Página principal. Ciclo de Shaedra, Tomo 10: La Perdición de las Hadas
—¡RIBOK!
El grito resonó en toda la caverna. Un rayo de luz salió disparado de la nada y me cegó. Una felicidad intensa, histérica, me poseía. Todo en mí era energía. El jaipú se había reducido a un tímido filamento. Todo mi cuerpo temblaba. Caí de rodillas sobre la piedra y me desgarré la túnica. De pronto, toda la energía se liberó, perdí el control, mi cabeza se derrumbó contra mi pecho y me invadió una inquietante sensación de cansancio.
—Ribok —murmuró entonces una voz.
Sentí una mano sobre mi hombro.
—Ribok, ¿estás bien? —No contesté—. Ribok, ¿me oyes? —Se puso a sacudirme por los hombros. Alcé la cabeza y lo miré a los ojos, esos globos azules brillantes y fríos que acababan de presenciar lo que no quería que nadie supiese…—. Deberías sentir vergüenza por lo que pretendes hacer. Después de todo lo que te he enseñado…
Tensé la mandíbula.
—No siento ninguna vergüenza —murmuré—. Tú no lo entiendes. Aún no puedo dejar este mundo.
—¡Sólo morirás cuando te toque morir! —replicó él, irritado—. Cuando tu corazón deje de latir. No antes. No me defraudes de ese modo.
Debilitado por mi experimento, me levanté sin embargo con cierta viveza. Mi voz temblaba, pero no era por mi cansancio.
—No, maestro. Yo sé lo que debo hacer. No deberías haber venido. Sé ocuparme perfectamente de mí mismo. —Me volví hacia mi pequeña caverna en la que llevaba viviendo desde hacía varios meses. Marqué una pausa—. Deberías marcharte.
—Basta —siseó él—. ¡No digas bobadas! Dame esos libros y los devolveré a la biblioteca de Kurbonth, donde deben estar. Metidos en lo más profundo de su mazmorra para que nadie más que los expertos los puedan leer.
Esbocé una sonrisa irónica.
—Ya no tengo esos libros.
Mi respuesta pareció asombrar al maestro Helith.
—¿Cómo? —pronunció.
—Los leí, los memoricé y los quemé —expliqué—. Y ahora déjame en paz. Déjame que me convierta. No debes interferir o moriré sin renacer. Y todo el saber de esos libros morirá conmigo.
El silencio pareció eternizarse. Al fin:
—No te lo permitiré. Jamás debí haberte traído a los Subterráneos. Debería haberte dejado morir cuando atacaron los nadros rojos y los esqueletos descontrolados.
Sus palabras me hirieron profundamente, pero no contesté.
—Me das lástima —prosiguió el maestro Helith. Su voz se alzaba cada vez más en la caverna—. Jamás supiste olvidar aquel día. Te obsesionaste. Odias la nigromancia. Odias a todos los esqueletos. Me odias a mí… Entonces, ¿por qué convertirte en el peor de los engendros mórticos?
Bajé la cabeza y miré mi mano. La energía mórtica aún vibraba en mi cuerpo. Unos experimentos más y al fin podría matarme y realizar la transformación al completo. Al fin podría convertirme en un lich…
Un jadeo sonó a mis espaldas.
—¿Por qué?
Me encogí de hombros y me giré levemente hacia él otra vez, sintiendo una tristeza indefinible en mi corazón.
—¿Por qué? —repetí lentamente—. Porque tengo una tarea que cumplir, maestro.
Con serenidad, miré la caverna y sus altas estalactitas. En el silencio, se oía el tintineo regular de una fuente subterránea. Suspiré, evitando la mirada de Márevor Helith.
—Una tarea que va más allá de las razones que tengo para vivir.
—Ribok —me reprochó, tenso—. Tienes muchas razones para vivir. No desperdicies tu vida por un objetivo tan macabro como el de matar a todos los nigromantes de Háreka. Si me lo hubiese dicho cualquier otro, habría creído que estaba bromeando. Es ridículo.
Meneé la cabeza.
—Definitivamente, no me entiendes. Mi objetivo no es tan ambicioso. Mi objetivo no es matar a los nigromantes. No soy un asesino. Mi objetivo es matar a sus criaturas mórticas. No a los nigromantes —repetí.
Oí su suspiro hondo y exasperado. Y también sentí su miedo.
—Hablas en serio, entonces.
—Hablo en serio —confirmé.
—Estás loco.
Esta vez, quien suspiró fui yo.
—Tal vez —reconocí—. Pero no más que tú. Mi familia murió. Todo lo que amo ha muerto. Esta es la única pasión que me queda. Mi única voluntad.
—Y tu última voluntad —completó el maestro Helith—. No esperes que yo te ayude.
—No te he pedido ayuda. Te he pedido que te marches. Eso es todo —dije con sequedad.
Giré levemente los ojos, lo suficiente para ver un brillo de cólera y resignación brillar en los ojos de mi antiguo maestro.
—Debería matarte con mis propias manos —declaró al fin—. Un lich es un monstruo andante. No tiene nada que ver con un nakrús. Renuncias a la vida. Cuando te transformes, olvidarás tu tarea. Lo sé. Olvidarás y matarás por doquier. Eso es lo que hacen los liches normalmente, ¿sabes? Debería matarte —repitió. Hubo un silencio. Yo esperaba pacientemente.
Y entonces, soltó:
—Me marcho, Ribok.
* * *
Lo oí alejarse sobre la roca. Oí sus huesos chocar ligeramente contra una estalagmita. Cuando dejé de oírlo, me senté en el suelo. Junté las manos. Y murmuré:
—Ya sólo me falta morir.