Página principal. Yo, Mor-eldal, Tomo 2: El mensajero de Éstergat
Atardecía y la Roca se iba poblando de sombras. Pese a que la tarde había sido magnífica, el viento, ahora, se había levantado y unas ráfagas heladas ascendían por las tortuosas calles de los Gatos.
—«Dos dorados, dos dorados,» murmuré mientras avanzaba por una callejuela.
¡Como si fuera sencillo sacar dos dorados de la nada! Anda que la bronca que me había echado Dalem cuando había visto la gorra destrozada… La madre, cómo se había puesto. Me había dicho que volviera mañana a la oficina con dos siatos porque, de lo contrario, lo hablaría con el director y encima me haría pagar lo doble, lo que significaba estar diez días trabajando en balde y muriéndome de hambre por una gorra. Finalmente, eso de llevar uniforme no era tan bonito como parecía.
Tras echar una mirada a mi alrededor, me metí en el callejón del Espíritu Riente, subí por las escaleras rotas y llamé a la puerta del Bor.
Esperé. Volví a llamar. Llamé tres veces. Nada. Me llevé un chasco. Entonces, se me ocurrió ir a la Fonda, pedir prestadas unas ganzúas y meterme en cualquier casa a apañar lo que encontrara y revenderlo tan rápido como podía a un Gato mercante… pero luego me dije que Korther jamás me dejaría tomar prestado nada. No después de la jugarreta que le había hecho… ¿verdad?
Fui, de todas formas. Y me encontré con que nadie abría la puerta tampoco. Fiambres, ¿qué pasaba que no había ya nadie detrás de las puertas? Tras aguardar en el callejón durante un rato, me harté, me alejé del refugio de los Daganegras y me metí en el Laberinto. Llegué al Cajón, empujé la puerta de la pequeña taberna y solté un potente:
—«¡Salú, gente!»
Sonreí al avistar la melena pelirroja de Yarras y aún más cuando este me acogió con un alegre:
—«¡Cantador, qué bueno, avente, avente!»
Me avine de buen grado hasta su mesa, acogido también por otros parroquianos que, aunque no me veían desde hacía tiempo, me recordaban con cariño. Esos, al menos, siempre estaban donde se suponía que tenían que estar: haciendo apuestas y negocios y montando buen ambiente en El Cajón. Como prometido, Yarras me invitó a un jarro de radrasia y, al saber que había estado albergado, el viejo Fieronillas me preguntó si tenía noticias de no sé qué compañero angustiao. Admití:
—«Ni idea, abuelo. En el Clavel, somos todos números.»
—«¡Al menos habrás aprendido a contar!» bromeó el Tuerto.
Sonreí con indecisión y repliqué:
—«A contar se aprende más mirando las estrellas.»
Y, tras tomar un trago de radrasia, ayudé a Yarras en su partida de cartas. Le di al oído un buen consejo que lo hizo ganar tres siatos y me quedé ojeando las monedas como si estuviera viendo un pastel de chocolate detrás de una vitrina. Hasta que Yarras las hizo desaparecer en su bolsa.
En aquella taberna, uno se enteraba de todo lo que pasaba en el Laberinto. Así, me enteré de que la banda de Frashluc se acababa de escindir aquella mañana y que un tipo llamado Gowbur se había marchado con sus seguidores amenazando de muerte al otro cap. Nada que fuera muy especial salvo que, esta vez, se trataba de la banda más poderosa de los Gatos y eso auguraba muy mal rollo incluso para la gente que no buscaba líos.
—«Yo ya no salgo sin mi puñal y mi trébol de cuatro hojas,» confesaba uno.
—«¡Para variar, yo tampoco!» se carcajeó Loto el Manitas. Y es que él tenía siempre una buena colección de armas apenas ocultas debajo de su ropa.
—«Bah,» intervino el viejo Fieronillas, y enseguida las voces callaron, respetuosas.
—«¿Bah?» lo animó uno. «¿Qué dice, abuelo? ¿Va a haber guerra?»
El viejo manoseó su colgante donde —lo sabía porque me lo había enseñado— estaba metido el retrato de su recién fallecida esposa. Ante un público atento, respondió:
—«Digo que ese Gowbur corre de cabeza al precipicio. Frashluc tiene demasiada escuela para dejarse amansar. La guerra no durará. Mientras los moscas no se metan.»
Resoplé, indignado.
—«¡Qué se va a meter la moscardía en los Gatos!»
—«Oh, tú eres muy joven para recordarlo,» replicó Fieronillas, «pero los moscas ya se metieron hace veinte años y bien recuerdo yo que fue una guerra abierta. Hasta que ocurrió el incendio infernal que arrasó con medio barrio.»
—«Fue hace treinta y cinco años, abuelo,» lo corrigió un joven rufián.
—«Treinta y tres,» corrigió a su vez Yarras. «Lo sé porque yo nací el día en que se quemó todo. No sé si os comenté que mi vieja intentó hacer colar que había nacido con el pelo rojo como el fuego por el incendio,» rió. «¡Y su compañero se lo tragó durante unos cuantos años!»
Los parroquianos prorrumpieron en carcajadas y burlas y yo, meneé la cabeza. No me sonaba haber oído nunca hablar de ese incendio.
Ignoraba qué hora era cuando Yarras declaró que esa noche tenía asuntos en La Llama y se despidió de sus compadres. Me apresuré a seguirlo y estaba cruzando el umbral cuando el tabernero preguntó:
—«¡Hey! ¿Te vas ya? ¿Ya has cenado, muchacho?»
—«¿Eh? ¿Cenar? No, no. No quiero cenar. ¡Salú, Sham!» le repliqué. Y salí corriendo tras el rufián pelirrojo. «¡Yarras!»
Este caminaba a buen ritmo por la callejuela y, cuando lo alcancé, se puso a subir unas escaleras sin detenerse y preguntando:
—«¿Qué quieres?»
—«Pues… verás,» carraspeé, siguiéndolo a duras penas. «Tengo un trabajo. Y, en ese trabajo, me piden que pague dos dorados mañana porque, si no, me hacen pagar cuatro. Así que yo pensaba que podrías prestarme los dos dorados y luego yo te los devuelvo.»
Callé. Esperé la respuesta. Llegamos arriba de las escaleras y Yarras resopló:
—«No hago tratos de esos, cantador. Lo siento. Haberme retado a una partida de tenedores. Entonces, ahí, sí que habríamos podido hablar. Ahora no.»
Interiormente, me había prometido hacía tiempo que no volvería a jugar a los tenedores con Yarras y negué con la cabeza. Troté para alcanzarlo.
—«Por favor, Yarras,» insistí. «Te he hecho ganar esos tres siatos en la partida de antes. Al menos me podrías dar…»
—«No me agobies, chaval, no soy tu compadre,» me interrumpió el pelirrojo adoptando de pronto un tono severo. «Esos tres siatos van para mis primas. Punto. No presto dinero, ¿está claro? Y ahora alivia.»
Me quedé impactado más por su voz tajante que por el rechazo y me detuve en plena callejuela mientras el rufián desaparecía por una esquina. Siempre lo mismo, pensé. Los adultos siempre te venían con lo mismo. Incluso si eran simpáticos, llegaba un momento en que les pedías demasiado y te recordaban los límites. Porque no confiaban. Porque tenían su propia vida. Porque, en fin, un guako no entraba jamás realmente en ninguna de esas «vidas». Pero ¿era acaso eso nuevo? No.
Me puse a caminar por las callejuelas del Laberinto e, inconscientemente o tal vez no tanto, pasé cerca del Corredor de la Muerte. Miré al fondo de este. Estaba todo oscuro. Me estremecí bruscamente, y es que aquella noche hacía un frío para quedarse helado. Tanto que incluso estaba nevando, me fijé, anonadado. ¡Eran los primeros copos del año! Tendí una mano hacia uno de ellos. Fundió enseguida. Entonces, me adentré en el corredor con andar decidido y llegué hasta la puerta de Palmafría.
Di unos toques. Esperé. Y sonreí al oír un cerrojo abrirse. El Lobito debía de subirse a un taburete pues percibí un chirrido de madera contra el suelo y, al fin, la manilla se giró y apareció la silueta del chicuelo.
—«Salú, Lobito,» dije en voz baja. «Vengo a visitar. ¿Puedo entrar?»
Por toda respuesta, él tendió su mano menuda. Se la cogí y entré. Tras cerrar la puerta detrás de mí, cuchicheé:
—«Hey, shur. ¿No te da miedo la oscuridad?» Hubo un silencio. «Bah, pues parece que no, qué suerte tienes. ¿Está durmiendo la abuela?»
—«Hace muchos años que no duermo realmente,» replicó la voz suave de Palmafría.
Me tensé un poco pero seguí avanzando por el pequeño pasillo hasta que entré en la habitación de la nigromante.
—«Buenas noches, pequeño,» me saludó. «Tal vez te asuste la oscuridad, pero te aseguro que si me vieras a la luz del día te asustarías aún más.»
Tras una vacilación, me encogí de hombros.
—«Mi maestro es un nakrús. Y nunca me ha dado miedo. Él tampoco dormía.»
Oí un leve resoplido de diversión.
—«Mm… Supuse que sólo un nakrús podía enseñar a un ser tan joven a alimentar una mano con energía mórtica… Y supuse bien, por lo visto.» Parecía satisfecha de que se lo confirmara. «Ven. Siéntate con el Lobito. Me alegra que hayas decidido volver,» añadió mientras yo me acercaba al sofá con el pequeñuelo y me sentaba junto a ella. «He estado pensando mucho estos días. En la vida, en el Lobito… y en ti.»
Parpadeé.
—«¿En mí?» repetí. «¿Por lo de la mano?»
—«Y por más que eso,» contestó Palmafría con calma. «Eres un nigromante. Y por lo que sé… somos los dos únicos nigromantes en toda Éstergat. Lo que te hace muy especial. Tus dotes… podrían salvar la vida de una persona.»
Sin emitir sonido alguno, el Lobito perdió el equilibrio sobre mis rodillas queriendo atrapar el brazo de Palmafría y cayó entre los dos. Meneé la cabeza, sin entender.
—«¿Yo podría salvar a una persona haciendo nigromancia? ¿Te refieres a lo de robarme el morjás para que sigas viviendo?»
Enseguida, pensé que a lo mejor podría venderle mi morjás a cambio de dos siatos. De todas formas, mi maestro nakrús decía que, en los seres vivos, el morjás de los huesos se regeneraba con el tiempo. Palmafría abrazó al Lobito mientras contestaba:
—«No. Me refiero a otra persona. Una persona a la que quiero mucho y que tiene una enfermedad de crecimiento. Una persona que necesita mi ayuda diaria para despertar el morjás de sus huesos porque, si no, estos se quedarían dormidos para siempre.»
Agrandé los ojos, eché un vistazo a mi alrededor por la habitación oscura y, entonces, centré mi atención en el chicuelo.
—«¿El Lobito?» me extrañé. «¿Está enfermo?»
Oí el suspiro de Palmafría.
—«Por desgracia, sí. Y, por desgracia, yo también. Mis días están contados. Cada mañana pienso que la Muerte llega y cada mañana me equivoco. Pero llegará un día en que no me equivoque. Un día no tan lejano. Y, entonces, pequeño, el Lobito morirá si no despiertas su morjás.» Inspiró profundamente. «No tiene ya familia. No conoce a nadie. Nadie lo quiere aparte de mí. Me gustaría que tú te ocuparas de él y le ayudaras a crecer y… a cambio, pídeme lo que quieras: te lo daré.»
Mientras yo la miraba, pasmado, el brillo mágico de su ojo adoptó ese mismo tono que adoptaban los ojos de mi maestro nakrús cuando sonreían.
—«En eso estaba pensando estos días, pequeño. Si tan sólo pudiera saber que puedo confiar en ti, te daría cuanto tengo para que permitieras vivir a esta criatura. Tiende tu mano muertoviviente,» me invitó. «Y pósala sobre la cabeza del Lobito. Sí. Así es. Ahora no te asustes y presta mucha atención.»
Posó su gran mano deforme sobre la mía. El Lobito estaba ahora sentado en el sofá entre nosotros, muy formal. Con el corazón latiéndome aprisa, tragué saliva y… sentí una descarga mórtica. No, no era realmente una descarga. Era un sortilegio con un trazado bien definido. Mientras este pasaba a través de mi mano hacia la cabeza del Lobito, fui entendiendo poco a poco la idea. Era sencilla. Palmafría simplemente estaba despertando los huesos del Lobito, uno a uno, con una eficacia asombrosa. Entonces, rompió el sortilegio y murmuró:
—«¿Sabrías repetirlo?»
Jadeé.
—«No lo sé, abuela. Creo… creo que sí. Pero no tan rápido.»
—«Hazlo,» pidió ella.
Me sentí retado, como cuando mi maestro nakrús me pedía que realizara tal o tal sortilegio en el valle. Tranquilizado por la comparación y guiado por la propia mano de la bruja, me concentré y construí el sortilegio con aplicación. Al fin, me dispuse a despertar el morjás de los huesos que seguían como «dormidos». Cuando acabé, Palmafría retiró la mano y susurró débilmente:
—«Gracias, Draen. Lo has hecho muy bien.»
Calló y, por un momento, ninguno de los dos dijo nada y el Lobito menos. Entonces, pregunté:
—«¿Es mudo?»
Palmafría giró su gran cabeza hacia mí.
—«Lo es.»
Volvió a girar la cabeza hacia la vacía oscuridad. Pensé que sus días debían de ser muy extraños, dedicados a hechizar papeles falsos, a despertar el morjás del Lobito y a meditar sobre la vida.
—«¿De qué murieron sus padres?» pregunté.
—«Oh,» suspiró Palmafría. «Desgraciadamente, no lo sé. Un día, hace dos años, vino una mujer a pedirme que le hiciera unos papeles. No dio su verdadero nombre ni dio adelanto alguno y, si no hubiera estado aburrida como una ostra, la habría mandado a pescar osos al océano. Al de dos semanas, cuando vino a recoger lo encargado, me pagó con… el Lobito. Me dijo que la gema que llevaba al cuello sin duda debía de pagarlo todo. Se fue como una cobarde sin decirme nada más. Dudo que fuera su madre. Tan sólo puedo decirte que la gema que lleva el Lobito al cuello es valiosa. Aun así… te agradecería que no la vendieras si no es absolutamente necesario. Tal vez algún día se averigüe de dónde viene.»
Bajé la cabeza hacia el Lobito. Por su postura, adiviné que se había quedado dormido.
—«Cuéntame,» prosiguió Palmafría con suavidad. «Cuéntame cómo encontraste a ese nakrús.»
Fruncí el ceño.
—«Él me dijo que no hablara de él con nadie,» objeté.
Palmafría no insistió y el silencio se alargó. Posé mis pies descalzos sobre el sofá y me abracé las rodillas antes de murmurar:
—«Me echó de la cueva. Dijo que tenía que descubrir el mundo y conocer a los saijits. Y que no podría volver hasta que no le trajera un hueso de ferilompardo.»
Palmafría emitió un carraspeo.
—«Huh. Una tarea ardua para un niño de tu edad,» consideró. «No existen ya ferilompardos en Prospaterra. Para eso, tendrías que viajar muy al oeste. Hasta las Colinas de las Tormentas. Se dice que ahí aún viven algunos gahodals.»
Me quedé mirando a la bruja con los ojos abiertos como platos y el corazón sobrecogido. No se me había ocurrido que Palmafría pudiera saber más que un profesor del Conservatorio sobre el tema de los ferilompardos.
—«¿Gahodals?» repetí. «¿Qué es eso?»
—«Otra palabra para decir ferilompardo,» respondió sencillamente la bruja. «Tu maestro debe de ser originario de la misma Arkolda. ¿Hablaba drionsano?»
—«Caéldrico. Sobre todo caéldrico,» contesté. «Pero también drionsano. Sólo que usaba algunas palabras que ya no se usan. Y me enseñó a leer cosas que ya no se usan. Es que él es muy viejo. Y no recibe casi visitas, porque no le gustan. Sólo de algunos.»
—«¿De quiénes?» preguntó Palmafría con curiosidad.
—«Pues… me dijo algunos nombres,» confesé. Y sonreí. «Le gustaba hablar de algunos amigos. Porque son muy raros. Pero no le gustaba hablar del pasado lejano. Porque decía que hablar de cosas que han pasado hace más de cuatro siglos es quedarse anticuao. Así que él me hablaba de cosas nuevas. De Arivessandro. De Jabler. De Márevor Helith…»
Sentí una leve punzada al nivel del pecho y me rasqué con energía.
—«Y de Orferyum,» añadí. «Eran todos amigos suyos.» Esbocé una sonrisa y admití: «Salvo Jabler porque, un día, le robó un hueso del pie. Pero se lo devolvió unos años más tarde,» me reí. «Era sólo una broma.»
Aún recordaba la risa nakrús de mi maestro al contarme la anécdota. Tras otro silencio, dije, pensativo:
—«A mí también me gustaría hacerme nakrús algún día.»
Palmafría emitió un sonido vacilante.
—«Er… Bueno, pequeño… Yo no soy quién para aconsejarte que lo hagas. Supongo que sabes que es un proceso muy lento. Y que conlleva sus riesgos. Pocos consiguen sobrevivir. En realidad a mí me salió casi bien,» comentó con una punta de diversión. Y susurró con gravedad: «Pero mi hora ha llegado. Y no hay nada dramático en ello. Lo único que me ataba al mundo era el Lobito. Y sé que él puede contar contigo ahora… ¿verdad, Draen?»
Cuando te daban a elegir entre soltar la mano de un chicuelo en apuros y cogérsela… la elección era más bien sencilla.
—«Natural,» dije con seriedad. «Le despierto el morjás cada día y me lo llevo para casa. No hay cuidao. Lo cuidaré como mis propios huesos. Es lo lógico. Cualquier guako honrao haría eso.»
Palmafría asintió con suavidad.
—«Sólo que tú eres el único guako capaz de hacerlo. Me gustaría poder asegurar el futuro del Lobito. Quiero que se convierta en un hombre feliz. Que vaya a la escuela. Que aprenda un oficio. Y que jamás aprenda las artes nigrománticas.» Marcó una pausa. «Pero ya será bastante que le enseñes a ser un… guako honrado, como dices.»
Sonreí y ella pidió:
—«Quisiera verte la cara. Sólo un instante. Pero, para eso, tienes que cerrar los ojos. No quiero que me veas. Cierra los ojos y no vuelvas a abrirlos hasta que yo te lo pida, ¿de acuerdo?»
Suspiré y cerré los ojos diciendo:
—«Corriente. Cerrados. Pero a mí también me gustaría verte, abuela.»
Sentí una luz tenue contra los párpados.
—«Pero yo no quiero que me veas,» replicó la nigromante. Entreabrí un ojo y… la luz desapareció, seguida de un suspiro exasperado. «Los saijits y su curiosidad…»
Hice una mueca testaruda.
—«Yo también sé hacer luz. Podría verte ahora mismo si quisiese.»
Palmafría me contestó con un atisbo de sorna:
—«Entonces, hazlo.»
El silencio se alargó. Y no hice nada. Al cabo, mascullé:
—«Está bueno, corriente. Oye, ¿dónde están las Colinas de las Tormentas?»
—«Mm. Ya te lo he dicho. Muy lejos, al oeste. Más allá del océano Mírvico. Más allá de la Tierra Baya. Un niño como tú tardaría lunas en llegar. Si llega,» murmuró Palmafría. «Tal vez cuando te conviertas en nakrús te dé tiempo a ir en busca de huesos de gahodal.» Noté en su voz una pizca de burla. «Mientras tanto,» retomó, «voy a darte los quince siatos que me trajiste por parte del Bor. Vas a llevarte al Lobito y mañana, a la noche, volverás con él y te daré más. Todo lo que me queda. ¿Qué te parece?»
Me tendía la bolsita de monedas al mismo tiempo y yo tardé unos instantes en reaccionar.
—«La madre,» murmuré, recogiendo la bolsa. Y fruncí el ceño, desconfiado. «Un momento. ¿Esto va en serio? ¿Qué tengo que hacer a cambio?»
—«Te lo he dicho: cuidar del Lobito,» respondió Palmafría. «Nada más.»
Espiré y mi desconfianza se desinfló. Tras una vacilación, me metí la bolsita de dinero debajo de las camisas y tomé al Lobito dormido en brazos. Pesaba algo, pero podía con él.
—«Bueno. Pues me lo llevo. Pero… mañana estará viva todavía, ¿verdad, abuela?»
La vi menear la cabeza.
—«Procuraré estarlo, pequeño,» respondió con diversión. «Procuraré estarlo. Como diría una amiga mía, que en paz descanse, larga vida a tus huesos, joven nigromante. Y recuerda: como te vea descuidar al Lobito, mi espíritu lo sabrá y se vengará. Así que ten cuidado.»
Ante su amenaza, retrocedí con una extraña sensación en el cuerpo.
—«Y-ya,» dije. «Salú, abuela. No se muera.»
Recoloqué mejor al Lobito, que estaba profundo, y me detuve junto a la puerta. Vacilé.
—«Oye, abuela,» dije. «¿Es verdad que es usted la hija de la Bruja Bífida?»
Eso me había dicho Rogan cuando le había contado mi primer encuentro con Palmafría. Y, al parecer, la Bruja Bífida no era ningún invento: se desplazaba tan rápido como un espíritu y, si te portabas mal, se insinuaba en tus sueños y te volvía loco.
Oí una carcajada baja proveniente del sofá. Palmafría contestó:
—«Falso. Soy la mismísima Bruja Bífida.»
Esbocé una sonrisa, sin acabar de creérmelo.
—«Buenas noches, abuela.»
—«Buenas noches, pequeño.»
Abrí la puerta y salí al Corredor de la Muerte. Durante todo el trayecto de vuelta a la pensión del Bello-Lado, estuve pensando: disimula, disimula, tú no tienes quince dorados metidos debajo de la camisa, nadie tiene por qué saberlo, tú haz como si fueras un guako de solemnidad… Y, mientras avanzaba por callejuelas, bajaba escaleras y me cruzaba con Gatos de toda variedad y color, el Lobito siguió durmiendo cómodamente entre mis brazos. Cuando llegué a la Avenida de Tármil sano y salvo, por poco lo desperté, porque empezaba realmente a pesarme; sin embargo, a la luz de los faroles, vi su rostro tan sereno y risueño que no me atreví y llegué hasta la pensión cargando con el rubito. Cuando entré en el patio, acababan de dar las doce y seguía nevando. Empujé la puerta con una mano, la cerré, crucé la pequeña habitación y constaté que el jergón de Yal estaba vacío. Puse los ojos en blanco. Era noche de Día-Bondad a Día-Sagrado y sin duda mi maestro debía de haber salido otra vez al teatro… Cuando llegué al gran lecho de paja, me tumbé dando la espalda a mis comparsas e instalé al Lobito entre el Sacerdote y yo. Sonreí, me aseguré de que seguía teniendo mis monedas, sonreí más anchamente y caí en un sueño plácido y profundo.