Página principal. Yo, Mor-eldal, Tomo 3: El tesoro de los guakos

3 Frascos

Al principio, creí que la reliquia me estaba friendo a descargas… pero no era exactamente eso: simplemente parecía haberme confundido con un objeto y estaba intentando hacer… un vínculo conmigo. Tardé un rato en entenderlo, y otro en entender que los sortilegios que me echaba estaban destruyéndome. No aspiraba mi jaipú como la espuma vampírica: modulaba mi morjás. Y no sólo el de los huesos: también el de la piel, el de los músculos, el de… Todo. Absolutamente todo. La Solancia se había vuelto como loca intentando envolverme con su encantamiento. ¡Ni que fuera yo una mágara! ¡Era un ser vivo, diablos! Sin embargo, ella no lo sabía.

Traté de moverla sobre el pedestal. Pesaba como una roca. Fiambres, ¡pero si medía poco más que la palma de mi mano! Apreté los dientes y la empujé con todas mis fuerzas. No se movió un ápice. Era como si su propia energía la tuviese encadenada al pedestal. Genial… No iba a poder sacarla de ahí yo solo.

La solté. Y, para horror mío, no se produjo ningún cambio. La Solancia seguía atacándome, seguía alterándome. Quise huir. Pero no podía huir. No antes de haber sacado la Solancia. Agarré el pequeño frasco amarillo y lo vacié entero sobre la reliquia. El ataque apenas se relajó. Bueno. Pues sólo me quedaba una opción: usar la sangre de hidra. Eso arrasaba con el acero negro. Arrasaba con todo. Vacilé, pero consciente de que la Solancia me estaba matando poco a poco, dejé de dudar. Temblando, saqué el frasco con el polvo. Me quedaba aún la mitad del bote. Lo eché todo sobre la pirámide y vacié el frasco de agua. Observé, primero, que la luz vivaz de la Solancia se atenuaba, dejándome cada vez más a oscuras. El zumbido se rayó, se hizo estridente y me tapé los oídos gritando… Una bola de energía me proyectó abajo del pedestal con un ¡BANG! aterrador. Y todo se volvió negro.

Ahora, reinaba un profundo silencio. Traté de levantarme, titubeé y me derrumbé de nuevo, saturado de energías. Mi morjás estaba hecho un lío. Y mi mano derecha ya no me respondía. Se había quedado tonta. Y no sólo ella: el brazo entero no respondía. Vaya. Saqué uno de los huesos de mi ferilompardo y aspiré el morjás. Curiosamente, aquello me tranquilizó y me despejó la mente.

A ciegas, tanteé el suelo y regresé junto al pedestal. Trepé y alargué la mano… sólo para percatarme de que ya no estaba la Solancia. Traté de soltar un sortilegio de luz armónica pero mi tallo estaba ya demasiado consumido y, de todas formas, recordé, ninguna luz armónica podía existir en las tinieblas completas.

Titubeante, como en un sueño, tanteé en busca de las escaleras, subí, empujé la puerta y la luz del pasillo al fin me confirmó que no me había quedado ciego. Hubiera sido tomar una mala costumbre. El guardia seguía ahí tan sopa como antes. Al menos era algo.

Agarré una antorcha del muro, me inspeccioné la mano derecha y, satisfecho al ver que, aunque inútil, seguía ahí entera, me precipité de vuelta hasta abajo con intenciones de buscar la Solancia. La encontré enseguida, tirada en el suelo. Estaba… en mal estado. En muy mal estado.

Me agaché y la toqué con la punta de una ganzúa. La pirámide tenía ahora aspecto fofo, pero no se había desintegrado del todo. Esa era una buena noticia. La toqué con la mano derecha, pero fui incapaz de notar nada a través de esta, así que, finalmente, la toqué con la izquierda… y lo mismo, no noté nada. Bueno, sí, chisporroteos de energía brúlica, trazados alocados pero inofensivos. Y nada más. ¿Era eso grave? ¿Me iban a echar la bronca? Qué va, ¿por qué me la echarían? Venga, Mor-eldal: arrea. Tienes la reliquia, arrea… Tragué saliva. Ardía de ganas de salir ya, pero ya.

Enrollé torpemente la reliquia disminuida en mi pañuelo con satranina, me la metí en el bolsillo e inicié mi retirada. Dejé la vía abierta, como planeado, salí de la zona prohibida y me dirigí hacia la puerta trasera del ala norte. Era la más cercana. Sólo que, obnubilado por los acontecimientos, en un momento me equivoqué de camino, di varias vueltas sobre mí mismo, me estiré el pelo, preso de la urgencia y… al fin, di con la buena puerta. Por poco me olvidé de desactivar las trampas. Me golpeé la frente para espabilarme, porque todavía tenía la sensación de estar metido en una nube de energía. Abrí la puerta… Y la cerré sin haber pasado el umbral, pues recordé que tenía que dar la señal por una ventana con luz armónica. Pero es que no me salían los sortilegios. Estaba seco. Requeteseco.

Al cabo, abrí la puerta, la cerré y salí al frío. La verdad es que fue una alegría encontrarme con que todavía era de noche. Hubiera jurado que habían pasado días, años…

Vi una luz con el rabillo del ojo y me tiré a la hierba. Repté, me alejé del Palacio y llegué a unos arbustos. Me acurruqué y escudriñé las sombras. ¿Dónde estaban los Daganegras? Fiambres, ¿dónde estaban? ¿No se habrían ido, verdad?

Oí de pronto el susurro de unas hojas y, con el corazón latiéndome a toda prisa, murmuré:

«Elassar… elassar, ¿estás ahí?»

Vi una silueta surgir de un arbusto cercano y el terror me invadió cuando pensé: no es mi primo, los moscas los han aferrado, y…

«Espíritus, sarí,» soltó de pronto Yal. «Te has olvidado de la señal. Por poco te salto encima. ¿Qué tal ha ido?»

«D-de… er… de lujo,» contesté. Y retomé con una voz más firme: «La vía está libre. Tengo la Solancia. Pero no tengo el Óp…»

«No importa,» me cortó Yal, palmeándome el hombro. «Ya está bien que hayas vuelto vivo. ¿Así que vía libre del todo? Eres un as, sarí. Ven. Vayamos a avisar.»

Nos alejamos entre arbustos. Yal me distanció: yo andaba como un borracho. Por eso, incluso antes de llegar al punto de encuentro, vi pasar junto a mí a no menos de diez siluetas embozadas y llevando sacos vacíos, listas para entrar en el Palacio. Dos de ellas me palmearon el hombro murmurando:

«Buen trabajo.»

Exultaba. Estaba agotado, trasteado, aturdido… pero exultaba de todos modos. Y, mientras me regodeaba de mis éxitos, seguía aspirando morjás de uno de los huesos del ferilompardo para no pensar en que… mi mano derecha tenía toda la pinta de estar muerta. Muerta del todo.

Mientras los demás ladrones se alejaban hacia el Palacio, Yal se agachó junto a mí.

«Bueno. Ahora a preparar la salida segura para todos… Oye. ¿Estás bien?» preguntó entonces, como yo trastabillaba.

«Sí, sí,» murmuré. «Estoy rabiosamente bien. Lo único, la mano, que está atiborrá bestial. Es por la Solancia. Me ha dejao como drogao. Pero bien. ¿Qué hora es?»

«Las dos pasadas,» me informó Yal para asombro mío. «Va con lo planeado.»

No podía creerlo. Resoplé y articulé:

«¿Las dos pasadas de qué día?»

Hubo un breve silencio y un:

«Mmpf.» Yal me revolvió el cabello, divertido. «Creo que será mejor que nos pongamos en marcha.»

Lo seguí, fiel como una sombra, atontado como si me hubiese caído una lluvia de puñetazos en la cabeza. Avanzábamos lentamente algunas veces y otras había que correr. Y en esas ocasiones, me sentía más torpe que un topo en un árbol.

Regresamos hasta la muralla y ahí, tras asegurarse de que no había nadie a la vista, Yal sacó la cuerda y me ató la cintura.

«Agárrate bien. Cuando estés abajo, desátate rápido y cruza la calle.»

Pese a mi aturdimiento, entendí algo que no me gustó.

«¿No vienes conmigo?»

«Oh,» dijo Yal meneando la cabeza. «Mi trabajo aún no ha acabado, sarí. El tuyo sí. Y más que bien. Korther me ha pedido que te diga: enhorabuena. Ah. Por cierto. Ni se te ocurra alardear de esto con tus amigos, ¿eh?»

Puse cara de protesta pero acepté:

«Corriente. Ni una palabra.»

Adiviné su sonrisa.

«Más te vale. Venga, que este no es sitio para charlas,» me animó. «Hablaremos otro día. Cuídate.»

Nos aseguramos de que no pasaba ninguna patrulla por la calle del Arpa y Yal comenzó a bajarme. Eché un vistazo curioso hacia el mar de casas y de luces. Éstergat era tan distinta vista desde arriba… Parecía un cielo lleno de estrellas anaranjadas.

Toqué suelo y me dediqué a desatar la cuerda. Lo que pasa es que con una mano, no era fácil. Traté de curvarme para utilizar los dientes y… Unas manos me aferraron. Solté un jadeo de sorpresa.

«Silencio,» me ordenó la voz del Albino.

Me ayudó a desatar la cuerda y me arrastró fuera de la calle de la muralla antes de que nos viera nadie. Murmuré:

«¡Tengo la Solancia!»

«Calla.»

No me dijo nada más hasta que volvimos a entrar en la misma casa de mangaplatas vacía de antes. Me hizo bajar hasta un sótano, donde había una trampilla abierta junto con un par de matones, ambos elfos oscuros. El Albino se detuvo al fin.

«Enséñamela.»

Saqué el pañuelo y se la tendí, pero él no quiso cogerla. Sonreí.

«No hay cuidao. No muerde. Se ha apagao.»

Se la enseñé desplegando el pañuelo. El Albino tenía cara escéptica, no sé si tanto por lo que decía como por el tamaño de la reliquia.

«Esto… ¿es la Solancia? ¿De verdad?»

Sentí en su tono de voz algo que me dio escalofríos.

«¡Natural que lo es!» afirmé. «Ha cambiado un poco pero… er… no he podido evitarlo. Lo importante era alejarla para que no pudiera activar los vínculos, ¿no? Sólo está un poco estropeada…»

Me atraganté ante la expresión fija de Jarvik.

«Un poco estropeada,» repitió él con voz seca. «¿Y cómo diablos has conseguido dejar una reliquia en ese estado?»

Tragué saliva con dificultad. ¿Lo digo? ¿No lo digo? Lo dije:

«Le tiré el frasco de sangre de hidra.» Rápido como una serpiente, el Albino me agarró de la oreja y grité, protestando: «¡Que fue vital, lo juro, fiambres, que te he traído la Solancia como pidió Frashluc!»

«Silencio,» siseó el Albino.

Apreté los labios con los ojos llenos de lágrimas. Después de los «enhorabuena» y los «buen trabajo» de los Daganegras, ¡venía ese isturbiao a quitarme la gloria! Pero ¿para qué quería Frashluc la Solancia intacta? ¡Hubiera sido imposible moverla de ahí!

Bajo la mirada educadamente interesada de los dos elfos oscuros, el Albino me cogió del pescuezo y me dijo:

«Andando y reza, guako. Reza muy fuerte por que Frashluc no te suelte a sus perros.»

Medio me bajó él por las escaleras agarrándome del pescuezo. Y bajamos, bajamos por escaleras y caminamos por túneles… Apenas me fijé en ellos. Estaba demasiado despechado, angustiado y desesperado para alinear dos pensamientos razonables seguidos, como para fijarme en nada a mi alrededor. Había fallado. Era todo lo que se me ocurría pensar en aquel momento. ¡Había fallado!

Salimos al aire libre por un edificio, no sé muy bien cuál, y caminamos por una callejuela… tampoco sé muy bien cuál. Reconocí el lugar pocos instantes antes de que entráramos por la puerta pequeña del Dragón Amarillo.

Adentro, el Albino habló en voz baja con varias personas, saludó y hasta tomó un aire tranquilo. Yo permanecí invisible a toda esa gente y, de no haber sido por la mano fuerte que me agarraba el pescuezo como a un conejo muerto las orejas, lo mismo me habría podido escabullir y habría corrido en busca de mis compadres para decirles: ¡afufamos!

Pero el Albino no me dio esa opción. Con el respaldo de un amigo curioso, me metió en un cuarto, me quitó la Solancia, la navaja, las ganzúas y los tres frascos vacíos, tiró el resto por la habitación asegurándose de que no tenía ningún valor y yo, entretanto, no decía ni mú.

«¿Por qué tanto hueso?» se extrañó el amigo del Albino, curioso.

Me encogí de hombros.

«Para jugar a las tabas.»

Coló. El Albino se fue con cara de andar atareado y el amigo cerró la puerta, posó la linterna y se arrimó al muro con los brazos cruzados. Era un humano blanco, rubio y forzudo. E iba vestido como un mangaplatas venido a menos. Me preguntó:

«¿Cuál es tu nombre, cobrizo?»

A los humanos vallenatos los llamaban cobrizos por el color. Se suponía que era un insulto. Pero dependía de quién lo decía. Mi compadre Lin me llamaba cobrizo a todas horas y con total naturalidad. Sin embargo ahí… lo que me ofendió fue el tono. Contesté sin embargo:

«Draen.»

El rubio enarcó las cejas. Me observó de arriba abajo e inquirió:

«¿Qué te pasa en el brazo?»

Tragué saliva. Como no estaba seguro de si ese estaba al corriente de lo de la Solancia, mentí:

«Me he golpeao y está así como insensible.»

Él se apartó del muro y se aproximó con una mueca interesada:

«¿De veras?»

Tendió una mano. Retrocedí. Avanzó. Retrocedí. Hasta que él me tocó el brazo. Con firmeza primero y luego con suavidad. Sólo que yo no noté el contacto en absoluto, y el descubrimiento me horrorizó casi tanto como los ojos hambrientos del rubio. Lo empujé con mi mano válida con todas mis fuerzas. De poco me sirvió. Me arrinconó y me murmuró:

«No seas tonto. Esto lo hago con todos los guakos que me apetecen, criatura. Los recluto y se los vendo a los que comparten mis gustos. Reflexiona. Sé que tienes problemas con Frashluc. Si me complaces, puedo echarte una mano. Por algo soy su sobrino.»

Dejé de forcejear, agotado. Justo tenía ese isturbiao que pillarme en baja forma, con un brazo inútil e incapaz de hacer ningún tipo de magia. Lo vi sonreír. Ahora sí que sentía sus manos. Y percibí su aliento mientras acercaba la boca y me ordenaba en un murmullo:

«No llores.»

Me agité débilmente. Hijo de perra, hijo de perra, me repetí por dentro. El rubio gruñó con tono fastidiado:

«Lloras demasiado, guako mocoso. Límpiate el hocico. Eres un puerco.»

Él era más fuerte, pero yo podía gritar. Estallé:

«¡PUERCOS TU MADRE Y TU MALDITA ESTAMPA!»

El rubio agrandó los ojos, incrédulo. Sin previo aviso, me agarró por el cuello con una mano nervuda y me dedicó una mirada llena de desprecio y sorna. Me dieron ganas de mandarle la mejor descarga mórtica de mi vida… ¡Pero no podía ni siquiera crearla en mi mano! Empecé a jadear a falta de aliento y, de pronto, algo en mi interior soltó una chispa. Creo que fue la sobrecarga de la Solancia que chispeaba. Nada de extrañar, puesto que aún estaba cargado de energía. El rubio se apartó de golpe y un destello de miedo pasó por sus ojos. Gruñó:

«No necesito a un guako que lloriquea y que aúlla insultos a la gente respetable. Púdrete, brujo cobrizo.»

Lo vi abrir la puerta y, mientras él cerraba esta con llave, aspiré una bocanada de aire, aún horrorizado. Tras un largo silencio, golpeé el muro con el puño válido, recogí todos los huesos de ferilompardo, agarré uno, el más gordo, y aspiré, aspiré el morjás durante largo tiempo hasta que me llevé la mano a mi colgante del Daglat. Temblando, como un buen beato, besé la estrella y, en un murmullo, dejé escapar:

«Que los ancestros y el santo espíritu patrón te maldigan, isturbiao sin nombre. Que maldigan a Frashluc. Al Albino. A los mangaplatas. Malditos, malditos, malditos,» repetí con fervor.

Rogan decía que maldecir a los culpables siempre producía un poco de consolación. Pero yo tan sólo conseguí matar el tiempo con ello, hasta que, sintiéndome más muerto que vivo, me tumbé en el jergón y concilié un sueño agitado, aún saturado de energías. Y saturado por todo.

Cuando desperté, había llegado a la conclusión —no sé muy bien si en el sueño o justo al despertar— que, puesto que no me dejaban en paz los isturbiaos, yo tampoco los dejaría en paz. Me había metido en el mismísimo Palacio a robar la inrobable Joya de Éstergat, ¿qué era al lado de eso enfrentarse a un puñado de isturbiaos? Sería su peor pesadilla, ¡ya lo creo! Iba a hacer justicia, me convertiría en el héroe de los guakos, se cantarían mis hazañas, se…

La puerta se abrió de golpe, interrumpiendo mi arrebato espiritual. Apareció… el Bor. Acompañado de Taka.

Fue como ver dos estrellas en un cielo completamente oscuro. Me levanté y me precipité hacia ellos exclamando:

«¡Señor! ¡Señora!»

El Bor me dedicó una de sus muecas amigables que parecían así como falsas pero que, en el fondo, no lo eran. Taka me cogió entre sus brazos diciendo:

«¡Pequeño! ¡Pero tienes una pinta horrible! Es dejaros unos días y ya os enguarráis como si os rebozarais por el barro. ¡Ah!» Meneó la cabeza, fingiendo descontento. «Shyulí me ha contado tus hazañas de esta noche… ¡Pues ojalá no hubieras hecho nada! Si hubiera sabido que era tan arriesgado, te habría encadenado para que no fueras.»

«Todo salió bien, querida,» intervino el Bor, divertido.

«¡Y menos mal!» exclamó la dama. Me abrochó el abrigo como a un crío de seis años mientras decía: «¿Cómo estás? ¿Sabes que ahora eres rico? ¡Ochocientos cuarenta dorados! Ven, vayamos afuera, te esperan tus amigos. Y el Lobito.»

Inspiré, alegrado de la vida, e iba a precipitarme detrás de la señora cuando el Bor me retuvo.

«Un momento. Enseguida vamos, reina mía,» lanzó. Y, mientras Taka se alejaba, cerró la puerta del cuarto y me dijo: «Reconozco que me has dejado impresionado, Cuatrocientos. Todos los Gatos se están riendo a carcajadas de los mangaplatas. Un éxito rotundo.» Marcó una pausa y, como yo no decía nada, enarcó una ceja. «¿No te alegras?»

Asentí.

«Oh. Sí. Sí. Pero yo creía… creía que Frashluc no estaría contento.»

El Bor me miró con sorpresa, frunció el ceño y puso cara de comprensión.

«Ah. Natural. Porque te encerraron aquí, ¿verdad? Esas son manías de la cofradía. Tranquilo, a mí ya me encerraron un par de veces. Cuando no quieren que se les vaya alguien, lo encierran. Medidas de seguridad, lo llaman. Pero Frashluc no ha dicho que no estuviera contento. De hecho, no ha dicho nada, así que… eres libre, Cuatrocientos.»

Espiré, absorto.

«¿De verdad?» Tragué saliva. «¿De verdad te encerraron aquí?»

El Bor resopló.

«Of. Una vez fue porque empecé a romperlo todo en la taberna. Hace ya un lustro lo menos. Poco antes de conocer a mi reina. Y otra vez… no recuerdo. Rollos de cofradía.»

Me quedé mirándolo con fijeza y casi le pregunté: ¿y a ti también te vino un isturbiao rubio? Pero atranqué la boca, porque me pareció ridículo preguntarle eso. El Bor a ese isturbiao le hubiera dado un puñetazo que lo habría mandado al otro lado de la Roca. Suspiré y eché un vistazo a mi brazo derecho. Aún no podía moverlo. Había empezado a notar un ligero hormigueo… pero quitando eso como si el brazo no hubiera existido.

Advirtiendo la mirada escudriñadora del Bor, me apresuré a decir:

«Se pondrá bien. El brazo, digo. Va mejor que ayer.»

El Bor hizo una mueca.

«Vaya. Gajes del oficio, supongo. Oye, quería darte esto,» agregó. Sacó un frasco de su bolsillo. Era el mismo frasco que le había quitado a mi hermano mayor.

«¡El remedio!» exclamé.

«Ten cuidado, no se te caiga,» replicó el Bor. «Hay una panda que anda buscando a todos los sokuatas para darles una dosis. Tus amigos ya la han tomado. Al parecer, se pasaron unas cuantas horas con un pie en la tumba, así que te recomiendo que no te lo tomes antes de haberte encontrado un buen refugio y una buena manta.»

Aquellas últimas palabras me tranquilizaron y a la vez ensombrecieron un poco. Guardé el frasco en el bolsillo y le dediqué una mueca sonriente y comprensiva.

«¿Te vas ya?»

El Bor asintió.

«Ya lo creo. Verás, si me evadí del Clavel, fue también porque sabía que me iban a cargar con otro muerto. No un muerto de verdad,» se apresuró a decir. «Mercader libre, ya sabes. Como nuestro compañero el Piestortos.» Intercambiamos sonrisas, recordando los tiempos de la cárcel. La sonrisa del Bor se torció. «Cualquier día, me trincan y me mandan a las minas. Y yo jamás le haría eso a Taka. Así que nos vamos. Puede incluso que nos reunamos con mi amigo el Raiwano. No sé por qué pero, cuando estamos los tres juntos, siempre nos van mejor las cosas.» Me observó unos instantes y concluyó: «Es inevitable, Cuatrocientos.»

Asentí, aceptándolo. Ya lo había aceptado la otra noche, de todas formas. El Bor vaciló y retomó:

«Oye. Lo he estado pensando. Si quieres, puedes venir con nosotros. Con el Lobito. Pero sólo tú y el Lobito.»

La propuesta me dejó con los ojos abiertos como platos. ¿Yo, irme con el Bor y Taka fuera de la Roca?

«La madre, ¿lo dices en serio?» jadeé.

El Bor sonrió.

«No, qué va, era broma,» replicó. Y se carcajeó. «Natural que lo digo en serio. Puedes quedarte aquí y convertirte en un ladrón famoso. O quedarte a vivir en esa familia tuya que no conoces. O… venirte a vivir conmigo y con Taka y convertirte en un matutero, juerguista y experto de los naipes. Te querría como a un hijo. ¿Qué me dices?»

Por un instante, me pareció un futuro brillante, maravilloso, genial pero… había un problema. Me mordí el labio.

«El Lobito y yo. ¿Sólo nosotros?»

El Bor carraspeó. Mi tono vacilante había sido demasiado elocuente. Nos miramos, él meneó la cabeza, sonrió y me revolvió el cabello.

«Lo entiendo, chaval. Los compadres lo son todo para un guako, ¿eh?»

Me encogí de hombros pero asentí con sinceridad.

«Al menos para mí. Mis comparsas, y el Sacerdote, y los demás… Y mi primo. Y… no puedo irme de Éstergat sin haber hablado con mi hermano. Me tiene que odiar a muerte.»

«Bah,» matizó el Bor. «Sólo se ha dado un pequeño paseo durmiendo. Mientras no bufes sobre mí…»

Levanté los ojos al cielo y, a la vez de buen humor y pensativo, el Bor posó la mano sobre el pomo de la puerta y apuntó:

«Es lo mejor, tienes razón. Arrastrarme a un pesao y a un mocoso con un muñeco de huesos habría acabado con mi paciencia en cuestión de días,» bromeó. «Por cierto, esos ochocientos cuarenta siatos, se los voy a dejar a Korther con la promesa de que te los irá dando poco a poco. Para que no te desvalijen. ¿Te va?»

Asentí. Hubo un silencio molesto, y entonces él abrió la puerta y salimos juntos del cuarto. Lancé, incómodo:

«Gracias por la propuesta, de todos modos. Se agradece.»

El Bor se encogió de hombros. Y mientras bajábamos por las escaleras, pregunté:

«¿Adónde vais a ir?»

El Bor me miró de reojo con una sonrisa ladeada.

«Mm. Te diré una cosa, Cuatrocientos: nunca le digas al que se queda adónde vas. Trae mala suerte.»

Puse cara sorprendida pero me lo creí y no insistí. Atravesamos la sala de la taberna y estaba yo ya muriéndome de ganas de ver a mis compadres y a punto de echar a correr entre las mesas cuando advertí la presencia del último ser que quería ver aquel día. El isturbiao rubio. Estaba sentado a una mesa, con unos compañeros. Me vio. Me detuve en seco. Y el Bor, que era hombre de mucha perspicacia, frunció el ceño al ver mi expresión, siguió la dirección de mi mirada y su rostro se convirtió en hielo. No me preguntó nada. Tan sólo me dijo:

«Espérame afuera.»

Y se fue directo hacia el isturbiao. Yo no me hubiera perdido la escena ni por ochocientos cuarenta siatos y me quedé junto a la puerta de salida mientras el Bor daba las últimas zancadas. El isturbiao se irguió en su silla, alarmado y… el Bor le gruñó algo, lo levantó agarrándolo del cuello de su abrigo, los parroquianos alzaron la cabeza, curiosos, y… ¡pamba! El puñetazo salió disparado hacia la cara del isturbiao. Me carcajeé. ¡La madre, qué bueno! El Bor dejó al hombre ahí desangrándose de la nariz y soltó con calma un:

«Perdonad el desliz.»

Zigzagueó entre las mesas de nuevo ruidosas y me alcanzó con andar tranquilo pero con los ojos aún soltando relámpagos.

«¡Eso ha sido genial!» dejé escapar y, retomando mi seriedad, creí vital confesarle: «Ah. No me hizo realmente nada. Se afufó porque le metí miedo.»

El Bor enarcó una ceja y, tras echar un vistazo a su víctima vencida, se encogió de hombros.

«Es igual, ese fulano es un puerco.»

Eso era innegable. Con una sonrisa vengativa, le enseñé al isturbiao rubio mi dedo mayor con estilo y, bajo las miradas fruncidas de algunos parroquianos, me apresuré a salir de la taberna detrás del Bor. Manras, Dil, Rogan y el Lobito me esperaban afuera, tal y como Taka me había dicho. Al verlos, estallé casi literalmente de alegría. Bramé un:

«¡Compadres, salú!»

Y ellos me acogieron con los brazos abiertos. Le empujé la cabeza a Dil, le limpié los mocos al Lobito, le palmeé la espalda a Manras y le robé el sombrero a Rogan. Hecho todo eso, lo demás podía esperar y me giré hacia el Bor y Taka sabiendo que había llegado la hora de la despedida. Ella me dio un abrazo y me hizo prometer que me cuidaría y que no malgastaría mi pequeña fortuna.

«Y nada de deudas,» me previno.

«¡Ni una!» prometí y añadí: «Gracias por los consejos. Usted es muy buena, señora. Le haría una plegaria de buena ventura, pero esas cosas las hace mejor el Sacerdote, así que yo… le quiero dar una cosa.»

Los ojos esmeralda de Taka destellaron de emoción.

«¿Un regalo para mí?»

Me mordí el labio.

«Pos sí. Sé que no le gustan los huesos pero…» Hundí la mano en mis bolsillos y tendí uno de los huesos de ferilompardo. El más bonito. Tragué saliva. «Es para que no me olvide, señora.»

La bella dama aceptó el regalo con una sonrisa temblorosa y hasta la vi sacar el pañuelo para enjugarse las lágrimas y todo.

Con el Bor, la cosa fue menos efusiva. Nos estrechamos las manos cual compadres y, tras intercambiar una mirada que decía un «bueno, así es la vida, salú», él me dijo:

«No cambies, Cuatrocientos.»

Aquellas palabras se grabaron en mi mente, pues algo muy parecido me había dicho mi maestro nakrús antes de marcharme de la cueva. Algo así como: nunca dejes de ser tú mismo. Eso significaba que el Bor me quería tal y como era, yo, el Cuatrocientos, un guako ligeramente acelerao, pero honrao. Inspiré, emocionado, y repliqué:

«Tú tampoco, señor papá.»

El apelativo le hizo alzar una ceja burlona al Bor, pero no se burló en voz alta. Incluso creo que, en el fondo, lo conmoví. Y bueno, vino un conocido del Bor, ellos se quedaron a hablar y, poco a poco, inconscientemente, empujándonos, diciendo tonterías, bromeando, los compadres y yo nos alejamos por la Plaza Gris. Momentos después, cuando me giré hacia El Dragón Amarillo y busqué al Bor y a Taka, no los encontré. Esta vez sí, pensé. Esta vez sí que no los iba a volver a ver nunca más.

Me encogí de hombros, sonreí, saqué otro hueso de ferilompardo y se lo tendí al Lobito:

«Esto es para ti, desmorjao. A ver si te morjeas un poco.»

Los ojos del rubito brillaron de emoción. Sacó al Maestro de debajo de su abrigo y lo comparó con el pequeño hueso, como buscando algún lugar donde añadirlo. Se lo puso en la cabeza y me eché a reír.

«¡El Maestro jamás se puso ningún sombrero, shur!» Y recapacité ladeando la cabeza. «Fiambres, pues tampoco le va mal. Se lo colocaremos,» le prometí. Y me giré hacia mis compadres. «Bueno, un refugio urgente, que yo me quiero tomar el remedio ahora. ¿Dolió mucho?» Sus muecas elocuentes no me auguraron nada bueno pero no me alarmé. «Bah. ¡Todo sea por la salú, compadres!»

Así que me llevaron al nuevo refugio del Raudo, en el Laberinto. Antes incluso de llegar, avisté a dos figuras familiares ocupadas en rellenar con agua del pozo botellas vacías. Alcé una mano mientras me acercaba.

«¡Lin, qué tal!»

El compadre músico alzó la mirada y pegó un bote.

«¡Espabilao! ¡Cómo va!»

«Viento en popa,» dije. Y expliqué, enseñando el frasco: «Voy al refugio a brindar por la salú.»

«Caramba,» dijo Lin. «Pues casualidad acaban de llegar otros con esos mismos frascos. Como Manras y Dil tomaron y no les pasó nada, ahora se lo toman ellos. Ve si quieres. El Raudo dice que se va a dormir a otro sitio para la sorna porque vais a gritar.»

Hice una mueca ligeramente aprensiva pero me apresuré a seguir la dirección que había indicado, distancié a mis comparsas, a Rogan y al Lobito y llegué al refugio justo cuando Damba, la Venenos y el Bailador alzaban los frascos con expresiones solemnes.

«¡Esperad, esperad!» exclamé.

Eché un vistazo a mi alrededor. El refugio era una mera callejuela llena de trastos, con un montón de ropa colgando de los pisos superiores y guakos desconocidos y Gatos varios que vagaban por ahí, matando el tiempo. Al verme, mis compadres sonrieron y pusieron caras confusas.

«¿Qué pasa, Espabilao?» preguntó Damba, inquieto. «¿No me digas que se han equivocao de remedio?»

Solté una carcajada.

«¡Brasas, no! Lo que pasa es que yo vengo también con el frasco. ¿Brindamos juntos?»

El Bailador sonrió.

«Está bueno verte de nuevo, shur.» Y, alzando otra vez el frasco, pronunció: «Por la banda del Raudo.»

«Y por el Espabilao,» intervino una voz enérgica detrás de mí.

Giré la cabeza y vi al Raudo apoyado en un umbral, bastón en mano. El elfo pelirrojo se había agenciado un nuevo abrigo largo y negro y, junto con su rostro picado, el cap parecía salido de algún cuento de terror. Sonriendo de oreja a oreja, destapé el frasco con los dientes y exclamé:

«¡Por el Raudo y por la banda!»

Y bebimos.