Página principal. Yo, Mor-eldal, Tomo 2: El mensajero de Éstergat

7 Evasión

Cuanto más se acercaba el día de la huida del Bor y del Raiwano, más nervioso me sentía y con razón, pues si algo salía mal y descubrían nuestra complicidad, nos arriesgábamos todos a un severo castigo. Hubiese deseado que huyesen después de que yo me marchara, pero eso era improbable: el último barrote ya estaba casi partido en ambos lados y, en fin, todo funcionaba según los planes del Bor. El único obstáculo aún incierto era Alvon. Todavía no se le había puesto al corriente de nada.

Una noche, el Bor me hizo señas para que me acercara y me murmuró:

«¿A qué esperas para seguir limando?»

Hice una mueca y dije muy bajo:

«¿Crees que es seguro?»

El rufián frunció la nariz y, entonces, se giró hacia Alvon.

«Oye, Veinte. No nos has dicho todavía por qué te han metido aquí. Vamos. Estoy dispuesto a pagar medio dorado por una buena respuesta.»

El Daganegra cenaba aún su sopa. Comía lentamente. Tras un silencio, dijo:

«Si me pagas ochenta siatos, te contesto.»

La respuesta me arrancó una mueca de asombro. El Bor enarcó una ceja.

«¿Ochenta siatos, ni más ni menos? ¡San Daglat! Creo adivinar la causa de tus males,» rió. «Moroso en estado crítico, ¿voy bien encaminado?» Alvon no mostró ni la más leve alteración en su semblante. «Ochenta siatos,» repitió el Bor. Ya veía yo cómo en su mente iban aumentando las posibilidades de soborno. «¿Sabes? Estoy dispuesto a dártelos. A cambio de tu silencio.»

Y sonrió, tal vez porque, precisamente, Alvon estaba siendo muy silencioso ahora. Al fin, el Daganegra soltó con voz neutra:

«¿Hablas de los barrotes de la ventana que está limando el guako?»

Palidecí. El Bor se carcajeó.

«¡Eres observador!» apreció. Noté sin embargo una muy leve tensión en su voz. «Dime, Veinte. ¿Qué tal te parece cómo me las estoy arreglando, eh? A esto se le llama evasión sin esfuerzo, ¿no te parece? ¡Y el chaval! Un verdadero encanto, trabaja sin gimotear, no como ese vago,» acusó a Farigo. Y me cogió de los hombros, sacudiéndome con paternalismo. Puse los ojos en blanco y, en cuanto me soltó, me aparté y fui a reunirme con Farigo. «¿Para cuántas lunas estás?» retomó el Bor.

Alvon tardó en contestar, como si necesitase tiempo para procesar la pregunta.

«Hasta que salga,» dijo al fin.

«Huh. Natural,» sonrió el Bor, burlón.

Hubo un silencio. Entonces Alvon preguntó:

«¿De dónde vas a sacar los ochenta siatos?»

La sonrisa del Bor se ensanchó.

«¡Ah! De eso se ocupa mi dama. Es una reina. Puede ganarte doscientos dorados en una tarde.»

La cosa se concretó y, en unos minutos, Alvon aceptó guardar silencio a cambio de ochenta siatos. Pidió participar él mismo en la evasión, con lo que el Bor desconfió y dijo que, si le daba los ochenta, para qué iba a evadirse. Alvon le dijo que esos eran asuntos suyos, pero que se comprometía a ayudarle eficazmente durante la evasión y que su ayuda compensaría de lejos los ochenta siatos. El Bor quedó convencido, se estrecharon la mano y, después del toque de queda, bajo la mirada expectante del Bor, me subí y seguí limando el barrote.

La huida estaba prevista para la noche de Día-Sagrado a Día-Mozo. Es decir, dentro de dos días. Y, como bien decía el Bor, que de apuestas sabía mucho: o salía todo bien, o salía todo mal.

* * *

Ya estaba todo preparado. Acabábamos de cenar y esperábamos con ansiosa expectación el toque de queda mientras echábamos una partida de tenedores. Pese a mí, formé de nuevo pareja con el Tarao. Le avisé de que, si ganábamos, que se quedara con el dinero pero que, si perdíamos, que él pagaría las pérdidas. Perdimos. Y el Tarao, por supuesto, me echó la culpa a mí. Cuando se veía obligado a echar la culpa a alguien, me la echaba siempre a mí.

Viendo desaparecer las monedas en los bolsillos del Bor, fui de pronto muy consciente del poco tiempo que me quedaba ya en el Clavel. Cosa extraña, pensé en el futuro y se me ocurrió una idea. El Bor ya estaba guardando las cartas. Tras una vacilación que no duró ni un par de segundos, le estiré la manga y le murmuré:

«Oye, Bor. Estaba pensando.»

«No me digas.»

«Sí. Escucha. Al Viruelao y al Tarao les vas a dar veinte dorados, ¿no? Al Veinte ochenta. Y… y yo he hecho todo el trabajo. Lo de los barrotes, la cuerda y… y pues eso.»

El Bor me observó con una sonrisa mal reprimida.

«¿Pues eso qué, shur? A cambio, me he gastado veinte dorados en karuja, ¿recuerdas?»

Palidecí. Vaya, pues sí que se había gastado un pastón. De pronto, mi solicitud me pareció ridícula y desistí.

«Ya. Cabal,» suspiré. Me mordí el labio y apunté sin embargo: «Pero yo he hecho todo el trabajo.»

Pese a que le hablaba al Bor en voz baja, el Tarao me oyó y soltó una risita sardónica.

«Será granuja, el guako…»

«Tiene toda la razón,» lo contradijo el Bor con calma.

Lo miré, sorprendido.

«¿De verdad?»

«De verdad, Cuatrocientos: te daré diez dorados si me haces un último favor.» Y como yo lo miraba, expectante, acercó sus labios a mi oído y murmuró muy bajo: «Cuando salgas, ve al Espíritu Riente, en los Gatos, y pregunta por Caldisona. Ella te dará el dinero.»

Lo miré, extrañado. ¿Por qué me hablaba de modo que los demás no pudiesen oírnos? Además, aquello no se parecía tanto a un favor como a las indicaciones de cómo recuperar mi recompensa. Me encogí de hombros y asentí.

«Corriente.»

El Bor esbozó una sonrisa.

«Estupendo.»

Se recostó contra el muro con los brazos cruzados y lo vi alzar una mirada intensa hacia el ventanuco y el pequeño vano rectangular. Afuera, llovía a cántaros.

«Os vais a hundir,» observé tras un silencio.

«Bah, la peor noche para el sereno es la mejor noche para el evadido,» replicó el Bor en un susurro. Sonrió. Mentalmente, aposté un cinclavos a que estaba pensando en su dama.

Llegó el toque de queda y nos tumbamos en silencio. Cuando el vigilante pasó, a las once, nadie dormía en la celda. Se alejó. Y, en cuanto dejamos de oír sus pasos, el Bor, el Raiwano, Alvon y yo nos levantamos. Sabíamos lo que teníamos que hacer. El Raiwano retiró la reja; Alvon soltó un sortilegio de silencio para absorber el sonido; y yo ayudé a fijar la cuerda. Cuando la vía de escape estuvo lista, el Bor le estrechó la mano al Tarao, me revolvió el cabello y se subió ayudado por el Raiwano. Desapareció bajando por la cuerda. A continuación, fue Alvon quien ayudó al enorme elfo a pasar por el ventanuco. No fue fácil, pero lo consiguió y, cuando la cuerda se aflojó, en vez de subir directamente, se giró hacia mí, me agarró del hombro y me susurró:

«Cuando salgas, dile a Korther que Yerris no tiene la culpa.»

Era la primera vez que demostraba explícitamente haberme reconocido y, la verdad, mi primera reacción fue la de sentir vergüenza por haberme mostrado tan sometido al Bor por culpa de la karuja. Pero, buah, ¿qué vergüenza ni qué chanfainas? Tras echar a un lado las cuestiones de dignidad, asimilé el sentido de las palabras de Alvon pero, cuando quise pedirle que se explicara, él ya había trepado hasta el ventanuco y lo vi desaparecer mientras me rascaba el cuello. Bueno… Corriente, Yerris no tenía la culpa y me alegraba pero… ¿culpa de qué?

Suspiré, trepé a mi vez y, constatando que ya la cuerda estaba libre, la desaté como me habían pedido que hiciera, aterricé de nuevo en el suelo y el Tarao me pasó una botella: esta contenía un producto que nos sumiría en un profundo letargo. A los guardianes, les diríamos que fue el Bor el que nos la había dado durante la cena —lo cual era cierto y no sé de dónde la había sacado. A la mañana, seguiríamos durmiendo como osos sin que el grito más atronador pudiera despertarnos. Tomé un trago, le di la botella a Farigo, quien se la devolvió al Tarao. Me tumbé y esperé los efectos. Los esperé durante una hora. No vinieron. Por un momento, creí que el Tarao me había engañado. Pero no: constaté que él, el Viruelao y Farigo dormían profundamente. Hasta le estiré las orejas a este último para comprobar. Nada. Mis compañeros de celda estaban dormidos. Y yo no lo estaba. ¿Sería porque era un sokuata? No lo sabía pero, en todo caso, estaba en un aprieto. Me tumbé de nuevo, nervioso, e intenté dormir. Pese al cansancio, me fue totalmente imposible.

Momentos después, volvió a pasar el vigilante nocturno. Sus pasos se acercaban y la luz de su linterna se hacía cada vez más intensa. Yo le daba la espalda, y afortunadamente porque, cuando soltó un bufido, abrí muy grande los ojos. Sonó la alarma y, en unos minutos, toda la cárcel estaba patas arriba, se oyeron sonidos estridentes de silbatos afuera y unos guardianes entraron en la celda con perros. Constataron que estaban todos dormidos… salvo yo. Me agarraron del brazo y me gritaron encima. Fingí un aturdimiento absoluto. No me valió. Me sacudieron. Un perro gruñó, se acercó y… mi mente se llenó de pronto de ladridos infernales. Perdí la cabeza. Corrí, me empotré contra la pared, tartamudeé algo en caéldrico, creo que pedía auxilio a mi maestro, pues este apareció y me dijo con dulzura y sabiduría:

«Arrojo y valor, hijo.»

Me dio un hueso de conejo y lo mordí, aunque no sé qué mordí en realidad. En cualquier caso, los guardianes estaban muy furiosos. Y es que, si no recuperaban a los evadidos, podía ser que ellos mismos fueran castigados a prisión por negligencia. Al ser el único despierto, la tomaron conmigo. Me llevaron a un calabozo de la planta baja y me interrogaron. Insistieron en saber de dónde habíamos sacado la botella con el somnífero y yo les dije:

«No sé. El Bor. Fue el Bor. Fue el Bor…» repetí.

Ahora que estaba rodeado de agitación, me daba cuenta de que el somnífero tal vez no me había dormido, pero sí que me había afectado. Me sentía como si estuviera en otro mundo y las armonías no lo arreglaban. Con cada segundo que pasaba se iban haciendo más nítidos el cielo del valle, los árboles, el yarack y las ardillas. Los guardianes dejaron de zarandearme y soltarme amenazas cuando un gran elfo oscuro entró en la sala. Gruñó algo y me agarró de la barbilla, aplastándome las mejillas. Era el alcaide. Sus ojos amarillos me atravesaron como dagas.

«Cuatrocientos. Se te acusa de haber contribuido a la evasión de tres compañeros de celda. Si hablas, no se te culpará por ello. Pero hasta que no hables, piojillo, te vas a quedar en este agujero a pan y agua, ¿entendido?»

Le devolví una mirada apagada y no le contesté. Me dejaron al fin solo. No sé cómo me dormí, la verdad, pero lo conseguí. Al despertar, supuse que sería ya de día por la tenue luz que se infiltraba por la rendija de la puerta. Me habían traído un bol de agua y un mendrugo de pan. Desayuné, saqué de mi bolsillo media bolita de karuja, me la metí en la boca y me recosté contra una pared. No había banco en aquella celda, ni ventanas tampoco. Afortunadamente tampoco había ratas.

En cambio sí que había muchas estrellas.

Como el pasatiempo de contarlas era un poco limitado, me divertí dándoles a cada una historia. Esa de ahí había sido una florista y había vendido muchos claveles… no, claveles no, rosas en una esquina de la Plaza de Luna. Esa otra, temblorosa e incierta, era la de un sombrerero con pensamientos amables y honrados. No había, en aquel cielo, ni una estrella de ladrón, ni una estrella de guardián, mangaplatas o desenterrador. Sólo estaban ahí las estrellas buenas: las otras estaban apagadas para siempre. La mía estaría apagada para siempre.

Acurrucado contra la pared, lloré amargamente. No sabía por qué me sentía tan triste. Al fin y al cabo, el Bor se había evadido, ¿no? La culpa la tenía el alcaide, me dije. Su mirada, aquella mirada amarilla y severa… parecía haber querido decirme: no saldrás de la cárcel hasta que te metamos en un ataúd. Y la simple idea de quedarme ahí mucho más tiempo me entristecía porque echaba de menos a mis comparsas, a Yal, a Yerris… Inspiré y, en la intimidad de mi calabozo personal, me desfogué derramando lágrimas.

En un momento, un guardián rubio que se llamaba Rik abrió un pequeño batiente de la puerta, me lanzó un vistazo y dejó la mirilla abierta, no sé si para poder tenerme vigilado o para permitir que, de oscuridad casi completa, pasara a tener algo de luz. Debieron de pasar tres o cuatro días, porque la karuja se me terminó. El resto de las reservas las tenía escondidas en la otra celda. Cuando empecé a notar que el dolor se intensificaba, me arrastré hasta la puerta, me colgué a los barrotes de la mirilla, me icé y solté:

«¡Rik!»

El guardián rubio, que estaba sentado en una silla, dibujando, se levantó, sobresaltado.

«¿Qué pasa, hijo? ¡Hey! Descuélgate de ahí, que te vas a hacer daño.»

Me descolgué, retrocedí y, viendo aparecer el rostro de Rik en la mirilla, recé a todos los espíritus del mundo y dejé escapar:

«Rik. ¿Podrías traerme la karuja que tengo en la otra celda? Por favor,» le supliqué.

El rostro de Rik se ensombreció.

«Eso no, muchacho.»

Iba a alejarse de la mirilla y me apresuré a insistir:

«Por favor. Te juro que, a cambio, hago todo lo que quieras.»

«Lo mismo le juraste al Bor, ¿eh?» me replicó Rik con leve sarcasmo.

Me quedé sin saber qué decir y él me echó una ojeada compasiva y reprobadora antes de alejarse. Lo oí sentarse en la silla. Fiambres. Volví a colgarme de la mirilla. Rik seguía dibujando. Me solté y, de pronto, sentí una convulsión en todo mi cuerpo. El miedo me atenazó. La sola idea de tener que volver a pasar por lo que había pasado ya una vez me espantaba.

«Por favor,» murmuré. «Por favor, por favor…»

Lo repetí incontables veces, pero Rik no me hizo caso. Sin duda él pensaba hacerme un favor ayudándome a desintoxicarme de la karuja. Y un infierno. Lo único que iba a conseguir era matarme.

Cuando se le acabó el turno, Rik dejó la silla y pasó junto a la mirilla para decirme:

«Buenas noches, muchacho.»

Al contrario que las demás veces, no le contesté. Él debió de pensar que me había enfadado con él. Era falso: simplemente estaba mordiendo mi bol para no gritar. Los ojos me ardían, tenía hambre, estaba agotado y mi cuerpo me dolía como si estuviese algún demonio amartillándome cada nervio.

Pasé una noche de pesadilla. A la mañana, Rik llegó y me soltó:

«¡Buenos días, muchacho!»

Tampoco le contesté y, esta vez, el guardián se inquietó. Me preguntó algo y yo, acurrucado en el calabozo, no contestaba. Temblaba, y no sólo de frío: la mismísima muerte parecía querer desgarrar mi alma antes de acogerme en su reino de espíritus. Todo se tambaleaba ante mí. Rik llamó a un compañero, entró con él en la celda, me sacudió y espabilé un poco.

«Hey, chaval, ¿estás bien?»

Despegué unos labios resecos, inspiré una bocanada de aire, abrí mucho los ojos y logré farfullar:

«Muerte…»

Los ojos de Rik se ensancharon.

«¿Pero qué dices?»

Por toda respuesta, inspiré, asfixiado por el dolor. El compañero de Rik hizo una mueca y con el tono aguerrido y sombrío del que está acostumbrado a esas escenas clarificó mi balbuceo:

«¿Rik? Creo que se está muriendo.»