Página principal. Yo, Mor-eldal, Tomo 1: El ladrón nigromante

1 Sacrificio

«Ojalá pensaras antes de actuar, Mor-eldal.»

Levanté la mirada, frustrado. Me había subido a un árbol para ver de más cerca a un pájaro con un plumaje colorido muy bonito y, creyéndome un experto trepador, me había despistado, había resbalado y me había caído. Y, para mayor decepción mía, el gran pájaro levantó el vuelo en ese instante, agitó la rama y una lluvia de nieve aterrizó sobre mi cabeza.

Mi maestro emitió una seca carcajada.

«Hay que ver lo testarudo que puedes llegar a ser, pequeño. Los pájaros son como las ardillas: se los mira de lejos. Venga, levántate y a casa. Acabarás congelándote si te quedas ahí.»

Al contrario que él, pensé. Mi maestro era un nakrús, un mago muertoviviente. Él jamás pasaba frío.

Me levanté y, con una mano esquelética, él me revolvió el cabello hundido por la nieve, apuntando con voz ligera:

«Sabes, Mor-eldal, a veces me pregunto qué diablos haces aquí con este viejo esqueleto gruñón en vez de marcharte en busca de los tuyos. ¿Te lo he dicho ya alguna vez?»

Puse los ojos en blanco.

«Pues, no sé… ¿unas mil veces, tal vez, elassar?»

«¿Ah? ¿Tantas veces, eh? ¿Y qué me dices?»

«Que no quiero irme,» repliqué como un estribillo.

«Mmya. ¿Y si te obligo?»

Sus ojos verdes mágicos eran tan intensos que parecían estrellas. Ladeé la cabeza, turbado. Normalmente, cuando me hacía esa pregunta, la hacía y luego no insistía. Pero, ahí, llevaba casi todo el invierno sacándome a los esqueletos gruñones y tanta insistencia empezaba a ponerme nervioso.

Por eso, me contenté con mirarlo, testarudo, y nos pusimos a subir la cuesta nevada en silencio, hasta nuestra cueva.

Francamente, me preguntaba si mi maestro sería capaz de decirme un día: largo, márchate, Mor-eldal. Interiormente, a veces, esperaba que no y otras veces que sí pero, lo confieso, en realidad, no tenía ninguna intención de dejar a mi maestro. Era él el que me había encontrado, perdido en el monte, cuando tenía casi seis años, él quien me había salvado del frío y de una muerte segura y él también el que me había enseñado todo lo que sabía. Lo quería como a un padre. De modo que, lógicamente, no iba a dejarlo ni hoy ni mañana ni pasado mañana. Tal vez un día, tal vez, cuando fuera mayor, para explorar un poco el mundo. Pero, sinceramente, estaba contento con mi vida junto a él. Qué diablos, era feliz.

«Oh, vaya,» dije, rompiendo el silencio. «He olvidado coger el conejo. Cayó uno en la trampa. Es que lo he visto, pero luego he visto a las ardillas y he ido a saludarlas y luego ha venido el pájaro y… Pues eso, que me olvidé. ¿Voy a buscarlo?»

«Ve,» suspiró mi maestro.

Me abalancé cuesta abajo. Vivíamos muy alto, en la montaña, y, aunque fuese ya plenamente primavera allá abajo, la nieve persistía donde estábamos y los árboles no estaban aún despiertos. Llegué donde la trampa, cogí al conejo y oí el canto de un pájaro.

«No me digas,» murmuré. «¿Tú otra vez?»

Estaba encaramado a una rama más baja, sobre el mismo árbol. Me acerqué y lo observé, fascinado. ¡Qué hermoso era! Tenía plumas amarillas, azules, verdes y rojas. Era un yarack.

Silbé, imitando su canto, y creí verlo inclinar la cabeza hacia mí, como sorprendido. Me reí y lo señalé con el índice.

«¿Creías que cantabas mejor que yo, yarack? ¡Qué vanidoso eres!»

Él emitió un grito estridente y suspiré.

«¡Y susceptible, encima! No te enojes, amigo. Oye, si me das una pluma, te perdono. ¿Te parece?»

Alzó el vuelo y gruñí.

«¡Será cobarde, encima!»

Entonces, vi caer una pluma amarilla y agrandé mucho los ojos.

«¡No me lo puedo creer!» exclamé.

Recogí la pluma, la giré entre mis dedos y, súbitamente, salí corriendo cuesta arriba y entré en trombas en la cueva gritando:

«¡Me ha dado una pluma! ¡Elassar, mira, elassar! ¡Le he pedido una pluma y el yarack me ha dado una! ¿Me crees?»

«Creo lo que ven mis ojos,» replicó mi maestro, divertido. Estaba sentado sobre su gran cofre con un libro grueso en la mano. Teníamos tres libros, en total. Un pequeño libro de cuentos con imágenes, un diccionario y un gran tomo gordo y viejo que hablaba de nigromancia. Y es que, claro, éramos nigromantes. Aunque mi maestro lo era más que yo.

Dejé el conejo en el suelo, me quité la ropa mojada y, una vez envuelto en mi manta, volví a coger mi pluma amarilla con una sonrisa.

«Pues resulta que hasta era generoso. ¡Cuando pienso que lo he llamado vanidoso, susceptible y cobarde!»

«¿Todo eso ni más ni menos, eh? Pues ya le has dicho cosas en poco tiempo,» se impresionó mi maestro sin ni siquiera alzar la cabeza.

«Pues sí, he hablado demasiado rápido.»

«¿Qué te dijo tu maestro hace un rato? Hay que pensar antes de actuar. Si uno no piensa, hace tonterías.»

«Ya… bueno.» Dejé mi pluma en mi hatillo con mis cosas. «Voy a ir a preparar el conejo. ¿Quieres los huesos ahora o te los guardo?»

Mi maestro los necesitaba para regenerar el morjás de sus huesos y mantenerse vivo. Igual que yo necesitaba comer carne.

«Guárdalos,» respondió mi maestro, distraído. «Y no cantes, por favor. Estoy leyendo.»

Resoplé.

«Ya, claro, leyendo. ¡Si te conoces el libro de memoria!»

Y empecé a cantar: Larilán, larilón, primavera, sal afuera, bombumbim, primavera, no hay nadie que no te quiera… Entonces, vi los ojos de mi maestro hacerse grandes y suspiré.

«De acuerdo. Me callo.»

Trabajé, pues, y llegada la noche ya había saciado mi hambre, había limpiado los huesos y, tumbado sobre mi jergón, contemplé mi pluma, pensativo. La luz de la linterna iluminaba el interior. Era mi maestro el que la reparaba cada vez que se rompía. A mi izquierda, estaba el espejo. Tenía siglos de antigüedad, milenarios tal vez, quién sabe, pero funcionaba y lo miré un instante, con la pluma en mi mano derecha, que era lo único en mí que se parecía a mi maestro: estaba hecha de huesos. Mi maestro me la había salvado cuando había estado a punto de morir de frío, aquella noche de invierno, hacía ¿cuánto ya? Cinco inviernos. Él me había enseñado a moverla con energía mórtica y a sentir con ella. Moví la pluma amarilla y… me quedé boquiabierto.

«¡Maestro!»

«¿Mm?»

Levanté la vista hacia él. No había cambiado de postura desde que se había sentado sobre su cofre. Él no tenía problemas de hormigueos ni de músculos doloridos. Nunca le dolía nada y, sin embargo, yo sabía que sentía cosas, lo mismo que yo sentía con mi mano derecha.

«¡El espejo!» exclamé. Me levanté. Agité mi pluma. Y dije: «¡Nunca me dijiste que el espejo mentía!»

«¿Cómo dices?»

«¡El espejo miente! Estoy seguro. Mira. Tengo la pluma aquí, en mi mano derecha. Y cuando llega al espejo, zas, está en la otra mano. Y, zas, en la otra,» dije, cambiando varias veces la pluma de mano. Y entonces farfullé: «¡Pero si mi mano derecha no es esa!»

La mano esquelética del Mor-eldal del espejo era la izquierda.

Mi maestro se carcajeó. En el espejo, vi su mandíbula desencajarse en un vaivén castañeteante.

«He dicho una tontería,» concluí, interrogante.

«No, hijo, no, ¡tienes razón!» me aseguró mi maestro. «Lo que me hace gracia es que lo descubras sólo ahora. Los espejos no reflejan la realidad. Son demasiado rígidos para eso.»

«¿Demasiado rígidos?» repetí, instalándome al pie del cofre. «¿Qué quieres decir?»

«Quiero decir que son unos vagos: toman el color que tienen justo delante y se lo llevan en línea recta.»

Cavilé sobre sus palabras. De acuerdo. Parecía lógico, dicho así.

«¿Y tú lo sabías y nunca me dijiste nada?» me extrañé.

«¡Hay tantas cosas que te quedan por aprender, muchacho!» Giró la cabeza hacia mí. «Si fueras un poco más curioso y me dejaras respirar un poco, irías a ver el mundo de los tuyos y aprenderías mucho más rápido, mucho más que quedándote aquí en la montaña, jugueteando con las ardillas y escuchando a un viejo loco como yo, que habla de tiempos muertos. ¡Aprenderías y sobre todo vivirías, hijo, encontrarías amigos de verdad, amigos como tú, con dos patas y dos manos! Pero eso a ti no te interesa, ¿eh? Eres más cabezota que una mula, y, precisamente por eso, no verás jamás ninguna mula y te quedarás aquí, contando estrellas y holgazaneando, y ¡acabarás como yo!»

¿Y qué tiene de malo eso?, quise replicarle. Pero sus palabras me dejaron enmudecido. No era la primera vez que me soltaba discursos de esos. Sin embargo, a fuerza de oírlos, era cansino y, más que cansino, inquietante.

Me mordí el labio.

«Pero, elassar,» dije, «eso… no lo dices en serio, ¿verdad?»

«Y muy en serio, muchacho,» aseguró mi maestro mientras giraba una página del libro con su dedo esquelético.

Lo miré, nos miré en el espejo y dije:

«Pues ¿sabes? A mí no me molestaría volverme como tú. Vale, eres menos ágil, pero no tienes frío. Y, este invierno, ¡tú no sabes el frío que he pasado!»

«No me marees,» gruñó mi maestro.

Suspiré y volví a tumbarme en mi jergón con mi pluma. Tras unos instantes, mascullé:

«Buenas noches, elassar.»

«Buenas noches, Mor-eldal.»

Posé la pluma, cerré los ojos y los volví a abrir, meneando la cabeza con gravedad.

«Oye, elassar. De verdad que no quiero irme. Y si me repites una vez más que me vaya, dilo bien claro, y me voy de verdad, aunque no quiera pero, si no, deja de marearme, tú también. Pues eso. Te quiero, elassar.»

No me contestó. Y estaba yo casi dormido ya cuando lo oí murmurar:

«También te quiero yo a ti, pequeñuelo. Yo también te quiero.»

Al día siguiente, cuando desperté, lo encontré como siempre, sentado en la entrada de la cueva. Me estiré, me vestí y bostecé diciendo:

«¡Buen día, elassar!»

Él me contestó con tono alegre:

«¡Y qué día! ¡Hoy es el mejor de los mejores!»

Me rasqué la cabeza, curioso.

«¿Ah, sí?»

«Sí. ¡Porque vas a marcharte y vas a conocer mundo! ¿No es maravilloso?»

Palidecí mortalmente y entendí que ayer había abierto demasiado la boca.

«No… no entiendo,» solté.

«¡Pues claro que entiendes! Me prometiste que te irías si yo te pedía que te fueras. ¡Y ese gran día ha llegado! ¡Te marchas!»

¡Y con qué alegría lo decía!

«¡Pero, ayer, dijiste que me querías!» protesté.

«¿Y eso qué tiene que ver?» Sus ojos sonreían, joviales. «Vas a conocer a gente, vas a aprender cosas increíbles, vas a ver las imágenes del libro de cuentos ¡pero en la realidad! ¿No me digas que no te apetece ir?»

«¿Pero ir adónde?» exclamé, agitado.

«¡Y qué importa! Allá, hacia el levante, hacia donde el sol renace. Ya acabarás encontrando a algún saijit en tu camino. Avanza y verás. Mira, te he preparado el saco, con las provisiones que nos quedaban. Y esto, hijo, es tu nueva mano. La he estado preparando todo el invierno. Es una sorpresa. ¿Te gusta? Póntela. Luego la fijo. Y la manta, dámela, mejoraré el sortilegio y así no pasarás frío. ¡Anda, muévete, remolón!»

Me moví. De unos centímetros escasos. Mi mirada se fijó, anonadada, en un objeto que, de hecho, se parecía exactamente a una mano como la que tenía yo en la izquierda, lo único que no era real, era una mágara. Y, entendiendo con cada vez más claridad que todo aquello iba en serio, mi confusión dio lugar poco a poco al espanto, y luego a un sentimiento de abandono y, finalmente, estallé en lágrimas.

«¡Elassaaaaaar! ¡Eres muy cruel!»

«¡Muchacho! ¿Qué lloras? Ya eres mayorcito para llorar. Silencio.»

Lo miré, apabullado, mientras él cogía mi manta y se concentraba. Las lágrimas se me escapaban a mares. Esperé a que acabara su sortilegio casi sin emitir ningún ruido pero, cuando terminó, sollocé:

«Por favor, elassar. Échame si quieres, pero ven conmigo.»

«Je, ya, ¿para que me manden a la hoguera? No, hijo, yo ya no tengo edad para salir a la aventura. Mis huesos son viejos, soy milenario, y ya no estoy para correr y brincar…»

«Mientes. Eres muy cruel,» repetí.

«Dime, Mor-eldal. ¿Vas a dejar de decir disparates y ponerte a pensar un poco? Coge tu manta. Y tu mano. Póntela. Venga, venga, a ver cómo te queda.»

Me la puso él y no me resistí. Estaba demasiado triste. Él se puso a fijar mi mano a los huesos y a mi muñeca mientras decía:

«Te he enseñado a valerte por ti mismo y a ver la realidad tal y como es. Así que mírala a la cara, límpiate esos ojos y escúchame. Allá donde vayas, no hablarás nunca de nigromancia ni de tu mano. Nunca, ¿me entiendes? Ya sabes que está muy mal visto. Evita hablar de mí con nadie pero, si se te escapa algo, di que estoy muerto, en serio, y nunca digas que soy un nakrús. No quiero encontrarme con aventureros curiosos en busca de un mago eremita: odio las visitas. Y última cosa,» añadió. «No olvides todo lo que te he enseñado y, sobre todo, Mor-eldal, sobre todo: nunca dejes de ser tú mismo.»

Lo miré, boquiabierto, con la manta bajo el brazo y la mano ya casi completamente fijada.

«Así que… todo esto va en serio,» murmuré.

Mi maestro resopló.

«¡Pues claro que va en serio! ¿Acaso lo dudas? Quieto ahí, no te muevas.»

No me moví, pero mis lágrimas seguían cayendo, implacables. Cuando acabó con su trabajo, mi maestro tarareaba, feliz.

«Muévela, a ver qué tal va.»

La moví y, por un momento, casi olvidé mi tristeza y sonreí, asombrado.

«¡Parece casi como la otra!»

«Y es el objetivo, pero si te fijas, el pulgar está del otro lado.»

Cierto, me fijé. Claro. Era como el espejo.

«Cuídala bien, ¿eh? Es resistente, pero no andes tampoco metiéndola en un horno. No creo que se quemara, como digo es resistente, pero precisamente la gente iba a mirarte raro por ello. Tampoco te la pinches con nada puntiagudo. Los saijits esperarían verte sangrar. Y… recuerda, si por desgracia se te estropea, puedes regenerarla y también puedes hacerla crecer y hacer que siempre sea del mismo tamaño que la otra. Es casi como despertar el morjás de los huesos, sólo que tienes que despertar el morjás de la piel. Ya te enseñé, ¿te acuerdas? Mira, volveré a enseñártelo, no sea que se te haya olvidado.»

Me enseñó y, plegando y desplegando mi mano, le pregunté, curioso:

«¿Cómo la has hecho?»

«Con tiempo, arte y una piel de castor,» sonrió mi maestro. «Y ahora, pequeño, levántate y andando. Oye, ¿no querrás llevarte el diccionario de drionsano? Pero qué tonterías digo, ¿para qué? si total las palabras de hoy habrán cambiado. Sólo te atraería problemas que te pillaran con un diccionario tan viejo. Sé astuto, pequeño, habla en drionsano y no en caéldrico, o morélico, como lo llaman… Sé amable, e intenta no abrir demasiado la boca al principio, ¿eh? Así, te evitarás escenas molestas.»

En la entrada ya, me dio el saco. Hacía un día radiante, aunque fresco, y el viento frío me hizo daño en los ojos. Mi maestro me palmeó el hombro, obviamente emocionado.

«Hijo, no sabes cuántas veces soñé con que llegaría este día. No es que quiera verte partir, pero quiero que descubras cosas nuevas. ¡Y las descubrirás! Cuidado con no morirte en camino antes de encontrar a un saijit, ¿eh? O te estiro de las orejas. Vamos, no llores y dame un abrazo. Eso es.»

Lo abracé con suavidad, con las mejillas hundidas.

«¿De verdad quieres que me vaya?»

«Sí.»

«Pero podré volver, ¿verdad?»

«Ni se te ocurra. No antes de que hayas encontrado un hueso de ferilompardo. Esos no tienen precio. Cuando lo tengas, podrás volver. Pero no antes. Anda, vete, sigue el sol de la aurora.»

Me giré hacia el este y no vi otra cosa que montañas y bosques y más bosques. Entonces, di un paso fuera de la cueva… y me giré.

«Espera, mi pluma amarilla, me la he olvidado.»

Fui a buscarla, la puse en mi saco y, ya afuera, me paré y dije:

«Vaya. Mi bastón.»

Mi maestro emitió un gruñido paciente. Fui a coger mi bastón y, cuando volví afuera, inspiré, recordé esa lección que me había dado mi maestro un día sobre la valentía, y… suspiré.

«Bueno. Allá voy. Pero si me voy es porque me echas. ¿Sabes? Hay una cosa que nunca te he dicho. El más cabezota aquí, eres tú, no yo.»

«¡Ja! ¡De tal palo tal astilla, como dicen!» rió mi maestro, e hizo un suave gesto de la mano para animarme. «¡Vamos!»

Me alejé de unos pasitos, girándome casi cada paso y luego cada cinco, y cada veinte, hasta que perdí de vista al único ser que recordaba haber conocido realmente. Ya está, me había marchado. Apenas comenzaba a darme cuenta de lo que significaba eso. Estaba solo, no sabía adónde iba, no tenía a nadie con quien hablar… Daba miedo. Tan sólo esperé que mi maestro no se equivocaba cuando decía que de verdad existían humanos, elfos y caitos más allá de los bosques. Ah, y también esperé que no me costaría demasiado encontrar a ese ferilompardo.

Avisté una ardilla de pelaje negro en una rama y levanté mi nueva mano para despedirme de ella.

«¡Suerte, amiga! Elassar dice que me vaya y me voy. Pero cuando tenga el hueso del ferilompardo volveré, ¡te lo prometo!»

Apareció otra ardilla en el mismo tronco y mi corazón se me encogió de nuevo. ¡Las ardillas habían sido mis amigas durante tanto tiempo! No las olvidaría nunca, ni olvidaría sus juegos, ni todo lo que me enseñaron sobre las bellotas y los árboles, ¡y sobre tantas otras cosas! Respiré hondo y entoné:

¡Ardillas, ardillas,
montañas y sol,
salen ya las florecillas
y de la nieve el amor!
¡Ardillas, ardillas,
cómo os quiero yo!
Hasta luego, amigas mías,
no me olvidéis, por favor.

Tiempo después de que hubiera perdido de vista a mis ardillas, oí un canto en el cielo, hundí mi bastón en la nieve y alcé la cabeza. ¡Ahí estaba el yarack! Iba muchísimo más rápido que yo.

«¡Ojalá pudiera volar como tú, pájaro!» exclamé.

Lo vi desaparecer detrás de los árboles y gruñí.

«Pues vaya. No sé lo de cobarde, pero lo de vanidoso no te lo quita nadie.»