Página principal. Yo, Mor-eldal, Tomo 2: El mensajero de Éstergat
¡Ho ho!
Calculo, sumo, resto,
añado un poco de esto,
otra pizca de ácido,
y hace bang, hace bong,
salen chispas, ¡zin zan zon!
ya está lista mi poción.
Sentado en mi jergón, en una esquina de la habitación, hice una mueca entre sonriente e inquieta mientras observaba al alquimista. Este canturreaba agitando sus frascos y haciendo mejunjes y garabatos en su cuaderno.
Llevaba como tres semanas metido en el refugio del alquimista, una casa de Atuerzo, pequeña pero más bien bonita, con jardín y todo. No podía quejarme: todo iba bien. Aberyl nos traía la comida, mi pierna rota estaba ya casi curada gracias a mis sortilegios mórticos y el alquimista no me hacía preguntas embarazosas sobre mis habilidades nigrománticas y, encima, trabajaba para buscar un remedio a la sokuata. O al menos eso decía. Cuando le oía pedirle a Aberyl que le comprara ciertos artículos para sus experimentos, yo aguzaba siempre el oído esperando su nueva trastada. Y es que no fallaba una. Tal día, pedía un cántaro de radrasia, tal otro un gran racimo de uvas, angulas frescas o un zumo de no sé qué bayas exóticas. A todas esas cosas, les rendía la adecuada pleitesía engulléndolas no bien Aberyl se marchaba. A veces me hacía falta recordarle que yo tenía dos ojos, oídos y un estómago para que se acordara de compartir conmigo.
En fin, que los dos vivíamos como dos príncipes y por la cara del santo espíritu patrón. No sabía Korther qué clase de persona había ayudado a salvar de la mina. Viéndose liberado de palizas, cadenas y amenazas, el gnomo hacía lo que le venía en gana. Tal vez para sentirse menos apremiado en su labor, había tratado de explicar los efectos de la sokuata: era, según afirmó, una poción de mutación que volvía el cuerpo dependiente del producto, pero su falta tan sólo provocaba un «dolor fuerte» que podía ser reducido, muy probablemente, con un calmante. Había dado una lista de productos y todos resultaron ser ineficaces. Sin embargo, al de unos días, supe por Aberyl que el Gato Negro ya había encontrado un remedio temporal: la karuja. Era un droga. La llamaban algunos la droga de los mangaplatas, y es que era una droga muy cara. Por eso, de momento, a los que teníamos el privilegio de tener al alquimista tan cerca, no nos compensaba probarla. Lo más curioso era que, por lo visto, la karuja no provocaba en los sokuatas los usuales efectos eufóricos y alucinógenos. Yal, siempre prudente, decía que quedaba por ver si no causaba así y todo cierta adicción. En cualquier caso, cuando, una noche, vino a visitarme Yerris para anunciarme que el Sacerdote estaba curándose como un campeón, le pedí que a mis comparsas no les diera porquerías sino sokuata de la buena. El Gato Negro se había encogido de hombros replicando: como quieras, shur.
Resultaba ahora que, viéndose abandonados de todos los lados, Manras y Dil se habían metido en la banda del Raudo. Me exasperaba a veces el poco caso que les hacía Yerris. Parecía que, por haber sido ellos cachorros de los Ojisarios, les tenía manía. ¡Como si él no hubiera sido también criado por estos! De haber podido moverme, habría ido a buscarlos y me los habría traído a casa del alquimista contra el consejo de Yal. Y es que, de entre todos los guakos, ellos eran los más susceptibles de ser reconocidos por los Ojisarios que habían sobrevivido al hundimiento de la mina. Muerto el Embozao, que nos conocía a todos, nuestros demás compañeros se encontraban relativamente a salvo: los únicos signos que hubieran podido traicionarlos eran las cicatrices de sus pies y manos.
—«Darirán, darirán,» canturreaba el alquimista. «Draen. Pásame esa probeta de ahí, ¿quieres?»
Me levanté con mi bastón y le acerqué el tubo de cristal que me señalaba. Aquel día, el alquimista estaba particularmente movido. Desde luego, no sé si buscaba realmente el remedio, pero no se hacía el vago, eso no.
Lo observé mientras vertía un líquido marrón en un aparato nuevo que le había regalado Korther —un artilugio «esencial», según afirmó. El gnomo soltó algún sortilegio brúlico, sacó el producto, hizo alguna mezcla más, obtuvo una solución verdosa y vi unas burbujas escaparse. Olía a cadáver. Fruncí la nariz.
—«Señor Wayam,» solté.
El alquimista se había quedado mirando fijamente su pócima.
—«¿Mm?»
Vacilé, mirándola yo también. Interiormente, me preguntaba si, aquel día de la explosión, no se le habría perdido alguna cosa esencial y estaba ahora haciendo el paripé, buscando algún remedio a ciegas. No sabía si serían los frascos, el cuadernillo, las neuronas o qué… pero de verdad parecía que algo se le había perdido.
—«¿Cuánto tiempo cree que va a tardar en encontrar el remedio?»
Hacía tal vez ya tres días que no le hacía la pregunta. El alquimista me echó la misma mirada impaciente que la última vez.
—«No está bien meter prisas a los profesionales, muchacho. Cuanto más acelerado, menos eficaz. ¿O es que quieres que mi poción te convierta en dragonzuelo peludo? Lo dicho: cada cosa a su tiempo.»
Suspiré.
—«Bueno. Cabal. ¿Me necesita para algo?»
—«¿Yo? Para nada, chaval. Ándate. Vete afuera a cantarles a las margaritas.»
Puse los ojos en blanco. Hacía un par de semanas, me había pillado cantándoles a las flores en el jardín y desde entonces le gustaba despedirme con esa frase. Me alejé con mi bastón, aunque ya apenas notaba dolor en mi pierna. Empujé la puerta, salí al vestíbulo y del vestíbulo al jardín. Hacía calor afuera, pese a que ya hubiese empezado el otoño. Durante días, el cielo había estado nublado de ceniza, no se sabía si era por algún volcán de las Montañas de Ceniza o por los fuertes vientos que habían levantado la ceniza del Desierto de Manceniz; en cualquier caso, según Yal, las inquietudes e interpretaciones acerca de esa nube negra habían copado todos los grandes periódicos y la noticia del «derrumbamiento rocoso» en el Laberinto había pasado, como quien dice, desapercibida.
Vagué entre los arbustos llenos de flores. Los rayos de sol de la tarde iluminaban los pétalos coloridos y las hojas amarillentas del roble de la esquina. Me senté al pie de este, saqué de mi bolsillo mi piedra afilada y unas avellanas y fui rompiendo estas con aquella y comiéndomelas con deleite. Y no era menor deleite percibir los tranquilos zumbidos de los insectos y el suave susurro de la brisa. Mis ojos sonrientes vagabundeaban de flor en abeja, de abeja en mosca y de mosca en nube. ¡Y pensar que era gracias al Embozao que podía contemplar aún todo aquello!
Acababa de enterrar las cáscaras cuando vi una silueta aparecer por el portal trasero de la casa y extendí el cuello antes de sonreír. Era Yal. Hacía cuatro días que no lo veía. El joven Daganegra entró y, paseando una mirada por el jardín, me vio saludarlo con una mano en alto y sonrió, acercándose.
—«No sé por qué acabo de recordar viniendo para acá que este mismo día, hace un año, entraste en la Guarida borracho y cantando ¡viva el otoño!»
Su sonrisa se ensanchó, burlona, y yo calculé. Vaya, era cierto: era el primer Día-Bondad de Alegrías. Con buen humor, Yal se sentó a mi lado bajo el árbol e inquirió:
—«¿Qué tal la pierna?»
—«De maravilla. Como si salgo ahora a correr detrás de una liebre, ya estoy curado,» aseguré. «Precisamente, quería decirte, elassar, ya sé que le hago compañía al alquimista y le vigilo y tal pero… sinceramente, no sé si es necesario. Yo, por mí, me iría. Es que tengo a mis comparsas, ya sabes. Están con mi tocayo el Raudo y…»
—«Ya,» me interrumpió Yálet con un carraspeo. «Mira, nadie te obliga a quedarte. De todas formas, ya pasa Aberyl a visitar al alquimista. Y, la verdad, no creo que ese gnomo se vaya a ir con todas las comodidades que le ofrece Korther.»
Resoplé.
—«Qué se va a afufar, si parece pasárselo en grande con sus pociones. Ahora mismo estaba con una cosa verde que olía a muertos. ¡No me bebo eso ni loco! Bueno. Entonces… si puedo irme, lo mismo me voy esta noche.»
Yal asintió con cara ligeramente sombría.
—«¿Y adónde vas a ir, con el Raudo?»
—«Ni en sueños, no si sigue Syrdio el Galopante por ahí,» dije. «Me llevaré a mis comparsas e iré a otro rincón. Fuera del Laberinto. Ese sitio está muy bien, pero de momento como que no me apetece quedarme por allá. Incluso con amuletos no se tienta a la suerte,» apunté, dando unas palmaditas a mi pequeño colgante de plata debajo de la camisa. Me lo había devuelto Yal y, la verdad, me alegraba de que no lo hubiera perdido. Era, al fin y al cabo, lo único que me quedaba de una época que yo apenas recordaba y, por lo visto, le había servido a Yal para ir y venir de Kitra sin incidentes mayores. En cambio, yo, en cuanto me había deshecho de él, se me habían caído los diablos encima: el pozo, la sokuata, las explosiones…
Yal meneó la cabeza.
—«Los Ojisarios ya no son un peligro real, sarí. Sin la mina, el Bravo Negro se ha quedado sin negocio. Los rumores dicen que se ha ido lejos de Éstergat con una fortuna y que ha dejado a sus esbirros arreglárselas como puedan. Dale la mano a un diablo y te dará una navajazo, como dicen.» Tiró una hierba que había arrancado y añadió con tranquilidad: «¿De modo que prefieres la calle a esta casa?»
—«Rabiosamente,» aseguré. «Tú no sabes lo mal que se duerme con ese gnomo que va metiendo ronquidos y hablándome de que hay cosas que hacen bum y otras que te dejan calvo y pócimas que te sacan cuatro ojos, que sí, que sí, me lo dijo,» afirmé mientras Yal se reía. «Casi como que estás temblando por si explotan sus mejunjes y vuela la casa. Prefiero la calle, que esa no vuela. A menos que…» Vacilé y Yal me echó una mirada interrogante. Terminé: «A menos que Manras y Dil puedan meterse en la Guarida conmigo.»
Yal hizo una mueca y alzó la mirada al cielo rojizo de la tarde, inspirando aire.
—«Bueno… Mira, sarí. Primero, la Guarida ya no existe. Rolg aún está… er… de viaje, y Korther vendió la casa.»
Aquello me impactó más de lo que hubiera sospechado.
—«¿Vendió la casa?» repetí.
—«Ajá. A petición de Rolg. Me temo… que ya conoces un poco su problema.»
Me miraba con atención y me encogí de hombros.
—«La verdad es que no. Lo vi… y sé lo que es. Pero no me parece para tanto.»
Yal cerró los ojos un instante y se carcajeó.
—«Diablos. Que no le parece para tanto… Dime qué es lo que viste exactamente. ¿Ojos rojos? ¿Marcas negras?»
—«Todo eso,» confirmé.
—«¿Y dices que sabes lo que es?»
—«Un drasit,» dije. Y, como Yálet enarcaba una ceja como preguntándose qué significaba eso, apunté: «Un demonio. Mi maestro me dijo que había que tener cuidado con esa gente porque les tienen tirria a los muertovivientes y dicen que ellos son los seres más vivos y los muertovivientes, en cambio, sacan la vida del morjás, y eso no les gusta a los drasits. Pero ¿sabes qué? Yo pienso que eso depende mucho de la persona. Rolg a lo mejor no diría nada si viera… lo de mi mano. Pero prefiero no probar, ¿eh? Que tampoco es plan. Ah, yo no sé lo que le pasaba cuando lo pillé… transformado. Sí que parecía estar como en un apuro. Aunque no sé si era porque estaba enfadado por haberme visto o… No sé,» concluí.
Yal me miraba con esa misma expresión que había puesto, hacía año y medio, cuando se había enterado de que tenía a un maestro nakrús y conocía los signos prohibidos del caéldrico, o morélico como lo llamaban ellos. Le devolví una expresión interrogante y él se aclaró la garganta.
—«Bueno… No sabía lo de los muertovivientes,» confesó. «Cada día se aprenden cosas nuevas, ¿eh? Mmpf. En fin. No sé si me conviene explicarte más cosas sobre esto, al fin y al cabo es asunto de Rolg, no mío pero…» Vaciló. «Desde luego, no digas a nadie lo que viste. Si se sabe, le pasaría a Rolg lo mismo que a ti si… te pillaran con esa mano los guardias, ¿entiendes?»
Puse los ojos en blanco.
—«Natural.»
Yal sacudió suavemente la cabeza como con alivio.
—«Bueno. Mira, Rolg tiene problemas con la energía que le permite transformarse en… lo que ya sabes. Le pasó lo mismo hace cuatro años. Perdió casi el control sobre esta y… él dice que podría ser peligroso. No para él: para nosotros. Por eso se marchó.»
Asentí, turbado.
—«Pero… ¿volverá, verdad?»
Yal me sonrió.
—«Sí. En cuanto retome el control.»
Me mordí el labio y pregunté:
—«¿Korther lo sabe?»
—«Mmpf. Naturalmente, Korther y él se conocen desde hace mucho tiempo.»
Lo miré con atención.
—«¿Él también…?»
—«Ni idea,» confesó Yal, interrumpiéndome. «Nunca se lo he preguntado. No son cosas que uno pregunte así alegremente. Korther odia las preguntas personales. Aunque también es cierto que, por su parte, no suele meterse nunca en la vida de sus cofrades. Salvo…» Hizo una mueca y se enderezó, apartándose del tronco. «Oye, Mor-eldal. Supongo que sabes que Korther sabe que tú… hablas morélico. Yo no se lo dije,» aseguró. «Lo descubrió aquella noche de la Wada en que tú te pusiste a canturrear esa nana que te enseñó tu maestro. Yo tan sólo se lo confirmé y le dije que conociste a una persona en el valle que te enseñó el idioma pero que yo no te había preguntado nada sobre el tema. Sólo le dije eso. Bueno. El caso es que… hoy mismo Korther me ha preguntado hasta qué punto sabías hablar morélico. Le he dicho que no tenía ni idea. Y ha pedido que, en cuanto te cures, vayas a verlo. Debe de tener algún trabajo relacionado con el morélico, tal vez algún viejo pergamino que traducir, quién sabe. Si es eso, yo no le pediría menos de diez clavos por línea.»
La noticia estimuló mi curiosidad y me levanté.
—«¿Está en la Fonda?»
Yal frunció el ceño.
—«Un momento. He dicho: en cuanto te cures.»
Realicé un breve ademán.
—«Buah, buah. Estoy curado. ¿No lo ves?»
—«¿Y ese bastón?» se burló.
Lo dejé contra el roble y afirmé:
—«Curado del todo. ¿Está en la Fonda?» repetí.
Yal puso los ojos en blanco y sonrió.
—«Creo que sí.» Se levantó a su vez, suspirando con diversión. «No puedes quedarte ni unos días tranquilo, Mor-eldal. Iré a saludar al alquimista. ¿No vas a despedirte de él?»
—«¡Natural!» afirmé.
Corrí hasta la casa sin apenas cojear, abrí la puerta, asomé la cabeza por el laboratorio y grité:
—«¡Me voy, señor, que estoy curao! ¡Que los espíritus velen sobre usted, sus cacharros y sus pociones!»
El alquimista no desvió su mirada de sus aparatos. Cuando ya me alejaba, lo oí decir algo como que le cantara bien a las margaritas, me carcajeé y salí de ahí.