Página principal. Yo, Mor-eldal, Tomo 3: El tesoro de los guakos

1 El mentor

«Adelante.»

La voz de Korther era seca. Siempre seca. Siempre distante. Llevaba ya dos semanas yendo todos los días a la Fonda de los Daganegras, pasaba horas enteras en presencia del cap y más horas aún haciendo mis deberes, desactivando y activando trampas, soltando armonías, perfeccionando mis sortilegios… y nada, Korther no había mostrado ni una señal de haberme perdonado. Me enseñaba por puro asunto profesional. Pero, en el fondo, me despreciaba. Lo sentía. Pese a todos mis intentos por hacerlo todo bien, por escucharlo, por mostrar mi arrepentimiento, él no me perdonaba mi traición.

Tendí la mano derecha hacia la cerradura y noté enseguida el sortilegio. ¿Una trampa? El trazado era complicado. Traté de entenderlo. No se parecía a ninguno que había visto hasta entonces. ¡Y pensar que Yal me había machacado la cabeza con los trazados…! Pues resultaba que había aprendido casi tantos trucos en dos semanas que en un año.

Sentía la mirada del Daganegra posarse sobre mí de cuando en cuando. Estaba leyendo el periódico El Estergatiense. El título más grande decía:

«Violentas protestas en los Gatos ante una votación inminente en el Parlamento.»

Por irónico que pareciera, últimamente yo no me enteraba de lo que pasaba en mi barrio más que por lo que me contaban mis compadres y el Bor. Había habido algún muerto, muchos arrestados, objetos ilegales confiscados y aún más descontentos. Los moscas incluso se habían metido en La Llama Azul a estorbar a las primas de Yarras. Y habían arrestado a Sham, el tabernero del Cajón, por cómplice de un tráfico de armas. Los Gatos estaban furiosos y con razón: los progresistas del Parlamento querían demoler la parte baja de los Gatos y, so pretexto de querer acabar con las redes de traficantes y ofrecer una vida más digna a los pobres, iban a votar el decreto dentro de cinco días. Y tres días antes, es decir pasado mañana… si todo iba bien, la Solancia desaparecería del Palacio de Éstergat junto con el tesoro de las cámaras acorazadas. Si todo iba bien.

Me esforcé en volver a centrarme en la cerradura. Korther me lo estaba poniendo cada vez más difícil. Hacía tan sólo unos minutos, había logrado desactivar una trampa especialmente complicada y Korther hasta había realizado un gesto de cabeza para mostrarme que había visto. En esas dos semanas, era lo que más se aproximaba a una aprobación.

El fuego de la chimenea chispeaba. Aberyl estaba sentado junto a esta haciendo punto con dos grandes agujas mientras leía un libro. Me hubiera gustado preguntarle qué iba a fabricar con esa madeja negra y qué contaba el libro que leía pero, siempre que me venía una pregunta que no tenía nada que ver con la lección, me la callaba. Me había vuelto un alumno dedicado, obediente y… terriblemente tímido. Un alumno que esperaba en secreto que Korther acabara diciendo: mira, rapaz, ya sé cómo voy a castigarte, te vas a pasar un año restregando cazuelas y luego te perdono. ¡Y lo habría hecho de buena gana! Pero Korther jamás decía nada más que: siéntate, haz esto, haz lo otro, escucha, no lo haces bien, esto se hace así. Ni siquiera me llamaba ya casi «rapaz».

Concéntrate, Mor-eldal, me reprendí. Cerré los ojos y busqué algún indicio en el trazado que me permitiera saber dónde estaba el mecanismo central y cómo podía desactivarlo sin llevarme una descarga o quién sabe qué. Aquellas dos semanas, pese a mis esfuerzos, me había llevado ya más de una. Generalmente, ocurría cuando ya llevaba demasiadas horas trabajando, el agotamiento me impedía pensar correctamente y, zas, metía la pata. Entonces era cuando Korther, sin mirarme siquiera, decía: recita el recorrido y vuelve mañana.

Por suerte, encontré al fin algo que se parecía de lejos a un trazado que conocía. Podía ser que me equivocara pero… me lancé. Tanteé los hilos energéticos, por poco activé la trampa pero, al de unos instantes, conseguí romper unos lazos. Y la desactivé… ¿Sí? ¿De verdad? Sí.

Dejé escapar un suspiro de alivio, abrí los ojos y dejé la mágara en la mesa sin decir ni mú. Korther la recogió, la testeó y la posó de vuelta sobre la mesa.

«Recita el recorrido,» lanzó.

Lo miré, sobrecogido. Generalmente, eso me lo pedía al final, cuando me echaba por haber hecho algo mal. ¿Acaso no había desactivado bien la mágara? Inspiré y recité el recorrido:

«Voy hasta la torrezuela redonda, entro por el ventanuco usando sangre en polvo de hidra, abro la primera puerta, todo recto hasta el fondo, derecha, todo recto hasta unas escaleras que suben…»

Seguí diciendo: izquierda, derecha, todo recto… Korther verificaba mi letanía sobre el mapa. Ignoraba cómo había conseguido un plano del Palacio, pero no me extrañaba que lo tuviera. Él sabía con qué tipo de trampas podía encontrarme y cuántos guardianes nocturnos vigilaban el lugar.

Estaba en pleno monólogo cuando la puerta se abrió de pronto. Me giré y… vi a Yálet. Mi primo hizo una mueca molesta.

«Oh, vaya, lo siento, creía que habríais terminado. Esperaré afuera,» carraspeó.

«No será necesario,» aseguró Korther. «Ya casi hemos terminado. Siéntate. Y atranca esa puerta.»

Yal asintió, atrancó la puerta, saludó a Aberyl con un gesto y fue a sentarse a la mesa. No había visto a mi maestro desde que había hablado con él en el Capitolio. ¿Estaría enterado de la Solancia? Tragué saliva y, como Korther me miraba, expectante, traté de recuperar el hilo.

«Abro la tercera puerta, a la derecha. Bajo las escaleras. Y… y llego a la sala de la Solancia. No,» me corregí precipitadamente. «Antes tengo que abrir una reja, otra vez con sangre de hidra. Si hay un guardián por ahí, uso satranina antes de que dé la alarma. Cuando no haya nadie, abro las puertas de las cámaras del tesoro. Ahí no toco nada, excepto la Solancia. La cojo. Corro los cerrojos de la puerta de servicio del ala norte, desactivo las trampas, y doy la señal para que podáis entrar. Ah, y dejo las trampas desactivadas.»

Callé. Esperaba que Korther no fuera a pedirme que repitiera. Preguntó:

«¿Con qué abres las puertas?»

«Con la ganzúa untada con la poción dorada,» contesté. «La poción dorada neutraliza las energías y las trampas no se activan.»

«Pero tú sabes desactivar trampas. Entonces, ¿por qué usarla?» insistió Korther.

«Porque tengo que actuar muy rápido,» respondí al instante.

Hubo un silencio. Entonces, Korther plegó el mapa, plegó El Estergatiense y juntó ambas manos sobre la mesa.

«Ab, ¿quieres unirte a nosotros?»

«Será un placer,» replicó Aberyl. Dejó sus agujas, su madeja y su libro, se estiró, bostezó detrás de su embozo y fue a sentarse desenfadadamente en la única silla que quedaba libre declamando: «Y he aquí a los cuatro ladrones de la Solancia, balanceándose entre la vida y la muerte. Un momento épico.»

Se quitó el embozo y desveló una leve sonrisa burlona dirigida hacia Korther. Este resopló y se giró hacia Yal.

«¿Trajiste el periódico del primer Día-Neblinas, muchacho?» Mi primo asintió y lo sacó. Korther lo recorrió con la mirada, encontró lo que buscaba y aprobó. «Perfecto.» Tiró el periódico y este aterrizó sobre la mesa, justo ante mis narices. «Lee esto, rapaz. Segunda columna, abajo del todo.»

Bajo las miradas de los tres Daganegras, fruncí el ceño, intrigado, y eché un vistazo al lugar indicado. Tanto esfuerzo desactivando trampas me dejaba con dolor de cabeza y los ojos me ardían. Leí con voz cansada:

«Casa… adi… ata…»

«Casa de azar vandalizada con pintadas morélicas,» me ayudó Korther con impaciencia. «Sigue, sigue.»

Tensé la mandíbula. Estaba nervioso. Y cuando estaba nervioso no conseguía leer. Y menos ahora que me imaginaba de qué trataba el artículo. El primer Día-Neblinas, había dicho Korther. Ese viejo periódico había sido imprimido justo después de la pintada que había hecho con el Bailador para vengarme del Bravo Negro. Korther sabía que yo sabía caéldrico y que le odiaba a muerte al Bravo Negro por lo que me había hecho… De ahí a adivinar quién era el responsable de las pintadas había un paso.

Bueno. ¿Y qué si lo sabía? Me froté la frente…

«No me digas que ahora vas a ponerte enfermo, ¿eh?» rezongó Korther.

«No, señor,» le aseguré.

La sola idea de ponerme enfermo justo antes de ir a robar la Solancia me espantó y me esforcé por seguir leyendo. Fue inútil. Trastabillaba en cada signo, me inventaba más de la mitad, me saltaba otros tantos y mis ojos deliraban. Era por la falta de karuja, lo sabía: debían de ser ya las seis de la tarde y, cuando estaba cansado, los efectos desaparecían antes.

Finalmente, frustrado ante mi incapacidad, callé. El silencio de los tres Daganegras acabó por reventarme.

«Está bueno, fui yo,» lancé. «¿Qué pasa? Ese cerdo se merece la horca.»

Korther ladeó la cabeza, pensativo.

«Frashluc le cobraba impuestos al Bravo Negro por sus negocios y se llevó una buena tajada a costa de los sokuatas. Dime, según tú, ¿ese hombre también se merece la horca?»

No me atreví a decirle que sí. No sabía hasta qué punto Korther era o no era amigo de Frashluc. Retomé mi actitud reservada y guardé silencio.

«Contesta,» insistió Korther. «¿Ese hombre también se merece la horca?»

Alzó levemente el tono. Me estremecí y jadeé:

«No, señor.»

Korther no expresó ni satisfacción ni insatisfacción por mi respuesta. Tamborileó con sus dedos sobre la madera.

«¿Y si yo te dijera que la merece?»

Fruncí el ceño y no encontré mejor reacción que la de permanecer tozudamente callado. Tras un silencio, Aberyl intervino:

«Tanteos psicológicos aparte, Kor, ¿y si vamos ya al grano?»

Korther suspiró.

«Bien. Tan sólo un consejo. No vuelvas nunca a dibujar signos morélicos: sólo podría atraerte miserias. Esa escritura es la antigua escritura de los engendros, los monstruos… los nigromantes.»

Agrandé los ojos al ver su mueca elocuente. Miraba mi mano derecha. Helado, la retiré bruscamente de la mesa y me giré hacia Yal, atónito. ¿Cómo había podido? ¿Cómo había podido traicionarme de esa manera? ¡Ellos que, encima, eran demonios, que odiaban la energía mórtica, que odiaban a los muertovivientes! ¿Cómo había podido?

Adivinando mis pensamientos, Yálet hizo una mueca y meneó la cabeza.

«Yo no dije nada, sarí. Aberyl tenía sospechas y no me quedó más remedio que confirmar. Te aseguro que no van a hacerte nada.»

Seguí mirándolo con cara de perro apaleado. Sabiendo que salir corriendo no arreglaría nada, sabiendo que estaba más atrapado que una ardilla en una jaula, me quedé inmóvil sobre mi silla, más muerto que vivo. ¿Que no iban a hacerme nada? Y un infierno. ¡Eran demonios! Y Korther me odiaba…

Aberyl sacó un palo de regaliz y se puso a mascarlo mientras mascullaba:

«Se te va a morir de miedo antes de que le digas que le perdonas, Kor. ¡Eres más lento…! Mira qué fantástico. Tenemos a un pequeño nigromante sentado justo ante nosotros. Lee como un burro, seguramente no sabe lo que son las integrales ni sabe colocar Veliria en un mapa, pero es capaz de mover una mano únicamente compuesta de huesos… ¡con energía mórtica! ¿No es maravilloso?» Se sacó el palo de regaliz de la boca y me señaló con él. «Mientras no se te ocurra usar tu energía sobre mí, me importa bien poco lo que hagas con ella. Y a Korther también… ¡aunque no lo diga!» Se carcajeó, mirando a su compañero con burla. «Nuestro gran cap tolerante todavía no lo ha asimilado del todo, pero está en ello,» me aseguró. Sonrió. «Relájate, chaval.»

Me relajé. De nervioso pasé a estar expectante. Detallé la expresión de Korther. No había en ella repulsión, sólo esa misma distancia que había mostrado esas dos últimas semanas. Sus ojos reptilianos, sin embargo, seguían igual de vivos y atentos que siempre. Yal carraspeó.

«No sé si te has enterado bien, sarí. Korther te ha perdonado.»

«Más bien le ofrezco un trabajo a cambio de mi perdón,» corrigió Korther, rompiendo su silencio.

Yal hizo una mueca. Me quedé mirando al cap con cara anonadada.

«¡Un trabajo!» repetí. No sabía si sentirme esperanzado o desconfiado.

«Un trabajo para perdonarte,» confirmó Korther, «y otros más antes de que puedas regresar de verdad. En definitiva, vas a hacer igual que Yerris: seguir el camino de la penitencia. Si vuelves a fallarme mientras tanto, habrás malgastado tu única oportunidad. ¿Nos entendemos?»

Asentí.

«Rabiosamente. De verdad que yo no quería meterme en el… despacho,» acabé en un murmullo.

El cap había alzado una mano para callarme. Cerré la boca. Él suspiró.

«El trabajo concierne el robo de la Solancia. Esta será la última vez que nos veamos hasta pasado mañana y…» Me observó con los ojos entornados. «Quiero que robes algo para mí y que no se lo digas a Frashluc.»

Palidecí. ¿No estaría hablando de la Sol…?

«Se trata de un objeto que puede que inconscientemente reconozcas si llegas a inspeccionar el trazado,» explicó Korther. «No tengo la seguridad de que esté en las cámaras pero… algo me dice que lo está.»

Dejé escapar discretamente un suspiro de alivio. Y es que si me hubiera pedido que le llevara la Solancia, le habría dicho: no. La vida de mis compadres estaba en juego. Pero que fuera a robar una de las tantas joyas que debía haber en esas cámaras acorazadas… bah, Frashluc jamás se enteraría.

«¿Y cómo lo reconozco de lejos?» pregunté.

Korther chasqueó la lengua, meditativo.

«Según la leyenda, es un ópalo blanco.»

Quedé suspenso y sentí el entusiasmo apoderarse de mí.

«Fiambres. ¿El Ópalo Blanco? ¿El del tesoro? Digo, el tesoro del Orbe Malva. ¿Ese Ópalo? ¡Está en el Palacio!»

No podía creerlo.

«De modo que Shokinori y Yabir también te lo han contado,» suspiró Korther, sombrío. «Me pregunto cuántas personas están al corriente. Esos dos hobbits acabarán haciéndose rajar la garganta por la mismísima Codicia si no se van antes de Éstergat.»

Aberyl resopló, divertido. Yal intervino:

«Lo siento pero… no me estoy enterando.»

Korther se encogió de hombros.

«En breve, el Orbe Malva está vinculado a dos Ópalos. El Negro, y el Blanco. El Negro lo tienen los hobbits desde que salieron de Yadibia. El Blanco… es un misterio. Unos dicen que no existe y otros que el vínculo hacia él es engañoso. Y lo es, sin duda. Estuve horas inspeccionando el Orbe Malva. Y Yabir me confirmó mis impresiones: hay un segundo vínculo, pero es tan voluble como el viento. Sin embargo,» sonrió, «los Baïras dicen que esta vez es diferente. El vínculo es más fuerte que nunca. Según dicen. Y están convencidos de que el ópalo se encuentra en algún lugar arriba de la Roca, tal vez dentro de la Roca. Y… bueno. Las cámaras del tesoro del Palacio están metidas dentro de la Roca. Es plausible pensar que se encuentra ahí. En cualquier caso, Draen, lo buscas y, si lo encuentras, intentas asegurarte de que hay un vínculo detrás… Tal vez no sea evidente,» reconoció ante mi expresión poco convencida. «Pero tuviste el Orbe Malva entre las manos durante unas cuantas horas… tal vez lo consigas. En cualquier caso, si lo encuentras, lo escondes y se lo das a Aberyl cuando salgas.»

Sonreí. Lo sabía. ¡Sabía que Yabir andaba buscando el tesoro! Aunque, si de verdad el ópalo se encontraba en el Palacio, no era que digamos un tesoro muy accesible… ni era muy épico encontrarlo, tampoco: todo el mundo sabía que había riquezas incalculables ahí dentro. Le faltaba un no sé qué de aventuresco. No sé, yo me había imaginado un tesoro mágico de dragón, no un tesoro de mangaplatas. Aunque… ¿a quién podía importarle un montón de chatarra de metal? A los dragones, no, natural: más bien a los mangaplatas. A menos que existiera un dragón mangaplatas. Traté de imaginarme a un lagarto enorme con sombrero de copa, bastón y levita. No, no colaba.

«Que quede claro,» dijo Korther, interrumpiendo mis pensamientos. «Tocas la Solancia y el Ópalo Blanco y nada más

Borré mi sonrisa y asentí.

«Corriente. ¿Y si no encuentro el ópalo?»

Korther se encogió de hombros.

«Pues no lo encuentras,» contestó. Se levantó y rodeó la mesa mientras decía: «Cuando estés ahí dentro, no te desconcentres, recuerda bien el recorrido y… que nadie te vea. Estoy seguro de que lo harás bien.»

Entendí, por su tono, que había llegado la hora de marcharse. Me levanté bajo su expresión que, más que un «confío en ti», decía un «si me fallas, te daré por perdido». Me alejé hacia la puerta y estaba ya quitando la tranca cuando Yal soltó:

«¡Espera! Lo olvidaba.» Se acercó y me dedicó una sonrisa molesta mientras me tendía un pequeño paquete. «Es para ti. Bueno… Nos vemos pasado mañana. No te estreses.»

Asentí y eché un vistazo dentro del paquete. Me carcajeé. Eran galletas de mantequilla.

«¡Brasas! ¿Son de la misma tienda que las que me compraste en invierno?»

«De la misma,» confirmó él.

Intercambiamos una sonrisa de reconciliación. Ya no me sentía traicionado. Le perdoné con una mueca amistosa y me rebullí en la puerta.

«Bueno, voy. Salú, Yal.»

«Buenas noches, sarí,» me contestó él, sonriente.

Salí al callejón oscuro. Era ya de noche y hacía un frío de miedo incluso con el abrigo nuevo que me había comprado Taka. Apreté el paso. Llegué al final de la Calle del Hueso, donde encontré a una silueta agitada dando círculos mientras fumaba un cigarro. En cuanto el Bor me vio, tiró el cigarro y gruñó.

«Ya era hora. A casa, Cuatrocientos. Y rápido, que tengo asuntos. La madre, qué frío.»

Lo seguí con rapidez. El Bor se había tomado realmente en serio mi seguridad: no había pasado un solo día desde mi primera lección en que no hubiese estado ahí esperándome para llevarme de vuelta a casa. No sé si temía que alguien me acuchillara en camino o más bien que yo tomara rodeos prohibidos. En cualquier caso, me protegía como a su propio hijo.

«Señor,» me quejé mientras medio andaba medio trotaba a su lado para no dejarme distanciar. «No tan lanzao, que no puedo. La karuja…»

«En casa,» replicó el Bor.

Me tragué el dolor y seguí avanzando mecánicamente. Cuanto más esfuerzo hacía, peor me sentía. Los edificios, los Gatos, los animales se transformaban ante mí en meros bultos que evitaba con torpeza. Cuando estuve a punto de golpearme con una carretilla parada, me agarré al brazo del Bor. Este soltó un simple gruñido. Al fin, llegamos al bloque, entramos, subimos escaleras y el Bor medio me transportó en los dos últimos tramos. Lo oí saludar a unos vecinos, caminamos por el pasillo y fruncí la nariz ante un gato que nos bufó con mala leche —era el gato del vecino tasio, que, al igual que su amo, era un amargado chiflado. Finalmente el Bor sacó la llave y abrió nuestra puerta.

El interior estaba silencioso. ¿No había nadie? Nadie. El Bor desapareció en el cuarto y regresó con una bolita de karuja. La tragué. Y fue el paraíso: poco a poco, el dolor menguó, mis ojos dejaron de arderme, mi mente se aclaró… Tras unos instantes, me fijé en que el Bor estaba muy atareado en el cuarto contiguo. Asomé la cabeza.

«¿Qué haces?» pregunté, curioso.

El Bor estaba estirado algo de debajo de la cama. Emitió un gruñido exasperado.

«No son asuntos tuyos, Cuatrocientos.»

Y, con unas zancadas, se acercó y me cerró la puerta en las narices. Para sorpresa mía, la volvió a abrir al de un par de segundos.

«O tal vez sí,» rectificó. Me miró con atención. «Dime, ¿te asustan los muertos?»

La pregunta me dejó un amargo sabor de boca.

«¿Los muertos?» repetí. «¿Los muertos de verdad?» Me encogí de hombros, haciéndome el bravucón. «Ni una pizca. Si yo ya he visto muchos. ¿Por?»

El Bor suspiró y abrió la puerta del cuarto en grande. Me hizo una señal para que lo siguiera y acabó de estirar lo que estaba estirando. Apareció ante mí… un muerto enrollado en una sábana.

«No te creas que esto me pasa a menudo,» carraspeó el Bor. «Generalmente, los muertos los desentierro, no los entierro pero… este isturbiao se metió en casa navaja en mano, echando bravatas… No se le trata así al Bor, ¿entiendes? Así que salió mal parado. Aunque hubiera podido salir peor: precisamente esta noche tenía previsto un trabajillo con un amigo. Desenterraremos al enterrado y meteremos a este.»

Se sentó en la cama con una mueca de fastidio y concluyó:

«Limpia el suelo, ¿quieres? Hay que rascar hasta hacer desaparecer la sangre. Esta noche Taka trabaja y tanto mejor. No quiero que se entere de esto.»

Asentí, pero no me moví. Tras unos segundos, recuperé el habla.

«¿Cómo se llama?»

El Bor me fulminó con la mirada.

«¿Qué importa su nombre? Ya no sirve de nada llamarlo. Pero si quieres llamarlo, llámalo el isturbiao. A por el cepillo, Cuatrocientos.»

Obedecí y, minutos después, estaba arrodillado junto al cadáver, rascando el suelo y llenándolo de jabón. Y mientras trabajaba, me preguntaba qué estarían haciendo mis compadres. Rogan seguramente se habría ido a vender plegarias a la Avenida de Tármil. Mis comparsas… lo mismo estaban con el Raudo. Una de las primeras noches, habían tenido que dormir en el pasillo, Lobito incluido, porque Taka había considerado que volver a las dos de la mañana era un «despropósito». Le pidió al Bor que les diera con el cinturón a los mayores y le quitó el Maestro al Lobito por considerarlo «horrible». Su castigo me había asombrado hasta a mí. Desde entonces, el chicuelo jugaba con un caballito de madera de día y… dormía con el Maestro de noche. ¡Pues iba yo a dejarlo sin el Maestro! Brasas, no: todas las noches, cuando Taka se marchaba a dormir, lo sacaba de su escondite y el pequeño, por supuesto, se olvidaba enseguida del caballito.

Bueno, bueno, yo pensando en muñecos de huesos y tenía a un cadáver entero a unos palmos de mí, nada menos. Eché un vistazo al amortajado, bajé la mirada hacia las botas embarradas y… Curiosamente, no me sentí impresionado. Si hubiera sido inocente, tal vez habría sentido pena. Pero habiendo entrado en casa del Bor a amenazarlo… Bien merecido lo tenía.

Rasca, rasca, rasca… Gruñí.

«¡Esto no se va ni a palos!»

El Bor se había sentado a la mesa del comedor con cara de estar sumido en pensamientos profundos. No me contestó. Suspiré, saqué una galleta de mantequilla y la engullí con delicia antes de seguir rascando y rascando. Y en ello estaba, cada vez más aburrido, cuando, de pronto, alguien llamó a la puerta de entrada y me erguí. ¿Serían mis compadres? No, era demasiado pronto. Hasta las nueve no solían aparecer.

Eché una mirada interrogante al Bor. Este no se levantó de inmediato y, otra vez, alguien llamó a la puerta. Con firmeza. Como si fuera un matón o un mosca… Finalmente, el Bor dejó su asiento y entró en el cuarto en tromba. Con mi ayuda, hizo rodar al isturbiao para meterlo debajo de la cama. Otro golpe en la puerta. Caray… El Bor empalmó una navaja en la manga y gruñó por lo bajo:

«Ni se te ocurra salir de aquí.»

Cerró la puerta del cuarto y fue a abrir la que tamborileaban por fuera. Me precipité para escuchar a través de la madera y oí una voz profunda decir:

«Buenas noches. Perdón por molestar. ¿Vive este joven aquí?»

«De ningún modo,» replicó el Bor.

«¡Señor!» exclamó la voz de Rogan. «No es lo que crees. Este mosca lleva el remedio. De verdad. Dice que nos va a dar el remedio de la sokuata. Pero antes quiere verle al Espabilao. Es el hermano… ¡Por todos los espíritus, es cierto!»

Se oyó un ruido seco que no entendí. El asombro me dejó inmóvil durante un segundo… ¡Era Kakzail! Di un bote y salí del cuarto. Y vi cómo mi hermano mayor, vestido en uniforme de mosca, acababa de impedir al Bor que cerrara la puerta interponiendo una bota. Sus ojos se posaron sobre mí. Y una sonrisa estiró sus labios.

«Me temo que no me he equivocado de casa, caballero. ¿Puedo pasar?»

El Bor me asesinó con la mirada. Me apresuré a empujar la puerta del cuarto por si se veía algo desde el comedor y me acerqué con una mueca entre intrigada y aprensiva.

«¿Es verdad eso del remedio? ¿El alquimista lo encontró?» me esperancé.

«Lo encontró,» confirmó Kakzail. Resopló deslizándose adentro: «Y yo al fin te encuentro.»

Lo siguió Rogan, maniatado con unos grilletes a la muñeca de mi hermano. Se escondió a medias detrás de este, me dedicó un gesto como diciendo «vaya lío, lo siento» y desvió una mirada cautelosa hacia el Bor. Este, sin embargo, tenía la atención centrada en el intruso; recuperó una actitud desenfadada y le dedicó a Kakzail una sonrisa fría.

«Espíritus Bondadosos, así que de verdad es usted el hermano del muchacho,» dijo. «Un placer conocerle. Draen no me ha hablado casi de usted pero… un placer, de todos modos. Soy Barri Shuk,» se presentó, tendiendo una mano. Enarqué una ceja. ¿Barri Shuk?

Kakzail lo escudriñaba. Le estrechó la mano contestando:

«Kakzail Malaxalra.»

«Un nombre vallenato, sin sorpresas. ¿Se puede saber lo que ha hecho ese muchacho?» inquirió el Bor, señalando vagamente a Rogan.

Kakzail desvió la mirada hacia los grilletes y hacia mi compadre e hizo una mueca.

«Ciertamente, lo encontré mendigando en la calle.»

«¡Mendigando!» se indignó Rogan. «¡Estaba rezando, no mendigando! Rezar es un trabajo como cualquier otro. Soy sacerdote.»

«Sí, seguro,» replicó Kakzail, burlón. Y centró de nuevo su atención en el Bor. «Mire, no sé quién es usted exactamente, pero supongo que no le verá ningún inconveniente a que me lleve a mi hermano a casa.»

El Bor le dedicó una sonrisa de lobo.

«Natural que no. El muchacho es libre. Pero…» Pasó un brazo fuerte sobre mis hombros con gesto paternal. «Me temo que Draen no quiere marcharse, ¿eh, chaval?»

«Cabal, señor,» confirmé. «Aquí estoy bien, Kakzail. Yo no me muevo de aquí. Lo único… si me puedes dar el remedio…»

Kakzail me miró con cara de entierro. Me sentí un incomprendido, y es que lo era, porque no podía explicarle tal cual: mira, es que pasado mañana si no robo la Joya de Éstergat habré escachufado a mis compadres. De habérselo dicho, nos mandaba a todos al Clavel pero ya. Al fin y al cabo, hermano o no, era un mosca.

Tras un breve silencio, Kakzail liberó a Rogan del grillete soltando:

«Señor Shuk, si no quiere que registremos y vigilemos su apartamento, tendrá que dejar que mi hermano venga conmigo. Usted sabe que tenemos pleno derecho a entrar en las casas de este barrio sin permiso. Lo siento, hermanito,» añadió, dando un paso hacia mí. «Es por tu bien.»

Me agarró de la muñeca para ponerme el grillete… Me resistí como un demonio, pero él era más fuerte que yo, entonces pensé: si me aferra Kakzail, adiós Solancia, adiós compadres, adiós Bor y Taka. Por eso, sin pensármelo mucho, amasé energía mórtica todo lo que pude en un breve espacio de tiempo y la descargué sobre mi hermano. Coincidió que al mismo tiempo el Bor le daba un señor puñetazo… Kakzail se desplomó y caí con él, arrastrado por los grilletes.

«¡Kakzail!» exclamé. Lo sacudí. No se movía. El horror me invadió. «¡Bor! ¿Está muerto? Dime, ¿está muerto?»

El Bor enarcó una ceja, como sorprendido.

«Qué va a estar muerto, Cuatrocientos. Sólo le he dado un puñetazo.»

«¡Dime que no está muerto!» grité con pánico.

El Bor resopló, se agachó y posó una mano sobre el cuello del gladiador. Meneó la cabeza.

«Está vivo,» aseguró. Mi inquietud era tal que hasta lo vi aliviado. Entonces, su expresión se cerró. «Espíritus. Sí que la has hecho buena, Cuatrocientos. ¿No te he dicho que no salieras del cuarto? ¿Por qué has salido del cuarto?»

Estaba muy enojado. Normal: teníamos a un mosca desmayado en casa por mi culpa. Pero, fiambres, también teníamos a un cadáver en la habitación, y ese no era culpa mía. Me defendí:

«¡Ibas a echar al Sacerdote! Dijiste que no los echarías.»

«Dije que no los echaría mientras no me vinieran con problemas. Esta no es la casa de tus compadres, ni la tuya. Así que, desde ahora, tus compadres: fuera. Fuera,» insistió, dirigiéndose hacia el Sacerdote. «Largo y no vuelvas.»

Como se acercaba a él, Rogan retrocedió hacia la puerta de salida, muy pálido.

«Pero, señor, el remedio…»

«El remedio de poco te va a servir si te quedas aquí, créeme,» le retrucó el Bor con voz venenosa.

Atrapado por los grilletes, me incorporé a medias, protestando:

«¡Eso no es justo!»

Tal vez lo fuera o tal vez no; en cualquier caso, el Bor era muy persuasivo y, cuando la distancia entre ellos se redujo más de lo prudentemente aceptable, Rogan puso los pies en polvorosa. Ya en el pasillo, me gritó:

«¡Nos vemos, Espabilao, cuídate!»

La puerta se cerró de un golpe seco. Me dejé caer al suelo bajo la mirada sombría del Bor. Desvié los ojos con cara enfurruñada y hundí mi mano libre en los bolsillos de mi hermano, buscando la llave. Encontré una cajita de humerba, así como un pequeño frasco con un líquido transparente, y la llave. Para irritación mía, el Bor me arrebató el frasco.

«¿Es el remedio?» preguntó.

«Y yo qué sé,» repliqué con vivacidad mientras me liberaba la mano. «Devuélvemelo.»

En vez de devolvérmelo, el Bor me levantó a la fuerza y me retorció el brazo hasta hacerme gemir de dolor.

«Hoy estoy de muy mal malhumor, así que no me tientes,» bramó en voz baja. «Voy a deshacerme de esos dos isturbiaos y tú vas a quedarte en casa a frotar el suelo. Y si queda una sola marca, si mi dama ve algo o si este asunto de tu hermano nos atrae problemas a mí y a mi dama… lo vas a pagar con tu vida, Cuatrocientos. ¿Me has oído?»

Bravatas, bravatas, quise decirle. Pero, aunque no pensaba que el Bor fuera capaz de matarme, sí que lo era de dejarme hecho un trapo. Y no me apetecía ir a robar la Solancia con todo el cuerpo dolorido. Callé, pues, mientras el Bor desaparecía en el cuarto. Regresó con un frasco en la mano.

«La madre,» me asusté. «¿Eso qué es?»

«Un sedante,» explicó el Bor.

Vacilé. ¿Un sedante? ¿De verdad? Me rebullí.

«¿No lo vas a matar, verdad? Porque… porque si lo matas, yo sí que te escachufo, Bor. Es mi hermano. Lo digo en serio.»

El Bor levantó los ojos al cielo.

«Tus amenazas me aterran, Cuatrocientos. Buaj,» resopló ante mi cara atormentada. «Tranquilo. No soy un asesino. El del cuarto fue un accidente. Y se lo buscó. A tu hermano simplemente lo llevaré a un sitio apartado y, a la mañana, cuando regrese a esta casa, se dará cuenta de que el señor Shuk ya no vive aquí. El tiempo que dé con mi verdadero nombre, estaré muy lejos.» Sonrió. «Al fin.»

Tragué saliva con el corazón vacío.

«Así que te vas. ¿Con la señora?»

«Natural,» confirmó el rufián. «Mañana tengo que devolverte a Frashluc. Y a partir de ese momento… soy libre. Pero, hasta entonces, Cuatrocientos, haces lo que te mando. A trabajar.»

Suspiré, lúgubre, y regresé al cuarto a frotar el suelo junto al cadáver. Frotaba con toda mi energía, con el corazón apesadumbrado. Me dolía tener que tratar así a Kakzail, me dolía dejar que el Bor lo sedara y lo abandonara quién sabe dónde… Pero era necesario. Porque por nada del mundo podía faltar a mi cita en el Palacio.

Así que intenté asumir y, cuando vino el amigo del Bor hacia la medianoche, miré en silencio mientras ambos se llevaban a mi hermano dormido. Regresaron por el cadáver. Y cuando el Bor me cerró con llave, seguí frotando el suelo. Las marcas no se iban. Ni tampoco se iba de mi mente la horrible incertidumbre de estar haciendo algo mal. Pocas veces me pasaba. Cuando robaba a mis víctimas, lo justificaba pensando: buah, son mangaplatas, tienen techo y comida, tienen educación y yo tengo hambre, quiero karuja y, la madre, así es la vida: ellos son ricos porque robaron antes. Eso último me lo había dicho Yal, y era cierto. Tampoco me había sentido culpable cuando había matado a Warok. Y ayudar a ocultar la muerte de aquel tipo al que no conocía y que había amenazado al Bor tampoco me producía remordimientos de conciencia. Pero ¿haber atacado a mi hermano con una descarga mórtica? Era imperdonable. Era vomitivo. Y si añadía a ese acto el saber que el Bor iba a abandonarme, que se iba a ir con Taka de Éstergat, que se iba a olvidar de mí… la tristeza crecía y crecía en una burbuja que no lograba estallar. Y lo peor era que entendía al Bor. Entendía que quedarse en Éstergat para él era como quedarse a dormir entre una manada de lobos hambrientos. Frashluc de un lado, los moscas del otro… Pensándolo bien, deseaba que se fuera y que viviera en paz lejos de la Roca, junto con Taka; que tuvieran hijos de verdad, y no unos guakos viciados; que fueran, en fin, felices. Debo reconocer que, aquellas dos semanas, nos había imaginado como una familia. Pero eso era ridículo. Yo no tenía ningún derecho a pedirle al Bor que me ayudara más de lo que ya me había ayudado. Le caía bien, sí, pero él le quería muchísimo más a la dama. Yo era «el Cuatrocientos». Y ella era una reina. De modo que gracias, señor papá, gracias, señora: que los Espíritus os guarden y… salú.

Como siempre.

Apreté los dientes, golpeé el suelo con el cepillo y seguí frotando.