Página principal. Yo, Mor-eldal, Tomo 1: El ladrón nigromante
Vuelvo con tres perlas negras.
La primera fue costosa.
La segunda fue serena.
La tercera la más valiosa
pues me abrió el camino de vuelta.
Murmurando más que cantando mi canción, dejé las tres perlas en el cuenco junto a la reja y no bien me hube enderezado oí un:
¡Bong!
Me sobresalté y fruncí el ceño. Acababa de llegar de la pesca. No podía ser la hora de la comida. ¿Traerían a nuevos mineros? Habían pasado ya unas dos semanas desde el incidente con las tres perlas faltantes y, en todo ese tiempo, no habíamos visto más que al Embozao. Ahora, sin embargo, venía más gente. Vi bajar a cuatro siluetas por las escaleras del fondo. No eran reclutas, pues los reclutas siempre venían dormidos y los bajaban a cuestas. Se pusieron a avanzar por el túnel con una antorcha encendida. Dos de ellos eran mayores. Y los otros dos eran niños. El corazón me dio un vuelco cuando los reconocí a todos. Eran Warok, Tif… y mis comparsas.
—«Avanza,» le gruñó el elfo oscuro a su hermanito.
Le dio una colleja y Manras soltó un jadeo quejumbroso. Me aparté de la reja, muy pálido. ¿No irían a meter al pequeño elfo y a Dil en el Pozo, verdad? Warok era el hermano de Manras… No se atrevería, ¿verdad?
De tanto retroceder, choqué contra el borde de la plataforma. Mis compañeros que ya habían vuelto de la pesca parecían tan atentos como yo pero, al verme tan prudente, ninguno se atrevió a acercarse. Al fin y al cabo, estaba claro que no iban a darnos panes ni a contarnos chistes como el Embozao.
Llegaron al fin junto a la reja y, con una brutalidad que me acaloró el odio, Warok empotró a su hermanito contra los barrotes.
—«¡Míralos, miserable!» gritó con voz terrible. «¡Mira a esos guakos y dime ahora si realmente quieres condenarlos a muerte! ¡Estúpido mocoso! ¡Cómo has podido ser tan idiota! ¿Quieres que te meta ahí dentro con los monstruitos como tú? ¿Eh? Dime, ¿quieres pudrirte en este agujero?» Lo volvió a golpear contra los barrotes, lo soltó y, para horror mío, sacó una daga. «¡Abre la puerta, Tif!»
El caito rubio sacó las llaves, deshizo el candado y abrió la reja. Era tan sólo la quinta vez que se abría desde que había llegado, y era la única en que los Ojisarios no traían a los perros. Warok empujó a Dil adentro y el Principito golpeó contra una de las columnas rocosas antes de voltear y tartamudear:
—«¡No le pegues a Manras, no le pegues! ¡Yo le abrí la puerta al alquimista! ¡Fue idea mía!»
Warok lo miró con desprecio.
—«Y un cuerno fue idea tuya, Dil: tú no tienes más cabeza que un gorrión. Quédate aquí y tráenos tres perlas. Es lo más útil que puedes hacer.»
Tif ya estaba volviendo a cerrar la reja. Manras gritó:
—«¡No, no, no! ¡Diiiil!»
Tendía sus manos menudas y azuladas entre los barrotes, desesperado al ver a su amigo encerrado en aquella caverna infernal. Yo no osaba moverme pero, en ese instante, cuando vi a Warok agarrarle a Manras del pescuezo ordenándole que se callara, me precipité hacia la reja sin siquiera pensarlo y bufé:
—«¡Suéltalo, isturbiao!»
Manras dejó de gritar y se quedó mirándome, boquiabierto. Dil no pareció menos asombrado. Crucé la mirada de Warok y repetí con firmeza:
—«Suéltalo.»
Warok enarcó una ceja y se desinteresó de Manras.
—«Vaya, vaya. El pequeño Daganegra. ¿Qué tal va tu miserable vida?»
—«Viento en popa,» le dije.
Mi respuesta no pareció gustarle. El Ojisario me lanzó:
—«Acerca.»
Me había parado junto a Dil. No me moví.
—«¡Acerca o te quedas sin comida! ¿Me oyes?» me ladró.
Le puse cara desafiante y burlona. La presencia de mis comparsas canillitas me hacía hacer cosas temerarias y tontas. Ante mi rebeldía, el rostro de Warok se transformó en una máscara de irritación. Esta vez, blandió su daga. Agrandé los ojos, giré la cabeza hacia mis compañeros, tal vez en busca de ayuda, y observé una expectación nerviosa. Rogan estaba mortalmente pálido.
—«Cuidado, chaval,» me dijo Warok con calma. «Si quisiera, podría arrojarte este cuchillo en un instante y clavártelo en el corazón. A nadie le importaría, y menos a mí. Acércate de una vez.»
Me quedaban tan sólo tres o cuatro zancadas hasta la reja. Di un paso. Y otro. Acabé cerca de los barrotes y, para sorpresa mía, Warok no me pegó. Ni siquiera me tocó. Cuando habló, su voz sonó simplemente condescendiente.
—«Dime, cachorro humano. Si mal no recuerdo, entraste aquí a mediados de Celestes. ¿Sabes cuánto tiempo llevas aquí?»
Le eché una ojeada a Manras, quien miraba la escena con muda conmoción. Meneé la cabeza y contesté:
—«¿Una luna?»
Warok sonrió con burla.
—«Y más que eso. Estamos ya a Rojas. ¿Recuerdas cómo era el sol? Pues intenta acordarte y no olvidarlo, porque nunca vas a volver a verlo.» Me hizo señal de que me acercara todo lo posible y me murmuró muy bajo al oído: «Tú que eres listo, búscame más perlas, guárdalas y no se lo digas a Lof y, si trabajas bien, te haré libre un día. Además, ya que mi hermanito parece importarte, yo que tú haría caso y tal vez así evites que lo meta en este agujero, ¿mm?»
Bajo mi mirada más bien hostil, se apartó, le dio un empellón a Manras, no sé si para rematar la lección o para que espabilara, y se alejó por el túnel junto con Tif. Sin embargo, Manras no se movió: nos contemplaba alternadamente a Dil y a mí con cara de estar pidiendo auxilio. Y que se lo pidiera a unos guakos encerrados detrás de una reja de acero negro me rompió el corazón. Antes de que Warok se diera la vuelta y lo llamara, me apresuré a hacer un gesto imitando un objeto fino y largo y señalé la cerradura. Las llaves, quise decirle. Y cuchicheé:
—«Sé prudente.»
—«¡Manras!» ladró Warok.
Con la respiración precipitada, el pequeño elfo oscuro se apresuró a seguir a su hermano mayor. Sin embargo, cuando posó el pie en el primer peldaño de las escaleras, se giró y, con una señal de esas que usábamos cuando vendíamos periódicos, me dijo: corriente. Y desapareció escaleras arriba.
Inspiré y me agarré a los barrotes, tenso y expectante. Tardé un rato en entender por qué me sentía tan nervioso. Y es que, antes, pese a los esfuerzos del Gato Negro, nunca había tenido mucha esperanza de que pudiéramos salir un día por algún misterioso túnel que subiera a la superficie —ni siquiera él mismo parecía creerlo. En cambio, que Manras nos trajera las llaves… no era evidente, pero era más creíble. Mucho más que ver a Warok liberarme. Fiambres. Ese elfo realmente debía de tomarme por un idiota.
Cuando sonó el bong de la puerta metálica, pensé de pronto en un detalle. Manras me había hecho una señal al final del túnel, cuando ya la antorcha apenas lo iluminaba, sin dudar de que yo lo iba a ver. Probablemente porque él mismo sabía que, en mi lugar, la hubiera visto a través de las sombras. Y no porque yo fuera un mutante o un sokuata o lo que fuera, sino porque él lo era.
Agrandé los ojos ante tal horrible sospecha y me giré bruscamente hacia Dil. El diablillo contemplaba la caverna y la plataforma con fijeza. Pero tampoco parecía aturdido por la energía, simplemente impactado por lo que veía.
—«Principito,» lo llamé. Me acerqué con presteza. «¡Hey, Principito! ¿Es verdad que intentasteis salvar al alquimista?»
Dil me miró sombríamente y asintió. Insistí:
—«¿Qué pasó?»
Mordiéndose los dedos, confesó:
—«El señor Wayam nos engañó. Es el alquimista,» explicó. «Trabajábamos con él. Limpiábamos sus aparatos y metíamos una pasta negra en los panes. No sabíamos que eran para vosotros. Nosotros no sabíamos nada, de verdad, Espabilao…»
Le toqué el brazo para reconfortarlo y animarlo a seguir. Él continuó:
—«Él nos daba golosinas envenenadas. En realidad, dentro tenían la misma pasta que poníamos nosotros en los panes. Pero nosotros no sabíamos que fuera mala…» Dil me miró con cara culpable y añadió: «Ayer, el señor Wayam nos convenció para que lo ayudáramos a escapar y dijo… que escaparíamos con él, porque si no lo hacíamos moriríamos. Pero Adoya nos pilló.»
—«¿El de los perros?»
Dil asintió. Hice una mueca y solté una imprecación seguida de un suspiro de alivio. Al menos, los Ojisarios no habían perdido al alquimista. Lo cual era una muy buena noticia porque, sin alquimista, nosotros estábamos condenados.
Con el rabillo del ojo, percibí un movimiento en la boca de la caverna de luz y me giré para ver aparecer a Yerris. Probablemente había oído el bong pues se acercó directamente a la reja con presteza. No dejé de fijarme en que, en el mismo instante, el Sacerdote frenaba su impulso y, en vez de acercarse a su vez, se quedaba en la plataforma, expectante. Rogan le tenía cierta aprensión al «Vagabundo Misterioso», como lo llamaba a veces. Sospechaba que, antes de que llegara yo, habían tenido alguna desavenencia.
—«¿Quién es este guako?» inquirió Yerris, alcanzándonos.
—«Dil el Principito,» lo presenté. «Un compadre mío.»
—«¿Y lo han traído consciente?» se extrañó Yerris.
Vacilé y le narré lo ocurrido en unas frases, confesando que Dil y Manras habían estado trabajando para los Ojisarios pero sin mencionarle que habían participado directamente en nuestro ensokuatamiento. Tras un silencio, lo dejé sumido en profundas reflexiones, le cogí a Dil del brazo y lo arrastré hacia la plataforma.
—«Anímate, verás como tampoco se está tan mal aquí,» le dije y toné: «¡Sacerdote! Te presento al Principito. El guako más pasota de Prospaterra,» pronuncié. Le empujé a Dil la cabeza con una mano afectuosa, le robé la gorra y me la puse con cara de cap de banda. «¡Un saludo para nuestro nuevo hermano de la Hermandad de Mineros de Salbrónix! Siéntate, siéntate. Te presento a Rogan el Sacerdote. Y esta es Guel la Adivina: adivina las cosas del futuro y, según ella, vamos a salir de aquí dentro de una semana.»
—«Siempre es dentro de una semana,» se rió Rogan.
La Adivina, aunque rendida por la pesca, le echó una mirada mezcla de altivez y desafío.
—«Será dentro de una semana,» afirmó.
Continué con ánimo:
—«Ese de ahí es Natorg el Topo. Viene del norte y hace así como un año era quebrantador de carbón en una mina así que, fíjate, es un profesional. El narizudo que ronca es Draen el Barrendero. Otro tocayo mío. Antes barría toooda la Avenida de Tármil y se ganaba bien el pan. Esa de ahí es Parysia la Venenos. ¡Ah! Y ese Natorg el Bailador. Sabe más trucos de limpiar bolsillos que todos nosotros juntos. Es uno de los amigos de mi tocayo el Raudo. Y ese es Syrdio el Galopante.»
Seguí dando los nombres de todos los compañeros. Tras la partida de Warok, todos se habían tranquilizado y estaban ya medio o completamente dormidos —sólo Rogan y la Adivina hacían esfuerzos por permanecer despiertos—, así que, cuando callé, cayó el silencio y, por un instante, tan sólo se oyó el lento gorgoteo del agua de la fuente. Fruncí el ceño.
—«¡Pero qué…!»
Me levanté sobre la plataforma y di una vuelta sobre mí mismo. Conté las cabezas. Veintisiete, veintiocho. Veintinueve conmigo. Y treinta con el Gato Negro. Faltaba alguien.
—«¿Qué pasa?» preguntó la Adivina.
Por toda respuesta, solté:
—«¿Dónde está Slaryn?»
Rogan y la Adivina la buscaron a su vez, extrañados.
—«Qué extraño. Antes estaba aquí, volvió conmigo,» afirmó la Adivina.
—«¿En el pasado o en el futuro?» replicó Rogan, burlón. Se tumbó en las tablas para echar un vistazo debajo de la plataforma, único lugar de la caverna que permanecía oculto a una mirada panorámica. Sin sorpresas, anunció: «Nada.»
Con el ceño fruncido, bajé de la plataforma y troté hasta el Gato Negro. Este estaba de pie y agarraba los barrotes con ambas manos. Me detuve en seco cuando lo oí hablar. Y agrandé los ojos cuando distinguí una silueta del otro lado de la reja. Era Slaryn.
—«La madre,» dejé escapar en un murmullo de asombro. Me acerqué corriendo.
Slaryn decía:
—«Es la única salida, tú mismo me lo has dicho: no has encontrado nada en los demás túneles.»
—«Es un peligro,» resopló Yerris.
—«Quedarse aquí no es mejor: ya estoy fuera,» replicó Slaryn. «Tranquilo, no me pillarán.»
—«¡Sla!» los interrumpí, agarrándome a los barrotes, sobreexcitado. «¿Cómo lo has hecho?»
La Daganegra me enseñó una misteriosa sonrisa.
—«Con magia negra, shur, y con un poco de arte. Esos dos granujas estaban tan distraídos que ha sido coser y cantar. Os prometo que os sacaré de aquí. No sé cuándo, pero os sacaré.»
—«Sin sokuata, no servirá de nada, Sla,» le recordó el Gato Negro.
—«Confía en mí,» le replicó Slaryn.
Su mirada fue a posarse sobre algo a mi derecha y sólo entonces me fijé en que Dil, Rogan y la Adivina me habían seguido. Para sorpresa mía, los ojos de la elfa oscura se habían posado sobre el Principito.
—«Hey. ¿Cómo te llamas, shur?»
Este se encogió de hombros antes de contestar:
—«Dil.»
—«Dil,» repitió Sla. «Dime, Dil. Tú has visto los túneles, ¿verdad? ¿Sabes cuánto has tardado en llegar hasta aquí?»
Dil le devolvió una mirada desconfiada. Me entusiasmé ante una pregunta tan acertada.
—«¡Muy cabal! Dil, contéstale a Sla, esto es importante.»
—«¿Has tardado mucho en llegar?» insistió Sla.
El Principito se encogió otra vez de hombros.
—«Algo, no mucho.»
Pese a las respuestas vacilantes de Dil, Sla y el Gato Negro consiguieron sacar en claro el recorrido inverso: unas escaleras, la puerta metálica, un túnel un poco largo y otra puerta oculta que desembocaba en pleno refugio Ojisario, en el Laberinto. A partir de ahí, Dil dijo que había cuartos casi vacíos y que la puerta del laboratorio estaba del otro lado del corredor exterior, en el edificio de enfrente. Al cabo, Slaryn revolvió el cabello de Dil entre los barrotes diciendo:
—«Gracias, shur. Acabas de hacerme un gran favor.»
Le vi a Dil sonreír débilmente; Slaryn inspiró hondo y se preparaba ya a alejarse cuando el Gato Negro la llamó con tono tenso:
—«Sla.» La elfa oscura se giró. Tras emitir un ruido ahogado, Yerris se aclaró la garganta y adoptó un tono ligero y familiar cuando dijo: «Ve con cuidado, princesa.»
Slaryn puso los ojos en blanco, lo saludó con una mano y se marchó. La vimos subir las escaleras y, aun cuando desapareció, permanecimos junto a la reja, esperando oír el bong. Lo oímos, pero mucho menos ruidoso de lo que esperábamos. Slaryn había debido de soltar un sortilegio de silencio. Le eché una mirada de reojo al Gato Negro. Y, notando su inquietud, le murmuré:
—«No te preocupes, Yerris. Sla es una Daganegra. Los Ojisarios no la verán.»
El semi-gnomo tragó saliva y asintió suavemente.
—«Si no lo consigue ella, yo menos. Nunca se me dieron bien las armonías.»
Tras un silencio, Rogan, la Adivina, Dil y yo dejamos al Gato Negro sumido en sus pensamientos y regresamos a la plataforma. La idea de que Sla iba a escapar me llenaba de esperanza. No sabía qué era lo que planeaba hacer para sacarnos de ahí pero… siempre era un consuelo saber que alguien ahí afuera iba a intentar algo. Al ver a todos mis demás compañeros profundamente dormidos, me fijé en mi propio agotamiento y pronto mis pensamientos acabaron anegados por un solo deseo: dormir. Nos instalamos en un rincón de la plataforma y oí a la Adivina murmurar:
—«Dentro de una semana.»
Rogan y yo intercambiamos una mueca burlona pero no menos esperanzada de que la predicción de la Adivina se cumpliese. Y mientras Rogan susurraba una oración a sus ancestros que no conocía, empujé con una mano a un Dil algo perdido para tumbarlo sobre las tablas y le dije:
—«Duerme. Cuando suene el bong, comeremos e iremos a la pesca juntos, ¿corriente?»
Posé la cabeza sobre la madera, cerré los ojos y oí murmurar al Principito:
—«Espabilao… No me gusta este sitio.»
Puse los ojos en blanco, pasé una mano por la cabeza de mi joven amigo y, antes de pensar en buscar una respuesta, caí profundamente dormido.