Página principal. Ciclo de Dashvara, Tomo 1: El Príncipe de la Arena

5 Bashak

Bashak vivía en una casa apartada del otro lado de donde vivía Zaadma, cerca de un bosquecillo de mutsomos. En cuanto avistaron Orolf y Dashvara al anciano sentado delante de su puerta, el herrero levantó una mano e invitó al joven a que se adelantase.

—Si Bashak dice que has nacido para ser herrero, pensaré que se ha quedado ciego. —El herrero empezó a alejarse de vuelta hacia el poblado, silbando una canción desconocida.

Dashvara se rascó la frente antes de subir la pequeña cuesta hasta la casa. Bashak era el hombre más viejo que había visto en su vida. O al menos el más arrugado. Tenía un turbante negro sobre la cabeza, como los que llevaban los Ladrones de la Estepa. Entre las manos tenía una pieza de madera y un cuchillo con el que le iba dando forma.

Dashvara se detuvo a unos pasos de Bashak.

—Buenos días, anciano —pronunció—. Orolf me ha aconsejado que viniese a verte para encontrar un trabajo.

Bashak levantó unos ojos pálidos hacia él, lo examinó con todo el tiempo del mundo y asintió al fin, sonriente.

—Sí, hijo —contestó con voz temblorosa—. Ven, siéntate.

Si el señor mi padre me viera conversando con un anciano Shalussi… Pero el señor Vifkan estaba muerto. Ya no podía oírlo, ni verlo, ni aconsejarle nada. Dashvara penetró en la escasa sombra proyectada por la casa y se sentó en la tierra seca ante Bashak. El anciano seguía esculpiendo la pieza de madera.

—¿Qué estás esculpiendo? —preguntó al de un rato Dashvara, curioso.

El anciano apartó el cuchillo y alzó el trozo de madera ante los ojos del joven.

—¿Tú qué crees?

Dashvara se encogió de hombros.

—Aún acabas de empezar. No tiene una forma concreta.

—¿Qué es concreto? —preguntó Bashak.

Por un momento, Dashvara creyó que el anciano nunca había oído la palabra «concreto». Luego entendió que no era el caso.

—Bueno… Concreto es un objeto que podemos identificar —respondió—. Algo a lo que podemos dar un nombre o una característica. Algo que podemos ver y tocar. Algo que tiene una forma reconocible. Y eso —añadió con un ademán— es simplemente un trozo de madera que aún está a medio trabajar.

Bashak sonrió.

—Los dragones existen, pero jamás he visto ni he tocado uno. Por lo tanto, un dragón no es concreto, y sin embargo existe. ¿Es eso lo que me estás explicando?

Dashvara se turbó.

—El aire existe —prosiguió Bashak—. Lo respiras continuamente. Pero ¿sabrías reconocer su forma? ¿Sabrías identificarlo con los ojos? Este trozo de madera —retomó— tiene una forma y puede adquirir todas las formas que quieras dentro de unos días. Puede ser un lince. Una serpiente. Un escorpión. Una cuchara. O bien un trozo de madera al que le puedes dar un nombre único.

Sigue delirando, abuelo. Adelante. No es como si necesitase veinte monedas de oro para forjarme un sable.

Bashak no dejaba de sonreír.

—¿Y si te dijera que esta pieza está acabada? ¿Y si te dijera que esto andaban buscando los Antiguos Reyes durante generaciones y que lo llamaban la Joya de Oro? Entonces, sería ya algo más concreto, ¿no crees?

Dashvara asintió con ironía.

—Además, eso explicaría por qué no la han encontrado —replicó—. Apuesto a que morirían muchos reyes buscando oro dentro de los árboles.

Bashak se arrugó todavía más cuando enarcó las cejas.

—Lo mismo ocurre con los sentimientos —prosiguió—. Y las actitudes. La insolencia, la vanidad, el orgullo son modos de ser pero que muy concretos. Se identifican fácilmente e incluso casi se pueden ver sin necesitar anteojos.

Dashvara resopló, divertido, pero no contestó. Bashak dejó el trozo de madera y el cuchillo en el suelo.

—Ese es uno de los grandes defectos de los Shalussis. Tienen demasiado orgullo y creen que pueden entenderlo todo sin ayuda de nadie. Y bien, jovencito. Si eres un verdadero Shalussi, también deberías aprender a corregir tus defectos.

¿Orgullo? ¿Los Shalussis? Casi se le escapó una carcajada incrédula. Frunció el ceño sin embargo.

—Perdón si te he ofendido, anciano, pero la paciencia no es una de mis virtudes. Sé que tengo defectos, como los tiene cualquiera, pero te aseguro que mi orgullo no es uno de ellos.

Bashak juntó ambas manos ante sí.

—También es concreta la educación —observó—. Y la tozudez. Por no decir que hablas claro y sin hipocresías. Todas esas son virtudes.

Dashvara enarcó una ceja.

—¿La tozudez es una virtud?

—Hasta cierto punto, sí. Te permite llevar a cabo un trabajo que puede parecerte fastidioso. Eso puede ser un punto positivo. Todos los creadores de comida son tozudos. Luchan contra la aridez de la tierra. Cavan, cultivan y no se rinden ante las plagas.

—Los guerreros tampoco se rinden.

Bashak ladeó la cabeza.

—Cierto. Los guerreros tampoco se rinden. Algunos, al menos. Tú debiste rendirte si te encarcelaron los Xalyas.

Dashvara permaneció de piedra.

—Te aseguro que no me rendí —murmuró fríamente.

Hubo un silencio en el que tan sólo se oyeron las hojas de los mutsomos rozarse bajo la brisa. Al cabo, Bashak recobró la sonrisa.

—¿Así que quieres que te diga lo que debes ser?

Dashvara levantó los ojos al cielo.

—Sé lo que debo ser y sé lo que soy. Soy un guerrero. Lo que no sé es cómo conseguir dinero para agenciarme un arma.

—Si no sabe el guerrero cómo conseguir dinero para agenciarse un arma, ¿cómo va a saber luchar? —se burló amablemente Bashak.

Dashvara lo miró y, tras unos segundos, se levantó.

—Creo haberlo entendido. Me las arreglaré yo solo —declaró—. Gracias por tu tiempo.

Le dio la espalda a Bashak y comenzó a bajar la cuesta.

—Creen que pueden hacerlo todo sin ayuda de nadie —murmuró la voz del anciano a sus espaldas.

Dashvara dio un paso más… y se detuvo.

—Bien —masculló, sin darse siquiera la vuelta—. ¿Es que me vas a dar veinte monedas de oro para que pueda pagarme un sable? ¿O vas a darme poderes mágicos para que pueda sacar cuchillos de mis manos como el Rey Lanandar de las Estepas? —Con una sonrisa burlona, se giró hacia el anciano sentado—. Pensándolo bien, tienes aires de mago profético.

Bashak se carcajeó.

—¡Aprende a controlar esa lengua y ya será un buen paso! Uno de los lemas más conocidos en este pueblo dice así: el niño juega, el joven trabaja, el hombre ordena y el anciano habla. No te aviejes antes de tiempo, muchacho. Ve al patio de Fushek, cerca del gran espino —añadió—. Ahí es donde los guerreros se entrenan. Dile a Fushek que te envío yo. Si eres lo suficientemente listo, aprenderás rápidamente a ser humilde y a hacer lo que Fushek te ordene. Es un buen hombre y probablemente te dé una oportunidad. Ahora, ve.

Dashvara asintió.

—Gracias.

Dejó a Bashak y regresó a la colina principal con la mente confusa. Aquel anciano le había inspirado algo que, teóricamente, no debería haberle inspirado ningún Shalussi. Dashvara sacudió la cabeza.

Empieza respetando a tus enemigos y acabarás perdonando sus atrocidades, se recriminó.

El sol ardía sin compasión, pero Dashvara soportaba el calor sin grandes dificultades: en su vida como patrulla, había pasado horas cabalgando en la estepa bajo un sol de muerte. Encontró el espino no muy lejos de la Mano Blanca y del hogar de Nanda. Paseó la mirada a su alrededor comprobando que, a esas horas, el poblado estaba silencioso y adormilado. La casa de Fushek daba a un gran patio vacío. Delante de la puerta, una anciana pasaba la escoba con movimientos tranquilos. Dashvara la vio detenerse para mirarlo mientras cruzaba el patio.

—¿Vive aquí Fushek? —inquirió Dashvara.

—Aquí vive —asintió la vieja—. ¿Qué quieres de mi hijo?

—Me manda Bashak.

La anciana estiró pensativamente los labios y entonces llamó con voz potente:

—¡Fushek!

Ladeó la cabeza como aguzando el oído y continuó barriendo. Un hombre de gran tamaño, pelo muy corto y pobladas cejas apareció en el umbral frotándose los ojos, como si acabase de despertar de la siesta.

—¿Qué pasa? —preguntó—. ¿Quién eres tú?

Dashvara alzó la vista hacia esa gran cabeza, ligeramente aprensivo.

—Lo manda Bashak —explicó su madre, lacónica, antes de erguirse y entrar en la casa.

Fushek bajó la mirada hacia el joven con el ceño fruncido.

—¿Y qué te ha dicho Bashak?

—Me dijo que me darías trabajo —contestó el Xalya.

El Shalussi adelantó los labios y sonrió a medias.

—Trabajo, ¿eh? Yo soy un maestro de guerra, pequeño. ¿Seguro que no te has equivocado de nombre?

Diablos, ¿desde cuándo se le llamaba «pequeño» a un hombre de veinte años? No me he equivocado, grandullón, bufó mentalmente.

—Tú eres un maestro de guerra y yo he venido a que me contrates —pronunció—. Una vez alguien me dijo que la victoria o la derrota no hace caso de tamaños. Que seas más grande que yo no significa que no pueda vencerte.

Fushek enseguida sonrió anchamente.

—¿Por qué Bashak siempre me trae a los muchachos más imbéciles del pueblo? —soltó.

Dashvara se ruborizó.

—No soy del pueblo —lo corrigió—. En cuanto a lo de imbécil, supongo que cada uno tiene su punto de vista sobre el tema.

—Ya veo. ¿Has venido solo? ¿No tienes familia? —Como Dashvara se ensombrecía, Fushek agregó—: No lo pregunto a malas, simplemente contesta.

—No tengo familia. Pero necesito un trabajo.

—¿Pretendes quedarte en este pueblo, entonces?

Dashvara asintió secamente.

—Por el momento, sí. De lo contrario, ya me habría marchado.

Fushek enarcó una ceja. Por lo visto, la respuesta le parecía poco explicativa. Dashvara lo miró a los ojos.

—Trabajaré como diez hombres si prometes darme un salario decente.

Fushek pareció pensarlo detenidamente. Lo examinó con una mirada penetrante y al fin se alejó hacia la derecha, recogió dos palos en forma de sables y declaró:

—Enséñame lo que sabes hacer.

Le dio uno de los palos y Dashvara se apartó del muro de la casa, colocándose en medio del patio. Estuvo a punto de adoptar una posición típicamente xalya y se contuvo a tiempo, inseguro. “Aprende sus técnicas de lucha y no enseñes las tuyas”, le había pedido su padre. Pero ¿qué técnicas entonces podía enseñar si todas las que había practicado eran de los Xalyas?

Suspiró al darse cuenta de que justo se había colocado ante el sol. ¿Qué había dicho antes Fushek sobre los imbéciles?

Concéntrate.

Entrecerró los ojos cuando vio al Shalussi acercarse y dio unos pasos vacilantes hacia la izquierda. ¿Acaso podría aquel maestro de guerra reconocer algún gesto y sospechar algo?

Si te descubre, estás muerto. Pero si te mueves como un viejo escarabajo inútil te matará la vergüenza.

Los Shalussis no peleaban como los Akinoa ni los Esimeos. Los Akinoa cargaban a lo loco; los Esimeos lo planeaban todo con antelación y no les gustaban las batallas a campo abierto a menos que tuvieran una buena trampa tendida. Los Shalussis, ellos, eran una mezcla de Akinoa y Esimeos. Menos prudentes que estos y menos temerarios que aquellos, confiaban en su escudo para protegerse de los golpes mortales y no se mostraban tan aficionados a la Danza de la Arena como los Xalyas. Pero, claro, gozando de tanto peso y tanto tamaño, era difícil moverse con la agilidad de las serpientes y tener el aguante de los lobos.

Fushek atacó. Dashvara, en vez de deslizarse hacia abajo y esquivar para contraatacar, paró el golpe y le pareció recibir contra su brazo el peso de un yunque entero a la velocidad de una flecha. Saltó hacia atrás resoplando pero Fushek no le dio tiempo a maldecir contra los Shalussis. Repelió una serie de ataques y estaba tan concentrado en evitar cualquier movimiento característico de los Xalyas que además de no atacar recibió más de un golpe contra el hombro, el costado y el brazo. Cuando vio que Fushek empezaba a aburrirse, se alarmó.

Me va a decir que me compre un sable de madera para juguetear contra los arbustos, adivinó.

De hecho, Fushek parecía a punto de hablar cuando Dashvara replicó y se puso a atacar. Evitó de milagro realizar una finta xalya y la deformó para darle una característica más típica de los Ladrones de la Estepa. Se le escapó un movimiento un poco demasiado ágil, pero al fin y al cabo ¿no se movían también los Shalussis? Además, él era un Shalussi nómada. No un Shalussi normal.

Justo iba a alcanzarle el pecho cuando Fushek dio un giro extraño, volteó y le plantó la punta del sable en el vientre. Dashvara soltó un gruñido de dolor y el Shalussi sonrió, bajando el arma de entrenamiento.

—Debo admitir que al principio me daba la impresión de estar luchando con un niño de diez años. Pero, viendo lo demás, creo que tienes buen potencial. Debes de tener el nivel de Rokuish. Te entrenarás con él y trabajarás con él. El muchacho tiene tu edad. Él es más manso que un burro y no habla mucho, pero seguro que os llevaréis muy bien. —Le cogió el sable de madera a Dashvara y dejó ambas armas contra el muro—. Podéis venir aquí cuando queráis entrenaros.

Dashvara lo observó, gratamente sorprendido.

—Así que me contratas.

—Te doy una oportunidad, que es distinto. No esperes oírme hablar de salarios. El pueblo te dará de comer como a todos los guerreros, pero el dinero lo da Nanda. Hasta que él no decida contratar a más hombres, no recibirás nada.

Dashvara reprimió un tic nervioso al oírlo hablar de Nanda de Shalussi. Asintió.

—Está bien. Pero al menos me daréis un arma.

—Si te mando de vigía a las afueras, sí. Pero, por el momento, te dedicarás a hacer lo que hace Rokuish: limpiar los establos, cuidar de los caballos y subir a la torre de vigía de noche. Encontrarás a tu nuevo compañero abajo de la colina, junto al cerco de caballos.

Mientras hablaba se había dirigido hacia su puerta y se detuvo un instante en el recuadro.

—Por cierto, ¿cuál es tu nombre?

Dashvara de Xalya, hijo primogénito de los Xalyas, caballero de honor, príncipe de la Arena y luchador del Viento.

El joven Xalya carraspeó y contestó simplemente:

—Odek.