Página principal. Yo, Mor-eldal, Tomo 1: El ladrón nigromante
Cuando llegué a la mansión roja, era aún muy pronto, no habían dado las siete. Me había despertado con Yal y le había querido acompañar hasta las Puertas de Moralión para que cogiera la diligencia. Así que llegaba muy pronto y la puerta, naturalmente, estaba cerrada. Di la vuelta a la casa por el pequeño jardín que tenía, arrastrando los pies, hasta que me fijé en que el Mangaplatas estaba apoyado a una ventana del piso de arriba, con las manos a ambos lados de la cabeza. Estaba más pálido que la muerte.
—«¿Señor Fal?» solté en un cuchicheo inquieto. Me acerqué corriendo hasta abajo de la ventana. «¿Se encuentra bien?»
Miroki meneó la cabeza y, tras una pausa durante la cual le enseñé variadas muecas de preocupación, me tiró un objeto murmurando algo tan bajo que no lo oí. Pero, cuando recogí la llave, lo entendí: me estaba invitando a entrar. Puse los ojos en blanco, me metí la llave en el bolsillo y escalé por el mismo muro hasta la ventana.
—«Espíritus, muchacho,» jadeó el Mangaplatas con voz débil. «No deberías hacer eso. Es peligroso…»
—«No hay cuidao,» dije, ignorándolo y pasando al interior.
Era la primera vez que entraba en su habitación. Esta era al menos tres veces más grande que la casa de Rolg, y tenía una cama con cortinajes tan ancha que hubieran cabido seis guakos en ella. Le tendí a Miroki Fal la llave que me había tirado, pero este no realizó movimiento alguno y, viéndolo tan poco reactivo, dejé la llave en su escritorio soltando:
—«Tiene cara de drogado. ¿Qué le pasa?»
Miroki Fal dio un paso vacilante y posó la mano sobre una hoja que había encima del escritorio. Espiró ruidosamente.
—«Escucha, chaval. Esto es para Rux. Quiero… que le digas que no lo rompa. Y que lo acepte. Se lo merece. Es mi testamento.»
—«Tes… ¿tamento?» repetí. «¿Qué es eso?»
Miroki Fal inspiró, meneó la cabeza y, como un enfermo más muerto que vivo, se acercó a la cama. Muy lentamente, se sentó. Eché una mirada hostil hacia ese testamento y, cada vez más preocupado, di unos pasos hacia el Mangaplatas.
—«Señor Fal, ¿es que no ha dormido durante la noche? Parece como si le hubiera pisoteado un dragón. ¿Fue al teatro con la señorita Lésabeth?»
Miroki Fal sacudió la cabeza y se tumbó torpemente en su cama con una respiración precipitada que me puso en tensión.
—«Fui,» graznó. «Le conté lo de mi padre. Y me mandó a la porra.»
Se pasó una mano por los ojos y, de pronto, para estupefacción mía, dejó escapar un sollozo.
—«Soy… demasiado infeliz. Todo se vuelve en mi contra. No puedo más, pequeño. Soy un des… gr-graciado,» tartamudeó.
Lo contemplé, anonadado, sin tener la menor idea de cómo reaccionar a eso. El Mangaplatas estaba enamorado, iba a acabar las clases, ¡y se ponía a llorar!
—«Acércate, Draen,» prosiguió. Pese a mí, me acerqué y él me agarró por la muñeca con más fuerza de la que le hubiera creído capaz en ese estado. Murmuró: «Siéntate, pequeño. Actúa como el niño pobre e inocente que encontró al Caballero Lino en el campo de batalla y escucha mis últimas palabras. Yo, Miroki Fal, renuncio a esta vida de prisión y soledad. Estoy solo. Nunca he estado más solo. Lésabeth me ha abandonado. Tengo amigos, pero ellos también están atados a su familia, a su linaje, y un día serán dueños que dejarán de soñar. Para ellos, nuestras conversaciones artísticas jamás dejarán de ser ilusiones en el viento, fantasías de la juventud. Algún día sus padres les pedirán que se casen y no les darán elección. Y si yo fuera como ellos me casaría con Amelaida Arym, aseguraría el futuro de la familia, haría negocios con mi padre, visitaría mis tierras…» Su pecho se contrajo bruscamente. «Pero yo no quiero una vida así,» sollozó. «Así que,» continuó retomando el aliento, «esta es mi elección. Mi padre cree que puede hacer lo que quiere conmigo. Pero se equivoca. No puede hacer nada con un hijo muerto. Odio la muerte,» murmuró. «Pero odio más a mi padre.»
Me estremecí de horror, entendiendo que aquello iba realmente en serio. Por un momento, quise dar un tirón, liberarme y salir de ahí corriendo. Me rebullí nerviosamente, sentado en el borde de la cama.
—«Señor Fal,» dije. «¡Señor Fal! ¿Pero qué está diciendo? Usted no quiere morir…»
—«Ya estoy muriendo,» me cortó él con voz decaída. «Me tomé un buen vaso de jaodaria. No debe de quedar mucho más de unos minutos para que empiece a hacer efecto de verdad.»
Su sollozo se tornó en carcajada baja. Yo me había quedado lívido. Sabía lo que era la jaodaria. La planta crecía en el valle y mi maestro me había enseñado a reconocerla y a evitarla: era mortalmente venenosa. Inspiré hondo. Tenía ganas de gritar socorro. Tal vez adivinándolo, el Mangaplatas añadió con calma:
—«Nada puede ayudarme ya. No hay antídoto para la jaodaria.»
Sentí mis ojos llenarse de lágrimas. ¡Era todo tan absurdo! Un enfado natural me invadió.
—«¡Isturbiao!» lo insulté. «¡Veinte mil veces isturbiao!»
Miroki sonrió débilmente. Sus ojos no brillaban de locura, sino más bien de una triste resignación.
—«Piensa en mí de vez en cuando, pequeño,» murmuró. E inspiró de golpe. Le devolví una mirada horrorizada mientras él boqueaba: «Ya la noto. Noto la muerte que viene. Al fin. Amaba la vida, Draen. La amaba. Ojalá hubiera nacido muy lejos de aquí. Ojalá no fuera todo tan complicado. Ojalá.»
Poco a poco, sus brazos empezaron a perder fuerza. Su mano me soltó la muñeca y cayó pesadamente sobre el colchón.
—«Cobarde,» farfullé. «Es usted un maldito cobarde, señor Fal. ¡Haberle dicho a su padre que se fuera a sacarle huesos a un árbol! Señor Fal,» repetí en tono de súplica.
Su respiración se volvió cada vez más irregular. Se iba a morir, entendí. Se iba a morir de verdad.
—«Desmorjao mil veces… Esto no te lo perdono…» siseé en caéldrico.
Temblando un poco, me senté en la cama y posé mis manos sobre su pecho. Me concentré. Mi maestro nakrús decía que la jaodaria se propagaba en el cuerpo lentamente pero que nada podía pararla. Excepto, tal vez, la energía mórtica. Él la había parado una vez en que yo, siendo muy niño y muy tonto, había estado a punto de morir por culpa de una planta de esas. Quedaba por saber si yo sería capaz de hacer lo mismo. Saqué energía de mis huesos y se la transmití a Miroki. Modulé también su propia energía mórtica, la transformé en jaipú y me dediqué a neutralizar los cuerpos intrusos mientras trataba de recordar las lecciones de mi maestro. No era nada fácil. Neutralizaba las partículas letales, pero me daba la impresión de que siempre salían más y más y, en un momento, me desesperé:
—«Es imposible… Que se me muere. Que se me muere el Mangaplatas, diablos, elassar, ayúdame…»
Seguí incansablemente hasta que temí que mi tallo energético se quedara demasiado consumido por tanto sortilegio. Me aparté con el corazón helado y reventado. Tampoco iba a quedarme apático por un mangaplatas, por muy simpático que fuera. Dejé escapar todo el aire de mis pulmones y hundí la cabeza en la suave almohada. Ahora lo único que me apetecía era salir de ahí corriendo. Nada de lo que había hecho había servido. Había gastado mucha energía y me sentía exhausto. Abrí los ojos tras largo rato y me encontré con el rostro cadavérico de Miroki. Se me escapó un sollozo. Lo abracé y recité en caéldrico:
La muerte nos ama a todos,
muertovivientes y vivos,
y hasta su hogar nos arrastra
con abrazos compasivos.
Tardé un buen rato en darme cuenta de que el noble seguía respirando. Con cierta dificultad, pero no tanta como antes. Estaba aún sumido en un estado de media inconsciencia, pero… todo parecía indicar que se iba a salvar. No podía creérmelo. Con el corazón desbocado por la esperanza, verifiqué mis impresiones y suspiré al fin de verdadero alivio.
—«La madre que te trajo, mangaplatas,» le solté.
Me levanté de un bote y, como él parpadeaba, alelado, me alejé hasta el escritorio y cogí el papel del testamento.
—«¿Ve este papel, señor Fal? ¿Lo ve?»
Se lo desgarré ante sus ojos y un leve estremecimiento me informó de que se había dado cuenta de lo que había hecho.
—«Para que lo sepa, señor isturbiao,» le dije con voz seca. «Si quiere volver a matarse, antes tendrá que ponerse bueno para volver a escribir el testamento. Y ahora me voy y no vuelvo, que usted está majara y hasta que no sepa razonar y se case con Lésabeth no le vuelvo a decir salú.»
Dejé caer el testamento, escupí encima y salí por la ventana antes de que el Mangaplatas lograra reaccionar. Corrí como una ráfaga calle abajo y pronto dejé los barrios ricos atrás, y con la intención de no volver ahí más que para sacarles plata y nada más. Fiambres. Era contrariante tener que despedirme del Mangaplatas de esa forma. Sobre todo porque, en el fondo, me caía bien. Pero, espíritus, yo no estaba preparado para tratar con gente así, con ideas tan extravagantes. Le había salvado la vida, no podía quejarse. Ya me había dado suficiente susto como para que fuera a salvársela una segunda vez.
Caminé por la Explanada y miré a la gente, invadido por una tensión que no lograba eliminar del todo. Me senté en un rincón, entre dos tenderetes vacíos, me abracé las rodillas y hundí el rostro entre estas. Poco a poco, me fui calmando y eché a un lado cualquier pensamiento que tuviera que ver con los mangaplatas y los magos.
—«Manras y Dil,» murmuré.
A esos sí que tenía que ayudarlos. Y a Yerris, estuviera donde estuviera ese pozo. Y una cosa me había quedado clara: de nada servía espiar el refugio noche tras noche. Esta vez tenía que entrar en él. Inspiré hondo. Si me había metido en la Bolsa de Comercio y en las residencias del Conservatorio, podía también meterme en el antro de una banda del Laberinto, ¿no?
Alcé la vista y paseé la mirada por la Explanada. Ya empezaba a haber más gente, las tiendas abrían y la ciudad de los diurnos se desperezaba poco a poco. Vi pasar una pandilla de niños que se dirigía a la escuela con sus mochilas. Y a otra que arrastraba los pies, cerca del Capitolio, esperando la hora del templo para ir a mendigar o «mangar» como decían. Cuando me crucé con la mirada de un agente que pasaba por ahí, espabilé, me levanté y me alejé. Bajé la Avenida de Tármil y me metí en los Gatos. Fui a la Guarida, pero o bien Rolg había salido o seguía durmiendo, así que tomé la dirección de la Calle del Hueso sin su ayuda con la intención de ir a pedirle a Korther una ganzúa. Tratando de recordar algún detalle, me hice todos los callejones de la calle antes de elegir el que, según creía, se parecía más al que había visto aquella noche. Tras una vacilación, llamé a la puerta, me alejé de unos cuantos pasos y me escondí detrás de un barril. Para decepción mía, nadie abrió la puerta. Suspiré e iba a dar media vuelta cuando una mano me agarró del pescuezo.
—«¿Qué haces aquí, bergante?»
Me tensé y, en cuanto me soltó, me giré para echar a correr, pero entonces reconocí el rostro de Alvon, el mentor de Yerris. Bueno… más bien el antiguo mentor. Seguía llevando exactamente la misma ropa, con su capa azul, su sombrero rojo y sus botas verdes. Desde luego, no respetaba esa norma de discreción de los ladrones de la que me había hablado Yal.
—«Señor,» dije. «Busco a Korther.»
La mirada terrible que me lanzó Alvon me hizo dar un paso hacia atrás.
—«¿Quién eres tú?»
No me había reconocido, entendí.
—«Soy Draen. El amigo de Yerris. ¿No se acuerda de mí?»
En cuanto pronuncié el nombre del Gato Negro, supe que había metido la pata. Alvon me agarró por la camisa y me arrojó fuera del callejón gruñendo:
—«¡Fuera de aquí! Korther no está.»
De nuevo estable sobre mis pies, lo miré con una mezcla de contrariedad y aprensión. Su expresión cerrada me invitó a retroceder e irme de veras. Caray. Teniendo un mentor así, casi era de extrañar que Yerris no lo traicionara de buena gana. Bueno, vale, tal vez exageraba, y encima el Bravo Negro no parecía ser mejor persona para nada pero, diablos, ahora me daba cuenta plenamente de la suerte que tenía de tener a Yal como mentor.
En fin, ya que no tenía ganzúa, de alguna otra forma me las tendría que arreglar. Bajé la cuesta y no me detuve hasta llegar a una callejuela ya profundamente metida en el Laberinto. Una vez ahí, trepé por la fachada irregular de una casa y pasé a un balcón, luego a otro más alto y, sin preocuparme por las miradas que me echaron algunos Gatos instalados en las terrazas, fui recorriendo estas hasta que me situé justo sobre el corredor del refugio de Warok. El sol aún no había ascendido lo suficiente como para iluminar los barrios ricos, pero en los Gatos la luz amanecía al mismo tiempo que el alba y pude ver las nubes extenderse a lo lejos. Las que venían del suroeste tenían mala pinta, mi maestro me había enseñado a reconocerlas y auguré que pronto se pondría a llover a cántaros.
No me equivoqué: se puso a diluviar. Mientras tanto, yo bajé al callejón, di varias vueltas por la zona, me refugié en el umbral de una casa y saludé a algún Gato que, por verme todas las tardes rondando por ahí, empezaba a tenerme por conocido. Había pasado ya casi toda la mañana cuando volví a subir a mi terraza, que me servía de atalaya de espionaje. El cielo aún estaba muy oscuro, pero tan sólo caía ya una llovizna y, hundido y embarrado como estaba, poco podía hacerme esta ya.
Me estaba asomando al borde para observar el callejón cuando oí un ruido detrás de mí.
—«Te mueves y te atravieso,» me dijo una voz.
Me paralicé, preguntándome qué significaba exactamente eso de «te atravieso».
—«Date la vuelta,» ordenó.
Obedecí y el miedo subió diez peldaños de golpe cuando vi a Warok. Llevaba un artilugio extraño entre las manos. No alcancé saber lo que era, pero sin duda era peligroso.
—«¡Bueno! Así que el pequeño Daganegra quiere hacerle compañía al grande, ¿eh?» se burló Warok. «Llevas rondándonos desde hace un buen rato. Empiezas a sacarme de quicio. ¿Te manda tu cofradía?»
Tragué saliva y negué con la cabeza.
—«¿Qué es eso?» pregunté, haciendo un gesto con la barbilla hacia el arma del elfo oscuro.
Este sonrió feamente.
—«¿Que qué es esto? Una ballesta, shur. ¿Ves el virote? Bueno, pues si disparo, te atraviesa la garganta y te mata. Si sales corriendo, te mata. ¿Entiendes?»
Asentí nerviosamente.
—«No correré, lo juro,» prometí. «¿Sosque habéis metido a Yerris?»
El elfo oscuro meneó la cabeza.
—«¿De verdad quieres saberlo, shur?»
Dio un paso hacia delante y me estremecí al ver acercarse el virote con él.
—«¿Tienes miedo, eh, shur?»
Sus ojos verdes me observaban como si estuvieran evaluándome. Mi mirada alternaba entre su rostro, el virote y un punto de escapatoria que no paraba de cambiar. Pero, fiambres, ¿cómo iba a escapar teniendo a la muerte encima?
—«Vas a seguirnos sin armar escándalo,» dijo Warok. «Y así podrás ver a Yerris. ¿Te parece? Te lo dije, shur,» añadió cuando yo asentí en silencio. «Sólo los prudentes sobreviven en el Laberinto.»
Sentí esta vez el arma tocarme la mejilla y desvié la mirada, tensando la mandíbula. Interiormente, pensaba: no me mates, no me mates… Y seguramente se veía en mi expresión mi súplica silenciosa porque, de reojo, capté un destello maliciosamente burlón en los ojos de Warok.
Guiándome con su ballesta, me hizo bajar por las escaleras del edificio. Pasamos delante de un hombre dormido y desembocamos en el callejón. Warok no abrió la puerta donde había visto yo desaparecer a Manras y Dil. Abrió otra, más al fondo. Me hizo pasar adentro y me acercó el virote de tal forma que me apresuré a entrar, caí de bruces en el interior y me raspé las rodillas.
Una vez, el otoño pasado, cuando vendía periódicos, un tipo me había llamado golfo escandaloso y me había dado tal empujón que me había hecho tirar todos los periódicos y empotrarme contra un farol. Desde entonces, había aprendido que de esos tipos había muchos y los había clasificado de antipáticos. Pues bien, aquel día aprendí que los antipáticos no eran ni mucho menos tan terribles como los desalmados.
Recibí una patada en el costado y Warok me ordenó:
—«Levanta.»
Cómo no iba a levantarme con la ballesta apuntándome a la cabeza. Sin embargo, el miedo tetanizante comenzaba a dar lugar a un pánico más insensato y farfullé:
—«Por favor, Warok, no lo hagas. Déjame marchar. ¡Por favor!»
—«A callar,» tonó.
Cerró la puerta, posó la ballesta y me agarró de un brazo con una mirada de esas que decían: ni te atrevas a hacerme una jugarreta. Lo vi sacar una cuerda y me acorraló contra el muro con una mano firme. Yo estaba pensando en soltarle una descarga de energía mórtica, pero ¿y si no funcionaba? La única vez que lo había utilizado había sido para asustar a un lince. Warok no creo que fuera a asustarse por una descarga, más bien se enfadaría y acabaría por usar ese virote. A menos que soltara una descarga de verdad, muy fuerte, tal vez… El miedo superó la razón y amasé tanta energía mórtica como pude, esperando que mi tallo energético aún no del todo repuesto no se consumara. Solté la descarga a través de las manos que me maniataban y lo oí emitir un ruido atragantado. Cayó sobre mí. ¿Inconsciente? Eso parecía. Lo malo era que mis manos ya estaban atadas. Con presteza, las pasé por delante, me agaché cerca de la ballesta y le quité el virote antes de abrir grande la puerta y salir de ahí tan rápido como pude. Llegué a la boca del callejón, subí torpemente por la escala, esquivé a una mujer que llevaba una gran cesta de ropa y corrí a toda prisa, tratando al mismo tiempo de deshacer el nudo. Tan sólo lo conseguí cuando, ya lejos del odiado callejón, me paré en un rincón de la Plaza Lana y usé alternadamente el virote y mis dientes para acabar con la cuerda. Al fin liberado, rompí el virote con rabia y salí corriendo hacia la Guarida. Warok sabía dónde vivía. Y por eso mismo volvía a casa a avisarle a Rolg. Tenía que decirle que había unos locos que me andaban buscando y… tal vez él pudiese aconsejarme. Tal vez los Daganegras pudiesen echarme una mano. Ojalá el viejo estuviera en casa…
Subí las escaleras de madera con precipitación, empujé la puerta y exclamé:
—«¡Rolg!»
Me abalancé hacia la puerta de la habitación y, sin pensarlo, giré la manilla diciendo:
—«¡Rolg, por favor, tienes que ayudarme!»
Para asombro mío, cuando la empujé, la puerta se abrió. Y me quedé boquiabierto. Gracias a la luz que venía de la otra habitación, vi claramente al viejo elfo, acurrucado junto a la cama. Su rostro tenía largas marcas negras sobre la piel que se dilataban y contraían con rapidez, sus ojos eran rojos brillantes y sus dientes… sus dientes estaban tan afilados como los de un lince. Me recordó a uno de esos monstruos que aparecían en los cuentos de terror de La Gaceta. Y enseguida recordé también lo que me había contado una vez mi maestro nakrús. Me había hablado de un pueblo de saijits mutantes cuyo jaipú estaba desatado de tal forma que eran capaces de transformarse en… algo muy parecido a lo que veían mis ojos en aquel instante. Drasits, los había llamado. Y decía que algunos saijits los llamaban demonios. “Muchos nos odian más que a los saijits normales,” me había revelado mi maestro con tono de contador. “Los demonios rinden culto a la vida y, para ellos, la nigromancia es la peor aberración del mundo.” Y he aquí que me encontraba cara a cara con uno de ellos. Pero, pese a todo, seguía siendo Rolg, ¿verdad?
Mirándolo, fascinado, dejé escapar todo el aire de mis pulmones y solté un tímido:
—«¿Rolg?»
Rolg se levantó a medias, como si le costara ponerse recto, emitió un gruñido gutural y rugió:
—«¡No te acerques! Márchate… Márchate y no digas nada o…»
No acabó la amenaza, se llevó las manos cada vez más negras a la cabeza, sus dientes se afilaron aún más y hasta creí ver su rostro cambiar de forma. Emitió otro gruñido animal y siseó:
—«¡Márchate y no vuelvas!»
Con una extraña agilidad, se abalanzó hacia mí. No me dio tiempo más que a abrir los ojos como platos de terror antes de que Rolg cerrara la puerta de su cuarto con un golpe seco. Lo oí atrancarla desde dentro y no me lo pensé más: salí de ahí corriendo y con la impresión de estar viviendo una pesadilla. Primero lo de Miroki Fal y su testamento, luego lo de Warok y su ballesta y ahora venía Rolg, olvidaba atrancar su puerta, me enseñaba los dientes ¡y me echaba!
—«Sabía que escondía algo,» dije mientras caminaba calle arriba aún temblando un poco. «¡Lo sabía!»
Lo que no entendía era por qué me había echado de esa forma. Vale, se suponía que un demonio era una criatura horrenda, un ser que no gustaba a los saijits corrientes… algo, en definitiva, tan peligroso como ser un nakrús. Y, además, esta vez, quizá fuera un ser peligroso de verdad a juzgar por cómo Rolg parecía tener dificultades para controlarse. Sus palabras todavía retumbaban en mi cabeza: ¡márchate y no vuelvas! Precisamente ahora que Yal se había ido de Éstergat. ¿Lo sabría Yal? ¿Sabría que el elfo que lo había estado hospedando desde hacía siete años era lo que los saijits llamaban un demonio? Un demonio, me repetí, incrédulo. Lo que me faltaba. Si de verdad los demonios odiaban a los nigromantes, fiambres la suerte que había tenido en no haber abierto demasiado la boca el año pasado. Sólo esperaba que Yal guardara bien el secreto de mi mano esquelética…
Resoplando, alcé mi mano derecha hacia mi pecho, ahí donde había estado colgando durante años y años mi collar de plata, pero tan sólo encontré los latidos precipitados de mi corazón. No me cabía ya duda de que, al quitarme el colgante, el Espíritu de la Mala Fortuna me había echado el mal de ojo.
Como no sabía adónde ir, fui a La Rosa de Viento. Me acerqué al mostrador, me senté en uno de los taburetes y dije:
—«Señor tabernero, el menú del día.»
Era alrededor de mediodía ya y el local estaba lleno. Varias miradas se giraron hacia mí, como sorprendidas. El tabernero no me miró con menos extrañeza, pero me sirvió de todas formas un plato de gachas con un panecillo. Le pagué y me puse a comer en silencio, oyendo sin escuchar el tranquilo bullicio de la taberna. Acabé, me limpié con la manga los morros y me deslicé abajo del taburete.
—«¡Hey, rapaz!» me llamó el tabernero, asomando su gran cabeza barbuda por encima del mostrador. «¿Qué te pasa? ¿No nos vas a cantar algo hoy?»
Me encogí de hombros.
—«Es que… hoy es un día raro,» dije.
—«¡Anda! ¿No me digas que estás desanimado?» se inquietó el tabernero.
Un tipo pelirrojo llamado Yarras intervino:
—«Hasta los más aguerridos pueden estarlo algunas veces. Vamos, pequeño, cuéntanos qué te pasa. ¿No te habrá trincado la moscardía?»
Negué con la cabeza.
—«No, no es eso.»
Me fijé en que ahora más de una mesa escuchaba. Y es que debían de preguntarse qué podía haber desmoralizado al cantador diario de La Rosa de Viento.
Yarras frunció el ceño.
—«Ya veo. ¿Líos con alguna banda, eh?»
Hice una mueca y asentí.
—«Y muy gordos.»
Resuelto el mayor misterio, la gente se interesó de nuevo por la comida. Al fin y al cabo, ¿qué guako no había tenido problemas con alguna banda? Sin embargo, en vez de desinteresarse de mi caso, Yarras me hizo una señal para que me acercara. Y me acerqué. Y es que aquel pelirrojo era de mucha escuela porque, según había oído, era el defensor de La Blanca, la matrona de la casa pública más famosa de los Gatos, La Llama Azul. En fin, que no era cualquier Gato y de trucos de supervivencia sabía mucho.
—«Una pinta para el chaval,» dijo. «Pago yo,» añadió.
Me dio el tazón y fuimos a sentarnos a una mesita apartada. Los ojos de Yarras me observaron por encima de su propia taza.
—«¿Y bien? ¿Para quién trabajas?»
Fruncí el ceño.
—«Para nadie.»
Yarras levantó los ojos al cielo.
—«Pues claro. De modo que eres un solitario, te sacas dorados, comes como un mangaplatas y no tienes banda. ¿Cabal?»
—«Cabal,» dije.
—«Mmpf. Esa es una posición peligrosa, shur. Y no me la acabo de creer. ¿No tienes amigos?»
Me mordí el labio y asentí en silencio.
—«Sí tengo. Vendía periódicos con ellos. Pero ya no.»
Yarras se ensombreció.
—«Vaya. ¿Se escachufaron?»
Negué con la cabeza.
—«No, no, están vivos. O… eso espero. Pero no los dejan salir.»
Vacilé, lo miré a los ojos y de pronto un recelo natural me invadió. ¿Y si Yarras era en realidad un Ojisario? El trago de cerveza que me había tragado me supo súbitamente muy amargo.
—«Hey, chaval,» me dijo Yarras. «¿Estás bien?»
Tragué saliva y asentí.
—«Dime, Yarras,» murmuré. «Tú no eres un Ojisario, ¿verdad?»
Yarras agrandó los ojos.
—«Por las barbas del Santo Espíritu Patrón,» dejó escapar en un susurro. «¿Tienes problemas con los Ojisarios? Vaya, eso sí que es tener mala pata. Eso no es una banda cualquiera, chaval, es la banda del Bravo Negro.»
Suspiré con alivio al saber que Yarras, al menos, era buena gente. Me miró con los ojos entornados y se inclinó sobre la mesa.
—«He oído decir que ese tipo está montándose en el oro. ¿No sabrás tú algo de eso?»
Sacudí la cabeza.
—«No. Sólo sé que esos tipos cogieron a un amigo mío a finales de invierno. Y que pillaron a dos de la banda del Raudo hace unas semanas. Y que a mí casi me pillan hoy.»
Yarras me miró con interés.
—«¿Te escapaste? Bien hecho,» me encomió.
Le devolví una pálida sonrisa, porque no me sentía como para gritar victoria todavía. Yerris seguía metido en ese «pozo» y mis comparsas… a saber.
Yarras puso cara pensativa.
—«Dime. ¿Tienes refugio seguro?»
Hice una mueca y negué con la cabeza. Ya no lo tenía.
—«Mm. Mira, lo único que puedo hacer es darte un consejo. Búscate una banda. Una buena, que te proteja. Si sigues actuando solo, te veo con un futuro muy negro, hijo.»
Asimilé el consejo y lo miré con expectación.
—«¿Tú tienes banda?» pregunté.
Yarras esbozó una sonrisa, divertido.
—«Por así decirlo. Aunque más bien es una red de amigos.» Marcó una pausa. «¿Conoces El Cajón?»
—«Sé dónde está, pero nunca entré,» confesé.
—«Una lástima, es la mejor taberna de los Gatos, pero no se lo digas a este,» bromeó, haciendo un breve gesto elocuente hacia el tabernero de La Rosa de Viento. «Mira. Si de aquí a la noche no encuentras una banda, pásate por ahí. No te prometo nada, pero a lo mejor hay alguno interesado en escuchar historias sobre los Ojisarios. La información vale oro,» me susurró con una sonrisilla.
El pelirrojo acabó su cerveza, se levantó y me dio una palmada en la espalda que me empotró contra la mesa.
—«Cuídate, cantador.»
—«Salú, Yarras,» resoplé, retomando la respiración. Lo vi saludar al tabernero y salir de La Rosa con andar tranquilo. Tras unos instantes, me acabé la cerveza, pasé ante el mostrador para devolver el tazón y solté:
¡Espíritu de Pasióoooon!
Condenado estoy
por una tórtola amiga,
¡condenao de loco amoooor!
El tabernero se carcajeó.
—«¡Ahí nos vuelve el cantador de verdad!»
Le sonreí, le dije ¡salú! y me fui con el mismo andar tranquilo de Yarras, el rufián de La Blanca. Seguí su consejo: fui en busca de Slaryn y su banda. Estaba seguro de que ella me aceptaría. El problema era que probablemente su refugio se encontrara en el Laberinto y que era aún más probable que yo no diera con él antes de que viniera la noche.
Manteniéndome tan alejado como podía del refugio de Warok, me paseé por el Laberinto de corredor en corredor. La mayoría de la gente con la que me cruzaba apenas me echaba una ojeada o ni siquiera, pero otros me miraban pasar con tal descaro que me pregunté si Rolg no me había contagiado sus marcas negras. Sin embargo, cuando llegué a la Plaza Lana, eché un vistazo al agua de un gran charco y me vi normal. Bueno, ya era algo.
Como iban pasando las horas y el sol se iba poniendo, perdí la esperanza y tomé la dirección del Cajón.
El Laberinto ahora estaba más movido. Bullía de vida. Los Gatos que salían durante el día a ganarse el pan regresaban todos con más o menos alegría, algunos en pandillas, otros solos. Brillaban luces detrás de algunas ventanas, detrás de otras sólo se veía oscuridad, pero no significaba que las casas estuvieran vacías ni mucho menos. Pasé delante del refugio de pandillas de guakos que se preparaban para dormir, pero no me atreví a acercarme porque… caer en una banda, así, sin conocerla para nada, podía crearme más problemas de los que tenía ya.
Llegaba a la calle de la taberna cuando oí un ruido detrás de mí y vi una sombra moverse. Sin más dilaciones, salí corriendo hacia la puerta de la taberna, la abrí y la cerré antes de fijarme en el interior. No era muy grande, hacía calor, brillaban dos linternas y las mesas estaban todas ocupadas. Reinaba un bullicio de vozarrones; olía a alcohol y sudor; y sobre las mesas, no se veían apuestas de plata, sino de oro.
Mi entrada no había atraído mucha atención y avancé hasta el mostrador, mordiéndome las uñas de mi mano izquierda y mirando a mi alrededor. Buscaba a Yarras. No lo encontré y di varias vuelta sobre mí mismo hasta que, de pronto, la puerta se abrió y apareció el pelirrojo.
—«¡Salú la compañía!» soltó. «Hola, Sham.»
—«Hola, truhán,» le contestó el tabernero con inequívoco afecto. Este era un elfo oscuro de pelo morado, ojos azules muy claros y piel azulada casi tan negra como la de Yerris. «¿Qué te pongo?»
—«Radrasia,» contestó Yarras. Al acercarse, se fijó en mí y sonrió. «Vaya, vaya. Así que no has encontrado banda, ¿eh?»
—«¿Conoces al muchacho?» preguntó el tabernero. Sin duda, él había reparado en mí, pero ahora me miró con más interés.
—«Y cómo no lo voy a conocer,» dijo Yarras, apoyándose en la barra. «Este guako pasa por La Rosa todos los días y a veces nos canta un cuplé como los Niños Cantadores de Soshira. El muchacho va para pregonero, créeme. Por desgracia, le han salido aguijones por el camino y le he dicho que se pasara por aquí.»
—«¿Qué tipo de aguijones?» inquirió un viejo.
Seguía habiendo ruido en la pequeña taberna, pero ya no tanto. Paseé una mirada por los rostros y, como Yarras parecía esperar a que contestara yo, dije:
—«Los Ojisarios.»
Esta vez, todos callaron. Yarras esbozó una sonrisa.
—«Aguijones gordos. Dice que los Ojisarios capturaron a unos amigos suyos. Me pregunto por qué andan capturando a los guakos.»
—«¡Bah! Los estarán enflaqueciendo para mandarlos a mendigar,» sugirió uno. «No hay que buscarle tres pies al gato.»
—«¿Y tienen tal ejército de mangantes que tan bien le va al Bravo Negro?» replicó Sham, el tabernero, escéptico. «Aquí hay gato encerrado.»
—«Nunca mejor dicho,» sonrió Yarras. «Y estoy seguro de que nuestro pequeño invitado sabe algo. A él también intentaron capturarlo. Y se escapó.»
Varios hicieron una mueca. Y yo hice otra.
—«No sé nada,» dije. «Yo sólo quería ir a salvar a mis amigos.»
—«Y un buen chico, encima,» encomió el viejo de antes. «Ven aquí, chaval. ¿Cómo te llamas?»
—«Draen,» contesté.
—«Draen. Dime, ¿te metiste en el territorio de los Ojisarios?»
Asentí y oí algún resoplido y comentario alabando mi estúpida valentía.
—«¿Qué viste?» preguntó el viejo.
Me encogí de hombros.
—«No sé. Llevo unos días rondando por ahí. Y hoy… Warok me apuntó con una ballesta y me dijo que estaba harto de que los espiara y me bajó hasta el corredor y me…» Callé y, recordando que no tenía que hablar de la descarga mórtica, me volví a encoger de hombros y concluí: «Y me escapé.»
—«Y llevando él una ballesta… Impresionante,» dijo el viejo. «¿Cómo decías que se llamaba ese tipo?»
—«Warok,» dije.
—«Mm. ¿Conoces a alguno más?»
Asentí con la cabeza y, ante la mirada atenta de todos, recordé las palabras de Yarras y dije:
—«La información vale oro.»
El viejo puso los ojos en blanco y sacó un siato de su bolsillo.
—«Esto si me dices todo lo que recuerdas. ¿Corriente?»
—«Y muy corriente,» dije. «Tif, Lof, Adoya. Y el Bravo Negro. Son todos los nombres que conozco. Tif es un tipo grandote, un caito rubio, de unos dieciocho años y cara de isturbiao. A Lof nunca lo he visto. Adoya es un humano blanco, pelo castaño, bastante grande, con un montón de perros malos. Sé que hay más, pero sólo conozco a esos.»
El viejo me miraba con cara pensativa.
—«Bien. Y dime, ¿cómo sabes que tus amigos capturados siguen vivos?»
Palidecí.
—«Están vivos,» afirmé.
—«Sí, pero ¿cómo lo sabes?» insistió el viejo.
Parpadeé.
—«Oí… oí a Warok detrás de la puerta. Lo oí hablar de un pozo. Ahí metió a un compañero suyo. Warok es un Espíritu del Mal. Uno de verdad.»
—«Un pozo,» murmuró el viejo.
—«¿Un pozo?» repitió un elfo que llevaba sobre él más armas que dientes. «Si de verdad lo metió en un pozo, a lo mejor es una linda forma de decir que lo mató.»
Lo fulminé con la mirada.
—«¡No lo mató! ¡Yerris está vivo!»
No me escucharon: los parroquianos se pusieron a conversar y yo me quedé con la impresión de haber hablado para nada. Vale, al menos se interesaban un poco por los Ojisarios, pero bien notaba yo que no estaban dispuestos a arriesgar nada para ayudarme. Recogí el siato sin levantar queja alguna del viejo y, tras ver a Yarras y al tabernero sentarse a la mesa de este, enfrascados en una conversación llena de conjeturas sobre la relación entre ese pozo y la nueva riqueza del Bravo Negro, me alejé, permanecí un rato más dando vueltas y, como nadie me hacía caso, me dije: al diablo con los cotillas. Abrí la puerta y me marché.
En cuanto llegué al final de la calle oscura y silenciosa, sentí revivir mis instintos de presa al acecho.
—«¡Hey! ¡Hey, rapaz!» me dijo una voz detrás. Me giré y, en la oscuridad, vi a Yarras acercarse. «¿Adónde vas?»
—«No lo sé,» confesé.
—«Mm. Bueno,» me dijo el rufián. «Ya sabes, si tienes alguna cosa interesante, te vienes por El Cajón, siempre hay algún curioso dispuesto a dar monedas.»
—«Pero yo no quiero monedas,» protesté. «Yo quiero que los Ojisarios liberen a mis amigos y me dejen tranquilo.»
Lo oí carraspear por lo bajo.
—«Ya. Lo sé, chaval. Mira, escucha,» dijo, posando una manaza paternal sobre mi hombro. «Que hayas intentado salvar a tus amigos demuestra que eres un buen guako, con un gran corazón. Los verdaderos amigos son como hermanos: das tu vida por ellos. Pero… cuando ya la han dado ellos antes, no puedes hacer nada, ¿me entiendes? Nada. Vamos,» me palmeó el hombro mientras a mí se me llenaban los ojos de lágrimas. «Búscate a esa banda y deja de rondarles a los Ojisarios. Con el tiempo, se olvidarán de ti. No tientes al diablo.»
Como yo no decía nada, me empujó suavemente la cabeza, volteó y regresó al Cajón. Me pasé una manga por los ojos. Lo que insinuaba Yarras me llenaba de horror. ¿Podía ser que ese pozo fuera, en realidad, una palabra bonita para decir que Yerris estaba espiritado y no volvería nunca más?
Como los sacerdotes decían que los buenos espíritus vagaban por el mundo ayudando a sus seres queridos, miré a mi alrededor y murmuré:
—«No estoy llorando, Gato Negro. Ya sé que un Gato no llora, y menos un Gato guako, pero tú por favor haz que no te hayas muerto de verdad.»
Tragué saliva y me puse a andar. Me alejé del territorio de los Ojisarios, bajando escaleras, hasta que decidí que ya estaba lo suficientemente lejos y busqué algún refugio. Trepé por una casa, pasé por varias terrazas y, finalmente, elegí una, me tumbé y, exhausto como estaba, me dormí casi enseguida.