Página principal. Yo, Mor-eldal, Tomo 2: El mensajero de Éstergat
Animado por un coro de voces, me erguí, de pie sobre la gran mesa, llené mis pulmones de aire y berreé:
¡YAY YAY YAY!
Las mozas de los Gatos
¡qué lindas son, qué lindas son!
Laylará, laylará. ¡Qué lindas son!
Las mozas de los Gatos
son —después del vino— ¡lo mejor!
¡Yeeeeey!
Solté un aullido que copó toda la sala y seguí cantando acompañado, entre risas, voces estruendosas y el ladrido de un perro que le perseguía a un gato entre las mesas.
Estábamos en el Gran Comedor, un salón subterráneo, metidos en pleno reino de Frashluc. El lugar estaba abarrotado de gente, todos compañeros de fatiga que, desde la invasión de los moscas en los Gatos, se pasaban el día repeliendo a los intrusos y rehuyéndolos como podían. Gracias a mi reputación en El Cajón, en tan sólo tres días me había convertido en el trovador profesional de toda esa abigarrada tropa. Todos coincidían en que no cantaba bien, pero que berreaba bien, lo cual parecía ser lo mismo porque me escuchaban y se reían igual.
No me acababa de convencer mi nueva compañía. Los había simpáticos, que te enseñaban tácticas de cómo sostener una navaja, y uno incluso que me enseñó un insulto en owram para que me hiciera más culto, pero otros abusaban —con gran naturalidad, había que reconocerlo— y, con cara de hacerte un favor, te mandaban limpiar el suelo y la vajilla, lustrar zapatos y cambiar velas, y todo con el consentimiento tácito de los demás, que bromeaban, holgazaneaban y te miraban pasar como a un gato peludo más. En definitiva, durante esos tres días, más de una vez estuve deseando que el Cuñao me hubiera roto una pierna para no tener que moverme de mi sitio. Pero es igual, estaba en forma y tragaba como un hombre mis martirios.
Más preocupación me causó recordar que Farigo, el pequeño hilandero del Clavel, había salido aquel mismo Día-Bondad y yo no había podido ir a esperarlo fuera de la cárcel como me había prometido. En fin, otro guako perdido. Como decía el Sacerdote, los guakos se perdían, se encontraban, se volvían a perder y quién sabe cuál era, en verdad, su destino.
Acabé la canción en una interminable vibración de voz que arrancó carcajadas. Apenas callé, salté abajo de la mesa y acepté la pata de pollo que me tendía un caito moreno, un tal Fishka barrigón como un mangaplatas. Y así, me alejé entre las mesas, aceptando de aquí para allá alguna donación y respondiendo a las puyas mientras la atención iba poco a poco centrándose en otra parte. Llegando al fondo del salón, me agaché junto a Manras y Dil y repartí la comida.
—«Embuchad, shurs. ¿Hay hambre, Lobito? Pues toma, toma, aquí tienes. ¿Qué pasa? ¿Que no te gustan las zanahorias hervidas? Ah, ¿que son los guisantes? ¿No? No fastidies. ¿Ahora te haces el mangaplatas? No te hagas el mangaplatas o te desorejo de lo lindo, ¿eh? Desmorjao. Fíjate, que te vas a comer las zanahorias y hasta la última. ¡Anda! Pues no he estado yo desgarrándome la garganta para que me vengas con estas. A embuchar, que se enfría.»
El Lobito ponía cara asqueada pero como yo le subía el bol para animarlo, comenzó obedientemente a masticar. Así estábamos mis comparsas, el Lobito y yo en medio del estruendo del salón cuando apareció Rogan por una puerta y, con la boca llena, exclamé:
—«¡Sacerdote, compadre! Te invito.»
Mi amigo se sentó y posó el sombrero en el suelo con ademán teatral.
—«¡Bueno! Si me lo propones así, cualquiera rechaza.» Agarró un trozo de pan y le dio un mordisco antes de añadir: «Tu socio te espera afuera. Me ha pedido que te diga: apúrate, Cuatrocientos.»
Agrandé los ojos. Vaya. El Bor no me había hecho ni caso durante esos tres días. Tan sólo me había dicho que la cita en el Puente Fal había sido anulada, que andaba muy liado y que, por favor, no lo mareara. Pues venga, ¿cómo quería que lo mareara si ni siquiera lo tenía enfrente?
Sonreí y me levanté.
—«Bueno, pues allá voy… Oye, Lobito, que te he visto, ¡esa zanahoria a la boca! Recógela. Ahora mismo.»
El chicuelo dijo que no con la cabeza. Manras y Dil se echaron a reír. Les encantaba cuando el Lobito me tomaba el pelo. Buah… Resoplé y señalé al rubito con un índice amenazante.
—«Te vas a enterar…»
—«Espabilao,» se burló Rogan. «Dijo: apúrate, Cuatrocientos.»
Suspiré y me desinteresé del Lobito.
—«Ya, ya. Voy. Salú.»
De paso recogí el sombrero abandonado, me lo puse, Rogan me lo quitó y, carcajeándome, salí corriendo hacia el túnel que guiaba afuera mientras el Sacerdote mascullaba, divertido:
—«Más payaso imposible.»
Me deslicé por la puerta, troté y pasé a la parte de la casa que estaba fuera de la roca. Salí finalmente a una callejuela. El cielo aún estaba cubierto, pero el frío había vuelto, la ceniza ya era menos densa y los rayos de sol se infiltraban para iluminar la ciudad con una extraña luz dorada.
Caminé hasta el final de la callejuela. Di una vuelta sobre mí mismo, me topé con la mirada burlona de un Gato apostado en un umbral y oí a mis espaldas un profundo:
—«Buh.»
Puse los ojos en blanco y volteé a la velocidad del relámpago soltando vivamente:
—«¡Buh, tu madre!»
Me carcajeé al ver al Bor sobresaltarse. Lo oí mascullar algo, me agarró del pescuezo sin miramientos y me empujó hacia otra calle.
—«Saca a mi madre otra vez y te reviento el trasero. Andando. Alguien quiere verte.»
Aquello me intrigó.
—«¿Quién quiere verme?»
El Bor me dio una colleja.
—«Alguien.»
—«¡No me digas!» me burlé. Otra colleja. «Au. Está bueno, la atranco.» Tras un par de segundos, pregunté: «¿Dónde has estado?»
El Bor me lanzó una mirada de búho mientras recorríamos la calle a buen ritmo.
—«¿Eres acaso mi madre, Cuatrocientos?»
—«Er… Em… No,» confesé. «Pero es que dijiste que vendrías a verme. Lo prometiste. Y no viniste.»
—«He venido hoy, ¿qué más quieres? ¿Que te adopte?» se mofó el rufián.
Hice una mueca pensativa.
—«Pues mira, eso no estaría mal… Au,» me quejé llevándome la mano a la cabeza. «¿Por qué me pegas?»
—«Porque me mareas,» replicó el Bor. «Aprieta el paso.»
Suspiré y continuamos el trayecto en silencio. Evitamos en un momento una calle que estaba siendo registrada por la policía y salimos finalmente del Laberinto. No andábamos muy lejos del Espíritu Riente cuando inquirí:
—«¿Qué andan buscando exactamente los moscas?»
Ya había hecho la pregunta a más de uno, pero no al Bor. Este se encogió de hombros.
—«Pruebas.»
—«¿Contra Frashluc?»
—«Por ejemplo,» confirmó el Bor. «Principalmente quieren sacar escándalos, desprestigiar el barrio. ¿No has leído los periódicos, eh? Bueno, lo entiendas o no, el Parlamento anda planeando ratificar un decreto en el que destrozarán más de medio Laberinto, meterán a los habitantes sin casa en Menshaldra y convertirán Menshaldra en un barrio de Éstergat oficialmente. Veo que lo captas,» observó con una sonrisa ladeada al ver mi expresión horrorizada.
—«¿Destrozar medio Laberinto?» exclamé. «Pero… eso no me lo ha dicho nadie. ¿Por qué iban a destrozar medio Laberinto? Hay mucha gente que vive ahí…»
El Bor dobló una esquina, asintiendo con la cabeza.
—«Precisamente: viven amontonados. El Parlamento de ahora está lleno de progresistas. Quieren hacer grandes cambios, dar una vida digna a cada alma… Por eso, en la práctica, quieren dejar medio Laberinto sin techo. Gran cosa, el progreso, chaval. Lo bueno es que, ahora que la noticia se está divulgando, a Frashluc le caen apoyos por todas partes. Si de verdad quieren meter por las bravas sus máquinas destructoras, va a haber guerra, Cuatrocientos.»
Me mordí las mejillas, absorto e inquieto. Tan absorto e inquieto que me quedé unos pasos atrás y, percatándome, me apresuré a alcanzar al Bor, quien subía ahora unas escaleras.
—«Es horrible,» murmuré. «Lo del defecto ese…»
—«Decreto,» me corrigió el Bor.
—«Eso.» Vacilé y tragué saliva. «Un maestro que tuve decía que las guerras eran carababhuesadas de saijits.»
El Bor esbozó una sonrisa.
—«Sabias palabras. Pero, cuando se trata de defender la casa, la perspectiva cambia, ¿no crees?»
Me puse a meditarlo y, como el Bor se subía el pañuelo hasta la nariz, lo imité y lo seguí como su sombra.
Estábamos llegando a la Plaza Gris cuando volví a romper el silencio:
—«Señor.»
—«¿Qué?»
Sonreí y me encogí de hombros.
—«Nada. Que estás muy silencioso.»
—«Mmpf. ¿Y de qué quieres que te hable, del tiempo?» replicó el Bor. No contesté y, tras una pausa, me echó una mirada curiosa, ralentizó el ritmo e inquirió: «¿Qué tal el Lobito?»
Me erguí.
—«Bah, bien… ¿Puedes creerte que no le gustan las zanahorias? Es un desmorjao,» afirmé.
El Bor resopló, como riéndose, y se detuvo ante un edificio.
—«El Dragón Amarillo,» declaró. Y, ante mis ojos interrogantes, añadió: «¿Ya has entrado aquí?» Negué con la cabeza. «Pues hoy vas a entrar.» Me evaluó con la mirada y frunció el ceño. «¿No pasas frío con los pies descalzos?»
Enarqué las cejas, bajé la vista hacia mis pies como si los viera por primera vez y realicé una mueca perpleja.
—«Pues no, no mucho. Más en las orejas.»
Un destello burlón pasó por los ojos del Bor.
—«Pues ahora más te vale atrancar la boca y hacer todo lo que te diga o te las calentaré yo. Entra.»
Empujó la puerta y entré. El interior estaba lleno de gente comiendo, voceando y vagueando. Yo siempre había creído que El Dragón Amarillo era un albergue y no una taberna. Por lo visto era ambas cosas. Y el ambiente parecía tan simpático como el de La Rosa de Viento.
Nuestra entrada atrajo pocas miradas descaradas, pero sí unas cuantas ojeadas cómplices como si… como si ya conocieran al Bor; o esa fue la impresión que tuve. Una vez ante el mostrador, mi gran compañero lanzó:
—«Una copa de radrasia, querida.»
No me invitaba. Bueno, casi mejor, no fuera que por burla pidiera radrasia celeste para mí. Eso sí que me habría calentado las orejas. Oí al Bor preguntar por la hora. Eran las dos y media. Mientras él se llevaba la copa a los labios, me recosté contra el gran mostrador a modo de respaldo y observé a los parroquianos. Más de una cara me era familiar, pero una me lo resultó todavía más y, cuando caí en la cuenta, mi corazón se encogió de pánico. Por suerte, no me había quitado el pañuelo, que si no… Le agarré al Bor de la manga y murmuré:
—«Señor. ¡Señor! He visto a un mosca. El elfo oscuro ese. Es un mosca. La semana pasada, me espiantó quince clavos y me dio un recorrido. Lo reconocería entre mil. ¿Me oyes?» insistí, al ver que el Bor no me miraba.
—«Ciérrala, ¿quieres?» replicó este entre dientes. «Haz lo que te digo.»
Realizó un gesto discreto. Fruncí el ceño. De pronto, un parroquiano en la otra punta de la taberna golpeó brutalmente la mesa y tonó:
—«¡Serás mentiroso!»
—«¡Mentiroso, tu madre!» se indignó su comparsa.
—«¡Deja en paz a mi madre, isturbiao!»
Se levantaron, empezó la bronca y el Bor posó la copa vacía sobre el mostrador.
—«Venga,» me animó.
Entendí el truco tan sólo cuando desaparecimos por una puerta trasera de la taberna: la atención del mosca se había centrado inevitablemente en el barullo y a buen seguro no se acordaría nada más que del altercado. Reí por lo bajo mientras subíamos por unas escaleras.
—«¡O sea que esos dos eran compadres tuyos!»
—«No exactamente,» replicó el Bor.
Su respuesta me confundió y, cuando llegamos al pasillo de arriba, un extraño temor comenzó a invadirme. Seguí poniendo un paso delante del otro, pero con creciente inseguridad. Al cabo, cuando el Bor llegó ante unos tipos forzudos que guardaban una puerta y les enseñó no sé qué objeto, un escalofrío de miedo me recorrió.
—«Cuatrocientos,» se impacientó el Bor.
Regresó para agarrarme del brazo y yo, con los ojos fijos en los guardianes forzudos, dejé escapar en un murmullo:
—«¿Me llevas a ver a Frashluc, verdad? Pero yo no le he hablado a Lowen. No soy culpable. ¡Tienes que creerme!» exclamé como el Bor me empujaba hacia delante. «No me mandes ahí dentro. ¡No quiero ir!»
Resistí. Finalmente, el Bor se hartó. Me agarró de ambas muñecas, me acorraló contra el muro del pasillo y me gruñó a la cara:
—«¿Qué diablos te pasa ahora, Cuatrocientos?»
—«¡Pasa que no quiero morir!» le repliqué.
El Bor parpadeó, sorprendido. Me bajó el pañuelo de la cara, me liberó las muñecas y suspiró.
—«Frashluc no va a matarte si haces lo que te manda. ¿Estamos?»
Negué con la cabeza y traté de escabullirme. El Bor me atrapó, me dio una bofetada y me fulminó con la mirada.
—«Yo voy a matarte de la mala leche que me va a entrar si no haces lo que te mando. ¿Estamos?»
Lo miré a los ojos y, en el fondo, entendí que el Bor sólo decía eso para que le hiciera caso, porque aquello, por alguna razón, era muy importante para él. Asentí. El Bor frunció el ceño.
—«¿Vas a hacer lo que yo diga?»
—«Sí, señor,» dije.
El Bor me escudriñó y concluyó:
—«Entonces, harás lo que Frashluc te diga o te estrangularé yo con mis propias manos. No lo olvides, chaval. Ahora, no abras la boca a menos que te hagan una pregunta.» Asentí y él hizo una mueca sombría. «Buen chico. Andando.»
Me soltó y lo seguí hasta esos dos forzudos que nos observaban con detenimiento. Nos registraron. Me quitaron la navaja pero me dejaron la humerba y las avellanas. Finalmente, uno de los forzudos abrió la puerta, cogió una linterna y nos pidió que esperáramos un momento. Esperamos. Cuando regresó, había pasado un buen rato. Declaró:
—«Pasad.»
Nos guió por un túnel negro y rocoso. Nos estábamos metiendo en la misma Roca. Como el Gran Comedor del Laberinto, pero más profundo. ¿No había dicho Yabir que la Roca estaba plagada de pasadizos? Pues por lo visto ese era uno de tantos. Y, a todas luces, también pertenecía al gremio de Frashluc.
Mientras el forzudo seguía avanzando, eché repetidas ojeadas hacia el Bor. ¿Sería capaz o no sería capaz?, me repetía. ¿Sería capaz de llevarme a la muerte? Yo que confiaba en él… No podía haberme equivocado. El Bor me apreciaba, lo sabía. Habíamos compartido la misma celda durante casi dos lunas. No éramos compadres porque él era… bueno, era el Bor, pero para mí era… como el padre que jamás había tenido. Y un buen padre no mandaba a sus hijos a la muerte, ¿verdad?
Pasamos dos cruces, cruzamos dos puertas y llegamos finalmente a una gran sala. Por un momento, la maravilla me hizo olvidar por completo mi situación. Aquel lugar parecía un templo antiquísimo. La sala estaba bordeada de enormes columnas labradas, una pequeña escalinata rodeaba el centro y, al fondo de este, se erguía un altar y un gran sillón vacío.
—«La reunión acaba de terminar,» informó el forzudo de la linterna. «Frashluc estará aquí dentro de unos instantes.»
Y, diciendo esto, dio media vuelta y se retiró por el mismo túnel de donde había venido. Mientras el Bor se adelantaba y se paseaba por la sala con esa cara de estar admirando un lugar que ya había visto más de una vez, me pregunté si realmente me había dicho la verdad cuando me había afirmado que él no trabajaba para Frashluc, que trabajaba para sí mismo. Ya, para sí mismo, y un cuerno.
Demasiado apabullado por la grandeza de aquel lugar, me senté contra una columna y conté los pasos del Bor, que retumbaban como latigazos en la caverna. Uno, dos… diez… sesenta… doscientos tres… Curioso: fue precisamente en ese número, el número del Bor en el Clavel, cuando apareció Frashluc por el mismo túnel, protegido por tres guardaespaldas —entre ellos el Albino— y… acompañado de Korther y Aberyl.
Cuando vi aparecer al cap Daganegra, se me fue toda la sangre de la cara, me levanté de un bote y… mi raciocinio me dijo que correr hubiera sido una estupidez y me quedé sin saber qué hacer.
Los ruidos de las botas resonaban en el templo. Frashluc se detuvo justo antes de bajar la escalinata. Su barriga era aún más notable cuando estaba de pie, me fijé. Y sus ojos aún más mortíferos.
—«Buenos días, señor Asaveo,» saludó. «Gracias por haber traído al muchacho. Acércate,» me dijo.
Su voz era seca, autoritaria. No me inspiró ninguna confianza. Me acerqué de todas formas, agachando la cabeza y rezando por dentro a todos mis ancestros. Era lo único que podía hacer. Frashluc se giró hacia Korther.
—«¿Es él, verdad?»
Con el rabillo del ojo, vi a Korther mirarme con cara no muy expresiva. Asintió. Yo, con las manos en los bolsillos, apretaba mis avellanas como si quisiera hacerlas estallar. Frashluc carraspeó.
—«Bueno. Y… ¿de veras crees que es capaz de meterse en el Palacio?»
—«En teoría, sí. En la práctica, no lo sé,» confesó Korther. «Es sokuata. Y eso lo hará más difícilmente detectable a la Solancia. Si lo preparo bien, puede que lo consiga.»
—«Y si no lo consigue, la pérdida no será muy trágica para nadie, ¿eh?» se burló Frashluc.
Korther hizo una mueca. Frashluc sonrió, divertido. Y ambos me miraron. Yo permanecía callado como un árbol. El gran cap de los Gatos rompió de nuevo el silencio.
—«Como te decía, Korther, hice experimentos con uno de los sokuatas del Bravo Negro. La barrera energética que los protege es muy fina. Cualquier sortilegio ofensivo mínimamente potente la desintegra. Aunque los sortilegios perceptistas de la Solancia no funcionen tan bien con ellos, las trampas ofensivas los afectan igual. ¿Cómo pretendes conseguir que se las salte este muchacho? ¿Tan bien entrenado está?»
Korther puso los ojos en blanco.
—«No. No te engañaré: este niño apenas tiene entrenamiento. Pero, increíblemente, es el único susceptible de conseguir robar la Solancia.»
Ahí, el Bor soltó un ruidoso resoplido. No sabía que estaba justo detrás de mí y me sobresalté —estaba tenso como una ardilla rodeada de lobos. El Bor repitió con un jadeo:
—«¿Robar la Solancia? ¿Quieren… que el muchacho robe la Solancia? Pero… ¿eso no es la reliquia del Palacio? Digo… la Joya de Éstergat, la… Mmpf. Perdón por interrumpir pero… ¿tiene esto algo que ver con el decreto de demolición o… no tiene nada que ver?»
Frashluc meneó la cabeza.
—«Tiene que ver. Obviamente, meterse en la zona mejor protegida de toda la Roca y robar la reliquia perceptista más poderosa de toda Prospaterra tiene que ver con nuestra política de intimidación y mucho. Que el Parlamento mande todas las fuerzas de seguridad a los Gatos… qué importa. El tiempo que se den cuenta, habremos desvalijado las cámaras acorazadas del Palacio. Pero, para ello, antes, hay que desactivar la Solancia.» Los ojos del anciano brillaron de excitación, posó una mano sobre su barriga y me dedicó una sonrisilla sin mirarme realmente mientras retomaba: «Se cuenta que esa reliquia es un mero trozo de metal. Una baratija con un enorme poder ancestral que protege el Palacio de los intrusos… En realidad, como bien me ha explicado Korther, todas las trampas del lugar están vinculadas a la Solancia y por eso es, en la práctica, imposible entrar sin que salte la alarma… Pero no tan imposible,» sonrió, mirándole al Bor. «Por eso he decidido contratar al muchacho. Como ya sabes, es un sokuata. Y ha recibido además cierto entrenamiento por parte de los Daganegras. Dos buenas razones para elegirlo como mejor candidato para llevar a cabo la tarea y Korther está de acuerdo conmigo en esto. Por supuesto, la cofradía recibirá una generosa parte del botín, el muchacho también y… a usted, señor Asaveo, le encomiendo la tarea de actuar como tutor del muchacho para que no le ocurra nada malo entretanto y para que acuda a sus lecciones con su… ¿mentor?» Le echó una mirada interrogante a Korther y, como este se encogía de hombros, hizo otro tanto y añadió para el Bor: «Puede rechazar, por supuesto. Pero no se lo recomiendo. Si acepta, los ochocientos cuarenta siatos que ganará el muchacho estarán a libre disposición suya.»
Hubo un silencio y adiviné que el Bor asentía con la cabeza en mudo consentimiento. Frashluc puso cara satisfecha y se giró hacia mí.
—«¿Has entendido, chaval?»
Asentí. Fiambres, sí, lo había entendido. Y, al mismo tiempo, estaba horriblemente confundido.
—«Pues explica,» insistió Frashluc.
Tragué saliva y tartamudeé:
—«Y-yo… tengo que robar una reliquia.»
—«En el Palacio,» me ayudó Aberyl.
—«En el Palacio,» repetí. «Lo capto. De verdad.»
Frashluc me lanzó una mirada escéptica. Korther parecía haber decidido no mirarme mucho. Sin embargo, fue él quien me puso las cosas claras declarando:
—«En breve, rapaz: Frashluc te contrata para que vayas a robar una reliquia, la desactivas, abres el camino y los verdaderos ladrones entramos en el Palacio a desvalijar las cámaras acorazadas. ¿Ahora lo ‘captas’?»
—«Sí, señor,» me apresuré a decir.
Para ser del todo sincero, a pesar de entenderlo, aún no lo había asimilado muy bien, porque tenía otras preocupaciones en mente. Y es que no podía creer que Korther fuera a darme lecciones para ayudarme a robar esa Solancia. Ya me imaginaba que me encontraba a solas con él, él se transformaba en demonio, se ponía a gruñir como Rolg y me escachufaba a mordiscos…
—«Nos vemos mañana a las diez en la Fonda,» concluyó Korther. «No llegues tarde.»
Ni siquiera me miró cuando salió de ahí con Aberyl. Debía de odiarme a muerte. A fin de cuentas, me había metido en su despacho a robar… ¿Entonces por qué había aceptado darme lecciones? ¿Por el botín? Más me valía no fallar en esto…
—«Bueno,» dijo Frashluc cuando los pasos de los dos Daganegras se hubieron desvanecido. «Sólo un último detalle, chaval. La Solancia, se la das al Albino en cuanto salgas. Si vuelve sin ella, si se las das a otra persona, mataré a tus ‘compadres’.» Lo miré con horror durante un segundo y volví a bajar la vista, apretando las avellanas en mis puños. Sí, más me valía no fallar en esto, me repetí con fervor. Frashluc agregó: «Lo mismo para ti, Bor. Ni se te ocurra perder al muchacho o estás muerto.»
—«Descuide, señor,» replicó el Bor.
Me agarró del brazo y estiró. Lo seguí con el corazón helado por el túnel. Que Frashluc me escachufara a mí, bueno. ¿Pero a mis compadres? Era para quedarse tieso de horror.
Recuperé mi navaja en la puerta y salimos del Dragón Amarillo. Cruzamos la Plaza Gris rumbo al Laberinto. El Bor tenía una cara de entierro. La ceniza seguía cayendo. El barrio estaba extrañamente tranquilo. La gente ya no se atrevía a salir por el mal ambiente. Habíamos dejado ya bien atrás la plaza cuando, harto, no lo aguanté más y rompí el silencio.
—«¡Señor! ¿Estás enfadado?»
Nos encontrábamos en una callejuela desierta. Él se detuvo en seco y, ante su mirada fruncida, me defendí:
—«He hecho todo lo que me han dicho que haga. Como tú me pediste.»
Lo vi que se calmaba y agregué:
—«Además, dijiste que había que defender la casa. Ese trabajo… es para defender la casa, ¿no? Por lo del defrecto.»
El Bor suspiró, miró a su alrededor y meneó la cabeza.
—«No estoy cabreado contigo, qué ideas. Lo has hecho estupendo. Es sólo que… mi dama y yo planeábamos marcharnos de la Roca en breve. Y Frashluc acaba de chafarme el plan. Taka me va a estrangular.»
Lo miré, atónito. El Bor alzó los ojos al cielo, los volvió a bajar y frunció el ceño.
—«¿Por qué me pones esa cara, Cuatrocientos?»
Me encogí de hombros.
—«Es que le prometiste a Palmafría que le ayudarías al Lobito. Y que me ayudarías a mí. ¿Recuerdas?»
El Bor hizo una mueca.
—«Ya, ya. Claro que lo recuerdo. Pensaba dejaros dinero. De todas formas, pensábamos volver. Era… er… sólo temporal.»
No sé si acabé de creérmelo pero puse cara comprensiva.
—«Es por lo que pasa ahora en el barrio, ¿no?»
—«Em… Bueno, en parte, sí. Bah,» se exasperó. «Ocúpate de tus asuntos, Cuatrocientos. De todas formas, ahora me quedo contigo.»
Agrandé los ojos.
—«¿Te quedas… conmigo? ¿En el Gran Comedor de…?»
—«No. En otra casa. Vendrás con el Lobito. Y la dama se ocupará de él mientras tú te preparas para esa locura de…»
—«¡Voy a vivir en tu casa!» exclamé, incrédulo. Y un pensamiento vino a chafarme todo el entusiasmo. Rechacé: «No puedo.»
El Bor me fulminó con la mirada.
—«Claro que puedes.»
—«Puedo,» confesé. «Pero mis comparsas… no sé si los conoces. Y el Sacerdote. Son compadres del alma,» afirmé, golpeándome el pecho, y cómo veía al Bor ensombrecerse, añadí: «Tengo que verlos. Y los voy a necesitar un montón para robar esa Sol…»
El Bor me tapó la boca bruscamente.
—«Idiota.» Masculló algo entre dientes y suspiró: «Bah. Que vengan. Total, la casa es grande y seguro que Taka está encantada. Le encantan los niños. A lo mejor así se traga mejor la idea de quedarse, con un poco de suerte…»
Se frotó los ojos mientras yo brincaba y le daba las gracias.
—«Silencio,» tonó.
Callé de golpe. Hizo una mueca cansada y reanudó la marcha. Lo seguí. Esta vez, fue él quien rompió el silencio.
—«Dime, sinceramente, Cuatrocientos. ¿Crees que eres capaz de hacer algo así? Lo del Palacio,» explicitó en un murmullo como yo lo miraba sin entender.
Oh. Una súbita idea me hizo sonreír, incrédulo.
—«¿Estás preocupado?»
—«¿Eh? Qué va. Te pregunto simplemente si crees que eres capaz de hacerlo,» replicó secamente el Bor.
Sonreí con todos mis dientes y asentí.
—«Pues natural. Fíjate que ya he apañado en el Conservatorio. Y en la Bolsa de Comercio. El Palaci…» Recibí una colleja y terminé: «Será coser y cantar.»
—«Mmpf. Pues más le vale a ese Korther que te prepare bien porque ya te veo regresar al Clavel antes de que salga el Tarao,» comentó el Bor.
Hice una mueca. Igh… Volverme a encontrar con el Tarao no me hacía ninguna gracia. Me ensombrecí aún más cuando pensé que siempre era mejor deshacer cáñamo que pudrirse bajo la tierra como sin duda les pasaría a mis compadres si llegaba a fastidiarla con la Solancia. Aparté mis temores, me mordisqueé la mejilla y, al de un rato, salté abajo de unas escaleras y solté:
—«Hey, señor.»
El Bor estaba absorto en sus pensamientos pero en ese momento frunció el ceño y resopló.
—«¿Quieres tener cuidado cuando bajas las escaleras? ¿No sabes cuántos Gatos se mueren por caídas tontas al año?» Negué con la cabeza. «Bueno. Yo tampoco. Pero unos cuantos,» aseguró. Marcó una pausa y suspiró con paciencia. «¿Qué pasa?»
Vacilé, lo miré con cautela y me lancé:
—«Antes… dijiste que ibas a escachufarme si no hacía lo que Frash… au… lo que ese diablo me pedía. Pues eso. ¿De verdad lo habrías hecho? ¿Me habrías escachufao? Porque… yo creía que éramos amigos. El otro día te dije que me caías bien, pero tú no me has dicho que yo te caigo bien. Entonces, lo mismo haces todo esto… porque Frashluc te ha pedido que lo hagas y… porque te ayudé en el Clavel. Pero, en realidad, no me quieres, ¿verdad? Sé que a veces puedo ser pesao. Rogan me lo dice a veces: pesao, que eres un pesao. Pero yo también se lo digo a él cuando me suelta una plegaria así, que no viene a cuento, y los dos somos buenos compadres. Así que no puede ser eso lo que te molesta. Y no puede ser por lo de ladrón, porque tú robaste muertos, y eso cuenta como ladrón, ¿no? Así que debe de ser porque soy un guako. Es por eso, ¿verdad? Porque, entonces, lo entiendo. Bueno, no del todo pero…»
Iba a continuar, pero el resoplido incrédulo del Bor me interrumpió. El rufián me contemplaba con cara anonadada. Carraspeó. Meneó la cabeza. Y al cabo apuntó:
—«No eres un pesao, Cuatrocientos. Eres peor que eso.»
Sonrió y me revolvió el cabello.
—«Pero me caes bien. Pues claro que me caes bien. Pero esto no lo digas a nadie, porque se supone que los tutores deben maltratar, ignorar y arruinar a sus pupilos. Por regla general.»
Sonreí anchamente, incrédulo, pletórico, alucinado. ¡El Bor me quería! Ya lo sabía, en el fondo, pero… ¡me quería! El Bor alzó una mano.
—«Hey, hey, te veo venir, nada de abraz…»
Lo abracé igual, brevemente, para que no le diera tiempo a enojarse. Y exclamé:
—«¡Voy a por mis comparsas!»
Salí corriendo pero el Bor me agarró por el cuello del abrigo y me cortó el arranque.
—«Vamos los dos juntos. Si te pierdo y te pasa algo, me la juego. Así que nada de aventuras hasta el día fatídico.»
Me carcajeé ante la idea de que al Bor le asustara dejarme solo y asentí formalmente.
—«¡Corriente, señor!»
* * *
Horas más tarde, me encontraba tumbado sobre un jergón improvisado junto con Manras, Dil, el Sacerdote y el Lobito. La tenue luz de una vela se escapaba por las rendijas de la puerta que llevaba al cuarto del Bor y la dama. Se percibían murmullos, respiraciones, carraspeos…
—«Ma. Ma.»
Ese era Dil. A veces hablaba en sueños. Tenía pesadillas. Todos las teníamos de cuando en cuando, pero el Principito las tenía casi todas las noches. Soñaba con su madre: siempre la encontraba tumbada en una cama, sonriente. Venían las sombras —unas horribles, terribles sombras, según decía— y ella moría. Y entonces aparecía el sirviente de su padre, lo maniataba, lo transportaba en carreta y lo tiraba al río y Dil, el diablillo, el noblecillo maldito, se ahogaba… y se despertaba sofocando. Por fortuna, en la realidad, el Principito no se había ahogado: el sirviente tan sólo lo había amenazado y le había dicho que no volviera a aparecer por casa de su padre so pena de muerte. Y la amenaza, por lo visto, seguía aterrándolo casi dos años después.
Suspirando, le pasé una mano consoladora a un Dil dormido, pero no sirvió de nada, despertó sofocando y le di unas palmadas en la mejilla:
—«Ayá, ayá, Principito, duérmete, que aquí no hay ningún río,» le murmuré.
Medio despierto, el guako pareció serenarse. Se durmió otra vez y, poco después, la vela del cuarto se apagó y los murmullos con ella. Suspiré, me giré, me apoyé mejor contra el Sacerdote y contemplé el techo de madera, la mesa, las dos sillas, la gran ventana que daba al balcón. Los postigos estaban cerrados y una corriente templada se insinuaba entre las rendijas. A lo lejos, se oían voces de vecinos, gente que pasaba por la callejuela abajo, perros que ladraban, gatos que peleaban… El barrio de los Gatos jamás dormía completamente.
Tras girarme otra vez, inquieto, me levanté y gateé hasta los postigos del balcón. Como en muchos pisos de los Gatos, no había cristales en las ventanas. El piso del Bor y su dama se encontraba en la cuarta planta de un bloque a medio camino entre la Calle del Hueso y la Plaza Gris. No tenía nada particular, era una casa de Gatos común y corriente y, qué fiambres, a mí me parecía maravillosa. Cabal, la acogida no había sido perfecta: Taka se había cabreado con el querido Shyulí por el cambio de planes. Pero el Bor la conocía bien: tras ver al Lobito, a Manras y Dil, la reina de los naipes se había ablandado. Les había lavado las orejas a estos, me había preguntado por mi herida del pie ya cerrada hacía tiempo y, en fin, que nos había aceptado. Probablemente aquello tan sólo durase lo que durasen mi entrenamiento con Korther y el robo de la Solancia… pero, aun así, me alegraba de que mis compadres al fin conocieran al Bor y a su dama. Rogan decía que el Bor tenía cara de mosca, Manras decía que de matón, pero todos coincidíamos en que su dama era bonita. Bonita y con carácter. La única condición que nos había impuesto para quedarnos todos había sido esta: obediencia ciega. La palabreja nos había asustado pero, como a mí no me quedaba otra que quedarme de todas formas, les había persuadido a mis compadres de que no me dejaran solo… ¡Serán como unos padres!, les había dicho. Son ricos, casi casi mangaplatas, ¡y caramba qué buenos son…! A mis comparsas los convencí con rapidez. Pero Rogan… era otro cantar. No sé muy bien si fue por mis argumentos, o porque me debía más de una, o porque simplemente éramos compadres… en cualquier caso se había quedado, que era lo importante.
Rocé la madera vieja del postigo y apoyé la frente para echar un vistazo a través de una rendija. Más allá del pequeño balcón, se veía la luz de una vela en la ventana de enfrente. Cambié de rendija y, finalmente, conseguí ver lo que buscaba. El cielo. Me llevé una sorpresa cuando vi que la nube de ceniza se había marchado, reemplazada por un mar de estrellas. Con mucho sigilo, lancé un sortilegio de silencio, abrí el postigo y salí al balcón con una manta. Hacía una noche templada pese a estar en pleno invierno. Cerré detrás, me acurruqué y, mecido por la brisa y las voces lejanas, alcé la vista hacia el cielo estrellado. Los pensamientos iban y venían y no me dejaban descansar. Pensaba en elassar, —en los dos: el muertoviviente y mi primo—, y en la Solancia, en mis compadres, en los hobbits, en la Azulada y Kakzail… Pero, sobre todo, recordaba unas palabras que me había dicho mi maestro nakrús antes de separarnos. “Te he enseñado a valerte por ti mismo y a ver la realidad tal y como es,” me había dicho. Y cuanto más me repetía aquellas palabras, más me ensombrecía hasta que, tras largo rato, me levanté, me apoyé contra la balaustrada de madera y murmuré:
—«Hoy me ha pasado algo horrible, elassar. Ya sé que no me oyes pero… a alguien tengo que contárselo.» Humedecí mis labios secos y susurré: «Un saijit ha amenazado con matar a mis compadres si hago las cosas mal. Yo quiero hacer las cosas bien. De verdad. No quiero que les pase nada malo ni a mis compadres, ni al Bor, ni a la señora. Sé que está mal, pero todo esto no lo hago por los Gatos. Como si la tierra se tragara a la Roca, ¿sabes? No lo hago por los Gatos,» repetí. «Lo hago porque tengo miedo.»
Tragué saliva y añadí:
—«No soy un cobarde. Viste, me echaste y me fui a descubrir el mundo. Lo hice de verdad. Pero estoy muy lejos de ir a buscarte un hueso de ferilompardo. Puede que jamás llegue a encontrarlo. Tal vez es lo que querías. Que no volviera nunca y me quedara con los míos. Bueno. Pero no sé si sabes que entre los míos hay gente horrible. Ahora, lo que me gustaría es que todos los saijits asesinos se escachufasen. Todos. No voy a decirte nombres, pero ojalá se escachufasen. Porque me dan miedo, elassar. Y no puedo dormir por culpa de ellos.»
Me arrebujé en mi manta, nervioso, y volví a acurrucarme sin dejar de mirar las estrellas. No quería cerrar los ojos. No quería dormirme y tener pesadillas como Dil. A lo lejos, las campanas de los templos doblaron para la medianoche.