Página principal. Yo, Mor-eldal, Tomo 3: El tesoro de los guakos

22 Raptos y rescates

Me encerraron en una habitación en un sótano de la casa y, todos los días, durante unas cuatro horas seguidas, me forzaban a revelar secretos de nigromancia. Al principio, mis respuestas eran vacilantes, pero el Albino, superando el nuevo temor que yo le inspiraba, afirmó mis respuestas a palos y guantazos. Pues, si pensaban que así Frashluc conseguiría convertirse en nakrús, se iban a llevar un chasco.

Al segundo día, el viejo mangaplatas se había recuperado de su tos, pero no de su obsesión por aprender mis secretos. Y me los sacaba a zarpazos. Me hubiera sacado las entrañas de haber pensado que estaba ahí escrita la verdad.

Generalmente, era el Albino quien me sacaba del sótano, a principios de la tarde, para conducirme al salón. Sin embargo, al quinto día, Frashluc vino solo a mi cuarto a buscarme, en plena noche. Tuvo que sacudirme con fuerza para que despertara. Tendido en mi jergón, alcé la cabeza y pestañeé ante la luz. Me sentía en babias, porque cada noche, antes de dormir, el Albino me daba agua drogada. Creo que la presencia de un nigromante en aquella casa lo ponía nervioso y quería asegurarse de que no despegase ojo en toda la noche. Desde luego, se aseguraba de ello: no dormía tanto ni tan profundo desde hacía mucho tiempo.

Aún medio dormido, oí las palabras de Frashluc:

«Dime, muchacho. ¿Cuánto tiempo crees que necesitaré antes de poder convertirme?»

Tenía cara angustiada. ¡Frashluc, angustiado! Había posado una mano cubierta de arrugas sobre mi pecho. Tragué saliva.

«N-no lo sé, señor.»

Ya se lo había dicho otras veces. Frashluc apretó los dientes.

«Palmafría falló en su intento, yo no lo haré,» masculló. «No dejaré mi reino a mi hijo. Darys es un incompetente y mi nieto sólo tiene doce años. Sería echar abajo todo lo construido. No puedo morir ahora.»

Entendí que no me hablaba a mí, sino que conversaba con sus propios pensamientos. No dije nada y espabilé poco a poco, luchando contra los efectos del sedante. No me enderecé: Frashluc aún tenía posada una mano sobre mi pecho. El silencio había invadido el cuartucho. Entonces…

«Me tienes miedo,» murmuró Frashluc. «Todo el mundo me tiene miedo. Ese era el objetivo. Atérralos y vencerás,» pronunció. Me dio un leve golpe seco sobre el pecho y jadeé mientras él afirmaba: «Somételos y serás el rey del hampa.»

Tras otro silencio en el que Frashluc estaba ensimismado, se me escapó un:

«¿Va a morir, señor?»

Frashluc giró los ojos hacia mí y un destello burlón apareció en estos.

«¿Te alegraría mi muerte, guako?»

Lamenté haber abierto la boca. Farfullé:

«¡No, señor!»

Frashluc resopló con escepticismo y mofa.

«Morirás al mismo tiempo que yo,» declaró entonces para horror mío. «A menos que me convierta. Entonces, chaval, te sobreviviré y de mucho. Tres mil años,» pronunció.

Lo miré con los ojos agrandados como platos. ¡La madre! A ese saijit le patinaba la azotea pero bestial. Tenía que encontrar alguna escapatoria. Si tan sólo pudiera saber que todos estaban dormidos en la casa y salir corriendo ahora mismo de ahí…

«No puedo hacerlo,» solté con súbita rabia.

Un brillo peligroso pasó por los ojos de Frashluc.

«¿Cómo dices?»

«No puedo,» repetí. «No sé. Por favor, devuélvame a los túneles. No me importa si me tengo que poner otra vez esos harapos, quitaré las ratas de todos los túneles, los dejaré brillantes, se lo juro, señor, pero no me pida que haga algo que no sé hacer.»

Había empujado su mano y me había puesto de rodillas ante su silueta agachada. Y ahora, me preguntaba: ¿sigo suplicando o afufo ya? Durante un terrible momento, Frashluc no dijo nada. Respiraba ruidosamente, con esa respiración entrecortada de viejo enfermo. Entonces, soltó una risa baja y sarcástica y, súbitamente, me empujó con una fuerza insospechada y aplicó un cuchillo contra mi garganta.

«Sea,» gruñó. «Sea, guako inútil. Entonces, di dónde puedo encontrar a tu maestro. Si no consigo convertirme antes de dos lunas, te corto la cabeza. Recuérdalo.»

Inspiré y tartamudeé algo incomprensible. Traté de recordar el nombre del lugar adonde se había ido mi maestro pero, en ese momento de estrés, no daba con él. Gemí, tendí unas manos implorantes y Frashluc escupió:

«Maldita sea.»

Creí, en ese instante, que el viejo mangaplatas estaba tan impaciente por convertirse en un saco de huesos y tan asqueado de mi inutilidad que me iba a degollar en serio y ahí mismo. Aterrado, le pegué una descarga mórtica. No había podido acumular casi energía, pero tuvo efecto: Frashluc gritó, soltó el cuchillo y se llevó la mano al pecho antes de caer al suelo. No estaba inconsciente: se convulsionaba. Vi de pronto la puerta abrirse en grande y me dije: ya está, estoy muerto. Cuál fue mi sorpresa cuando, en vez de ver aparecer al Albino, vi aparecer al nieto, Lowen. Y aún más sorprendido me quedé cuando, al descubrir a su abuelo en el suelo, el joven mangaplatas no pegó un grito sino que se precipitó hacia él balbuceando:

«¿Abuelo?»

El abuelo había dejado de convulsionarse y ahora se sostenía el pecho, en el lugar del corazón. Dejó escapar un murmullo que no entendí, seguido de un estertor. Entonces, Lowen, apartándose del viejo mangaplatas con las manos temblorosas, se giró hacia mí. Yo, Mor-eldal, me había quedado paralizado en mi sitio sin moverme un ápice, como un completo isturbiao. Un guako espabilao ya estaría corriendo para refugiarse en algún sitio seguro, estaría actuando… Pero yo, como digo, era un completo isturbiao.

Lowen declaró con voz extrañamente serena:

«Está muerto. Ven. Tienes que salir de aquí.»

Me tendió una mano y por poco le solté a él también una descarga —esta más potente, porque la estaba preparando— pero lo que dijo me hizo guardármela. Me tragué las ganas que tenía de gritar un ¡fiambres, brasas y rayos! que retumbara en toda la casa y asentí. Me levanté y me dejé guiar por el nieto de Frashluc. Salimos del sótano y, en vez de ir hasta el vestíbulo, fuimos a su cuarto. Ahí, abrió la ventana y murmuró:

«Cortaron la rama del cerezo. Tendrás que saltar. Por abajo no se puede pasar: hay un guardia.»

Asentí y lo atrapé del brazo con el corazón helado.

«¿Por qué, Lowen?»

A la luz azulada de la Gema, divisé su rostro pálido. Susurró:

«El abuelo ha dicho: sálvalo.» Vaciló y añadió: «Además, somos compadres, ¿no?»

Me emocioné en lo hondo y, con un súbito impulso, le di un abrazo de guako bien fuerte farfullando:

«Gracias, compadre. Eres el mejor.»

Mi abrazo pareció ponerlo molesto. Carraspeó y dijo:

«Espera. Te daré mi vieja capa. Toma.»

Jadeé, incrédulo. ¿Me la regalaba en serio? Me abstuve de darle otro abrazo y me puse la capa, tratando de recobrar cierta compostura. Y es que, diablos, ¡acababa de provocar la muerte del mayor cap de los Gatos! Y su nieto, nada menos que su nieto, me ayudaba a escapar. Me senté a horcajadas sobre la ventana y miré abajo. Había ahí tres buenos metros de caída. Lowen me tendió el extremo de una sábana y entendí su propósito. Me bajó un buen trecho y llegué abajo sano y salvo. Realicé un gesto de «salú» hacia la silueta de mi amigo mangaplatas y me alejé, envuelto en sombras armónicas, por la calle desierta de Atuerzo, aún con el corazón helado.

Sálvalo, había dicho Frashluc. Bueno, tal vez hubiera dicho eso. Pero, al decirlo, ¿se refería a su asesino o a su reino? Quién podía saberlo ahora. El caso era que Lowen lo había interpretado de la mejor forma posible, pero él era único en su género. En cuanto a todos los Gatos de Frashluc, me la iban a tener jurada. Y no podía esperar ayuda de los Daganegras para obtener refugio.

Resoplé nerviosamente mientras recorría las calles de la parte alta de los Gatos. Ahora me quedaban cuatro opciones. O me colaba por el túnel de La Tuerca Loca y huía hacia los Subterráneos, o me escachufaba directamente a mí mismo, o esperaba a que lo hicieran los de Frashluc o los Daganegras, o seguía el ejemplo de Arik y afufaba a la Cripta. De entre todas esas opciones, la que más me llamaba, por supuesto, era la última. Pero no me encantaba, porque no quería acabar solo como la una. Por suerte, como digo, siempre se encontraban más opciones.

Habían dado las cuatro de la noche hacía un rato cuando llegué al callejón del Raudo. Estaban todos sornando. Caminé entre los cuerpos desordenados, buscando a mis comparsas. Los encontré junto al Lobito y a Rogan. Los sacudí a los cuatro.

«Despertad, compadres,» cuchicheé.

Rogan abrió los ojos.

«¿Qué pasa?» murmuró.

«Tengo que afufar de la Roca pero ya,» expliqué. «Y me preguntaba si queríais aveniros conmigo.»

Dil levantó la cabeza, extrañado; Manras gruñó algo medio despierto; y Rogan se enderezó sobre un codo, anonadado.

«¿Af… qué… cómo? Espera, espera.» El Sacerdote se sentó del todo y se pellizcó las mejillas para despertarse. «¿Por qué tienes que afufar?»

Suspiré, zarandeé con una mano a Manras y le estiré al Sacerdote.

«Os lo explicaré en camino. Entonces, ¿venís o no?» Tuve una súbita idea y la lancé: «Si venís, seríais los mejores compadres que he tenido nunca.»

Rogan dejó escapar un resoplido que parecía querer reclamar un poco de tiempo para pensar. El problema era que no había tiempo. Lo estiré otra vez insistiendo:

«Vienes o no, ahora. Tengo que irme ahora, ahora, ahora. ¿Lo captas?»

«Y yo tengo que sornar, Espabilao,» protestó Manras. «¿No puede esperar hasta mañana?»

«No, no puede,» zanjé. Hubo un silencio. Y me vi, por un momento, saliendo de la capital solo. Fiambres. Eso sí que no. Apreté los dientes, vacilé y murmuré: «Por favor, compadres.» Tragué saliva y, como mis compadres no decían nada, resoplé, sintiéndome de pronto traicionado, y lancé: «Y bueno, vosotros mismos, ahí os qued…»

«¿Adónde quieres ir?» me interrumpió el Sacerdote.

Iba a alejarme para forzarlos a decidirse pero me paré de golpe. ¿Adónde quería ir? Eso no lo había pensado mucho. Me encogí de hombros.

«Lysentam. ¿Qué te parece?»

Percibí su sonrisa.

«Mira, hagamos un trato, Espabilao. Afufo contigo, pero luego me lo explicas todo y me dejas elegir adónde vamos, ¿va?»

No pude más que alegrarme y afirmé:

«Va rabiosamente, Sacerdote. ¡Vamos! Shurs, ¿habéis oído? El Sacerdote también se va. Espabilad y vamos.»

Animé a Dil sacudiéndolo y Manras y él se levantaron al fin. El Sacerdote se puso al Lobito sobre los hombros e íbamos a salir del callejón cuando oí un carraspeo.

«¿Ni siquiera me dices salú, Espabilao?»

Suspiré. Había despertado al Raudo y a quién sabe cuántos más. Me giré.

«Lo siento, Raudo. Es que es vital.»

«Te creo,» afirmó el elfo pelirrojo, incorporándose y acercándose. «Pero esa no es una razón para afufar sin ni siquiera saludar al mejor cap de los tres que tienes.»

Hice una mueca.

«Ahora sólo tengo uno, Raudo. Tú.»

«Huh. Ya veo. Frashluc te ha largado, ¿eh?» No, lo he largado yo al infierno, pensé. Él chasqueó la lengua. «Te lo dije, Espabilao. Allá donde vayas, ponte una pata de lisiado, no sea que te metas en líos como en Éstergat, ¿eh? Fijo que nos vemos algún día. Toma, estos son los siatos que sobraron de tu reserva. Ni un clavo te he robado, créeme. Buena suerte, tocayo.»

Me palmeó el hombro. Sonreí, aceptando el dinero.

«Gracias, cap. Lo mismo algún día consigo mandaros una carta si aprendo a escribir como los espíritus mandan. Se la mandaré a Yarras, el rufián de la Blanca. ¡Oye! ¿y si creamos una red por Arkolda y fundamos la primera guakería organizada de la república…?»

El Raudo se carcajeó, empujándome la cabeza.

«Déjate de isturbiadas, shur.»

Me despedí rápidamente de los demás que se habían despertado, Rogan y mis comparsas hicieron otro tanto, le enseñé al Lobito a agitar la manita y salimos de ahí a buen ritmo. Tomamos el mismo camino que yo había tomado el día en que me había ido de Éstergat: cruzamos la Avenida de Tármil, atravesamos el barrio y bordeamos el río por el Parque de la Tarde hacia los Muelles Rojos. Mis comparsas —en particular Manras— me preguntaron varias veces: ¿por qué, Espabilao? ¿Qué ha pasao? Y yo les dije: os explico luego, no seáis pesaos, ahora arreando, arreando y más rápido.

Estábamos pasando cerca del Puente Dalivio, no muy lejos ya de Rískel, cuando una silueta se separó de las sombras y se acercó a nosotros. Fiambres. ¿De verdad se acercaba a nosotros o me estaba volviendo paranoico?

Por lo visto, realmente me estaba volviendo paranoico porque el saijit encapuchado siguió su camino sin parecer reparar casi en nosotros. Suspiré de alivio, deteniéndome, y avisté la mirada interrogante de Rogan. Meneé la cabeza y reanudé la marcha.

Salimos de Éstergat sin incidentes, sin ni siquiera atraer la atención de los guardias. Ya amanecía cuando, haciendo una pausa, salimos del Camino Imperial y nos detuvimos junto al canal que reunía el río de Éstergat con el río de Urzen. Había ahí casas y huertos y aldeas que habían acabado uniéndose, pero no estábamos ya propiamente dicho en la capital.

Teníamos sed y compramos leche a una pareja que atendía a los viajeros, con su carretilla llena de cántaros, en el borde del camino. La observé con curiosidad, preguntándome: ¿y si yo me dedicaba a lo mismo? ¡Qué tranquilos parecían estar! También les compramos unas galletas y pronto ahí estábamos los cinco, sentados en la orilla del canal, mascando y mirando tranquilamente el día amanecer y las barcazas y carretas pasar. Pero sabía que Rogan estaba esperando algo.

Un gran copo de ceniza fue a parar sobre la cabeza del Lobito. Le revolví el cabello y, recibiendo su mirada azul, lo puse en pie y saqué unas monedas diciendo:

«Comparsas. Id a esa posada de allá, la del cartel rojo, ¿la veis? Pedid botellas para beber. Si son pequeñas, compráis dos.»

«¿Por qué siempre tenemos que ir nosotros?» se quejó Manras.

Alcé los ojos al cielo, exasperado.

«¿Cómo que siempre? ¿Y quién te ha traído plata estas últimas semanas, eh? ¿El viento? No te hagas el mangaplatas y arrea. Dos botellas.»

Manras deshinchó sus mejillas, levantándose a regañadientes.

«¿De vino?» preguntó Dil.

«De lo que tengan, es para el viaje,» expliqué. «Llevaos al Lobito. ¡Y no tardéis!»

Ambos se alejaron con el chicuelo. Dil, que solía ser más perceptivo que Manras, me echó una mirada como diciendo: no vale, nosotros también queremos saber. Pero se alejó igual. Tras seguir con los ojos la carrera de un mensajero a caballo, el Sacerdote carraspeó:

«Y bueno, ¿cuentas o no?»

Dejé de arrancar hierba con las manos y asentí.

«Cuento, cuento. Pero…» Vacilé. «Prométeme que esto no se lo dirás a nadie.»

Rogan enarcó una ceja debajo de su sombrero de copa.

«A nadie,» prometió.

«Y que no me mirarás como a un monstruo,» agregué.

Mi amigo enarcó la otra ceja, cada vez más intrigado.

«Corriente, va. ¿Qué ha pasado con Frashluc?»

Inspiré y traté de ordenar mis pensamientos agitados.

«No,» dije al fin con un ademán decidido. «Eso va después. Tengo que explicártelo desde el principio. Si no, no vas a entender. Lo de mi maestro y… Oye, Sacerdote, eres mi mejor amigo, ¿verdad?»

Rogan resopló.

«Claro. Tranquilo. Tú cuenta y yo me callo. Haré de sacerdote y tú de confesado. Se me da bien,» aseguró. Y sonrió enseñando su diente ausente. «Dispara, shur.»

Disparé. Se lo dije todo. Lo de la nigromancia, mi maestro, mi mano. De un tirón, casi sin respirar, casi sin atreverme a mirarle a mi amigo por temor a ver repulsión en su rostro. Y acabé diciendo:

«Frashluc quería que lo convirtiera y yo no sabía. Se lo he dicho esta noche y él se ha puesto como loco con su puñal. Así que le he pegado una descarga y al viejo le ha dado un ataque al palpitante. Pensé… En el momento, pensé que quería escachufarme. Pero ahora ya no estoy tan seguro. A lo mejor sólo quería asustarme. Y yo… Bueno. Qué sé yo.»

Callé. Rogan me miraba con los ojos redondos como platos. Los fijaba en mi mano derecha cada vez que yo la movía para expresar mi turbación. Al cabo de un silencio molesto, lo vi agitar la cabeza como para invitarse a asimilar todo eso.

«Un nigromante,» murmuró. «Vaya, shur. Dicho así suena fatal, la verdad.»

Tragué saliva.

«No es para tanto,» aseguré. «Es como… como lo de Arik. La gente cree que todos los vampiros son malos, pero Arik era bueno, ¿no? Pues lo mismo para mí. Y lo mismo para…»

Callé a tiempo. Vaya. Una cosa era divulgar mi secreto y otra divulgar el secreto de Korther, Rolg y Ab. Hice un esfuerzo de memoria y cité más o menos algo que había leído en el libro que me prestaba Korther durante mis sesiones de espionaje con el Orbe Malva:

«Todo lo raro nos parece monstruoso o divino. Versículo cuarenta y tres,» mentí.

Rogan puso los ojos en blanco y me empujó la gorra.

«No tienes ni idea de lo que cuenta el versículo cuarenta y tres, Espabilao, no blasfemes.» Y jugueteó con su sombrero bajo mi mirada expectante antes de convenir: «Supongo que tienes razón. Yo no sé de esas cosas. No sabía ni que existiera realmente la nigromancia. ¿O sea que me salvaste con eso, en el hospital?»

«Reforcé tu jaipú usando morjás de los huesos,» confirmé. «El mío y el tuyo.»

Rogan me miró otra vez con fijeza. Entonces, se encogió de hombros.

«Caray. Pues ¿qué quieres que te diga, shur? Podrías habérmelo dicho antes. No habría bufado, ¿sabes?»

Un tremendo alivio me invadió. El Sacerdote no estaba realmente enfadado por mi silencio ni asqueado por mis actuaciones.

«Lo sé. Lo siento, Rogan. Es que mi maestro me dijo que no se lo dijese a nadie.»

«Se lo dijiste a tu primo,» apuntó él.

«Sólo a él. Los otros lo adivinaron,» refunfuñé. «Y ahora… me pregunto, Rogan. Tú crees en los espíritus malignos, ¿no? ¿Y crees que podría haberme poseído uno? Digo, es que podría ser. Lo digo en serio. A lo mejor deberías bendecirme o algo…»

Rogan posó una mano sobre mi hombro con una ancha sonrisa.

«Corriente, Espabilao, te bendigo. Arrodíllate, así, así. Quítate la gorra… Escalufniao, que no se ponen así los dedos, ¡se te olvida de todas todas, shur! Bueno. ¿Estás listo?»

Asentí, levemente aprensivo, con las palmas de las manos en la frente y los ojos fijos en mis rodillas. Rogan se irguió ante mí y posó una mano sobre mi cabeza.

«Yo te bendigo, hijo mío…» Soltó una parrafada religiosa sobre no sé qué de virtudes, ancestros y acciones de la vida —muy serio todo— y, al fin, terminó: «… y los espíritus malignos que habitan tu cuerpo te habrán liberado cuando hayas dicho: paz y virtud.»

Fruncí el ceño por un súbito pensamiento.

«Oye, ¿no crees que están tardando mucho estos guakos?»

Rogan suspiró.

«Paz y virtud, Espabilao.»

Ops.

«¡Paz y virtud!» pronuncié con solemnidad.

Y me levanté de un bote, sólo para ver que mis comparsas estaban regresando ya. Corriendo. Y sin las botellas. ¿Pero qué fiambres? Di un paso, resoplando, solté un ¡hey, shurs, qué pasa! y me fijé de pronto en la silueta que se erguía a unos metros escasos de nosotros. A punto estuve de morirme yo también de ataque cardíaco. Era Aberyl, embozado con su velo azul. Nos miraba como si estuviera aguardando ahí desde hacía un buen rato, con toda la serenidad del mundo.

«¡Espabilaaaao!» gritó Manras, allegándose. Dil iba detrás, cargando con el Lobito. «¡Espabilao, Sacerdote, nos han espiantao la plata!»

A poco más empujó a Aberyl al llegar. Yo no reaccioné. Me había quedado mirando al Daganegra como petrificado en el tiempo. Rogan resopló.

«¿Y cómo fiambres os la han espiantado, shurs? ¿Os ha hechizado un mago o algo?»

«¡Un poco!» aseguró Manras. «No le hemos visto ni la cara. Dejo la plata sobre la barra y… zas. Vuelvo a mirar y salú, plata. Yo se lo he dicho al tabernero. Pero él nos ha echao diciendo que éramos unos mentirosos y unos zatostos.»

«Dijo zarrapastrosos,» resolló Dil, posando al Lobito.

Y me echó una curiosa ojeada. Fijándose de pronto en mi inmovilidad, Rogan preguntó:

«¿Qué te pa…? Oh,» murmuró entonces, mirando a Aberyl como si de repente reparara en él. «¿Lo conoces?»

Conseguí mover la cabeza afirmativamente, en un gesto casi imperceptible. Y lo oí susurrar: fiambres. Sí, fiambres, fiambres, ¡fiambres! ¿Por qué diablos los Daganegras estaban tan empeñados en espiritarme? Aberyl se aclaró la garganta con calma.

«Al fin te encontramos, muchacho. No he venido a hacerte daño, no te preocupes.»

Y un cuerno, pensé. Pero no quería afufar delante de mis compadres, así que me mantuve firme, miré al demonio a los ojos y dije:

«¿Qué quieres?»

«Mm…» Ab se metió las manos en los bolsillos. «Primero, que te relajes y me creas: no vamos a hacerte daño. Segundo, que me permitas hablarte a solas. ¿Te parece?»

Pestañeé varias veces. Mi confusión aumentaba cada segundo.

«¿No vas a matarme?»

Lo vi alzar los ojos al cielo.

«No, muchacho. No voy a matarte.»

«Dile lo que tengas que decir,» intervino Rogan. «Pero no te acerques. ¿Es de Frashluc o un Daganegra?» añadió en un murmullo a mi oído.

«Daganegra,» contesté en un cuchicheo.

«Espíritus, no puedo creerlo,» resopló Aberyl. «¿Quieres dejar de hablar de más cada vez que abres la boca? Cualquier día les das una lista a los moscas con todos nuestros nombres.»

Tragándome la vergüenza, le devolví una mirada desafiante.

«Rogan es mi amigo. Tiene derecho a saber. Mis compadres no bufan.»

«¿Oh? Entonces, no me molestaré yo tampoco: tenemos al amigo tuyo que intentó fugarse al bosque,» anunció para horror mío. «Desde hace quince días, en realidad. Y no hemos podido sacarle gran cosa porque el cap no se fía ya de los hobbits y no tiene la intención de entregar nuestro huésped a ese príncipe de Tamisabra. Así que nos preguntábamos si tendrías la amabilidad de facilitarnos la comunicación y tranquilizar a Arik.»

Me quedé mirándolo, boquiabierto. ¿Arik había sido raptado por los Daganegras incluso antes de llegar al bosque? ¡La peste con los Daganegras! Aunque, al menos, parecía que no lo habían matado ni devuelto al príncipe. Inspiré bruscamente y me golpeé la frente con el puño. Rogan me dio un manotazo para detenerme antes de preguntar:

«¿Arik? ¿Arik está con vosotros? ¿Qué le habéis hecho?»

«Nada,» aseguró Aberyl. «Tan sólo hemos intentado hablar con él y le he enseñado a jugar a las cartas. Los tenedores. Clavosviejos. Se le da bien. Un chico listo. También nos hizo entender más o menos cómo consiguió salir de la Fonda contigo, Draen. Al parecer, tenía una mágara de lo más interesante. Pero resulta que la perdió, según dice.»

Bajo su mirada entre burlona e inquisitiva, me mordisqueé nerviosamente el labio inferior. Aberyl se refería a la varita mágica abre-puertas. Pero no tenía por qué saber que la tenía yo, escondida en uno de los tubos de mi collar de música.

De pronto, los ojos de Aberyl se agrandaron desmesuradamente y exclamó:

«¡Madres de las Luces!»

Miraba hacia el canal. Me giré y… cuando vi al Lobito flotando sobre una caja de madera, a la deriva, a unos dos buenos metros de la orilla, creí volverme loco. Me desgañité:

«¡LOBITOOO!»

Salí corriendo hacia él. Mi intención era tomar carrerilla suficiente para saltar y agarrar la caja además de al Lobito. Aberyl me chafó el plan deteniéndome justo antes de que saltara.

«¡Espera! ¿Sabes nadar, al menos?»

«No,» jadeé. Ni sabía yo ni sabían mis compadres.

Aberyl masculló algo entre dientes y, quitándose la capa y el embozo en un visto y no visto, se metió en el canal. Observé al héroe con el corazón latiéndome a toda prisa.

«¡Lobito, no te muevas!» le gritó Rogan.

El chicuelo estaba a cuatro patas sobre la caja. Al principio, había estado muy concentrado sobre los balanceos de esta según él se sentaba o gateaba, pero ahora, ante nuestros gritos, nos miraba y… trató de probar a ver si podía andar sobre el agua. ¡Ese isturbiao! Desapareció bajo la superficie y yo creí morirme. Por fortuna, Aberyl ya llegaba y consiguió atraparlo. Lo trajo a la orilla sano y salvo, escupiendo agua y tosiendo. Apenas lo vi respirando normalmente, agarré al chicuelo entre mis brazos y no lo solté, farfullando:

«Pero qué isturbiao, fiambres, qué isturbiao…»

«Gracias, señor,» dijo Rogan con una voz llena de gratitud.

Aberyl estaba chorreando.

«Con lo poco que me gusta el agua,» gruñó el Daganegra, tratando de estrujar su ropa hundida.

Se quitó las botas para vaciarlas. Lo observé, incrédulo. Lo miré, emocionado. Y dije al fin a mi vez:

«Gracias, Ab. Lo siento tanto.»

Aberyl me echó una ojeada mientras agitaba las botas. Al cabo, sonrió.

«Realmente voy a acabar siendo apodado el Héroe de los Guakos. Soy un sentimental. ¿Qué tal va el chiquillo? Como no dice una palabra…»

«Está bien,» aseguré, aún respirando algo entrecortadamente. El Lobito, en cambio, parecía ya del todo serenado.

Manras y Dil se habían sentado a mi lado. Rogan se rascaba la cabeza, examinando al Daganegra que hacía muecas y visajes ante su ropa empapada y mascullaba: oh, no, mi reloj, oh, no, qué desastre… Me mordí el labio, pensando: este Daganegra mejor amigo de Korther al que mandé una descarga y traicioné, este hombre ha salvado al Lobito. Había perdido un reloj y alguna mágara, según parecía mascullar, ¡y todo eso para salvar al Lobito!

Captando finalmente mi mirada, Aberyl me dedicó una mueca como diciendo: no pasa nada, me compraré otros trastos. Y, entonces, me miró con más atención y sonrió.

«Bien, Draen. Y si te pido ahora que me sigas sin preguntas, ¿lo harás?»

No lo dudé. Asentí y dije con fervor:

«Sí.»