Página principal. Yo, Mor-eldal, Tomo 1: El ladrón nigromante

6 Agente doble

La música de la armónica flotaba en el aire cálido de la tarde de verano, tranquila y serena. Tumbado boca abajo en la tierra seca, en un rincón de una plazuela de los Gatos, escuchaba la música mientras un agradable sopor me invadía poco a poco. Cuando Yerris sacaba la armónica, yo resoplaba de alivio, pues eso significaba que, por un rato, iba a dejar de hablar. Y es que su verborrea era impresionante, no sabía callar. Al principio, escuchabas y, como te dejara meter baza durante un segundo, decías «ajá» o «claro» o «ya, ya», pero al de un rato, si su palabrería no era particularmente interesante, acababas poniéndole caras saturadas, mirabas para otro lado y sus palabras se convertían para mí en un zumbido de abejas. No parecía que le importara, y un día cuando le dije que era más hablador que las tórtolas a la mañana, me había replicado, burlón: ¿y voy a ser yo menos que las tórtolas, shur? Y seguía hablando. Hablaba de todo, de músicos famosos, de historias ocurridas en los Gatos, de cosas que le habían contado allá o acullá sobre tal ladrón o tal patrón… El semi-gnomo era un torrente de noticias. Por suerte, con el tiempo, al igual que Slaryn, había aprendido a reconocer sus variados tonos y saber cuándo era importante escucharlo y cuándo uno podía relajarse un poco.

Bostecé… y un grito rompió de pronto la serenidad de la tarde.

«¡Yerriiis!»

Detenido en pleno bostezo, alcé la cabeza, pestañeando por la luz, y vi a una silueta alocada aparecer corriendo por la plazuela, con su largo cabello rojo desatado. Era Slaryn. Hacía una semana que no la veía, pues su madre acababa de salir de la cárcel y se la había llevado de vuelta a su casa.

«Yerris,» repitió la elfa oscura, parándose junto a nosotros, jadeante. «Por fin te encuentro.»

«¿Slaryn?» soltó Yerris, perplejo, apartando la armónica. «¿Qué pasa?»

«Es Korther,» explicó Slaryn. «Dice que vayas a verlo inmediatamente, tiene un encargo para ti.»

A Yerris se le quedó la cara como si le hubieran dicho que lo condenaban a trabajos forzados.

«Un momento,» dijo el semi-gnomo. «¿De qué va esto? Korther jamás me ha dado ningún encargo. Y se supone que Alvon…»

«De eso se trata justamente,» murmuró Slaryn, agachándose. «Tu mentor está en el calabozo.»

Me enderecé de golpe, anonadado, mientras Yerris, por primera vez desde que lo conocía, tartamudeaba:

«¿Al-Alvon? Imposible. ¿Al, en el calabozo? ¡Pero si Al es el mejor Daganegra de…!»

«¡Más bajo, so tonto!» siseó Slaryn. Echó una ojeada a un grupo de niños que vagueaba un poco más lejos y retomó en voz baja: «Está en el calabozo de Menshaldra y le han puesto un multazo increíble porque lo pillaron con una mágara prohibida. Y, según parece, no puede pagarla.»

El semi-gnomo gruñó algo incomprensible.

«¡Yerris!» se impacientó Slaryn. «Korther te explicará. Muévete y ve. ¿O es que vas a dejar plantado a tu mentor?»

Yerris hizo una mueca.

«Claro que no,» protestó. «Pero, qué ideas, dejarse capturar por los moscas, él, el ladrón de la Perla de Aodancia, el que se ha cruzado medio mundo en su juventud y no para de repetirlo. ¡Y ahora resulta que no puede pagar una multa! A buen seguro esa manía de vestirse como un excéntrico le ha dado mal resultado, yo ya se lo dije: nunca, Al, nunca debiera vestirse un viejo Gato como un bufón, no sea que el traje vista el alma, ¡y él ni caso! Nunca me escucha, es…»

«¡Deja ya de hablar y ve!» lo cortó Slaryn.

A veces Slaryn tomaba un tono autoritario que hubiera hecho vacilar hasta a un mercenario aguerrido. El semi-gnomo y yo intercambiamos una mirada y él se levantó de mala gana.

«¿Está en la Fonda?»

«Ahí mismo,» aprobó Slaryn.

La Fonda era algo así como el cuartel general de la cofradía. Caía algo más allá de la Plaza Gris, según Yerris. Yo jamás había entrado ahí, pero mi compañero decía que ojalá no entrara nunca porque, según él, cada vez que lo hacías, salías de ahí envejecido, con más responsabilidades y más preocupaciones.

Como a regañadientes, Yerris dio un paso… y se detuvo, mirando a Slaryn con curiosidad.

«¿Y qué hacías tú en la Fonda?»

La elfa oscura resopló.

«Asuntos de mi madre. Ve ya o Korther te calentará las orejas.»

Yerris puso los ojos en blanco.

«Que lo intente.» Y me dedicó una sonrisa. «Sé bueno, shur. ¿Sabes, Sla, que este mediodía este sortudo encontró un diezclavos solo en el suelo, allá por la Explanada? Literal. ¡Compartimos un plato de arroz caliente en Las Bailarinas y no sabes qué bien nos sentó, de maravilla! Y…»

«¡Yerris!» exclamó Slaryn, impaciente.

«Wow, ya voy, princesa, pero sin prisas. Eres peor que Al. ¿Harías un buen cap Daganegra, sabes? Nos tendrías a todos más rígidos que un bastón de mando,» se burló el semi-gnomo. Alzó una mano apaciguadora ante la mirada exasperada de Sla, se colocó la armónica entre los labios y se fue de la plazuela con un andar zigzagueante, tocando su instrumento.

Oí claramente el suspiro de Slaryn.

«Cualquier día, Alvon lo estrangula. A menos que yo llegue antes. Oye, Draen. ¿Vas a volver a la Guarida, verdad?»

«Sí, sí,» dije.

«Bueno, pues ve. Yo me voy para casa,» declaró ella.

Se iba a alejar cuando yo me levanté de un bote y solté:

«¿Cuánto dinero piden los moscas?»

Slaryn sonrió con ironía.

«Treinta siatos. ¿Bonita suma, eh?»

Me rasqué la cabeza, inquieto.

«¿Y Yerris va a robarlos?»

«No lo creo. Si tuviera que apostar diría que Korther tiene un trabajo planeado y mandará a Yerris que vaya a pagar los treinta a cambio de que Alvon haga lo que él diga… Así de pragmático es nuestro cap,» sonrió ella. «Salú, cachorro.»

Me dio un empujón amistoso sobre la gorra y se alejó con andar presto. La vi desaparecer, tomando la dirección de la Avenida de Tármil, y me mordisqueé una mejilla, pensativo, mientras volvía a colocar la gorra en su sitio. Treinta siatos, o dorados como decían por los Gatos… Eso era una barbaridad. Esperaba que Sla tuviera razón y Korther estuviese dispuesto a pagar y sacar a Alvon del calabozo. Nunca había visto al mentor de Yerris pero, después de haber oído a mi compañero hablar tanto de él y de sus hazañas y excentricidades, me daba casi la impresión de conocerlo y me emocionaba la idea de que, estando él en Menshaldra, tan cerca, podría ver en vivo aquel personaje asocial y misterioso. Durante aquellas tres lunas, había estado fuera, haciendo quién sabe qué, robando o descubriendo tesoros… Como diría Rolg, ni los Espíritus podían saber lo que hacían los Daganegras cuando deambulaban por allá. Y es que, como bien me había explicado Yerris, los Daganegras eran una cofradía bastante libre. Pese a tener caps por muchas ciudades importantes de Prospaterra, sus miembros trabajaban muchas veces independientemente de estos y, como cofrades, tan sólo se comprometían a mantener en pie la hermandad ayudándola, dando una parte de sus ganancias y, de cuando en cuando, buscando nuevos reclutas.

Troté, tomando la dirección de la Guarida, calle arriba. Pero, a medio camino, cambié de idea y volteé. Aún quedaban algunas horas para que cayera la noche y, además, aquella tarde no tendría lección porque Yal estaba en plena época de exámenes, estudiaba duro como un mago, decía, y no podía descentrarse porque si fallaba, zás, adiós diploma. Yo no entendía muy bien por qué le daba tanta importancia a ese diploma, pero lo que sí sabía era que echaba de menos sus lecciones tranquilas y amistosas. La idea de no tener ninguna durante media luna me desanimaba, aunque no por ello me quedaba sin hacer nada. Durante el día, le seguía a Yerris por todas partes adonde fuera y, cuando el semi-gnomo me dejaba en la Guarida para atender «asuntos personales», el viejo Rolg siempre encontraba alguna tarea que darme, que si ir a buscar agua al pozo, que si limpiar esto, que si ir a entregar una carta a no sé quién. A la noche, dormía tan profundo que bien hubiera podido tener una campana sonando encima de mi cabeza que no me habría enterado.

Huyendo, pues, de las tareas de Rolg, me encaminé cuesta abajo y pasé por calles embarradas, zigzagueé entre algún transeúnte y evité a dos señoras que se gritaban insultos a la cara con tal soltura que recordaban a esos actores del Teatro de la Vástaga al que me había llevado Yerris una tarde.

Llegué al fin ante una estrecha escalera, me paré, eché un vistazo a mi alrededor y, sin vacilar más, comencé a bajar. Yerris me había hablado ya del Laberinto. Decía que era un verdadero reino dentro de la ciudad, que había calles encima de casas y casas encima de calles, que era, en fin, un caos, un prodigio de la naturaleza saijit, una jungla repleta de misterios, que había muchísima gente y que simplemente pasar una o dos horas en ese antro te convertía ya en Gato para toda la vida. Y como yo quería averiguar si eso era cierto y como mi maestro nakrús me había dicho que, para aprender a vivir, se necesitaba arrojo y valía, deseché las advertencias de Yal y me adentré por aquel mundo con el sigilo de un gato y la curiosidad de un cachorro.

Las calles eran aún más angostas que las del resto de los Gatos, muchas parecían meros corredores sobre los que flotaba un mar de ropa colgada y desde los que apenas se lograba ver el cielo. Me crucé con un elfo que caminaba con las manos en los bolsillos, un enorme abrigo y un sombrero de ala ancha que ocultaba su rostro casi por completo. Luego vi a una niña muy pequeña sentada en el umbral de una casa, me miró con unos ojos muy grandes y azules y sonreí, pasándole la mano por el cabello.

«Salú, criatura,» le dije.

Y seguí caminando con andar ligero. Subí por escaleras, bajé por otras, crucé puentes sobre callejuelas y, en camino, me encontré con saijits de todo tipo y de toda raza, viejos y niños, harapientos y gente correcta… Había de todo.

Estaba pasando por una callejuela algo menos estrecha cuando de pronto una puerta se abrió y salió un borracho cantando y se alejó, dejando la puerta abierta. Esta tenía un cuadrado blanco dibujado encima. Y en el interior había unas mesas ruidosas y un mostrador a la izquierda con un gran elfo oscuro sonriente. ¡Una taberna! Al oír un trueno de carcajadas, me asomé, curioso, e iba a entrar cuando una mano me agarró del brazo y me giré, topándome con un joven elfo oscuro de ojos verdes bastante más alto que yo. Lo reconocí de inmediato: lo había visto alguna vez hablar con Yerris.

«¡Warok!» solté, sorprendido.

«No te aconsejo meterte ahí, shur,» me dijo el elfo oscuro con calma. «El Cajón no es casa para los santos inocentes.»

Me hablaba con burla y le dediqué una mueca orgullosa.

«Yo de santo inocente no tengo nada,» le repliqué.

Warok esbozó una sonrisa ladeada.

«¿Te manda Yerris?»

Me encogí de hombros y dije:

«No. ¿Por?»

Warok hizo una mueca.

«¿Sabes dónde está?» Negué con la cabeza y lo oí mascullar: «A saber qué está tramando ese tipo. Oye, shur,» retomó en voz alta. «Si lo ves, dile que venga a mi refugio, que voy a darle su parte, ¿se lo dirás?»

«Natural,» dije.

Sonrió, me palmeó el hombro e iba a alejarse cuando yo le pregunté:

«¿Dónde está tu refugio?»

Warok enarcó una ceja y meneó la cabeza.

«Esas cosas no se dicen en alto ni a desconocidos.» Puse cara insultada y sus ojos sonrieron. «Pero tal vez a ti puedo enseñártelo. Ven.»

Entusiasmado, le dije:

«¡Gracias!»

Y lo seguí animadamente por las callejuelas.

«¿Por qué Yerris dice que el Laberinto es maravilloso?» pregunté.

Warok resopló.

«¿Eso dice? Bueno… Supongo que porque el Gato Negro es un Gato de cuidado, y además es músico,» bromeó.

Ladeé la cabeza, cavilando, y al de un silencio pregunté:

«¿Y por qué otros dicen que es peligroso?»

«Mm. Porque lo es, pero no tanto si sabes cómo protegerte,» aseguró el elfo oscuro. En un movimiento ágil, sacó una navaja y me la enseñó de muy cerca. Sonrió. «Y ni se asusta, el rapaz… Pues deberías, ¿sabes?» retomó, guardando el arma. «Sólo los prudentes sobreviven en el Laberinto. Y, por eso mismo, sólo te diré que mi refugio se encuentra en un lugar cerca de aquí, a unos pocos metros. Si lo encuentras, te doy un clavo.»

Vaya, ¿un reto, eh? Di una vuelta sobre mí mismo, alcé la mirada hacia arriba y señalé un hueco que había entre una terraza y una casa.

«¿Ahí?»

Warok me miró con una mueca contrariada.

«Y a la primera,» murmuró. Me lanzó una moneda de clavo y la recogí con una ancha sonrisa. Él puso los ojos en blanco. «No te creas todo lo que dicen los Gatos, shur. Mi refugio no está aquí. Y ahora vuelve al tuyo, que si la noche te pilla aquí a lo mejor te conviertes en espíritu.»

Antes de alejarse, me empujó la cabeza y lo miré, desilusionado, mientras él desaparecía detrás de una esquina. Tras unos instantes de indecisión, lo seguí en silencio. En un momento, se giró y tuve que agacharme de golpe. Hasta conseguí soltar un sortilegio de sombras armónicas para perfeccionar mi escondite: Yal decía que se me daban bien. Pero claro, es que yo ya sabía muchas cosas sobre el jaipú, incluso creo que sabía más que él.

Escondido, pues, vi al elfo oscuro pasar por debajo de una reja y lo seguí para verlo ahora deslizarse por una empalizada rota y…

«Vaya, vaya,» soltó Warok. Me detuve en seco. «Tienes pinta de haber corrido como un demonio, shur.»

Solté un suspiro silencioso de alivio al saber que no me había descubierto y me acerqué a la empalizada.

«Malas nuevas, ¿verdad?» retomó Warok.

Le respondió un resoplido y luego un:

«Necesito que me ayudes.»

Agrandé mucho los ojos al reconocer la voz. ¿Yerris? Su voz vibraba de un tono tan medroso y suplicante que me convencí de que me equivocaba.

«Llevo tres lunas ayudándote, ¿recuerdas?» replicó Warok. «¿Qué quieres ahora? ¿Dorados? Si te piensas que voy a dártelos por tu cara de gnomo…»

«No es eso,» lo cortó el otro. Sí que era Yerris, me dije. «Es… Korther. He ido a verlo hace un par de horas.»

«Muy inteligente de tu parte,» se burló Warok. «¿No decías que sospechaba de ti?»

«No lo hubiera jurado antes… pero ahora sí,» suspiró Yerris.

«Estúpido. ¿Por qué diablos has ido a verlo?» interrogó Warok con tono brusco.

«Demonios, y qué sé yo, yo no quería,» aseguró Yerris. «Fue una artimaña suya. Me hizo saber que mi mentor estaba en el calabozo. Y era cierto. Pero Korther ya había mandado a otro a pagar la multa. Quería hablarme a solas. Me ha dicho… que si algún día averigua que tengo tratos con el hampa del Laberinto, me larga.»

«¿De modo que le has contado todo?» se indignó Warok.

«No, ¡claro que no!» protestó Yerris. «Él tiene sus propios informadores, Warok. Y, de todas formas, ¿qué le voy a contar? Yo no sé nada sobre el Bravo Negro. Y ojalá no sepa nunca nada. Por favor, Warok. Tienes que ayudarme. Yo quiero… olvidarme de todo esto. Yo nunca quise ser un espía y menos robar para… para él. No soy un traidor. Dile al Bravo Negro que renuncio a su dinero. No lo quiero, díselo, Warok…»

«Increíble,» murmuró Warok con tono despectivo. «Yerris el Gato Negro bufa y huye como un cobarde. ¿Sabes? Al Bravo Negro le repugnan los cobardes. Recuerda que, si te metiste a Daganegra, no fue gracias a ti. Te metimos nosotros. Ahora que eres todo un ladronzuelo mago, te crees con derecho a abrir la boca, pero eso sólo te atraerá problemas, ¿me oyes? Lo quieras o no, vas a tener que explicárselo cara a cara.»

«No, no, por favor, Warok, no me hagas esto,» jadeó Yerris. Mi corazón latía cada vez más rápido. Algo grave pasaba ahí. Algo que olía muy mal. «Por favor,» repitió Yerris. «Juro que no hablaré, que no diré nada sobre ti ni sobre los demás Ojisarios. Incluso estoy dispuesto a jurar que dejaré a los Daganegras si el Bravo Negro me lo pide. Pero no seguiré traicionando a Korther. Entiéndeme, si me pilla trabajando para el Bravo Negro, estoy muerto.»

De pronto, oí un ruido detrás de mí y me giré, justo a tiempo para ver con horror una manaza agarrarme del pescuezo. Grité. Otra mano intentó amordazarme y yo mordí y pateé hasta que los brazos me levantaron y me golpearon contra un muro.

«¡Quieto!» me bramó mi atacante.

Recibí una bofetada y, ahogando mis instintos de niño montaraz, me retuve de defenderme con descargas mórticas y me quedé quieto. Los ojos azules de mi atacante me miraban, descontentos. Era un caito rubio bastante joven.

Oí a Warok suspirar.

«Lo que faltaba… ¡Tif! Mételo.»

Con un empujón y sin una palabra, el tal Tif me metió por entre la empalizada y me tambaleé con el corazón desbocado. Y es que jamás me había golpeado ningún saijit y acababa de comprobar que eso dolía, tanto física como moralmente. El refugio de Warok se reducía a un pequeño patio embarrado con una especie de tejavana y un rincón rocoso con jergones.

«¿Qué fiambres haces aquí, shur?» me soltó Yerris, incrédulo.

Se acababa de levantar de uno de los jergones. Me precipité hacia él gritando:

«¡Yerris!»

No dije más y me aferré a él con fuerza, deseando olvidar a Tif y a Warok. Ahora este ya no me parecía simpático, más bien todo lo contrario.

«Tranquilo, shur,» me murmuró el semi-gnomo. «No van a hacerte daño.»

«Mucho presupones,» replicó Warok con una sonrisa torva. «El mocoso también es un Daganegra, ¿no? Nos ha estado escuchando. Y sabe a qué banda pertenecemos. Es un peligro andante.»

Lo miré con espanto mientras él sacaba la navaja.

«¡No te atreverás!» se interpuso Yerris, aterrado.

Warok se encogió de hombros.

«Te haría un favor: si el niño habla, estás muerto.»

«No hablará,» resolló Yerris. «Te juro que no hablará. ¿Verdad, Draen? Tú no dirás nada de lo que has oído aquí, ¿verdad? Porque, si no, te quedas sin Gato Negro y sin músico, ¿me oyes?»

Asentí y aseguré:

«Yo no diré nada. Ni aunque me saquen los huesos uno a uno. Lo juro, Yerris.»

El semi-gnomo me desordenó el cabello y dijo:

«¿Lo ves, Warok? Este rapaz es un sol. Toma ejemplo y dime que intentarás convencer al Bravo Negro de que me olvide. Para siempre. Por favor.»

Warok me miró, le miró a Yerris e hizo una mueca hastiada.

«Le hablaré. Pero no te soltará así como así, Yerris. No antes de que hagas… lo que te pidió que hicieras y aún no has hecho.»

El semi-gnomo me cogía ahora del brazo y lo sentí tensarse.

«Corriente,» murmuró. «Tendrá esos documentos. Pero luego me tendrá que dejar tranquilo.»

Warok sonrió, se avanzó y le puso un saquito de plata en la mano al semi-gnomo.

«Largo y vuelve a tu Guarida. No vuelvas a pisar el Laberinto sin los documentos. Manda al mocoso si tienes nuevas y él te dará el dinero. Tranquilo: no le haré nada mientras se porte bien. Y ahora largo,» repitió.

Yerris le echó una mirada de pocos amigos pero se alejó en silencio y sin soltarme. Cuando pasamos la empalizada, me giré para fulminar a Warok con la mirada, saqué el clavo que me había dado antes y lo tiré al barro. El elfo oscuro me devolvió una expresión llena de mofa, pero no me importaba: yo no quería que me diera dinero gente como esa serpiente. Yerris me estiró, apretando el paso, y lo seguí por debajo de la reja y luego por los corredores.

Ciertamente, la conversación me había impactado, pero no lo hizo tanto como el silencio del semi-gnomo durante el camino de vuelta. Estábamos ya saliendo del Laberinto cuando dejé escapar:

«Esos tipos son peores que los linces. Sonríen y luego atacan.»

Yerris suspiró largamente y, echándole una mirada inquieta, pregunté:

«¿Tienes que robar unos documentos?» Lo vi asentir, distraído. «¿Y es peligroso?»

Yerris volvió a suspirar.

«Sí, shur. Es peligroso. Porque los documentos… no los tienen los malos burgueses patronos cerdos y mangaplatas. Los tiene Korther.»

Agrandé mucho los ojos. ¿Yerris iba a robar al cap de los Daganegras de Éstergat?

«Pero… ¿quién es ese Bravo Negro? ¿Por qué…?»

«Calla, shur,» susurró Yerris. «Por favor. No hagas preguntas.»

Me mordí el labio, caminé a su lado y, tras un silencio, dije algo decepcionado:

«El Laberinto no sólo tiene maravillas, ¿eh?»

Yerris meneó la cabeza e hizo una mueca sonriente.

«Cuando se acabe toda esta historia de los Ojisarios, te enseñaré el Laberinto de verdad. La Plaza Lana te encantaría: todas las tardes, viene un tipo al que llamamos el Manco y se pone a contar historias. Los guakos le damos clavos y vive con eso. ¡Y qué bellas historias cuenta! También te encantarían algunas tabernas. Al principio algunos tipos pueden impresionar pero, una vez que los conoces, te das cuenta de que tienen un corazón grande como un castillo. Y…»

Y no calló hasta que llegamos a la Guarida y oímos voces en el interior. La puerta estaba entornada.

«No tardará en llegar, estoy seguro,» decía la voz del viejo Rolg.

«Creo que he oído algo afuera,» soltó una voz profunda.

La puerta se abrió más y vi aparecer a un humano alto, pálido y vestido con una larga capa azul. Llevaba un extraño sombrero rojo y unas botas verdes. Excéntrico, había dicho Yerris… Sonreí. Incluso a mí me parecía curiosa su vestimenta.

«¡Al!» exclamó Yerris y subió las escaleras de madera diciendo: «¡Cuánto tiempo! Mira que dejar que te trinquen los moscas por una linternita mágica de nada. Te he echado de menos, sobre todo que dijiste que estarías de vuelta allá por la luna de Celestes y estamos a Pozos, y como que todo lo que me diste corrió ya hace tiempo y he tenido que empeñar hasta las orejas para permanecer honrado, fíjate tú…»

«Silencio,» tonó Alvon. Frunció la nariz, miró a su sarí e hizo una mueca. «No has cambiado nada. Rolg, gracias por haberte ocupado de él. Ahora me lo llevo. Ven, Yerris.»

Pasó a su lado bajando las escaleras con presteza y, al llegar ante mí, yo le dediqué una sonrisa pero él no me echó ni siquiera una ojeada. El semi-gnomo me puso cara inquieta y, acercándose, me murmuró:

«Descuida, shur: nos veremos pronto. Al no me soporta más de dos días seguidos. Soy un hablador compulsivo, pero no se lo digas a nadie,» bromeó. Y entendí, por su mirada elocuente, que con esas últimas palabras pretendía recordarme mi juramento de silencio.

«¡Yerris!» gruñó Alvon.

Le dediqué una mueca de comprensión a Yerris y este salió corriendo detrás de su mentor. Tras verlos desaparecer del callejón no sin cierta decepción, eché un vistazo hacia el cielo cada vez más oscuro y, bostezando, entré en la Guarida. El viejo Rolg estaba sentado a la mesa, comiendo un plato de gachas. Me senté yo también, apoyé la barbilla sobre mis brazos cruzados y, tras escuchar un rato el sosegado masticar del elfo, pregunté:

«¿Tengo que hacer algo, Rolg?»

Él alzó la vista, sonrió levemente y negó con la cabeza.

«No. Ya fui a buscar agua.»

Me sentí un poco culpable, porque con la pata coja que tenía no estaba bien que el viejo Rolg caminara con peso.

«Mañana iré a buscarla yo, descuida,» le solté. Y, tras un silencio, añadí: «Rolg, ¿tú también robabas cosas valiosas cuando eras joven?»

«Mm… Claro,» contestó Rolg mientras tragaba sus gachas. «Perlas, joyas, mágaras, reliquias… Cosas que tú no puedes aún ni imaginar.»

Sonreí ante su mueca cómicamente misteriosa y vacilé.

«Y… ¿por qué decidiste hacerte Daganegra?»

«¡Ah!» sonrió el viejo elfo. «Mira, te parecerá curioso pero, al contrario que otros veteranos como yo, no hablo del pasado. Soy demasiado práctico para perderme en épocas que dejaron de existir hace ya mucho tiempo.»

«Vaya,» mascullé, sorprendido. «Pero… ¿no lo cuentas porque no quieres o porque no te acuerdas?»

El viejo Rolg puso los ojos en blanco.

«Por ambas cosas. No, pequeño, claro que me acuerdo. Sólo te diré que, a tu edad, yo era un niño tan tímido que ni me atrevía a salir de casa solo. En aquella época, vivía en el campo y de noche se oían terribles aullidos de lobo. Cuando los oía acercarse, me levantaba y corría a la habitación de mis padres gritando: ¡papá, mamá, que viene el dragón!»

Le devolví la sonrisa, divertido, y pregunté:

«¿Y por qué te fuiste del campo si tenías familia?» El anciano se entristeció y me entristecí con él, creyendo entender. «¿Te echaron?»

El anciano meneó la cabeza.

«No. Un día vino de veras el dragón bajo la forma de unos bandidos asesinos y… me quedé solo. Ya ves. Y, como tú, emprendí el viaje a Éstergat, crucé el Bosque de Arkolda y llegué a la capital igual de andrajoso que tú. Y acabé convirtiéndome en Daganegra… exactamente como tú.»

Sus ojos brillaron, sonrientes, y quedé ensimismado, tratando de imaginarme al viejo elfo, joven como yo, caminando perdido entre tupidos árboles, linces, setas venenosas y serpientes…

«¿Has cenado?» me preguntó entonces el elfo. Como yo negaba con la cabeza, empujó el plato de gachas hacia mí. Aún quedaba un cuarto. «Toma. Que aproveche. Yo voy a dormir. Y que nadie me moleste, ¿eh?»

Lo vi levantarse y alejarse hacia su cuarto y me apresuré a decir:

«Oye, Rolg. Gracias. Por la cena y por la historia. Y no te preocupes: el pasado siempre es pasado. Mi maestro decía que si uno se acordara de todo se volvería loco. Él tampoco hablaba mucho de cuando era… er… joven.»

Es decir, ni de cuando estaba vivo ni de cuando era un muerto joven, completé para mí. El viejo elfo me miraba con una leve sonrisa.

«Buenas noches, pequeño.»

«¡Buenas noches, Rolg!»

Nada más cerrarse la puerta, tomé el plato con ambas manos y, saltándome esas manías que tenían los saijits de comer con cuchara, engullí las gachas en un pacivirtud. Acto seguido, fui a recoger mi pluma amarilla, me acerqué a la ventana y alcé la mirada hacia el cielo nocturno convencido de que mi maestro nakrús estaría contemplándolas en ese mismo instante. Muy bajito, murmuré:

«Buenas noches, elassar.»