatro.

—¿Teatro? —Zaadma se detuvo no muy lejos del olivo de su casa—. Estaba tratando de convencer a Silkia de que te dejara en paz. Es una víbora como las hay pocas y la más ambiciosa de todas. Hasta ha conseguido hacer rabiar a Walek. Desde que la conoce, ese necio ya no es el mismo.

—Tú querías salvarme la vida —murmuró Dashvara—. Como Orolf.

Zaadma soltó una breve carcajada sarcástica.

—¿Salvarle la vida a un sinvergüenza que no para de decirme lo muy desvergonzada y bastarda que soy?

Dashvara la vio meterse en su casa como un remolino de viento y encerrarse con sus flores. Zaadma apartó la cortina de una ventana.

—¡Y ni se te ocurra dormir debajo de mi olivo! —añadió.

Volvió a dejar caer la cortina y la luz de una vela iluminó el interior. Dashvara suspiró. No sabía muy bien por qué se sentía tan mal, si porque había dejado pasar la oportunidad de deshacerse de Walek o porque Zaadma le estaba enredando la cabeza haciéndose pasar por una mujer honesta.

Se sentó al pie del olivo y escuchó la música lejana de la fiesta mientras sus ojos escudriñaban la luz temblorosa detrás de la ventana. Cuando oyó unos pasos acercarse, esbozó una sonrisa bribona. Se levantó y le cortó el paso a un joven Shalussi imberbe que no solamente andaba algo bebido, sino que se dirigía por el camino equivocado.

—Date la vuelta, granuja —pronunció Dashvara por lo bajo—. Esta es una casa digna.

El joven parpadeó.

—¿Qué me estás contando? Ella me dijo que viniera hoy.

Dashvara le dedicó una mueca asqueada y, sin pensarlo dos veces, le dio un preciso puñetazo en pleno vientre, con la suficiente fuerza para sacarle todo el aire de los pulmones. El muchacho se dobló en dos con la respiración cortada, incapaz de gritar.

—¿Que qué te dijo quién? —preguntó con suavidad el Xalya.

Tras unos segundos, lo cogió por el hombro y lo guió amablemente lejos de la casa. Al fin, mientras el Shalussi volvía a tirarse en la hierba apretándose un brazo contra el vientre, le aconsejó:

—No vuelvas por aquí, ¿entendido? —Lo vio asentir con la cabeza, con los ojos dilatados, y sonrió—. Buen chico.

Se enderezó y se encaminó otra vez hacia el olivo. Se dejó caer contra la corteza ruda y contempló la Luna, distante y fría. Como una letanía, volvió a repetirse los nombres de los cabecillas de los clanes, una y otra vez. Y acabó sumiéndose en un sueño agitado.

Tuvo un sueño distinto y a la vez siempre igual. Vio a su padre caer ante él de rodillas con una herida de hacha akinoa en el vientre. Le murmuró algo entre dientes, algo importante, pero Dashvara no lo oyó. Y su padre desapareció. Entonces, vio a sus hermanos y a su madre, a Makarva y a Boron, a todos sus compañeros de patrulla. Todos, incomprensiblemente, sonreían. Como una sirena de arena, Fayrah surgió de un círculo de luz y apareció ante él; sus ojos oscuros brillaban de lágrimas pero incomprensiblemente ella también le sonreía. ¿Por qué diablos todos me sonríen?, se preguntaba Dashvara. Cuando vio a Walek, volteó y se abalanzó hacia él con los sables desenvainados, saltó ligero como el viento, giró como una serpiente roja, un rayo de sol hizo relampaguear la hoja de sus armas y…

Despertó brutalmente recibiendo un cubo de agua en plena cara.

—Ups… —Zaadma se tapó la boca mientras el Xalya escupía agua y se frotaba la frente ensangrentada—. No quería tirar el cubo. ¿Te he hecho daño?

Dashvara estaba hundido. Suspiró y negó con la cabeza.

—¡Entonces, contéstame a una pregunta, bellaco insolente! —explotó de pronto Zaadma—. ¿Quieres decirme qué le has hecho al pobre Fatiek? No vino anoche. Es la primera vez que alguien falta a una de mis citas, ¿sabes? Bueno, casi la primera vez. Contéstame —siseó.

Dashvara apartó la mano de su frente y se dio cuenta de que sangraba bastante. Alzó la vista hacia el vestido rojo, el escote, el cuello y al fin los labios apretados y los ojos negros, que ahora mismo chispeaban peligrosamente. Abrió la boca y soltó:

—¿Me hablas de ese niño que vino ayer a la noche a visitarte?

—Tiene dieciocho años, Odek. Sólo tiene tres años menos que yo. De modo que él vino y tú no lo dejaste pasar.

—Le dije que esta era una casa digna y lo ayudé a encontrar el camino correcto. Nada más.

En vez de gritar, Zaadma calló y no contestó de inmediato.

—¿Una casa digna? —repitió. Y de pronto soltó una carcajada—. ¿De veras le dijiste eso? Eres un bellaco, Odek. Te digo que no duermas bajo mi olivo y aquí te encuentro. Y encima interfieres en mi trabajo. He perdido tres monedas de oro por tu culpa.

Dashvara se encogió de hombros.

—Lo siento. Creí que querías convertirte en una mujer honesta.

Zaadma resopló sin dejar de sonreír.

—Te encanta burlarte de la gente, ¿eh? Estoy molesta contigo —confesó—. A veces me da la impresión de que guardas un secreto terrible en tu interior y me muero de ganas por saber más cosas sobre ti. Y otras veces quiero olvidarme de ti y dejar que esos guerreros shalussis te apaleen en cuanto abras la boca y sueltes alguna de tus genialidades. Y ahora entra en casa para que pueda detener esa hemorragia.

Dashvara se levantó y la siguió adentro con los pensamientos confusos.

—No hablas como una Shalussi —dijo de pronto, mientras Zaadma posaba sobre la alfombra dorada un cuenco con agua y un trapo blanco.

—Es que no soy una Shalussi, como ya te dije —replicó ella con paciencia.

Se acercó, aplicó el trapo mojado sobre su frente y lo retiró. Mojó otra esquina y la aplicó de nuevo en la herida. Si no se hubiese sentido tan confuso, Dashvara se habría ocupado él mismo desde el principio de limpiar su herida pero… algo le impidió arrebatarle el trapo a Zaadma.

—Ya que tú no paras de decir «lo siento», yo también voy a decirte que lo siento —soltó ella sin parecer muy culpable—. No quería tirarte el cubo de agua. Sólo el agua. Pero entenderás que estoy muy furiosa contra ti. ¿Quién va a pagarme esas tres monedas de oro perdidas para siempre? —se lamentó, muy triste.

Dashvara advirtió su mirada elocuente y meneó la cabeza.

—Ayer Fushek me contrató…

—¡Genial! —exclamó Zaadma.

—Pero dijo que no iba a pagarme con dinero hasta que me diera trabajos más importantes así que… me temo que tendrás que sobrevivir sin esas tres monedas de oro. Te acompaño en el sentimiento —se burló, llevándose la mano al pecho.

Zaadma lo fulminó con la mirada y le tiró el trapo ensangrentado a la cara antes de levantarse de un bote. Dashvara se carcajeó.

—La dignidad vale mucho más que tres monedas de oro, mujer. El puñetazo que le di a ese gañán no tenía precio.

Zaadma se cruzó de brazos. Su rostro reflejaba una mezcla de incredulidad y exasperación.

—¿Por qué cada vez que pasas el umbral de esta casa me entran ganas de echarte a patadas?

Dashvara puso cara de estar pensándolo detenidamente.

—¿Tal vez porque somos demasiado distintos?

Zaadma tamborileó con sus dedos.

—Tal vez —admitió.

—Y sin embargo, hay algo en lo que tal vez coincidamos —retomó Dashvara.

No hables demasiado o lo lamentarás…

Sus palabras, sin embargo, ya habían aguijoneado la curiosidad de Zaadma.

—¿En qué? ¿En que somos humanos?

Dashvara puso los ojos en blanco.

—Aparte de eso. Tú quieres vengarte de Walek.

Zaadma puso cara aburrida.

—¿Walek? ¿Qué tengo yo que ver con ese hombre?

Dashvara entornó los ojos. Puede que mi instinto me lleve por mal camino. O puede que no.

—Walek te engañó, ¿verdad? Odias a ese hombre.

Zaadma frunció el ceño.

—No lo odio. El odio no produce nada bueno. Además, un hombre no puede engañarme mientras pague bien.

Dashvara percibió un leve temblor en su voz. Se encogió de hombros sin contestar y volvió a pasarse el trapo por la frente. Ya casi no sangraba.

Zaadma gruñó.

—¿Y qué si me engañó? —dijo por fin, sentándose ante el Xalya—. En ese caso, no fue culpa suya, sino mía, por haber creído en que un guerrero shalussi iba a casarse conmigo de verdad. Después de tantas desilusiones, voy y me creo lo que me cuenta ese loco. —Hizo una sonrisa torva—. A veces me impresiona mi tontería. Fue culpa mía —retomó—. Y tuve mi venganza: ahora está con esa diumciliana, esa Silkia, y ella lo ha vuelto más loco de lo que estaba ya. Esa víbora conseguirá mandarlo a buscar el Tesoro Escondido de la Pirámide-Fantasma. En fin —suspiró. Alzó una mirada curiosa hacia el Xalya—. Conclusión: te quieres vengar de Walek por alguna razón y quieres que yo te ayude. —Soltó una risa burlona—. Puedes seguir soñando: no te ayudaré.

—Sólo quiero que me des veinte monedas de oro para comprar un sable —pronunció Dashvara.

Zaadma sacudió la cabeza.

—Aunque las tuviera, no te las daría por principios. No quiero que le hagas daño a nadie. ¿No crees que ya ha habido suficientes muertes por este año?

Dashvara la contempló, sorprendido.

—Oh, claro —prosiguió Zaadma—. A ti tal vez te haya venido bien que los Xalyas murieran y los Shalussis te liberaran. Pero a mí no me hacen ninguna gracia esas guerras absurdas. Tienes razón, Odek. Somos muy distintos. Tú eres un Shalussi y un guerrero digno. Y seguro que has matado a algún hombre en tu vida. Y yo soy una bastarda y cultivo flores. Sinceramente, prefiero mi condición. Y ahora, si no te importa, déjame. Tengo que regar mis plantas e ir a rellenar el cubo que te he tirado.

Aturdido, Dashvara la vio levantarse con energía. Inspiró hondo.

—Mi intención no es matar a Walek.

—Me alegro —soltó Zaadma con tono indiferente mientras recogía el cubo vacío—. ¿Puedes hacerme el favor de salir?

Dashvara asintió en silencio, dejó el trapo ensangrentado en el cuenco y se levantó. Una media sonrisa estiró sus labios.

—¿Por qué cada vez que paso el umbral de esta casa quieres echarme a patadas? —preguntó.

Cierra la boca y márchate, le ordenó una voz más seria. Vete, roba dos sables, mata a Nanda, coge un caballo y desaparece. Y deja a ese Walek tranquilo: no es el cabecilla, sólo es un mercenario. Márchate…

Los ojos negros de Zaadma reflejaron una leve sorpresa.

—¿Quieres… quedarte?

Dashvara dio un respingo.

—¡No! —se negó. Y dándose cuenta de que su rechazo había sido demasiado brusco, añadió—: Yo no… Es decir. No importa. Me marcho.

Estaba ya en el umbral cuando Zaadma dijo con afabilidad:

—Quédate si quieres. Vuelvo a ofrecerte el mismo trato de antes. Una habitación donde dormir. Cosa que tal vez no encuentres tan fácilmente en otra parte, a menos que ya hayas congeniado con alguna familia. Una habitación y comida buena… a cambio de la mitad de tus futuras ganancias.

El trato era generoso y, por consiguiente, sospechoso. ¿Qué ganaba Zaadma proponiendo un trato así a una persona que seguramente no ganaría más que una moneda de oro de vez en cuando?

Dashvara ignoró la vocecita de su conciencia y prefirió no pensar en enredos. Necesitaba un lecho donde dormir y prefería mil veces la casa de una mujer de mala vida a la que le horrorizaban las guerras que la de una familia de Shalussis asesinos. Se giró hacia Zaadma y sonrió a medias.

—¿Sigue vigente el tiempo indefinido?

Zaadma le devolvió la sonrisa.

—Por supuesto. —Le tendió el cubo—. Toma, empieza ya a trabajar y tráeme el agua. Luego irás a atender lo que tengas que atender.

Dashvara se encogió de hombros, cogió el cubo y fue a llenarlo al río. Era la decisión correcta, se dijo. Hubiera sido ridículo seguir durmiendo a campo abierto. Cuando regresó, oyó un canto alegre y melodioso.

A buscar un clavel en tus ojos
fui, niñita, a buscar, ¡a buscar!
me perdí en el mar de tu boca
pues creí que eran luz y azahar.

El Xalya se detuvo un instante antes de tenderle el cubo por la ventana, divertido. Zaadma ahogó un grito.

—¿Estás loco? La próxima vez, entra con el cubo por la puerta. Ni se te ocurra tocar un pétalo de mis flores mientras estés aquí, ¿entendido?

Dashvara resopló.

—Entendido. Que pases un buen día.

Zaadma pareció sorprendida y contestó, vacilante, cuando el Xalya ya se iba:

—Tú también.

Cuando Dashvara llegó a las caballerizas, Rokuish ya estaba trabajando. Por lo visto, Fushek ya lo había puesto al corriente de que tenía a un nuevo compañero porque lo saludó enseguida por su nombre y le sonrió amistosamente.

—La última vez que te vi no pude saludarte —dijo Dashvara, burlón—. Aunque saludé a los caballos. Bueno, ¿qué tengo que hacer?

—Técnicamente, lo mismo que yo —contestó el aprendiz guerrero—. Ahora estaba limpiando las sillas de los caballos. ¿Ya sabes limpiar sillas?

—Por supuesto —afirmó Dashvara.

Rokuish y él se sentaron a la mesa de donde había desaparecido aquel famoso trozo de queso y se pusieron a trabajar. Como le había avisado Fushek, Rokuish no era muy hablador, pero a Dashvara eso no le importó. Es más, le venía bien. Hubiera sido mucho más molesto tener a un curioso preguntándole cosas sobre su pasado y obligándolo a improvisar.

—¿Te gustan los caballos? —preguntó de pronto Rokuish.

Dashvara sonrió. Ese tipo de preguntas sí que eran las que de verdad tenían valor.

—Mucho —afirmó—. Sobre todo si los conozco. En realidad, pasa un poco igual con los humanos. —Ladeó la boca—. ¿Y a ti?

Rokuish sonrió con sinceridad.

—Mi madre dice que la primera palabra que pronuncié fue «Brisa», el nombre del caballo de mi padre. Él era guerrero.

Dashvara puso cara entristecida.

—¿Murió?

Rokuish se encogió de hombros.

—Pues sí. Lo mataron los Xalyas.

No añadió nada más, pero a Dashvara esas palabras le sentaron como una puñalada helada. Inspiró silenciosamente para calmar su respiración y soltó:

—Te acompaño en el sentimiento.

Rokuish sonrió.

—Gracias. Pero fue hace ya más de quince años. Apenas me acuerdo de él.

Dashvara asintió con la cabeza sin contestar y fingió concentrarse en limpiar la silla mientras recordaba una máxima de los Antiguos Reyes: Skia distalur hunás kay vayhatur gas distalur askalonat duk. Véngate de tu enemigo y descubrirás que él se estaba vengando de ti.