Página principal. Yo, Mor-eldal, Tomo 2: El mensajero de Éstergat

12 Palmafría

El Corredor de la Muerte, como lo llamaba el Bor, se situaba en pleno Laberinto, en un rincón lleno de trastos. Reinaba en el lugar una oscuridad casi completa y avancé con precaución, evitando cajas rotas y cestas. Al meterme en el corredor, me armé de un trozo de tabla y fui dando golpes regulares para espantar a las ratas. Las solía haber en lugares como aquellos, por eso me extrañé cuando, al lanzar una luz armónica, no vi ninguna. Sin relajar mi atención, caminé por el estrecho pasillo hasta la puerta del fondo. La puerta de Palmafría. Palmafría, la falsificadora, la maga, la bruja esperpéntica, como la llamaban algunos… Según el Bor, era la mejor falsificadora de Arkolda y nadie aún había sido capaz de demostrar que los falsos papeles que fabricaba no eran auténticos.

Dejé el palo contra el muro y di unos toques fuertes contra la madera. Esperé largo rato y volví a llamar.

«Qué pasa que no abre…» mascullé, rebulléndome.

De pronto, oí un ruido metálico apagado, la manilla se movió y la puerta se abrió ligeramente. Eché un vistazo a la oscuridad, intensifiqué la luz y… no vi nada. Fruncí el ceño. ¿Qué diablos…?

Por poco me morí del susto cuando vi surgir una manita blanca que estiró el batiente para abrirlo. Iluminado por mi luz, apareció el rostro pálido de un chiquillo rubio de no más de tres años que me devolvió una mirada parpadeante. Atenué la luz y dije:

«Brasas. ¿Me he equivocado de casa? Yo busco a Palmafría.»

«Entonces, entra.»

No fue el chiquillo el que me contestó sino una voz lánguida que me dejó un instante suspenso. La bruja, entendí con un escalofrío. Me deslicé adentro y cerré la puerta.

«Apaga esa luz.»

La apagué, aunque a regañadientes. Incluso mis ojos sokuatas se quedaron casi a ciegas. Tragué saliva y, a falta de vista, solté un sortilegio perceptista. Choqué con un escudo energético e inspiré de golpe.

«La madre…» murmuré.

Una pequeña mano cogió la mía y me dejé guiar por el rubito hacia lo que debía de ser una habitación.

«¿Quién eres?» preguntó Palmafría.

Lo único que divisé fue un gran bulto sentado en un gran sofá. Fruncí la nariz. Olía a muertos. Sin tomar casi respiración, contesté:

«Vengo de parte de Shyulí, apodado el Bor. Quiere pagar los papeles que quedan por hacer. Y quiere llevarse los que ya están hechos.» Saqué la bolsita agregando: «Traigo el dinero.»

Hubo un silencio y, al no atreverme a moverme, me quedé ahí de pie, inmóvil. El chiquillo no me soltó y se lo agradecí mentalmente. Entonces, la maga repitió:

«¿Quién eres?»

Levanté los ojos al cielo.

«Draen. Un guako. Me envía el Bor, como he dicho, y…»

«No conozco a muchos guakos,» me interrumpió Palmafría. «Pero sé que por lo general ninguno de ellos es capaz de usar armonías.»

Sus palabras me turbaron pero me encogí de hombros.

«Pues yo sí. Mire, le doy el dinero y… y me da los papeles y me voy, ¿corriente?»

«¿Vas con prisas?»

«Sí,» repliqué. Con prisas de salir de ahí, completé en silencio. Finalmente, le solté al chiquillo, di unos pasos tímidos adelante y llegué a un paso escaso del gran bulto. Creí adivinar la forma de una boca enorme y el brillo verde extraño de un… ¿ojo, tal vez? Cuando tendí el saquito, mi mano temblaba un poco.

«Son quince dorados.»

Palmafría no hizo ningún gesto para recuperar el dinero, así que, al de unos segundos, pregunté:

«¿Qué pasa?»

«¿No lo sabes?» susurró la bruja. «Todo aquel que entra en mi casa ha de pasar una prueba antes de hacer ningún negocio con Palmafría. ¿Nadie te ha dicho en qué consistía esa prueba?»

Pestañeé. ¡Fiambres con el Bor! No me había dicho nada. Tan sólo me había dicho que hiciera todo lo que Palmafría me pidiera.

«Pero yo no quiero hacer ningún negocio,» objeté. «Yo vengo de representante.»

Vi algo brillar en su boca enorme. ¿Un diente, tal vez? ¿Estaría sonriendo? Entonces, noté que mi bolsita ya no pesaba tanto, vi que la bruja había alzado la palma y solté el saquito con presteza. Suspiré de alivio. Ya sólo me faltaban los papeles.

«Tiende las manos.»

La petición de Palmafría me llenó de aprensión. Las manos, me repetí. ¿Las… las dos? Las tendí con cierto temor y pregunté:

«¿Qué vas a hacer?»

«No temas,» me replicó ella con calma.

Me cogió ambas manos con las suyas, que eran muy grandes, demasiado grandes para un saijit. Estaban muy frías. La bruja no dijo nada. Cuando me soltó el primer sortilegio, rebotó en mi mano izquierda, pero el segundo rompió el escudo de la sokuata y yo estaba repitiéndome que todo aquello era necesario para llevarle los papeles al Bor cuando entendí de pronto lo que Palmafría estaba haciendo.

¡Estaba absorbiendo el morjás de mis huesos!

Invadido por el horror, contrarresté su sortilegio con una descarga mórtica. La oí resoplar de estupefacción y ambos nos quedamos un terrible instante sin saber cómo reaccionar. Sin asimilar aún qué había pasado, probé apartarme de golpe. Palmafría me retuvo a la fuerza, el pánico me invadió y lancé otra descarga mórtica a través de mi mano derecha, pero la bruja previó el ataque, lo deshilachó y me envolvió de una energía que me dejó confundido. Caí de rodillas sin que ella me hubiera soltado las manos.

«Eres un nigromante.»

Su voz, jadeante, vibraba de incredulidad. Una energía potente se arremolinaba ahora alrededor de mi mano derecha. Lo sabía, entendí con un escalofrío. Sabía que mi mano funcionaba con energía mórtica.

«No me hagas daño,» supliqué. «Tú también usas de esos trucos. Intentabas robarme el morjás. Eso no se hace,» farfullé. Durante los cuatro años que había pasado con mi maestro, este tan sólo se había nutrido de mi morjás tres veces, una vez como prueba y las otras dos porque lo necesitaba de veras. Pero siempre lo había hecho con mi consentimiento.

La energía que envolvía mis manos se deshilachó poco a poco y Palmafría dijo al cabo:

«No tengo otra opción. Mi morjás está destruido y mi vida se sostiene con la energía de mis visitantes.»

Así que el Bor me había elegido a mí y no a ningún amigo suyo, entendí con una mueca. La maga me soltó las manos y, tal vez por eso, me calmé y no me moví. Simplemente saber que estaba hablando con una nigromante me llenaba de maravilla. Además, siendo ella como yo, no podía denunciarme, ¿verdad?

«Dime,» dijo Palmafría en voz baja. «¿Quién eres?»

Meneé la cabeza, perplejo.

«Ya te lo he dicho. Soy Draen. Un guako. Vengo del valle. Ahí aprendí lo que sé de… eso de lo que no hay que hablar. Mi maestro no quiere que hable de él. ¿Y tú?» inquirí con curiosidad.

Palmafría giró su gran cabeza. Apenas la veía y, la verdad, cuanto más adivinaba sus contornos más me convencía de que cuanto menos la viese mejor. Ella contestó con voz ensimismada:

«No recuerdo de dónde vengo. Hace unos cien años sufrí un accidente y no recuerdo casi nada de lo que pasó antes. Curioso, ¿verdad? Lo único que sé es que intenté convertirme en lo que por aquí llaman un nakrús. Me salió mal. Y por eso ahora estoy como estoy, hijo. Me siento como un alma muerta vagando por el camino de la vida. Siéntate si quieres,» me invitó. «Te daré esos papeles.»

Apenas vacilé antes de tomar asiento en el sofá. La oí reír por lo bajo.

«¿Sabes? Aparte de mí y del Lobito, eres el único en haberte sentado en este sofá desde hace doce años. Dime, pequeño,» retomó. «¿Crees en los espíritus?»

Enarqué una ceja y asentí.

«Natural.»

Una a una, Palmafría iba ahora contando las monedas que le había traído.

«¿Por qué?»

Su pregunta me desconcertó. Reflexioné y dije:

«Porque, si no, me llamarían hereje.»

Palmafría guardó silencio unos instantes. Entonces me preguntó con una extraña dulzura:

«¿Crees que, al morir, te convertirás en espíritu?»

«Sí, señora. Dicen que cuando mueres puedes proteger a la gente a la que quieres. Yo es lo que quiero hacer.»

Vi en la oscuridad dibujarse en sus labios torcidos una leve sonrisa.

«Bienaventurado.» Me tendió un fajo de papeles. «No los pierdas en camino y dile al Bor que tendrá los demás papeles dentro de dos semanas.»

Acepté los papeles y me levanté con desgana. En un rincón de la oscura habitación, se adivinaba el pequeño bulto acurrucado del chiquillo… el Lobito, como lo había llamado Palmafría. ¿También a él le robaría morjás? Simplemente pensarlo me horrorizaba y determiné que eso era imposible. Me metí los papeles debajo de mis dos camisas y me rebullí. No quería irme. Me moría de curiosidad y al mismo tiempo no se me ocurría ninguna pregunta… ¿Tenía lógica eso?

Como adivinando mi renuencia a irme tan rápido, Palmafría sugirió con suavidad:

«Vuelve cuando quieras.»

Asentí, retrocedí unos pasos hasta el pasillo y vacilé.

«¿Me cogerás morjás si vuelvo?» pregunté.

Hubo un silencio. Entonces la oí contestar un:

«No si no quieres. Pero esto no se lo digas a nadie. Palmafría la bruja no hace excepciones.»

Noté una nota bromista en su voz y sonreí.

«Ni mis ancestros se enterarán,» juré. Eché una ojeada hacia el chiquillo y lancé: «Salú, Lobito. Salú, señora.»

Y me marché.

Regresé al Espíritu Riente por el camino más seguro que encontré, entré en el callejón y el Bor fue a abrirme la puerta. Deslizándome por la abertura, le eché un vistazo a mi compañero de cárcel y constaté que había dejado su disfraz y ahora vestía como un hombre más bien elegante.

«Brasas. ¿Y Ferruca Caldisona?» pregunté, desconcertado.

El Bor sonrió anchamente cogiendo los papeles que le tendía.

«Murió de un susto al mirarse en un espejo. Ahora aquí se hospeda el señor Asaveo,» declaró, agitando los papeles falsificados recién adquiridos. «Buen trabajo, Cuatrocientos. ¿Qué tal con la bruja?»

Al mismo tiempo que preguntaba, me tendió un montoncito de monedas. Las acepté con una sonrisa.

«Bien, bien,» dije, distraído, contando las monedas. Enarqué una ceja. «¿Cinco siatos?»

«No tengo más aquí. Los otros cinco vendrán mañana, ¿corriente?»

No le di vueltas y me encogí de hombros.

«Corriente. Pero mañana sin falta, ¿eh? Es que con cinco no me da para comprar abrigos a mis comparsas también. Quiero regalarles también uno a ellos. Es que, la madre, con el invierno que viene… No es tan duro aquí como en las montañas, pero mis comparsas, ellos, no están acostumbraos, sabes.»

«¿Abrigos?» repitió el Bor. Y sonrió anchamente. «¡Vamos! Haberlo dicho antes. Conozco a un buen amigo que revende barato. Por cinco te traigo cuatro abrigos. ¿Cuántos quieres?»

Me carcajeé ante la buena noticia.

«¡Pues cuatro! ¿Hablas en serio?»

«En serio y en drionsano, chaval. Mañana mismo los tienes. Venga, alivia, que en un ratillo viene mi dama. Venga,» me exhortó, abriendo de nuevo la puerta.

Salí mientras decía animadamente:

«Oye, Bor, se agradece, la verdad, se agradece mucho, porque…»

Bruscamente, el Bor me cogió del pescuezo y solté un jadeo ahogado de sorpresa.

«Cuidado con lo que dices,» me gruñó. «Llámame señor Asaveo o señor a secas. Si vuelvo a oírte llamarme Bor te arreo una de la que te acordarás toda tu vida. ¿Está claro?»

Contesté enseguida:

«Sí, señor.»

Me soltó y, sin más dilaciones, cerró la puerta. Resoplé, bajé las escaleras exteriores masajeándome el cuello… y sonreí. Aquel día había sido un día redondo. Primero, me había ganado el cariño de las señoritas de La Serena, luego, pese a todo, había visto a mi padre el barbero y a un hermano, y había saldado una deuda con Yarras y hablado con Yal y, para colmo, tenía ahora cinco siatos en mi bolsillo y había conocido a una nigromante.

Durante todo el trayecto de vuelta al refugio estuve pletórico. Hasta que, de pronto, en una callejuela del Laberinto vecina a la de la Escalera, avisté a dos siluetas pequeñas conversando junto a un enorme lobo. Apenas lo vi, este lanzó un ladrido, parte de mí lo reconoció y yo salí corriendo, alocado. Mi visión se fue poblando de ardillas. Cuando llegué a la Escalera y vi a Manras y Dil sentados en los peldaños junto a otros guakos, grité:

«¡Compadres, al refugio! ¡Al refugio!»

Mis comparsas reaccionaron los primeros. ¡Y con qué eficacia nos deslizamos adentro todos! Afuera, los ladridos del monstruo cuadrúpedo se eternizaron y hasta lo vimos pasar su hocico por el hueco para olfatearnos. Gracias a los espíritus, no se atrevió a entrar y una voz soltó en caéldrico:

«¡Dakis! ¿Quieres callarte ya? Qué manía con perseguir a la gente.»

Oí las pezuñas de la mascota de los subterranienses contra la madera de la Escalera. Y, al de un rato, ya no se oyó nada.

«¿Qué mosca le picó a ese perro?» resopló uno de los guakos.

«¿Perro?» repetí. «¡Era un lobo enorme!»

«Un perrazo,» replicó otro.

«Un lobo,» insistí.

«Era un perro, y punto, isturbiao,» me gruñó el primero, exasperado. «Los lobos tienen morros más finos. ¿No los has visto en el Jardín de Fieras?»

Hice una mueca y confesé:

«No. Pero ya he visto alguno en el valle…»

Se oyó una carcajada.

«¡Al Espabilao le asustan los perros!»

«Qué va,» protesté.

«¡Confiesa!»

Le di un empellón a ciegas al compadre burlón soltando:

«Atranca la boca, shur.»

«Buah, a todos nos asusta algo,» aseguró él.

De pronto, agrandé los ojos reconociendo la voz y exclamé:

«¿Bailador? ¡Espíritu patrón, pero si me contaron que te afufaste de la Roca!»

Nat resopló.

«Bah. Y me afufé, pero he vuelto. Malos tratos con la banda con la que fui. Como ellos no querían darme la karuja, me avine de nuevo acá. Llegué ayer.»

Preferí no imaginarme en qué estado habría llegado. Suspiré.

«Está bueno verte. Bueno, aunque no te vea,» dije, alzando una mirada hacia el hueco por el que se infiltraba la poca luz de la Gema que conseguía iluminar la callejuela.

«A ti también,» replicó Nat. «Mira que dejarse aferrar por antisocial…»

Prorrumpió en una carcajada y yo, sonriendo, le di otro empellón.

«Si hubiera sido por ladrón, me habrían enclavelizado por tres lunas mínimo,» relativicé.

Se oyó un brusco ¡bom! sobre los peldaños de la Escalera y me estremecí, creyendo que había regresado el perro, pero entonces apareció otra flaca silueta por el hueco.

«¡Salú! ¿Qué pasa hoy, que andáis todos a cubierto? Si no llueve,» se extrañó Rogan.

«Fue por culpa de un lobo,» explicó Manras.

«Que fue un perro,» lo corrigió el Bailador riendo. «Un perro que le ha dejado al Espabilao temblando de pies a cabeza.»

Inspiré y mastiqué para calmarme antes de soltar:

«Salú, Sacerdote. ¿Qué andabas?»

«Orando, ¿y tú?»

«Negociando.»

El Sacerdote emitió un sonido burlón mientras se hacía un hueco para sentarse.

«¿Negociando?» repitió.

«Sí, y hasta he hablado con mi primo. Nos invita. Bueno, no a todos,» dije, para no crear equivocaciones. «Dice que Manras, Dil y tú podéis venir. Nos ha preparado hasta un lecho de paja.»

«¡De paja!» se burló el Bailador. «El Raudo se ha encontrado una casa con vistas al Hipódromo y el río. Un gustazo ver el sol amaneciendo que no veáis. Yo, en cuanto el Espabilao diga que el lobo malo se ha ido, me marcho para allá.»

«Escalufniao,» me carcajeé. «¿Y me vas a decir que tiene casa con techo?»

«Ajá. El Raudo ya no es un guako cualquiera, shur. Es un cap de clase. Tiene arte. Y yo le doy mi confianza.»

Hice una mueca pensativa. El Raudo siempre había tenido ambición de mandar. Pese a todo, me caía bien y yo bien sabía que le caía bien también a él y que, si lo hubiese querido, hubiera podido forzar las paces con Syrdio y quedarme a vivir en la banda. Pero, ahora que le había dicho a Yal que iría a instalarme en su casa, no iba a cambiar de planes.

«¡Bueno!» lanzó el Bailador, moviéndose. «Creo que el lobo ya se ha marchado. Salú, gente, y buenas noches.»

Lo saludamos y, como él se marchaba, me pasé una mano para frotarme los ojos. Estaba agotado. Si no lo hubiese estado, tal vez me habría envalentonado lo suficiente para ir a la Fonda y decirle a Korther: gran notición, los subterranienses no se han ido, están en los Gatos. Pero no lo hice. Además, quién sabe si a Korther no se le habría ocurrido usarme como cebo para atraer al lobo, con Shokinori y Yabir detrás… Sólo de imaginarme otra vez corriendo perseguido por el lobo me entró un pánico tal que las armonías volvieron a hacerme jugarretas y necesité un rato para calmarme lo suficiente y lograr deshacerlas. Ya ni siquiera me pregunté por qué me pasaban esas cosas: empezaba a convertirse en una costumbre.

Algunos guakos, entre los cuales Rogan, habían salido de debajo de la Escalera y los oía murmurar entre sí. Bostezando, me acurruqué en el rincón habitual y, aplastado entre mis comparsas, estaba a punto de dormirme cuando Manras me susurró:

«¡Espabilao!»

«Mm…»

«El Bailador me ha preguntado si yo también era un Daganegra. Me ha dicho que, si tú lo eras, yo igual también lo era. ¿Eso es verdad?»

Sin abrir los ojos, resoplé suavemente.

«Carababhuesadas. No eres un Daganegra, shur.»

Hubo un silencio. Entonces, Manras volvió a llamarme:

«¿Espabilao? ¿Duermes?»

«Un poco,» respondí.

«¿De verdad te asustan los perros?»

Puse los ojos en blanco.

«Depende cuáles.»

«¿Los grandes?»

«Sí. Los grandes.»

«Entonces como yo,» se solidarizó Manras. «A mí me asustaban mucho los perros de Adoya. Mi hermano decía que se comían a los niños que se portaban mal.» Marcó una pausa, como si lamentara haber pensado en su hermano, y entonces escupió: «Un isturbiao. Que se pudra en su tumba.»

Mi corazón dio un vuelco de sorpresa. ¿Desde cuándo sabía él que…?

«Warok… ¿sabes que está muerto?» jadeé.

«Er…» dijo Manras, como perplejo. «Natural. Se escachufó a principios de otoño. ¿No te enteraste?»

Sabía que Manras estaba lejos de ser una persona insensible… y que no mostrara lástima alguna por Warok me quitó cualquier remordimiento que hubiera podido tener por haber mandado a su hermano al otro barrio.

Por toda respuesta, posé una mano sobre su cabeza sucia y murmuré:

«Sorna, shur.»

Esta vez, no hizo más preguntas. O, en cualquier caso, yo no las oí, pues caí casi de inmediato en un profundo lago de silencio y reposo.