Página principal. Ciclo de Shaedra, Tomo 10: La Perdición de las Hadas
Poco después de que Kahisso saliese del cuarto asegurándome que no veía razón alguna por la que Lénisu seguía inconsciente, mi tío despertó. Cuando le vi abrir los ojos, Syu y yo sonreímos, contentos, y me apresuré a sentarme en el borde de la cama. Antes de que él llegase a pronunciar palabra, dije de corrido:
—Si no te acuerdas de nada, es del todo normal. Nos ha sucedido a todos. Nos hemos despertado fuera de la ciénaga y ahora estamos en una granja.
Lénisu parpadeó y frunció el ceño.
—¿Y estamos vivos?
Su pregunta me hizo enarcar una ceja.
—Sí, estamos vivos. Afortunadamente.
Tras un silencio, resopló y se enderezó. Inmediatamente, se cogió la cabeza con ambas manos, espirando lentamente.
—Ooooh… Sí, creo que estoy vivo —confirmó débilmente. Marcó una pausa, posó unos ojos aturdidos sobre su espada, y entonces se giró bruscamente hacia mí—: ¿Dónde está mi saco? —Parecía casi preso del pánico. Se lo señalé con el dedo y él lo recogió precipitadamente. Le echó un vistazo y el alivio se reflejó en su rostro. Acto seguido, frunció el entrecejo y articuló—: ¿Una granja? —Asentí con tranquilidad pero su expresión descompuesta enseguida me turbó—. Shaedra, ¿me estás diciendo que estamos en una granja a pesar de que te están busc…?
Se detuvo en seco y su mirada se fijó en la puerta entornada.
—Sí. Eso he dicho —confirmé sin perder la calma, y junté las manos con paciencia, como él solía hacerlo—. Tío Lénisu, verás que no tenía otra opción. Tú no despertabas y Aryes todavía no ve casi ni un dragón. Habría sido más que sospechoso rechazar la ayuda de cinco raendays y meternos de nuevo en la ciénaga después de lo que ha pasado, ¿no crees?
Lénisu meneó la cabeza, disgustado.
—No, no lo creo. —Alzó una mano como si fuese a explicarme algo sumamente peliagudo… La dejó caer, suspiró y preguntó con el tono de quien no quiere saber nada—: ¿Qué ha pasado en la ciénaga?
Apenas hube abierto la boca, una voz, la voz de Wundail, resonó en el fondo del pasillo:
—¡Shaedra! ¡Ya está la comida!
Le dediqué una mueca cómica a mi tío y le tendí al bastón por toda respuesta.
“Perdón por ser tan pesada, Frundis”, me disculpé con aire inocente.
El bastón gruñó pero no contestó.
* * *
Lénisu estuvo de malhumor durante todo el trayecto en carreta hasta el albergue del Cisne azul y, cuando llegamos al camino principal, no se me pasó por alto la mirada sombría que echó hacia el este, como esperándose que en cualquier momento unos guardias fuesen a aparecer cabalgando a galope tendido para arrestarme y quemarme viva. Nada más pensarlo, seguí la dirección de su mirada con cierto temor. Sin embargo, una cosa estaba clara: ni a Aryes, ni a Iharath, ni a mí nos apetecía volver a meternos en la ciénaga.
Durante el trayecto, que duró casi dos horas, estuvimos todos bastante silenciosos. Los raendays mascullaban un poco entre ellos, Madeyssa intentó entablar conversación con Lidish Torgab, sin éxito, y yo le preguntaba de cuando en cuando a Aryes cómo mejoraba su vista.
—Ya sólo siento un picor extraño —me aseguró cuando se lo pregunté por cuarta vez. Su tono de voz me hizo entender que mi insistencia empezaba a divertirlo sumamente y procuré callarme.
Acabábamos de avistar el Cisne azul, rodeado de campos y arrozales, cuando Madeyssa soltó, vacilante:
—Por curiosidad, Torgab. ¿Es verdad que eres capaz de manejar cuatro espadas a la vez? No sé, siempre me pareció una idea disparatada pero no dejo de preguntarme…
Lidish Torgab la miró con una ceja enarcada y creí divisar un amago de sonrisa en su rostro cuando contestó:
—Antes, pregúntate si todas las espadas tienen filo, ¿mm?
Su extraña respuesta nos dejó a todos perplejos, menos a Kahisso, quien se contentó con sonreír disimuladamente, como al tanto ya de que el antiguo raenday tenía un carácter un poco especial.
Antes incluso de apearnos de la carreta, Syu empezó a rebullirse. No me costó adivinar su problema: las dos veces que habíamos pasado por ese mismo albergue el mono había estado igualmente agitado por culpa de los gatos.
No eran ni las siete de la tarde y aun así el Cisne azul estaba más lleno que la última vez. Al entrar, nos encontramos con que más de la mitad de las mesas estaban ocupadas y, tras una breve reflexión, caí en la cuenta de que muchos clientes tenían pinta de ser o agricultores de la vecindad o comerciantes. Y considerando que hacia el final del verano había una gran feria en Aefna, tuve la certeza de que estos últimos se dirigían hacia el oeste.
—¡Bienvenidos al Cisne azul! —exclamó el posadero. Su voz apenas se distinguió entre el tumulto. Se lo veía algo desbordado por tanto trabajo—. Vaya, Lidish —se sorprendió—. Hacía tiempo que no pasabas por aquí. Empezábamos a creer que algún bicharraco de la ciénaga te había secuestrado —sonrió amablemente.
El jorobado le devolvió la sonrisa con una mueca.
—Este año ha crecido tanta cosa en la huerta que no he tenido tiempo.
—Pues fíjate, últimamente yo tampoco tengo tiempo ni para respirar —aseguró, señalando la taberna ruidosa—. Aunque el año pasado fue todavía más movido.
Nos guió hasta una mesa y nos preguntó qué queríamos cenar y si pretendíamos pasar la noche en el albergue. Madeyssa contestó que sí y me incliné ligeramente hacia Lénisu cuando vi que este hacía una mueca discreta.
—No tienes un kétalo, ¿verdad? —inquirí por lo bajo.
Mi tío carraspeó.
—Para comer, no se necesitan kétalos —replicó. Sonrió ante mi expresión dubitativa y se levantó—. Tú déjame a mí.
Enseguida lo vi alejarse e intercambiar unas palabras con el tabernero. Este soltó una exclamación y le dio una palmada amigable en la espalda. Observé a Lénisu con los ojos agrandados mientras este desaparecía por una puerta.
“¿Qué estará tramando?”
Syu saltó abajo de mi hombro y desapareció entre las mesas.
“Ten cuidado con los gatos”, le dije, burlona.
Pronto averigüé cuál era el plan de Lénisu para hacernos comer a los cuatro gratis cuando volvió Syu diciendo que el tío Lénisu estaba jugando con los platos, con los cuchillos, los pimientos y esas cosas. En realidad, más bien dio de comer a cinco: Syu se sorbió dos vasos de zumo de uva e incluso se atrevió a robar un pedazo de plátano a un mercader que lo tenía abandonado en su plato.
El mono gawalt exultaba, Frundis componía suavemente, como adormilado, los raendays hablaban por los codos y Lénisu, cuando aparecía de cuando en cuando por las mesas, daba la impresión de estar de nuevo en su hogar. No parecía ya estar preocupado ni lo más mínimo por la posibilidad de que apareciesen unos cazademonios por la puerta. Tras tanto tiempo pasado en tierras perdidas, aquella tarde se me hizo muy corta. Después de charlar y beber unas cuantas cervezas, Torgab Cuatro-Espadas se marchó. La rapidez con la que se fue no nos permitió ni levantarnos para despedirnos más convenientemente.
—Un curioso tipo —observó Madeyssa—. ¿Cómo lo conociste?
Se lo preguntaba a Kahisso, obviamente.
—Hace diez años, en una reunión de raendays.
—Ya, pero hace diez años tú no eras un raenday —objetó Madeyssa enarcando una ceja suspicaz.
—Aún estaba al servicio de Ató —reconoció el semi-elfo—. Pero ya pertenecía a la cofradía de los raendays. —El tema no parecía molestarlo tanto como a Kirlens, observé—. Cuando el Dáilerrin se enteró, me exigió que renunciase a ser miembro de la cofradía. Y Lidish intervino para convencerlo de que era posible ser un raenday y servir una ciudad al mismo tiempo.
Madeyssa pareció sorprendida.
—¿Y lo convenció?
Kahisso sonrió.
—Sí. Pero al de unos meses, el Dáilerrin cambió y tuve que renunciar a mi puesto de Centinela. Además de pagar una buena cuantía por los Años de Deuda que me quedaban. —Me echó una ojeada, añadiendo—: La Pagoda Azul tiene unos maestros increíbles, pero el sistema que la rige deja mucho que desear.
No pude más que estar de acuerdo. A fin de cuentas, Kahisso no se diferenciaba tanto de mí: había mandado la Pagoda a freír sapos en el río y se había dedicado a lo que quería: una vida de aventuras en una cofradía con unas leyes mucho más libres que las que regían Ató. Honor, Vida y Coraje, pensé, sonriendo. Claro que mi intención no era hacerme raenday. La verdad, no tenía otra intención que la de salir viva de Ajensoldra.
Ya anochecía cuando Syu volvió a aparecer.
“¡Shaedra! ¡Me persigue un gato enorme!”, gritó, aterrado, subiéndose a mi hombro.
El gato en cuestión era atigrado y gordo como un osezno. Se contentó con echarle una ojeada curiosa al mono antes de alejarse perezosamente.
“Aterrador”, me burlé.
El gawalt se cruzó de brazos y refunfuñó algo entre dientes.
Tras la cena, Lénisu siguió trabajando en la cocina y nosotros le propusimos ayudarlo a lavar platos, pero él se negó.
—Subid a los cuartos y descansad cuanto podáis. Mañana será un día largo a menos que encuentre a alguien que esté dispuesto a llevarnos en carreta.
Su idea nos alegró a todos: estábamos más que hartos de patearnos Ajensoldra a pie. La tabernera nos guió hasta nuestros cuartos, añadió un jergón para los raendays y nos metió a nosotros en una habitación para cuatro, con una ventana que daba al camino.
—Si necesitáis algo, ¡no dudéis en preguntar! —dijo alegremente la tabernera.
Le dimos las gracias y, cuando se marchó, Aryes cerró la puerta y se giró hacia nosotros con una mueca cómica.
—Menudo lío —pronunció.
Iharath dejó escapar una leve carcajada tumbándose en una cama al azar.
—Y que lo digas. Creo que todavía mi cabeza ni se ha repuesto del todo. Ya me gustaría a mí saber cómo demonios Spaw y Daorys se las han arreglado para huir. ¡Por Hórojis! —Meneó la cabeza, incrédulo, y se enderezó—. Dejamos a dos nixes perdidas y ¡nos encontramos con todo un clan! ¿Tiene sentido eso?
—Es más bien sorprendente —admití.
—Tal vez no sea tan casual como parece… —meditó entonces Aryes. Se había aproximado a la ventana para contemplar el camino con el ceño fruncido. Agregó—: Al fin y al cabo, tal vez haya más nixes de lo que suponemos. Visto cómo se las arreglan para que nadie pase por su territorio, se entiende que nadie sepa dónde viven. —Se giró hacia nosotros, pensativo—. Me pregunto qué droga habrán utilizado.
Dejé a Frundis componer tranquilamente contra el muro y contesté:
—He estado repasando todas las plantas que conozco. Recuerdo que Kajert una vez me dejó un libro sobre las distintas plantas que existen en toda Ajensoldra. Y de las que crecen en la ciénaga y tengan efectos similares sólo me viene el nombre de una: la maskla.
—¿Y eso qué es? —preguntó Iharath con un mohín. Ambos me miraban, muy atentos.
—Una planta que turba la mente. En Ajensoldra, está prohibido venderla. Si no recuerdo mal, tiene efectos amnésicos. Los nixes nos habrán hecho inhalar muy pocas toxinas, justo para hacernos olvidar el encuentro… O bien me estoy equivocando de planta. Seguramente Kajert habría sabido contestaros mejor que yo. —Me encogí de hombros—. La ciénaga de Zafiro es un verdadero jardín botánico.
—Y un infierno —completó Iharath; se desabrochó la capa—. Yo no me vuelvo a meter ahí ni loco.
—Ni yo —lo apoyé.
—A menos que aparezca Ew Skalpaï con sus famosos refuerzos —intervino Aryes.
—En ese caso, los llevamos directos a casa de los nixes para que se ocupen de quitarles la memoria. —Solté una risita—. Tal vez atiborrando a todos los guardias de Ató con maskla conseguiríamos solucionar el problema.
—Un plan ingenioso —se burló el semi-elfo.
—Aunque tal vez a los nixes no les haga tanta gracia —añadí, meditativa.
—Sólo nos falta que los nixes también te persigan —sonrió Aryes; se apartó de la ventana—. Será mejor que durmamos y retomemos fuerzas. Lénisu volverá tan cansado de lavar platos que mañana tendremos que llevárnoslo a cuestas —bromeó.
Pronto estuve tendida en la cama, sintiendo que aquella noche iba a dormir como el agua en un lago. Después de tanta desventura, había sido un alivio poder lavarnos y limpiar la ropa en casa de Torgab y ahora me sentía como si me hubiese atacado Wigy con su jaboneta. Sonreí pero fruncí el ceño cuando pensé en Drakvian. Esperé que hubiese encontrado un buen cobijo para pasar la noche.
Poco a poco, la taberna se fue sumiendo en el silencio cuando los clientes se marcharon a dormir. Largo rato estuve repasando lo ocurrido aquellos días. Traté de recordar algo de mi conversación con Yzietcha, aunque sólo fuese un detalle, pero todo fue en vano. Al cabo, me di cuenta de que Syu no estaba acurrucado como solía junto a mí y eché un vistazo hacia la ventana. Sentado en el bordecillo, el mono contemplaba la Gema.
“¿En qué estás pensando?”, pregunté, curiosa.
El mono gawalt agitó tranquilamente la cola.
“En nada”, confesó. “Bueno, sí. En la noche. Y en el astro azul que brilla. Y en el silencio. En la tranquilidad. A veces no hace falta pensar en más cosas.”
Sonreí al verlo tan filósofo.
“Cierto”, contesté.
Cerré los ojos y no tardé en dormirme. Tuve un sueño maravilloso: volvía a ser yo, con diez años. Me despertaba en un cuarto bañado con la luz de la mañana, comía un trozo de tarta hecha por Wigy, me tiraba entre los brazos de Kirlens diciéndole «¡Buenos días!» y corría a la Pagoda, ansiosa por ver a Aleria, Akín y Galgarrios y deseosa de escuchar la tranquila y profunda voz del maestro Yinur…
Desperté de un sobresalto al sentir que una mano me tapaba la boca y volví al mundo real.
—Chsss —dijo una voz.
Syu dio un bote y yo estuve a punto de realizar un ataque estrella, pero me retuve. Sólo era Lénisu. ¿Pero por qué andarse con tanto tiento? Un súbito temor me paralizó al pensar en Ew Skalpaï.
Por lo visto, al contrario que Syu, Lénisu no había estado meditando sobre la tranquilidad. Me hizo signo para que me levantara, manteniendo el índice sobre sus labios. Quería hablarme a solas, entendí, más relajada. Sin embargo, en vez de dirigirse hacia la puerta, despertó a Aryes y a Iharath, con el mismo sigilo. Sin atreverme a hablar, intercambié una mirada con el kadaelfo y luego con Syu… Obviamente, algo no andaba bien. Aun así, me exhorté a tener paciencia, tratando de no dejar que mi mente se inventase cualquier rocambolesca historia.
Me abroché la capa, cogí a un Frundis completamente dormido y salí al pasillo con los demás, temiendo que apareciese algún cazademonios con la espada desenvainada y una sonrisa asesina en el rostro… Sacudí la cabeza y minutos después estábamos fuera de la taberna. Oí unos maullidos de gatos y una tos proveniente de un cuarto con la ventana abierta…
—Lénisu… —susurré.
Su señal de advertencia me acalló y lo seguimos, cada vez más intrigados. Cruzó el pequeño patio empedrado, rodeando las carretas hasta los establos. Una vez dentro, se giró hacia nosotros con viveza y murmuró:
—Hay Sombríos en esa posada —declaró de golpe—. Han llegado a última hora y he tenido que darle una excusa barata al tabernero para no ir a servirles los platos. Tenemos que salir de aquí inmediatamente —concluyó.
Lo observé con la cara descompuesta.
—Lénisu, ¿qué te hace pensar que esos Sombríos me andan buscando?
Mi tío me contempló con exasperación.
—Sobrina, a veces tu ceguera me asombra. —Se alejó un poco, abrió la puertecilla de un compartimento y cogió las riendas de un caballo. Me fijé en que este ya estaba ensillado y, por las alforjas abultadas, Lénisu había pensado ya en todo lo necesario. Hizo una señal con el mentón.
—Aryes, coge el del compartimento de al lado. También está ensillado.
El kadaelfo tenía una cara todavía más pasmada y pronto entendí por qué.
—¿Un… caballo? Espera, Lénisu. Yo nunca he montado a caballo.
—Me encargaré —murmuró enseguida Iharath—. Una vez monté sobre un burro —apuntó, dedicándole una sonrisa burlona a Aryes.
Aryes le devolvió una mirada lúgubre pero no protestó.
—¿Y tienes una idea de adónde vamos? —pregunté.
Mi tío se encogió de hombros, subiéndose al caballo.
—Lo más lejos posible de aquí. —Me extendió una mano.
—¿Hacia el oeste?
Lénisu puso los ojos en blanco.
—¿Quieres volver a Ató? —replicó, retórico—. Anda, sube ya.
Suspiré y le agarré la mano a Lénisu.
—Supongo que el castigo por robar un caballo es menor que el reservado para un demonio —mascullé.
El caballo avanzó sin protestar; no emitió ningún ruido de cascos y me fijé en que sus patas estaban cubiertas con algo parecido a una esponja blanca. Desde luego, Lénisu lo había preparado todo.
“Con lo tranquilos que estábamos”, suspiró Syu, echando ojeadas nerviosas al caballo. Aprobé, suspirando.
“Sabía que los guardias de Ató me buscaban, pero que me busquen los Sombríos es mil veces peor…”, le dije, verdaderamente asustada.
Era mil veces peor, me repetí interiormente. Porque los guardias de Ató, estaban en Ató, mientras que los Sombríos… estaban por todas partes.
Iharath y Aryes tardaron más en acomodarse sobre el caballo. Apenas montados, este soltó un relincho de protesta y palidecimos todos. Suerte que el caballo pareciese especialmente manso…
—¡Maldita sea, acariciadle el lomo! —siseó Lénisu.
Aryes estaba más rígido que Frundis y el semi-elfo, que llevaba las riendas, parecía estar sentado como si se preparase a cualquier caída inminente. Cuando salimos del establo al paso, casi me resultó sorprendente que no hubiese ningún Sombrío esperándonos afuera.
Nos alejamos de la taberna, rumbo al oeste. Llevábamos como diez minutos avanzando al paso cuando Lénisu se apeó para quitar las protecciones extrañas que había colocado en cada casco de los caballos.
—¿Y Drakvian? —susurró Iharath, echando vistazos inquietos alrededor—. ¿Creéis que se habrá enterado?
Me encogí de hombros sin contestar y paseé una mirada inquisidora por los campos y matorrales que bordeaban el camino.
A partir de ahí, avanzamos a un ritmo mucho más rápido. Los rayos de la Gema iluminaban nuestro camino y las sombras de los arbustos desfilaban delante de nuestros ojos. Parecía como si Lénisu temiese oír en cualquier momento cascos precipitados detrás de nosotros…
Durante horas, cabalgamos en silencio, sumidos en nuestros pensamientos. Bueno, yo, más que otra cosa, me imaginaba escenas terribles en las que unos Sombríos venían a cortarnos el paso y a acribillarnos de flechas. En un momento, creí de veras oír un grito a nuestras espaldas. En otro, estuve a punto de decirle a Lénisu que parase porque había creído ver una cabellera verde entre los arbustos… Y al fin, maldije mis locas lucubraciones. A mis espaldas, Frundis dormía profundamente y hubiera apostado mil plátanos a que ni se había enterado de que habíamos cambiado de decorado.
Suspiré interiormente y dejé de pensar.
Empezaba a amanecer cuando Lénisu estiró de las riendas.
—Sigamos a pie —declaró—, tampoco es plan de que se nos mueran los caballos.
Nos apeamos, Lénisu tomó las riendas y seguimos andando. El albergue quedaba ahora lejos atrás y poco faltaba para que el paisaje de la ciénaga se poblara de colinas y bosques. Pronto llegaríamos a Belyac.
—Por los pelos —suspiró Iharath.
—Por los pelos os encontramos a ti y a Aryes por los suelos, ¿quieres decir? —replicó burlonamente Lénisu.
—Me refería a los Sombríos —gruñó el semi-elfo con dignidad—. Yo no monto tan mal.
—No —reconoció Lénisu—. Y sí, es una suerte que haya visto a esos Sombríos. Ya os dije que era una soberana estupidez seguir a esos raendays y meterse en una taberna. Sólo cabe esperar que no nos hayan visto.
—Así que según tú esos Sombríos también me quieren quemar viva. —A pesar de mi tono irónico, mi aprensión se notaba demasiado. Lénisu sonrió sombríamente.
—¿Quemar viva? Venga ya. Los tres Sombríos de la taberna no se creen el cuento del demonio que va de cuerpo en cuerpo. No necesitan fuego para matar demonios.
Un escalofrío me recorrió.
—Los conoces, ¿verdad? ¿Es Deybris Lorent quien los envía? —pregunté.
—A Deybris Lorent no le van esos asuntos tan poco rentables. Durante estos últimos años, un hombre se ha dedicado a pagar ese tipo de tareas. Arimelio Nézaru. De la ínclita familia de los Nézaru. Un día debió de levantarse con mal pie y le dio por aniquilar demonios, ya ves. Seguro que muchos lo consideran como un héroe.
Su tono desapasionado me arrancó una mueca. La evidencia era demasiado clara como para no verla.
—Son Shargus —murmuré al fin.
—Son Shargus —confirmó.
—¿Y tú cómo sabes que es un Nézaru quien les paga? —inquirí, suspicaz—. ¿Cómo conoces su nombre?
Lénisu me echó una mirada rápida y un destello de sorpresa pasó por sus ojos.
—¿No estarás pensando…? —Emitió un ruido gutural—. Te aseguro que no soy un Shargu, Shaedra.
Enarqué una ceja, sintiendo que el aire se tensaba.
—Ahora no lo eres, pero… ¿y antes?
—¿Qué es un Shargu? —intervino Iharath, algo perdido.
—Un Sombrío que mata demonios —expliqué, sin apartar los ojos de Lénisu.
Lénisu resopló, se detuvo un segundo y retomó la marcha.
—No soy un asesino —replicó con firmeza—. Nunca lo fui. Ya sabes lo mucho que me repugna la sangre, ¡como para dedicarme a esas cosas! —Volvió a resoplar y sentí que su expresión se transformaba en una máscara—. Sin embargo… una vez…
Su rostro se cerró aún más si cabe.
—Una vez dejaste a un demonio en un agujero del que no podía salir —completé, algo aliviada pese a que sabía, en el fondo, que Lénisu jamás habría podido ser un Shargu—. Ya me lo contaste. Pero no podías saber que no era un monstruo. Y además, no lo mataste directamente.
La expresión de Lénisu sin embargo no se relajó.
—Aquel día… —Se interrumpió de nuevo y sentí que su voz temblaba ligeramente cuando retomó—: Te mentí. O más bien… no te conté toda la verdad. —Agrandé los ojos—. El muchacho realmente cayó en un agujero. Pero el agujero no era tan grande. Podría haber salido de ahí si no fuera… —desvió la mirada de la mía, aturdida— si no fuera por lo que le había hecho el Shargu que me acompañaba. Yo no… no lo maté. Ni siquiera lo vi morir. Había sangre… mucha sangre —murmuró—. Me desmayé.
Creí que el corazón se me helaba por dentro. Lénisu había presenciado la muerte de un demonio. Y conocía al asesino. Y con toda probabilidad este seguía vivo. Y Lénisu por lo visto seguía culpándose terriblemente de lo ocurrido… Eché una mirada a Aryes y a Iharath y constaté que las palabras de mi tío los habían conmocionado tanto como a mí. Inspiré hondo.
—¿Cuál es su nombre? —pregunté, tensa como la cuerda de un arco.
Cuando Lénisu me miró pareció haber envejecido diez años.
—¿Te refieres al Shargu? —Frunció el ceño y meneó la cabeza con más energía—. Pronto lo sabrás si llegan a alcanzarnos.
Tragué saliva con dificultad. Conocía de sobra la sensación que agarrotaba todo mi cuerpo en aquel instante. Estaba muerta de miedo.
—Hagamos una pausa —determinó de golpe mi tío—. Y desayunemos. He traído una tarta deliciosa y no quisiera que se estropease.
Lo miré con fijeza, alucinada, y él me dedicó una sonrisa alentadora.
—Cuando una persona está en peligro de muerte, querida, no hay nada mejor que un poco de tarta para animarse.
No pude evitar devolverle una ancha sonrisa.